martes, 30 de octubre de 2012

Turismo de aventura -y la explicación de por qué cada vez me cuesta más trabajo escribir sobre viajes

El artículo debe tratarse del azoro ante la naturaleza, de la sorpresa de las cascadas ocultas, del gratificante esfuerzo de las largas caminatas de exploración que terminan llevando a terrenos inéditos, fragantes de misterio. El artículo no debe tratar de la joda que me llevé caminando hora y media con zapatos que no estaban hechos para excursiones por el monte, ni de las maldiciones que ensayaba en la mente porque me habían prometido un viaje menos demandante y, ¿qué rayos estaba haciendo con cinco remedos de Rambo, más brioso uno que el otro, caminatas marciales y competencias por ver quién era el más bravo de todos?
Reúno adjetivos: impresionante, asombroso, majestuoso, intrépido, fascinante. Yo sólo quería regresar a la cabaña, tirarme en la cama, leer y fermentar mi mala onda. La cabaña que nos recibía tras la extensa caminata apenas tenía dos cuartos, tres camas, los excursionistas debíamos dormir juntos y confiar en la heterosexualidad del de junto, o aflojar carnes y cooperar y esperar que pronto terminara el viaje.
La hombría, la ostentación de la heterosexualidad, es el verdadero tema del viaje. Los Rambos se van bañando para quitarse el olor a barro, regresan con las toallas a la cintura, sacan de sus maletas desodorantes, bermudas y playeras. Son jóvenes y de ánimo ligero, muy contrario a mi amargura. Cuentan anécdotas divertidas de un tipo que tropezó en el arroyo y salió escupiