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domingo, 6 de mayo de 2012

De esto se trata The Avengers



De las telenovelas mitológicas-patrioteras del Capitán América y Thor porque tienen Patria Legado Linaje pesadísimos qué respetar, contra el pragmatismo neoliberal de Tom Stark (Robert Downey Jr. sobreactuado el 95% de las veces; efectivo el 80%) asegurando que él no movería un alambre para ayudar a cruzar pero sí lo cortaría, y sobre todo del prodigioso Hulk como antihéroe existencialista, para reflexionar sobre la identidad escindida o sobre la falta de té de tila en la despensa, incómodo con el new age hindú hasta que lo mandan llamar para chambear del héroe que no quiere ser, y resolverlo con un tajante-pragmático NoStesChingando que se lo merece una y quince veces el SebasThor Rully tan peleonero con su hermano porque así le indicaron en la escaleta.
Scarlett Johansson amarrada e indefensa se ve igualita que en mis sueños eróticos más recurrentes y Cobie Smulders debería dejar la aburrida historia de cómo conoció Ted Mosby a la madre de sus hijos para ofrendar su rostro más días, más horas, de manera más urgente, a la pantalla grandotota.
Y palomitas y coca y hot dogs y no vayan al cine el domingo, es fatigoso.
Cinco estrellas y medio menos tres más Mejor Rentarlo en BlockBuster si en tres meses sigue existiendo.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Medianoche en Paris, ¿Quién engañó a Woody Allen?

El Woody Allen crepuscular debe suponer agotada su comedia de reveses conyugales y adulterios bufos; de ahí la decisión de filmar en ciudades europeas, donde trata de sugerir su embelesamiento por cada una de ellas. Pero su opinión nunca deja de ser neoyorkina, por lo que sus películas del Viejo Continente deben tratarse de sus películas más norteamericanas: si a Londres lo convirtió en un lacónico ajedrez sentimental (God Save the Queen) en Match Point, en Vicky Cristinta Barcelona deja constancia del azoro yankee ante la pasión mediterránea y pone a temblar de miedo a Scarlett Johansson y Rebecca Hall cuando Javier Bardem y Penélope Cruz se insultan de tan enamorados . En el caso de Medianoche en París, recupera a la Ciudad Luz desde el Retrato del Escritor Postadolescente que debe hacer su peregrinación iniciática bohemia, y confronta al pragmatismo gringo (republicano, para que apriete más la vara) contra el Mundo del Arte y la Creación (París como el Disneylandia de los bohemios) con Fitzgerald, Hemingway, Picasso y los surrealistas como versión para adulto contemporáno de Pluto, Donald, Mickey Mouse y Tribilín.
Ahora es Owen Wilson quien representa el papel de Woody Allen con el nombre de Gil Prender, aburrido guionista hollywoodense que insiste en hacer una Novela de Literatura de Verdad. Está comprometido con Inez (Rachel McAdams), tan bonita como la próxima portada de Vogue, y tan frívola como lo pide el contraste de lo que ocurrirá más adelante. Encima viajan a París con los padres de Inez, versiones sutiles de los suegros protofachos que en otras pelis de simplona memoria atormentaron a Ben Stiller. Gil es nostálgico de los años veinte parisienses y la Generación Perdida, y su añoranza choca contra la apropiación elitista de la cultura que hace su novia y su familia política. Luego se agrega el pseudoerudito Paul a darles clases sobre Rodin y el Palacio de Versalles, con esa información de trivia que aparece en libros tipo Mil Quinientas Cosas De Arte Que Debes Saber Para Ser Bien Chingón. Y aquí viene el traslape fantástico que Allen ya había practicado en La rosa púrpura del Cairo o Alice, cuando el escritor sensible camina solo por Paris y se le aparece un DeLorean (Back to the Future) de los años veinte que me lo lleva a su pasado feliz.
A partir de aquí emocionan y conmueven unos años veinte que más bien parecen telenovela histórica producida por Televisa; con un Hemingway que verborrea sentencias de escritor viril como si fuera Mariano Osorio en la madrugada, con un matrimonio Fitzgerald encantador y peligroso, extraído de las comedias románticas de amor fou que podría protagonizar Ashton Kushner y Cameron Diaz, con el maravilloso trio surrealista -Salvador Dalí, Luis Buñuel y Man Ray- haciendo sofisticado homenaje a los Animaniacs. Y es que antes de ser un homenaje a los años locos, al París bohemio, a la vocación de la escritura y el imperio delirante de la creación, Allen crea un pastiche involuntario de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, en el que lo importante es artificiar un locus amenus en el que nuestro protagonista entrañable se interrelaciona con nuestros escritores favoritos, transfigurados en clichés desaforados de Monty Phyton o Saturday Night Live. ¿Debería preocupar esto? No, porque a la chochez de Woody Allen se le puede perdonar todo, incluso que se permita recuperar al comediante de los sesenta, sin más ambición de llevar al extremo su feria del cliché. Aquí lo hace con el desparpajo de quien ya no tiene necesidad de demostrar nada, aunque con el irónico guiño para que quieren quieran tomárselo en serio diluciden dilemas como lo ilusorio del pasado, lo inaprehensible del presente, el acto creativo que ocurre mientras creemos que nuestra época -como todas las épocas- ya se ha agotado.
Como un Inception zemeckiano para hipsters, los personajes saltan del presente a los años veinte al siglo XIX impresionista y parnasiano. Todo para entender que la creación, que la escritura, incluso que el cine, es lo que tenemos alrededor, cuando tomamos perspectiva de lo que ocurre en las calles, en los bares, y lo hacemos propio desde una emoción lírica. ¿Alguien irá a añorar esta época en que el arte y la vida ocurren desde las redes sociales y los networkings como pretextos para el filtreo? Woody Allen lo deja de tarea, con una película tramposa, sin grandes ambiciones, pero hay que aceptarlo, con enormes dosis de empatía.

miércoles, 9 de marzo de 2011

No es post, es nomás pa' no perder el link de este artículo-conferencia tan lindo que hizo Alonso Ruvalcaba

Que trata del Ciudadano Kane y donde hace comparaciones jugosas con la literatura, otras películas y hasta el comic.
Si alguien necesita dar una clase sobre Orson Welles y su
Ciudadano Kane, no pierda el tiempo en el Rincón de vago, agandallen este artículo con todo y sus referencias al youtube y lampareen a sus alumnitos (y no sean cínicos, denle crédito al jefe Ruvalcaba que hizo un trabajazo sensacional).
Sin más, el link:

http://www.letraslibres.com/beta/blogs/ciudadano-kane-visita-guiada?page=full

(pronto post, prometo prometo. Hasta después)

jueves, 16 de diciembre de 2010

The Social Network

Así termina la torpe e inspiradora peli de culto Pump up the volume (Moyle, 1990): cuando los polis detienen al insidioso-estudiante-promedio-locutor-pirata Mark Hunter (Christian Slater descubriendo al enfant terrible que después ya nunca será) por alebrestar con su programa de radio aficionado a un cándido pueblo gringote de Arizona. Mark hace su última transmisión invitando a la banda high school de la comarca a sublevarse, a no dejarse llevar por el stablishment, a ser ellos mismos, a enamorarse de la autenticidad de su voz. Después vienen los créditos y una panorámica del pueblote muestra cómo se encienden luces en las casas y cómo distintos locutores amateurs van dando testimonios de sí mismos: programas de niñas emo, de geeks y su pasión por los videojuegos, de individuos tristes y sin carisma pero con todo el derecho de expresar su simplonería. Era 1990, vimos la película, imaginamos que el futuro de cualquier fraternidad generacional se fundaría en la atomización: aldeas de intereses compartidos que se regodean en su incapacidad de comunicarse más allá de su propia comarca. Faltaban cinco años para los internez y al menos diez más para que el homo 2.0 se consolidara desde el protagonismo fantoche que le ha conferido las redes sociales.
Veinte años después, así empieza la canalla y ya casi peli de culto The Social Network (Fincher, 2010): cuando un gris y malcayente Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg en enorme papel de contención mediocre) desenamora a su novia Erica Albright (qué bonita es Rooney Mara) con sus más bien vulgares ganas de figurar en los clubes sociales de Harvard. Desde que vomita consideraciones sobre su IQ, su torpeza social, su urgencia de pertenecer y su misoginia simplona hacia la desconcertada Erica, queda claro que Mark es sumamente inteligente y atrozmente imbécil. Después lo cortan y ni la menor idea de cómo superarlo, Despechito Zuckerberg se lanza a proferir insultos en su blog, sigue el despliegue de su genio y, desde el chiste misógino a la visión generacional, va naciendo The Facebook.
Con la creación fílmica de Mark Zuckerberg, Fincher regresa a un tema constante en su filmografía: la marginalidad y la necesidad de pertenencia, que se resuelve mediante la creación de sociedades alternas -criminales, lúdicas, herméticas- que permiten la expresión enfermiza de sus personajes, obsesivos hasta el dostoyevskismo. La teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver) debe raparse y participar de la vida de un monasterio intergaláctico para enfrentar a su viejo amigo el alien (Alien 3, 92), el yuppie Nicholas Van Orton (Michael Douglas) es inscrito a un perverso juego que lo destruye para redimirlo de su ojetez (El juego, 97), ni qué decir del anónimo amigo (Edward Norton) de Tyler Durden (Brad Pitt) y su creación de ese mítico club de la pelea que lo subsana de su mediocridad oficinesca (El club de la pelea, 99), y aunque investigadores y cazadores de serial killers, el detective David Mills (Brad Pitt en Seven) y el periodista Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal en Zodiac) se ven obligados a aceptar dinámicas lúdicas -acertijos, crucigramas, juguetes mentales- por parte de sus presas para desentrañar misterios que terminan competiéndoles directamente.
La primera gran secuencia de The Social Network -la posterior a la desafortunada cena de Mark y Érica- es fiel a esta premisa: mientras el nerdazo Zuckerberg va intuyendo su poderosa red virtual, a pocos metros de su cuchitril se vive the real life: el acceso al Phoenix, el club más prestigiado de Harvard, la fascinación iniciática y erótica de unos cuantos, el ánimo exclusivo -excluyente- de las tribus glamorosas. Y a partir de entonces no deja de marcarse una oposición que permea gran parte de la película: Zuckerberg y sus aliados como grupo emergente que reinventará la socialización desde las computadoras -el triunfo del nerd que nunca se hubiera imaginado en La venganza de los nerds (Kanew, 84)- frente a una aristocracia universitaria rebasada, que con fascinación aprende en Facebook a hacer vida mundana como si fuera videojuego de Atari.
Dos personajes apuntalan la aventura de Zuckerberg, ambos símbolos del antes y el después de la experiencia Facebook. El amigo universitario, Eduardo Saverin (Andrew Garfield), con métodos convencionales hacia las impensables posibilidades financieras de la red social, y el fáustico creador del Napster, Sean Parker (Justin Timberlake), geekstar de precoz protagonismo, visionario y destructor de su propia trayectoria. La disyuntiva que ambos aliados imponen a Zuckerberg rebasa los códigos de la lealtad o la confianza: crear y hacer crecer a la Red Social también implica reinventarse bajo coordenadas nuevas -el hoy está en las computadoras y no en la aburrida venta de negocios de Saverin-, apenas intuidas por una generación postadolescente tan poderosa como inconsciente de sí misma, que aprenden a situarse en el mundo de los negocios desde la improvisación y el azoro, un poco como ya lo había sugerido otro teenager empoderado, el narrador David Eggers en su excesiva novela Una historia conmovedora, asombrosa y genial (2000)
.
The Social Network entonces no puede verse como la clásica película de un juicio, con las triquiñuelas de abogacía que demanda el género; tampoco se trata del biopic triunfal de un geek y negociante genio, pues Fincher y el guionista Aaron Sorkin se cuidan muy bien de presentar a Zuckerberg como un baduleque solitario y sin habilidades sobresalientes; The Social Network mucho menos es la reflexión sobre la amistad o la traición, pues la película conjura el melodrama con sarcasmos light que no revelan pasión ni genio en los personajes; si acaso, The Social Network es la fábula de una empresa creada más allá de los parámetros antes conocidos, y por extensión, la crónica de una generación emergente, tan influyente como limitada: jóvenes emprendedores que erigen imperios desde la ocurrencia, que de una manera precoz aprenden los códigos de los negocios, pero también son incapaces de crecer como individuos al ritmo de sus alegres cuentas bancarias.
Parecería contradictorio que, con menos poder económico o social, el insidioso Mark Hunter de Pump up the volume se revele como un teenager más explosivo que el inteligente pero abúlico Mark Zuckerberg; el arbitrario distingo revela un diagnóstico poco halagüeño para los Y: generación hiperinformada pero trastabillante cuando se trata de ser conscientes de sí mismos; hiperdotados en su potencial para erigir emporios, discapacitados en la mirada interna que les permita preguntarse cuándo y cómo carajos se va adquiriendo la madurez.
Como un Rosebud diluido, al final de la película Mark
Zuckerberg da refresh repetidamente a la solicitud de amistad que le hace a la imposible Erica Albright. Entonces la película se revela como el cuento de cómo se erige un emporio entre postadolescentes que siguen sin entender de qué se trata el mundo 1.0. Y que como los gladiadores de El club de la lucha, deben crear otro mundo, sudoroso, oscuro, con sus propias reglas, para que sea posible habitarlo. Y en el que sin embargo también fracasarán, como suele ocurrirle a los personajes fincherianos.


lunes, 25 de octubre de 2010

Thalía y su unplugged y en general por qué me cagan los unpluggeds (excepto el de Charly García)

Al televisor de la fondita se le arruinó la antena y por eso, durante la semana pasada, en vez de Atínale al precio hemos visto dvds piratas cuidadosamente seleccionados por la patrona. El viernes pasado nos tocó el Unplugged de Thalía.
Convengamos que para toda una generación chochentera-nonagentera, Thalía chapoteó en nuestros sueños húmedos con sus chicheros de peluche y su look de lolita de diseño, cantaba eso de chúpalo arrástralo muérdelo y nos ocurrían cosas que por decoro no describiré con toda su viscosidad. Además era novia del hijo de Gustavo Díaz Ordaz y eso hacía más perverso todo, el cuento enfermo de la nenita buenona y el hijo del poderoso sanguinario y de fondo el 2 de octubre no se olvida; además no tiene dos costillas y por eso se le acentúa la cintura, y sus muslos siempre deben estar en cualquier antología de muslos arañables. Pero también es cierto que su talento musical se agota en medio minuto de canción, como le ocurren a todos los timbirichos y demás niños televisos de aquellos tiempos (y de estos y de los que vendrán). Tras el (quesque) escándalo de sus canciones "Sudor" "Saliva" "Sangre" nadie recuerda nada que le valga la pena, nomás algunos enfermos sexuales revisamos con nostalgia su videíllo equisón del "Amor a la mexicana" porque ahí salía de
latin femme fatale más o menos codiciable. Luego se casó con Tommy Mottola, el no-mames-tás-cabrón de la industria discográfica gringa, luego se pelea cada seis meses con Paulina Rubio y luego hace negocios de revistas, perfumes, ropa interior y lentes que, creo, casi siempre fracasan.
En sus intentos -imagino- angustiosos por liberarse del estigma televiso, Thalía ha procurado transformar la imagen sexosa hacia otra, igualmente artificial, de Intensa Enamorada de la Música. Sus entrevistas de los últimos tiempos merodean este cliché: ella vibra cuando siente el ritmo que le hace contonear el cuerpo, no le interesa innovar ni sorprender, solamente sacar todo eso que se desborda de su espíritu, la mercadotecnia es estúpida al lado de su deseo genuino de expresarse, y su expresividad ultragenuina (tan indie, se adivina) parecería excusar los excesos plásticos de sus primeros tiempos. Su música sigue siendo igual de mala y predecible (quizá peor: más simplona) pero tiene el escudo de la autenticidad. Sin vestiditos sinuosos (buuu) ni desplantes espectaculares, Thalía se hace la Eddie Brickell latina, jeans y playerita, y lo simple-hermoso-esencial de su música.

***

Para este artificio nada mejor que un programa de Unplugged, que desde su desconecte promueve ideas semejantes: la música como lo esencial, los instrumentos sin cables dan testimonio de su verdad verdadera, y la cercanía con un auditorio reducido finge la misma intimidad que podríamos tener una caterva de borrachos cuando nos juntamos con el que sabe tocar la guitarra y berreamos canciones de Ricardo Montaner y Mocedades.
El estilo Unplugged suele parecerme aburrido e hipócrita. Prueba de alto rendimiento para demostrar que el artista sí canta y sí toca la lira; que la banda, desnuda de artificios, tiene la oportunidad de presumir virtuosismo y acoplamiento; que incluso se revela el genio al reformular hits en frases sencillas, vocales y musicales, que desde su simpleza vuelven a manifestar su encanto.
Díganme arcaico y convencional, pero para mí el poder de una gran canción está en el momento en que existe con todos los recursos que le da la grabación en el estudio, es su real prueba de fuego, incluso sus recubrimientos tecnológicos la hacen esa canción y no otra, porque ahí están las intuiciones o las malicias de los músicos que las producen; ahí está el espíritu de su época, sus errores y sus hallazgos. Juan Ramón Jiménez dixit: “así es la rosa “.
Por supuesto que después se valen, y mucho, las variaciones en los conciertos, todos los covers posibles y que incluso algunos mejoren con creces la versión original, pero el despegue, el impacto primero, se ha logrado en ese disco en estudio; al menos es su "presentación estelar" (porque cierto: muchas bandas, sobre todo en sus inicios, graban muchas veces una misma canción, con variaciones que la van perfeccionando, y ahí vienen las discusiones de los fans from hell al cotejar versiones y decidir que la del EP es superior a la del álbum oficial, pero esto, en todo caso, son ejercicios de filología musical, como la que hace el estudioso de un poeta cuando muestra versiones previas al poema definitivo).

La trampa unplugged se encuentra, en todo caso, en un discurso falso del talento vía la simplicidad. Se desmonta la canción y se simplifica para que ilumine desde su esencia, sin considerar que su esencia también son sus recursos adquiridos desde la consola de sonido. Y muchos artistas, además, tienen como parte esencial de su obra el manejo de estos artificios. Habría que ver, por ejemplo, el fracaso de un Kraftwerk desenchufando todo el montaje electrónico que los hace ser ellos.

***
El Unplugged, por lo demás, tendría cierto interés cuando celebra largas trayectorias, que pueden coronarse con esta armazón de la simplicidad. Por eso resultan valiosos programas como los de Eric Clapton (y su hiperfamosa versión de "Tears in Heaven" proviene, justamente, de uno de los primeros programas Unplugged), el delirio genial -olvidaba las letras- de Charly García, y hasta ese extraño y lúgubre testimonio de un Kurt Cobain cansado, a poco tiempo de suicidarse, que desde una mecedora parece enterrar a todo el grunge noventero, y lo que es peor, a todo el entusiasmo que pudo haber tenido todo el grunge noventero.
Pero entonces, obviamente, todo mundo quiere hacer su unplugged, como si en todos los cantantes y músicos, rockeros, cumbiancheros o baladistas, convencionales o de avanzada, fuera necesaria la celebración de sus trayectorias. Porque parte del chiste del unplugged es ése: la consagración de una carrera, la exposición íntima, por supuesto que reflexiva, del artista que parecería hacer un alto en el camino para desplegar quién ha sido y cómo lo ha sido, una suerte de ajuste de cuentas con su auditorio-jurado-sinodal en el que demuestra, desde la simpleza del piano o la guitarra, su frágil pero exaltado espíritu.
Entonces, ahí me tienen en la fondita (por fortuna la sopa siempre la sirven caliente), viendo a Thalía de jeans y playerita, relajada y despeinada como secre eficiente de una distribuidora de tuppewares, hartamente fervorosa de sí misma, ama indiscutible de su música y de la intensidad de su interpretación. Por supuesto que la primera idea es morbosa (¿y la faldita? Bu, ¿quién quiere ver a Thalía sin una faldita?), la segunda idea desdeña (y además, ¿la música de Thalía qué? ¿Habrá alguien en todo el planeta Tierra que se sepa una canción completa de la Thalía?) y la tercera escudriña, sin pasión pero no queda de otra, el más bien desangelado recital. Que debe admitirse, la casi-diva afronta con enjundia. Thalía y su música parecerían compenetrados como silicón y teta, y de nuevo los engaños del desconectado: la simpleza de los arreglos, paradójicamente revestidos del fausto de un grupo de viento (debe ser la pesadilla de todo músico, estudiar queriéndose concertista y terminar hueseándole baladitas a una poperita light) o de una bandita cumbianchera, le sacan brillo a las rolitas ramplonas hasta hacerlas parecer joyas de las tradiciones tropicales o poperas o váyase a saberse de qué. Y llega una tristísima idea, que casi hermana con la Ñora de Mottola: que hay tradiciones que se hacen solas, o tradiciones que se fincan a güevo, desde la ruptura (y bien paciano que se hace el comedor del arroz rojo), y otras tradiciones más, esas sí íntimas porque a nadie le interesan, en la que la artista, sabedora de una fanaticada más bien pequeña y gazmoña (porque comparando: Thalía no fue lo que sí fue Gloria Trevi, o Shakira, por pensar en otras poperas de su rodada), se arma la "fiesta musical" para celebrar con sus poquísimos seguidores, que es muy seguro, la mayoría asistieron al concierto porque fue la penúltima de sus opciones -les regalaron boletos, tienen amigos gays con estéticas, se equivocaron de sala y quién le hace el feo a unas guitarras y unos timbales- y celebran el armado de un numerito que dentro de su mediocridad es, al menos, decoroso.
Creo que seguía una gastada idea generacional, porque Thalía es maso de mi edad y eso orilla a la comparación con los coetaneos, la lúgubre idea de que la mayoría estamos así, con los pequeños hits de nuestras vidas, celebrados entre cuatro o cinco gatos claudicados; por suerte entonces llegó la carne de cerdo en chile pasilla con frijolitos bayos y así las penas son menos. Pero Thalía agachada en el escenario, para más cercanía con el público, o Thalía sentada en la periquera, ojos apretadísimos para escuchar con fruición la expresivísima ejecución de su guitarrista, o Thalía palmeando las manos contra sus muslos, como lo hace la gente que vive y disfruta y transpira la música, hace tenerle cierta simpatía, deslavada y endurecida, alguna identificación vergonzosa, como no hubo en los tiempos de sus chicheros de peluche y sus canciones seudoporno: y pues es, que lo seguimos intentando. Y que nadie cree en su música o en su gloria, ni en la valía de su trayectoria, pero al menos se podría creer en su angustia. Porque el unplugged de Thalía, en el fondo, se trataba de la angustia: la angustia de no haber sido Salma Hayek, o Jennifer Lopez, cuantimenos Lady Gaga o Britney Spears, y qué angustia debe sentir cuando ya la amurallan sus nuevas versiones vernáculas, Belinda o Danna Paola, aunque no tendría que preocuparse de ellas: en veinte años harán desconectados semejantes, nostalgias evasivas de quienes quisieron y no supieron ser.
La inesperada simpatía con Thalía me hizo comer el postre lentamente, escuchando con desgano y emoción alguna canción más. Me fui cuando apareció un "invitado", un muchacho bonito con el que mientras cantaban se miraban a los ojos hipnóticamente, como si antes del concierto hubieran cogido con gozo y lasitud.
El único aprendizaje de todo esto es que la doña de la fondita debe arreglar cuanto antes la antena de su tele, los autos de Marco Antonio Regil son mucho menos desolados y quienes se los ganan brincan y se abrazan con una felicidad mucho más confortante.
A quien le gane el morbo, puede ver alguna de las canciones de la tristeza ésta:



Y ya, como sé que se ponen reexigentes y engreídos, les dejo alguno de los que fueron de a de veras:



Porque además, para más desgracia de Thalía, su concierto ni siquiera fue un MTV Unplugged con toda ley. Fue un programa "Primera fila" que capaz se lo inventó su marido Mottola para que ella no lo fastidiara en el desayuno. Así de tristes deben ser los matrimonios, pues.

viernes, 23 de julio de 2010

Inception, de Christopher Nolan, o ps yo también creo que es una gran película pero antes necesito que alguien me la explique

Veamos, la película trata de los sueños y hasta ahí todo va claro. Resulta que por alguna tecnología que nadie explica -y por otro lado no hace tanta falta- un grupo de granujillas tipo Perros De Reserva se pasean por los sueños de la gente y por una corta lana les roban secretos de todo tipo. Eso le da chance al King of Di Caprio de balacear malosos y demostrar que ya puede poner cara de hombrecito. Quince minutos después inicia la película, cuando hay que inceptionar -¿inocular, sembrar, contagiar? En todo caso, los traductores, que son harto sabios, optaron por originar- una idea en los sueños del hijo de un ultrapotentado -algo así como Carlos Slim Domit y su papá- para que transforme su vida y debilite su emporio y entonces Ken Wanatabe pueda competirle y hacerlo papilla. Entonces Michael Caine, que desde sus últimas quince películas es muy sabio y coherente, advierte de lo peligroso de hurgar en los sueños de otros pero recomienda para la misión a Ellen Page, que como ya no trae su panzota de Juno está ágil y puede ayudar en la aventura. Luego Di Caprio y Page juegan a que yo soy Neo y tú eres Morpheo y se pasean por sueños muy surrealistas. Luego entran al sueño de Carlos Slim Domit con el resto de los gandules, y vienen hartos balazos y explosiones y correteadas pero creo que no importa mucho porque todo ocurre en los sueños. Pero entonces corren el riesgo de quedarse en el limbo, y todos tienen miedo, y por eso hay más corretizas, y encima de todo llega Marion Cotillard a atormentar a DiCaprio con canciones de Edith Piaf, aprovechando que le sobraron algunas de la peli La vie en rose. Luego están en una bodega. Luego se caen de un puente. Luego hacen esquí en un lugar con mucha nieve. Luego el hijo de Carlos Slim se cree el Ciudadano Kane y está a la búsqueda del rosebud perdido. Luego explican todo eso, y debe estar bien claro pero yo nomás no le entendí. Porque resulta que del sueño uno se van al sueño dos y luego al tres y luego corren el peligro de irse a un sueño más profundo, pero para eso deben eliminar a las proyecciones de los subconscientes de los malos y de los buenos que aunque sean buenos también pueden tener proyecciones malas, y además, qué chinga, están los recuerdos, y luego también, qué joda, diez minutos dormidos son quince años de sueños (como los perros), y hay efectos especiales, y elipsis arriesgadas porque lo obvio ps obvio que es obvio, y cuando alguno de todos dijo que si se brincaba del sueño profundo al sueño tres al sueño dos al sueño uno engañando a las proyecciones yo sentí mucha vergüenza porque lo único que se me ocurrió decir fue YA POR FAVOR.
Mi impresión es que uno debe tener doctorado en física y psicoparapsicología para entenderle a estas películas y la neta no tengo claro si me interesa estudiarlas. Desde las realidades virtuales de
Matrix quedó inceptionada (originada, insistirán los traductores) la idea de que la incoherencia psico-espacio-temporal rulea cabrón para las discusiones geek y hace parecer intrincado y polisémico un recurso narrativo más bien de molde: la acumulación de giros de tuerca que hacen de la sorpresa un recurso previsible, las identidades disueltas que toman sentido en Las Pequeñas Cosas De La Vida (como un trompo o... nonono, no les espoilearé la sorpresa (ja)), el riesgo de la subjetividad porque nuestro principal enemigo siempre está acechando desde nuestra mente.
Christopher Nolan había sabido hacer todo esto rebien: la reconstrucción de la memoria de Leonard (Guy Pearce) en Memento (2000) ha sido de los momentos más inquietantes del cine de los últimos años, y si algo ha resucitado a Batman -y con él al Joker, y a Dos Caras, y al Espantapájaros-, es la incómoda bisagra que rechina entre la ética del héroe, sus impulsos violentos, las psicopatologías de los villanos y la imperceptible frontera entre los esquemáticos Bien y Mal. Pero en Inception Nolan quiere consagrarse con una idea propia y logra, ciertamente, lo imprevisible: transformar en convención el asombro rococó, agotar el delirio mental hasta hacerlo impenetrable, gastar su afición por el laberinto hasta que, con todo y embrollo, a nadie le interesa escapar de él porque mejor nos evitamos la fatiga y además, ¿a quién coños le interesa entender la tesis de Nolan?
Inception representa la cúspide de este cine de suspenso que parte de los misterios mentales, y es la cúspide porque tras tanto derroche argumental las premisas se vacían y ya no importa, de verdad que no importa, resolver la ecuación del sueño uno y el sueño dos y el sueño tres. Los héroes de la película, tan clichés en su quesquehiperarchirecontranomamesquecabron complejidad, corresponden a este vacío y quedan huérfanos, a la espera de otro delirio psicoloquesea para volver a funcionar.
Dicen que Inception es la película de la década. Quizá lo sea. Lo bueno es que ya es 2010 y viene una década nueva. Porque tener otra cinta de aventuras -los morbosos les llamamos chaquetas- mentales, ps como que ya, ya estuvo, ¿no?

lunes, 19 de julio de 2010

Mr. Lonely: la trascendencia también puede estar bien cagada

Envidio la insolencia de los genios: se inventan tres ocurrencias, les resuelven un motivo que las trascienda y las filman con hermosos colores, tipo los comerciales de Kodacolor de los años ochenta. Y Harmony Korine, que desde su morboso guión de Kids (Clark, 95) está convocado irremediablemente a la genialidad, obedece al designio y filma Mr. Lonely, delirio iconoclasta de fotografía y el departamento de arte, que además (¡imaginen la bravuconada!) medio cuenta una historia.
Luego, imaginen qué fregona historia: está el imitador de Michael Jackson (Diego Luna) por las calles de Paris, ganándose la vida en lo que puede, cuando conoce a la imitadora de Marilyn Monroe (Samantha Morton), quien lo recluta en una comuna de imitadores, donde convive con los imitadores de Chaplin (Denis Lavant), James Dean (Joseph Morgan), Abraham Lincoln (Richard Strange) y Sammy Davis Jr (Jason Pennycooke) (y hay más pero ni modo de estropear la alucinante sorpresa). Entonces los imitadores de los Tres Chiflados construyen un teatro con todo el mal gusto que sólo los imitadores de los Tres Chiflados pueden tener, para que ahí hagan el "espectáculo más grande del mundo", aunque tristemente sólo lo miran seis aburridas personas, lo que deprime a todos los imitadores, tanto que uno de ellos (pero no les diré cuál para que brinquen estupefactos de la sorpresa) se suicida y el grupo se desintegra pero el imitador de Michael Jackson aprende Cosas Importantes De La Vida. Ah, y paralelamente se cuenta la historia de unas monjas que se avientan de un avión y no se mueren y se vuelven milagrosas.
Lo importante es que cuando ocurre todo eso también hay voces en off con reflexiones entre posmodernas y new age sobre la identidad, estar en el mundo, la identidad, tener el tamaño de nuestros sueños y se me olvidaba agregar también la identidad. La epifanía del final deslumbra porque ocurre al mismo tiempo que se celebra el triunfo de la selección francesa y todo es tan carnavalesco que les juro que de inmediato se recupera la esperanza y la ilusión por la vida.
Pero este apantallante ejercicio fílmico no sería nada si no estuviera acompañado de una espléndida fotografía que en cada toma se esfuerza por estar en el lugar indicado y de la manera más indicada. Tal pareciera que el Gran Demiurgo (finjamos modestia: en este caso el director Korine) a cada rato detuviera el flujo de las historias para indicarle a sus personajes: ahora ponte a la derecha y ahora tú ponte a la izquierda. Que obvio, todos los directores lo hacen, aunque aquí Korine parece agregar: pero pónganse bonito porque los van a filmar!!! Lo que hace de Mr. Lonely más un ejercicio de foto fija que por estar ejecutado en formato de cine debe tener agregado el movimiento
(ni modo), aunque claro que sigue siendo perfectamente bien estudiado en su búsqueda de la trascendencia (la identidad, no lo olviden), resolución hasta fresca y espontánea porque uno se imagina que a cada toma, Korine y su fotógrafo Marcel Zyskind parecen estar diciendo: pero así, que la monjita dé vueltas, porque así se ve bien CAGADA GOEI!!!
Mr. Lonely o el esteticismo de lo cagado, esta película tendrá su valor en ser reflejo de su época, de estos filmes que en diez años no servirán más que para ambientar como fue la primera década de 2010, demostrar que no todo era el hiperesteticismo vacuo 3D de Avatar, que los indies también sabían ser vacuos e hiperesteticistas, pero con mensajes trascendentes y arrogantes, para consumo hipster de última generación.

viernes, 25 de junio de 2010

Toy Story 3: variaciones sobre el tema

El momento más emotivo de la -hasta ahora- trilogía de Toy Story ocurre cuando se cuenta la historia de la Vaquera Jessie y su dueña Emily, esa historia de amor entre la niña y su juguete que termina cuando la niña crece y la muñeca queda arrumbada bajo la cama. En ese momento ocurre lo que tanto cuidan evitar los pedagogos y creadores infantiles políticamente correctos: que los espectadores -se asume, en mayoría niños- conozcan el dolor. El dolor de la pérdida, del abandono; el crecimiento y la incertidumbre por el paso del tiempo. Ahí está la verdadera clave del éxito de Pixar, en no tener miedo a ser cruel con tal de contar cabalmente una historia. Se me ocurre que ese pequeño cuento, inserto en la segunda película, tiene el equivalente emocional de muchos otros momentos dolorosos para los infantes, como la muerte de la mamá de Bambi, del papá de Simba, o en la televisión teledramones del tipo de Remi (tanto moridero, en retrospectiva, hasta causa risa) o la famosa caída del caballo de Anthony en Candy, Candy. Más que la muerte, lo que congela es la orfandad, no sentirse apoyado por aquella figura de experiencia (figuras paternas, mentores) y atisbar la urgencia de tomar decisiones propias y crecer. No extraña que entonces, el antídoto al dolor de las pérdidas sea la amistad. Por eso importa tanto la declaración de principios entre Buzz y Woody hacia el final de la segunda cinta: si los tiempos cambian, si su dueño Andy crece y ellos dejan de ser necesarios, la única certeza que conforta es saberse unidos para enfrentar el reto.
Toy Story 3 parte de esta premisa. Andy crece, los juguetes han sido arrumbados y surge el momento de darles un nuevo destino. Sigue lo que ya se sabe: un poco equívocos y otro poco corretizas, Buzz en tono ridículo y Woody recomponiéndole la plana, la mayoría de los chistes buenísimos y mucho más los que tratan de Barbie y Ken. Se atisba un tema dejado al garete: una sociedad clasista de juguetes, con tendencias gangsteriles, obvios enemigos del grupo protagonista. Y hay un buen momento en la trama, la fuga de los juguetes de la guardería-reclusorio, que podría semejar fragmentos de películas de espías o robos de banco, al estilo Ocean´s Eleven o Misión Imposible. Pero más allá del gran espectáculo visual, esta tercera parte no hace sino alargar el cuento de Jessie y Emily. Por supuesto, los resultados son conmovedores y son varios quienes apresuran el lagrimeo ante esta despedida de dos horas del adolescente Andy. Pero quien se haya abismado con conciencia en la orfandad que causa la historia de la vaquera y su dueña, encuentra diluida esta variación del tema en dos horas. Lo conmovedor de aquello aquí es lacrimógeno, lo revelador del cuentito acá se hace reiterativo, y claro que es efectivo, pero no iluminador.
Toy Story 3 es una buena película y colma las expectativas. Pero no es una gran película, como su antecesora. Ojalá hasta ahí quede el gran cuento de Woody y Buzz y Jessie y demás alimañas. Sería triste atestiguar su agotamiento en una cuarta parte.

viernes, 7 de mayo de 2010

Alice in Wonderland

¿Entonces tanta puta jotería para que al final la tal Alice se convirtiera en una vulgar entrepeneur? ¿Tanto CGI predecible, tanta épica de laptop, tanto cantito seudo Carmina Burana para hacer más heroico lo heroico, tanto Johnny Depp trasvestido -que le requetencanta pero no es el punto-, tanto muppet chistosito a la de a güevo para que a la hora de la hora el sueño de la tal Alice sea abrir mercados en China y volverse una entrepeneur? No mamen. No mamen. No mamen no mamen no mamen no mamen no mamen. Neta. No mamen. NO MA-MEN.
Y ahí está uno de imbécil avergonzado porque no la vio en pantalla grande, y ahí está uno desvelándose mientras baja del maldito Ares, y ahí está uno inventándose galimatías previas con el
Hook de Spielberg, porque claro, las dos pelis están basadas en personajes infantiles ingleses de los tiempos victorianos, y claro, debe ser significativo que se reinterprete a Peter Pan y Alicia ya más creciditos, y claro, ambas películas son metáfora de los niños interiores de Spielberg y Burton -y que más bien nos salieron chamacos caguengues autistas- y claro, ah qué bonita es lo posmodernidad y la deconstrucción de los arquetipos, y ¿todo todo todo para que la realización de Alice sea convertirse en una vulgar mercader que se va a colonizar Asia porque eso aprendió del país de las maravillas? ¿Y esa es la brillante filmografía de Burton, el Emo Mayor? ¿La preponderancia de la clase media como población económicamente activa por encima de la incertidumbre de la ensoñación? ¿Y para eso tantas manos de tijera y titeritos de jack y planetas de los simios y Jhonny Depp maquillado y excesivo? ¿Y para eso tantos meses de posters embaucabobos y previews calientagüevos y mercadotecnia fashionista y tanta tanta taruga expectación? ¿Para que entre Alice y las niñas esas social media sólo las distinga que la primera sí usa maquillaje Lancome? Pus, qué, ¿era una recreación de Lewis Caroll, o un artículo pitero de la revista Expansión?
No mamen. Neta. No mamen.
Como dice el colosista: sean serios.
Y ya que Johnny Depp haga una peli de varoncito, sin maquillaje y demostrando que sabe ac// ah, no, ya la hizo y ya demostró que actuar actuar no es lo suyo. Sí, que lo sigan maquillando, ps ya qué.
Y ya. Me voy.

lunes, 29 de marzo de 2010

Ciudad de ciegos

Es madrugada y Dora me recuerda que nunca se me debe olvidar que amo la película Ciudad de ciegos, de Alberto Cortés, del año 1991 (¡casi veinte años!) y que ya sé, tiene momentos acartonados, no todas las historias resueltas, la mayoría viñetas que no terminan de redondear personajes, un final pretencioso para tanta soledad de alcoba, insolencia aglutinadora que de tanto acumular se queda en la dispersión nostálgica, pero si tuviera que decidirme a amar a esta ciudad no podría hacerlo con las canciones de Guadalupe Trigo ni con los promocionales de Marcelo Ebrard, de repente con el poema de Efraín Huerta y es muy diferente mi ciudad a la Nueva Grandeza Mexicana de Salvador Novo; en cambio aquí se condensa algo de cómo pienso las calles y las farolas, los ejes viales y sus charcos fatales, de cómo son las luces amarillas de los departamentos y cómo las ocultan las cortinas de mal gusto, confieso que a veces voy en la noche caminando por la calle y tengo la afición malsana de asomarme por ventanas y fisgonear aunque sea de pasada las recámaras o los comedores y las cocinas de todos esos que no soy yo, que prefiero imaginarlos con historias retorcidas en vez de comuniones familiares, que mantengo la esperanza de sorprender atisbos de confesiones, placeres incorrectos o conciencias abismadas a su realidad.
Para ese voyeurismo de peatón ensimismado, nada mejor que mirar a Gabriela Roel, que nunca fue tan bella como entonces, sus tacones andando las calles de la Condesa en los años cincuenta, medias de nylon y cuco
outfit sastre, hasta entrar al edificio /al departamento del que ningún personaje saldrá hasta treinta años después. Porque desde que Socorro (la Roel, pues) traspasa el umbral y se quita las medias de liga con lenta coquetería, el departamento es protagonista y desde su interior se cuenta la historia de la Ciudad de México, nunca de forma didáctica, mostrando de refilón los cinco que seis pesares que la han asolado -las huelgas ferrocarrileras, el movimiento del 68, la opulencia y la crisis de los setenta, el terremoto de 1985-: idea que ya habría resuelto George Perec con más elegancia en sus novelas Las cosas y La vida. Instrucciones de uso, o que por nece$idade$ de producción -y tal vez, también, estiras y aflojas con la censura- obligaron a Jorge Fons a encerrar a todo el 2 de octubre de Tlatelolco en un departamento, apenas un año antes de Ciudad de ciegos, en Rojo amanecer.Ciudad de ciegos cuenta diez historias urbanas y todo se cuenta desde la sala, el comedor, el baño, la cocina, las recámaras del mismo departamento, que va cambiando de inquilinos. La música del rock and roll le enseña a Leonor (Claudia Fernández) el inicio de su emancipación; los Juegos Olímpicos en la tele anuncian el movimiento estudiantil y obligan a que Lucio (Benny Ibarra) tire su mois al excusado; el monólogo telefónico de Inés (Blanca Guerra) bosqueja su final cuando se ve muy de pasadita el libro El segundo sexo de Simone de Beavouir, y las pacas del periódico La Jornada caracterizan el tono de ese grupo de rock imposible en el que convive Santa Sabina con Saúl Hernández y el Sax de la Maldita Vecindad. Tal vez lo heterogéneo de los guionistas -Herman Bellinghaussen, José Agustín, Marcela Fuentes-Berain, Paz Alicia Garcíadiego y Silvia Tomasa Rivera- entorpece el total de la película, y como ocurre con los compilados, no todas las historias tienen la misma altura, pero incluso esta diferencia de tonos refuerza lo verosímil de la ficción, en la que el departamento lo mismo es depositario de cuentos picarescos que de melodramas, de inquilinos solitarios y agobiados que de familias agobiantes de tan nutridas.
Déjenme trascender el comentario guarro de que además se ven las tetas de todas las actrices que salen en la peli; porque reinterpretando,
Ciudad de ciegos en realidad podría ser una historia de la sexualidad chilanga, o más específico, de las mujeres chilangas y sus conquistas, tema que Cortés ya había abordado en otra película de oscuro culto, Amor a la vuelta de la esquina (85). Desde la clandestinidad de Socorro hasta el liberalismo chairo de Marisela (Rita Guerrero), quien sin pedos lleva a dormir a su chavo al depto con la complicidad de una madre Mara (Macaria) tan progre que mira (tremendo cliché) documentales de inmigrantes: Ciudad de ciegos también puede revisarse como una "historia de la vida privada" de la femeneidad o el feminismo (corríjanme las expertas en género), con una resolución que puede pecar de ese optimismo -hemos conquistado todas nuestras libertades- propio de la izquierda quesque propositiva sociedad civil del primer PRD, el que era víctima del salinato y aun se fingía honorable con el rostro de esfinge de Cuauhtémoc Cárdenas.
Ahí podría estar el error de
Ciudad de ciegos, en cierta arrogancia ideológica que imagina la perfección ciudadana desde una izquierda tan monolítica como el mismo Tatita Cárdenas, y que proviene de la formación del director y los guionistas, esos lectores bravos y consecuentes de La Jornada que en esos años noventa sonaban tan pertinentes y que ahora tristemente se han anquilosado. Defecto del que también adolece la novela Pánico o peligro de María Luisa Puga, que torpemente intenté reseñar por acá.
Pero política aparte, denme chance de engolosinarme con lo que
Ciudad de ciegos tiene de cine y de emocionante: el regodeo en los objetos según las épocas, esa descripción cuidadosa de muebles, cuadros, libros, recámaras, que solamente un chilango de vieja estirpe puede reconocer a lo largo de sus varios departamentos alquilados; los festejos clandestinos de los criados -la historia de Teo (Zaide-Silvia Gutiérrez) y Piter (Luis Felipe Tovar)- con musiquita de fondo de Rigo Tovar; la viñeta ingenua y romántica, con lluvia inhóspita y apocalipsis exagerado, de Raquel (Verónica Merchant) y Salvador (Roberto Sosa), tan adolescentes y hermosos ambos; o el perverso adulterio de Saúl (Enrique Rocha) con Fabiola (Elpidia Carrillo) que estremece cuando llega el temblor y el close up de la descorazonada amante se acompaña del blues fatal "Aquí me quedo" de José Elorza.
En otro post se valdrá hacerse el inquisitivo de los muchos nuevos cines mexicanos, en particular de aquel que ocurrió entre finales de los ochenta e inicios de los noventa. En la madrugada sólo vale pergeñar lo que proviene de la emoción; en la mía confieso que dos veces he soñado que le muestro esta película a dos personas que me han importado; supongo que el psicólogo que no consulto lo interpretaría como querer darle, a esas personas, el reducto desde donde podría construir mi amor por la ciudad. En
Ciudad de ciegos recupero al Distrito Federal que en otros momentos me decepciona con sus tantos conductores animales y con sus tan pocas faldas cortas. Si reinterpretara más: tal vez la Ciudad de México más sugerente se vive al interior de sus departamentos, en alcobas oscuras, tras las cortinas amarillas que apenas dejan imaginar sus historias.

PD1: Y el soundtrack es al alimón entre José Elorza y El Jefe Jaime López. Decir que es excelente es una obviedad.

PD2: Por puro morbo, acá el final de la peli. Santa Sabina, Sax de la Maldita Vecindad, y Saúl Hernández, cuando todavía cantaba, covereando-pocheando al Rey Lagarto con la frase: "dis is di en, mai fren"



PD3: Ya entrados en gastos, un trailer de la peli, cortesía de VeneMovies



Por ahí leí que la peli se puede bajar desde Ares o desde Emule. Ahí investíguenlo por su cuenta, digo, todo lo quieren peladito y a la boca. Chales con ustedes. Me voy a dormir.

viernes, 22 de enero de 2010

Adventureland: la aventura de la historia simple

Aventúrense al encanto de las historias simples; dije simples y no previsibles; las simples muestran todas sus cartas desde la primera jugada, las previsibles se hacen las tontas aunque sepamos que ocultan su as bajo la manga; la historia simple se solaza en su ligereza, la previsible carga pesados clichés que sacará de la chistera para asombrar con espectaculares giros de tuerca; la historia simple es un churrasco jugoso con papas fritas, la previsible se promueve como ExtraHiperMegaChingón sabor, aunque nunca queda claro si se trata de res auténtica o de ratas procesadas.
Inicia Adventureland (Mottola, 09) y a los diez minutos ya sabemos qué ocurrirá: el adolescente James Brennan (Jesse Eisenberg) quería hacer su viaje iniciático a Europa, pero por un lío laboral del padre debe refundirse con su familia en el rancho acerero de Pittsburgh y tener una existencia opaca; necio con hacer su viaje, empieza a trabajar en Adventureland, un parque de diversiones. Se me fue poner antes que todo ocurre en los años ochenta, que es como decir que todo ocurre en un parque de diversiones. Y es de lo más fácil completar la trama: en este lugar, James tendrá un aprendizaje de vida superior al que hubiera vivido al cruzar el Atlántico. Porque claro, se agregan los personajes que ya imaginan: Em (qué bella es Kristen Stewart), una niña bonita de comportamiento huidizo; y Joel, el amigo rusófilo y repelente, y Lisa, la buenota excesiva con la que todos quieren, y Connell, mayor que el resto del grupo, mítico por haber tocado junto a Lou Reed, viril, casado y con tanta doble vida como Em (y ni por el spoiler protesten: insisto que todo es obvio desde la presentación de cada quien).
Ya pueden calcular los romances, los secretos, las revelaciones y las peripecias, cómo reaccionará cada personaje ante los conflictos y cómo los resolverán. Pero eso importa poco: lo hipnótico es el trazo tan detallado que Mottola le da a cada personaje. Es cierto que parte del estereotipo, pero desde ahí los borda hasta conseguir riqueza en los matices, y antes de darnos cuenta, los personajes cándidos se han vuelto mezquinos, los de aspecto torvo revelaron fragilidad y el rol esperado (el aprendiz, la bonita, el experto, la buenota) se resuelven desde una ambigüedad que, esa sí, lleva al asombro. La sencillez en la trama de Adventureland permite prever qué ocurrirá con cada personaje, pero la complejidad en el trazo de cada uno de ellos obliga a la sorpresa por los gestos, los silencios en suspenso, los diálogos que saltan como acertijos morales, las disyuntivas que sólo tienen sentido al interior de esta historia.
Chéjov pedía que el final de un cuento no sorprendiera por lo inesperado, sino por la naturalidad con la que se va decantando. Así parece obedecer Greg Mottola, al darle el tempo, la frescura a la solución de cada personaje. Y entonces se intuye: el director ha filmado con más emoción que estrategia, con más necesidad de Verdad que de reconocimiento por su habilidad narrativa. El resultado es una película suave y sugerente; divertida, nostálgica, incluso para quienes ahora mismo se están debatiendo en sus conflictos de los diecitantos.
Adventureland es un cine que no cuenta, muestra; en consecuencia, un cine menos astuto, pero con una materia más cercana a la epifanía.


PD: Ah, y el soundtrack está de güevos, chéquense sino esta rola nomás

miércoles, 13 de enero de 2010

Sherlock Holmes y la aventura del detective, el mago y el doctor

1. La forma obvia de comentar a Sherlock Holmes, la película reciente de Guy Ritchie, es situándonos desde nuestro arrogante púlpito de lector inmaculado, y con el gordo tomo de Conan Doyle en el regazo despotricar porque: a) transformaron al maravilloso "detective asesor" (Sherlock dixit) en pinche muñequito de acción articulado; b) permitieron que Robert Downey Jr. siga interpretando a su genial personaje Robert Downey Jr., que en Iron Man está de güevos pero acá hacía falta otro tono; c) exageraron el protagonismo amanerado de un Doctor Watson (Jude Law) que nunca entiende la grandeza del tono menor del cronista original (la puta madre: qué mierda hace Watson cagando cada tres diálogos a Sherlock); d) apelmazaron buticantidad de gags cínicos resnatch que diluyeron el humor flemático del hombre de Baker Street 221B hasta hacerlo parecerse a Jim Carrey protagonizando Sin ton ni Sonia; e) se regodearon en corretizas, madrazos, explosiones y un romancito gratuito con Irene Adler, que se quería apasionado y terminó siendo cliché de cualquier crossover de Lara Croft vs. G. I. Joe y f) crearon soluciones muy sacadas de la manga (qué cazuelas que las claves de TODO estaban en el mismo laboratorio), que habrían hecho retorcerse de la impotencia al mismo Sir Conan Doyle.
Pero Guy Ritchie seguro que ya estaba preparado para críticas tan memas y ya tendría la respuesta obvia: que su Sherlock es una actualización del mito para la chaviza de hoy, que el hieratismo de Basil Rathbone poco tiene que decirle a los niños del internez y el post-punk-indie gooeeei, que mejor relájense y diviértanse y zoquen el hocico con puñados de palomitas. Bien valdría advertirle al tal Ritchie que al menos diez generaciones de lectores de Holmes lo vigilan. O sea: que se ande con cuidado. Aunque también:


2. Lo que sigue es doloroso (y más para un fan from hell del gran Sherlock) pero debe decirse: el personaje de Conan Doyle es el equivalente, en el entresiglo XIX-XX, al Harry Potter del entresiglo XX-XXI. Y si ya empecé con herejías, le sigo: ambos personajes comparten la representación episódica, el maniqueísmo entre el bien y el mal, la narrativa esquemática y sin riesgos formales, el confort pequeño burgués (odio los términos izquierdosos pero fue el que mejor le quedaba) que no se atreve a la épica absoluta, los valores conservadores sobre cualquier trasgresión incómoda. Conan Doyle y Rowling consiguen lecturas fascinantes pero sin peligro; no reinventaron ni reinventan las escrituras de sus tiempos, pero supieron recrear escenarios y personajes conmovedores para sus lectores, y aunque no remuevan drásticamente los sistemas literarios que les rodean, pueden y podrán presumirse como esas primeras lecturas que después nos hicieron indagar hacia autores más sustanciosos.
A Harry Potter le tocará el juicio del tiempo en algunas décadas más, a Sherlock Holmes ya se le puede pasar ingrata factura. La principal: que lo fascinante de sus deducciones, que seguramente asombraron a sus primeros lectores y todavía puede impresionar a dos que tres adolescentes, ha perdido fuerza frente a historias de enigma de mayor complejidad. Todavía siento el frío de los quince años, cuando leo que en Estudio en escarlata Sherlock revisa la casa de los Jardines de Lauriston mientras deja fanfarronear a los policías Lestrade y Gregson, para después dejarlos con un palmo de narices, describiendo al asesino, los cigarros que fumaba, el tipo de carruaje en el que llegó y su arma letal. Pero en una segunda lectura, varios años después, es imposible no esbozar una sonrisa por ciertas sorpresas que ya parecen ingenuas. ¿Dónde envejeció la maravilla de Holmes? En la novela negra gringa, que evidenció que nadie es criminal o delincuente del todo; en los thrillers kafkianos y su empeño en mostrarnos que el mal es una abstracción burocrática; en las conjuras de la vida real (Kennedy, Olaf Palme, Colosio, ¿les suena?) y la certeza de que el crimen obvio solamente es la punta del iceberg de más siniestros lodazales. Las deducciones precisas de Sherlock sólo eran posibles en una Europa orgullosa del positivismo y la fe en la ciencia; con el mugrero de la Gran Guerra se hizo imposible resolver el acertijo perfecto del crimen perfecto. Tal vez por eso, el personaje más inquietante del mundo de Holmes sea el oscuro Dr. Moriarty, que acaso prefigura a ese mal evasivo, difuso, que la lógica es incapaz de desmembrar.
¿Lo rebasado del original es, entonces, el motivo de que la reinvención de Ritchie sea tan fallida?

3. Aquí en realidad quería hablar de cómo se reinventó el mito de Sherlock Holmes en el doctor en diagnósticos Gregory House, pero entonces el texto se iba a alargar mucho e iba a parecer demasiado jalado de los pelos (¿no que el tema era la peli?). Que además ya todo mundo ha leído sobre esa influencia manifiesta de Sherlock Holmes en David Shore, el creador de la serie de TV, y sobre cómo lo ha reformulado en el insoportable doctor cojo que interpreta Hugh Laurie. Nomás pa' no perder el pretexto, sugeriré: que en Dr. House, tan importante es el ejercicio de la deducción, como el conflicto del genio científico rodeado de tanta gente cursi. Que el acento en Dr. House está en la confrontación del saber, como empeño y como fatalidad, contra la corrección política de un hospital y su misión de "salvar vidas". Lo que agrega House al arquetipo de Holmes es el carácter atormentado del personaje: que Conan Doyle lo sugiere cuando Holmes le entra a la morfina, pero no lo destaca como su tema mayor. No me atrevería a decir que House supera a Holmes, pero sí se valdría sugerir que House es una reformulación más afortunada del detective, contra el mamarracho que se inventó Guy Ritchie y que payaseó con tanto esmero Robert Downey Jr.
O sean francos: ¿cuántos no quisieron ver a Hugh Laurie con el gorro y la capa a cuadros, en vez del dandy mamón de Tony Stark?

4. Y bueno, a eso hay que agregar las limitaciones, orgullosamente asumidas, de Guy Ritchie, quien ha conseguido con gran empeño convertirse en algo así como un Tarantino sin el genio de Tarantino. Entonces valen las corretizas, los balazos, los putazos, los diálogos ingeniositos de matón de a tres pesos. Nomás como sugerencia: aun con lo cándido y predecible que pueda parecer ahora, sigue valiendo más la pena regresar al original de Arthur Conan Doyle. Y se puede conseguir en ediciones relativamente baratas. Corran por él, y de paso compren la novela de Pocahontas, antes de que alguien les invente que es flaca como anoréxica, verde como lagartija y que vive en un excitante mundo llamado Pandora. Y pues ya, me fui.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Avatar y el autor de feria

Ok, el debate viene de los excesos: la publicidad y las revistas light de cine saludan a Avatar (James Cameron, 09) como lo más más de lo más revolucionario del cine gringo de los últimos años, que deja como pendejos a Clint Eastwood, Gus Van Sant y David Fincher (que con El antioxidante caso de Benjamin Button Fincher sí quedó como pendejo, pero esa es otra historia); en contra, los críticos bien formados y de a de veras no le perdonan ni medio segundo de parque de atracciones al juguetito éste tan IMAX y 3D y GPS y hartos gadgets harto techies, que hacen de Avatar más videojuego que película rial. La pregunta que subyace es dónde situar a la filmografía de Cameron, si reconocerle innovación, originalidad, personalidad; o relegarlo a maquilador de lujo para vender vasos y palomitas. Por su espectacularidad y su rentabilidad, James Cameron parecería el hijo virtuoso de George Lucas y Steven Spielberg, pero no estoy seguro que eso sea un halago.
Si se vale agitar el gallinero, podría sugerirse que Cameron se sitúa en la incómoda bisagra entre el maquilador hiperdotado y el autor menor, y que ambas definiciones deben tomarse con reserva. Sobre el maquilador ni vale la pena hablar, en un goglazo se encuentras listas, estadísticas, porcentajes, que evidencian la enorme rentabilidad del director canadiense, así como su vanguardia en cuanto al uso de los recursos técnicos más acá para la puesta en escena de sus pelis. Desde el primer Terminator hasta los mafufos musguitos de Avatar (pasando, por mentar lo más memorable, por Terminator 2, Aliens y ese betún tan romanticoso y tan fin du siècle que fue Titanic), parte imprescindible del cine de Cameron es revisar sus making offs, que a veces pueden resultar más interesante que el mismo filme.
Pero al autor Cameron no hay que tomarlo tan a la ligera, y ahí la incomodidad. De un plumazo podría burlarme de lo ramplón de sus escenas, de su distingo acartonado entre el bien y el mal, de sus giros de tuerca predecibles, y de su persuasivo regaño-moralino final, que parecería contradecir a su mismo cine (al rato regreso con esta paradoja); pero basta darse una vuelta por las memorabilias, las pasiones, las defensas furibundas de los espectadores, para presentir que en Cameron hay más que un realizador soso con juguetes demasiado nuevos. Lo más interesante: lo que se va filtrando de él no es su enorme despliegue tecnológico, sino las pequeñas escenas cotidianas y de intimidad.

Los Terminators impresionan por sus correteadas, sus explosiones y sus esqueletos de cyborg fundido, pero la gente se ha quedado con el rudo amor filial de Sarah y John Connor; Aliens no es nada sin su impresionante andamiaje techie-lóbrego, pero es mucho menos sin la bravura de Ellen Ripley; y lo que se ha choteado hasta el exceso no es el majestuoso naufragio del Titanic, sino el romance oceánico de Jack y Rose, ambos situados en la proa del transantlántico, brazos extendidos al infinito, él declarándose The King Of The World, y al lado la indescriptible cancioncita de Celine Dione que el buen Albertos supo renombrar como "Mi amor se hundirá contigo".
Sarah, John, Ellen, Jack, Rose; aunque la primera imagen del cine de Cameron es de ráfagas, inmensidades y excesos, en la memoria se han logrado arraigar personajes anodinos que crecen hasta lo épico, mucho más complejos que los (esos sí) estereotipos de las películas de Emmerich (por mencionar otro hacedor de catástrofes); aun desde su argumento predecible, Cameron logra relieves y tejidos finos en sus atormentados protagonistas, quienes aprenden el heroísmo a fuerza de sudar contra robots-mala-onda, bichos extraterrestres o naufragios hiperbólicos.

Y ahí viene el segundo tema en el que Cameron ha insistido: los mundos al borde del cataclismo, justo los que necesitan de este tipo de héroes. El planeta Tierra dominado por Skynet, la colonia extraterrestre LV-426 plagada de aliens, y hasta la sociedad decimonónica que vive sus últimas francachelas a bordo del Titanic, no se limitan a escenarios sombríos para alguna coreografía de violencia gratuita. No tienen sentidos los O'Connors o las Ripleys sin estos mundos al borde del colapso para rescatar, y más aún: la dimensión trágica de los personajes se consigue cuando, incluso con sus mayores esfuerzos, no lograrán del todo que estos mundos desquebrajados sigan avanzando hacia su decrepitud. Si alguna enseñanza quedara de sus épicas desesperadas, es la intuición de que los personajes camerianos, llamados a una aventura que al inicio parece sobrepasar sus capacidades, con su enorme bravura hacen posible seguir habitando mundos desesperanzados. No Fate, acuña el lema Sarah Connor (acaso el personaje más cameriano) y desde ahí sugiere que el heroísmo no es una virtud de iniciados, sino un esfuerzo frustrante e irremediable. Ideología que le quedaba de lo más bien a los ochenta reaganianos en que fueron posibles varias de estas películas; ¿sigue teniendo efecto en el siglo XXI que le toca a Avatar?

En Avatar, el mundo al borde de la extinción se llama Pandora, un planeta de grandes riquezas naturales, que los típicos explotadores malosos querrán dinamitar para extraer unobtainium, mineral de resonancias míticas en la literatura de ciencia ficción. El héroe ahora es el lisiado Jake Sully (Sam Worthington), quien sustituye al hermano muerto en un proyecto científico, que consiste en dirigir mentalmente a un avatar, réplica de los Na'vis, nativos del planeta. Y el método es como de un Matrix mariguano: Jake se encierra en una cámara, y con ayuda de sondas o algo así puede manejar, como marioneta, a su bicho avatar de más de dos metros de altura. Así como en Terminator se requiere de un cyborg de acero y carne para las empresas destructoras de Skynet, aquí se necesita de estos replicantes orgánicos para infiltrarse entre los nativos de Pandora y "civilizarlos", para que se porten blanditos a la hora de mercar con su mineral.
Así como el anodino böer Wikus van de Merwe debe hacer su proceso de mestizaje para reconocer lo "humano" en los extraterrestres confinados al Distrito 9 (Blomkamp, 09), así Sully tiene que servirse de su alterego verdoso para reconocer en los na'vis valores perdidos por el occidentalismo voraz (disculpad la izquierdosada); curioso que dos películas tan recientes insistan en el mestizaje entre el occidental y el extraterrestre para lograr la redención, tema que quizá sólo puede ser posible en tiempos del gobierno mestizo de Obama. Pero se hablaba de Cameron y entonces se debe destacar la constante autorreferencia a su filmografía: el uso de androides mecánicos como emisores del mal; los incipientes grupos revolucionarios -los Na'vis y los rebeldes a Skynet- para enfrentar a los poderosos corporativos; las burbujas románticas -Sarah Connor y Kyle Reese en Terminator, Jake y Rose en Titanic, y aquí Jake y Neytiri- que hacen posible el crecimiento de los héroes; las grandes guerreras -Sarah Connor, Ellen Ripley, más nice pero no menos rabiosa la Rose DeWitt de Titanic, y en Avatar Neytiri, Trudy Chacón o la sacerdotisa Mo'at-, con su función doble de gladiadoras y maestras de las siguientes generaciones. Acaso la referencia más conmovedora sea la presencia de la doctora Grace Augustine: una Sigourney Weaver madura, que de antigua alienbuster deviene aguerrida científica y pasa la estafeta a una nueva generación de héroes camerianos. Si agregamos los recursos tecnológicos para la filmación de la película, el banquete está más que hecho para hacer una cinta más que memorable. ¿Y dónde falla, entonces, Avatar?
En que James Cameron aspira con Avatar a ser auteaur, pero está anclado en las obligaciones del entretenimiento. Y donde apenas se vislumbra alguna premisa ambiciosa, le gana la corrección política (el mensaje ecológico, la crítica al capitalismo irresponsable), la concesión al juego de feria, la complacencia en el virtuosismo tecnológico, el descuido en el bordado de personajes que apenas alcanzan a ser esquemas.
Pero más: la mayor virtud de Cameron también es su principal limitante, y ahí viene la paradoja que mencionaba antes: el gran tecnoartesano del cine gringo ha hecho suyo el tema del desprecio a la tecnología como única posibilidad de rescatar a la humanidad. Lo mismo el cyborg de Terminator, que la arrogancia bélica de Aliens, que la ultramodernidad fastuosa del trasatlántico Titanic, son los antagonistas naturales de sus empeñosos héroes. Mientras que en Avatar, los avatares y los Na'vi son alardes tecnológicos, y el espectador nunca logra superar esta conciencia: Na'vis y Avatares impresionan, pero no conmueven; la indefensión que se sublima en gloria de las Connor y Ripley no tiene equivalencia en los muppets sofisticados de Pandora, más parecidos a monigotes de George Lucas que a héroes trágicos de Cameron; si en sus películas anteriores, Cameron logró crear zonas de identificación entre personajes y espectadores, aquí sólo existe una compasión semejante a la que nos causan las ballenas sacrificadas por los enemigos de Greenpeace. Avatar evidencia más al Cameron ingeniero de ferias que al Cameron autor menor, y desde estas coordenadas deja el efecto justo de las montañas rusas: expectación, miedo, adrenalina, cimas y simas, pero no el asombro del heroísmo memorable.
Es cierto que el cine tiene ambas vertientes: la de expresión artística y la de feria de atracciones. Cameron había logrado acercarse al arte desde la feria. Pero en Avatar ganó la adrenalina salvaje sobre la emoción sutil. Que tampoco es malo, pero sí sitúa al canadiense en su modesta casilla: rentable para la industria, memorable para la trivia, conmovedor y limitado para quien busca en el cine ese pretencioso "algo más". Ese algo más no lo tiene Avatar. Salvo su tecnología, que esa sí está de güevos.

martes, 13 de octubre de 2009

El cine bastardo (y ya sin gloria) de Quentin Tarantino

Esto se recitaba de memoria a mediado de los noventa, cuando apareció Pulp Fiction (Tarantino, 94) y los espectadores azorados intentaban interpretar su prodigio: decían que con Tarantino el cine basura trascendía al arte y a esa transposición de valores estéticos hasta se le dio el nombre, entonces rimbombante, de "cine de culto"; se decía que los largos diálogos, tan sofisticados de tan simples, tan sabios de tan chabacanos (la disertación de Le Big Mac, los preparativos para el asalto de Honey Bunny, el versículo de Ezequiel) merecían glorificarse en soundtracks y memorabilias de citadores mamones; que las rupturas temporales (y sin embargo hacía siglos que existió Godard) reinventaba el cine y la forma de contar historias; que el niño terrible del cine gringo rescató a Travolta para simbolizar la decadencia y lo logró rebien con su bailadito autista de You Never Can Tell de Chuck Berry. Con las genialidades de Tarantino se aterrizó al público masivo la reflexión de Lyotard sobre la "incredulidad a los metarrelatos", que derivó en fanfarronada ecléctica para pacheca nice.
El cine que se explica desde el cine, pero más sofis, el cine que se explica desde el desperdicio tuttifrutti del subcine. Prohibido parodiar a Ford o Wells o Coppola o Hawks, bienvenido el cine B, Z, el sexplotion, el exotismo asiático y ahora, con Bastardos sin gloria, el cine italiano y el bélico de propaganda que se hizo durante la Segunda Guerra Mundial. Pero el recurso parodista tenía sentido en aquella década última que revisaba la gloria y la miseria del siglo XX. ¿Seguirá sirviendo el cine de Tarantino, a nueve años andados del hiperquinético XXI? ¿O ya se evidenciará como carcaza, como le ocurrió con ese divertimento feministoide-pero-no-es-para-tanto de Kill Bill? ¿Tarantino sigue combinando con la fugacidad frívola de la sociedad virtual?
Incierto de formarme una opinión propia, corrí al centro de la información (al tuiter, ¿hay otro?) para enterarme de que: los personajes de Tarantino están de güevos, #nomamar los diálogos de Tarantino, #soyfans del estilo Tarantino. Y entendí que con él ocurre lo que con Tim Burton, que el otrora cineasta competente se convierte en inflada marca de moda, para consumirse en llaveros, quotes de yahoo (sí, todavía existe) y soundtracks para fiestas retros; que su anterior hallazgo de la reinvención del discurso ha derivado en modita cute para intelectuales trendy. Que su gran propuesta fílmica ahora es tan trivial como una tienda de trapos vintage.
¿Intentó renovarse? Y se alcanza a olfatear que sí. La clave está en los carteles de la pelícola. Brad Pitt as Lt. Aldo Raine, y Christoph Waltz as Col. Hans Landa (no mamars se lleva la peli goeiiii), y Til Schweiger as Sgt Hugo Stiglitz, semejan figuras de acción para niños de 1950: a Bastardos sin gloria le hubiera encantado ser un salvaje entretenimiento bélico de desperdicio, pero debe conformarse con ser otra peli de Tarantino. Otro juguete bastardo para comentarios cagados de tono avantgarde.
Tarantino, más coreógrafo que cineasta, más cazador de citas que contador de historias, tenía en las manos un sabroso material para masacres y corretizas, para regodearse en el exceso y provocar desde la feria hiperreferencial, para hacerle a Brad Pitt el homenaje más chocante y soberbio de su carrera (como sí logró hacérselo a John Travolta; como lo volvió ¿emotivo? poema amazónico con la Novia Turman de Kill Bill), pero al director Tarantino le ganó la marca Tarantino: por eso los diálogos largos y tensos, efectivos si los protagoniza Waltz, soporíferos en los otros casos; por eso la película es anticlimática a güevo en momentos que pedía convencionalismo mainstream; lo banal que se intelectualiza pero al hacerlo se trivializa: entonces Bastardos sin gloria es más complacedora de eclectifans que descubridora de su tensión genuina.
No quiero decir que sea una mala película, pero sí me queda claro que no es una gran película. Y que el discurso de Tarantino se va agotando, y que su añeja innovación pusmoderna no ha sabido (¿logrará hacerlo?, ¿pero cómo?) evolucionar.
"No se puede ser Spielberg cuando a uno le toca ser Tarantino", concluimos ayer con Liar, pero los dos estábamos demasiado borrachos (pedas por skipe, a lo que hemos llegado) como para entenderlo. Ahora que lo repienso: hacer la montaña rusa de Indiana Jones y el templo de la perdición requiere clasicismo e ingenuidad. Tarantino retuerce el clasicismo. La ingenuidad no es lo suyo. Pero la malicia bastarda no siempre es suficiente.




miércoles, 1 de julio de 2009

Sobre Spielberg y Lucas

(...) Lucas y Spielberg lograron que el público de los setenta, muy intelectualizado tras años de alimentarse de películas europeas y del Nuevo Hollywood, regresara a la sencillez de la Edad de Oro del cine, anterior a los años sesenta, la era que Lucas tan bien había celebrado en American Graffitti. Atravesaron el espejo pero hacia atrás, con películas que eran el polo opuesto de las rodadas por sus colegas del Nuevo Hollywood. Como Kael fue la primera en señalar, infantilizaron al público, reconstruyeron al espectador-niño, y lo abrumaron con sonido y espectáculo, eliminando la ironía, la afectación estética y la reflexión crítica. La guerra de las galaxias volvió a trazar tan radicalmente el paisaje del cine popular, haciendo del futuro un lugar seguro para sí misma, que en 1997 la trilogía se repuso en dos mil salas y recaudó doscientos cincuenta millones de dólares. El reestreno simultáneo de El padrino, una película infinitamente mejor, palidece en comparación con las recaudaciones de la trilogía. Somos hijos de Lucas, no de Coppola.
Para decirlo de una manera sencilla, el éxito de La guerra de las galaxias, junto con el fracaso de New York, New York, significó que las películas que hacía Lucas (y Spielberg) reemplazaran a las que hacía Scorsese, quien afirma: "La guerra de las galaxias era lo que se llevaba. Y Spielberg. Nosotros estábamos acabados." Y Milius: "Cuando estaba en la USC, la gente corría a ver Blow-Up, no iba al cine a sentir las emociones de un parque de atracciones barato. Pero (Lucas y Spielberg) demostraron que ese filón daba dos veces más dinero, y los estudios no pudieron resistirlo. Nadie se imaginaba lo rico que se podía llegar a ser con esa clase de cine. Como en la antigua Roma. Está claro, hay que echarles la culpa a ellos." Y Friedkin: "La guerra de las galaxias barrió con todo. Lo que ocurró con esa película se parece a lo que hizo McDonald's cuando se consolidó: la gente olvidó el sabor de la buena comida. Ahora estamos en un período de involución. Todo ha ido para atrás, vamos hacia un enorme agujero que lo aspira todo."

Moteros tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood.
Peter Biskind.
pp. 446-447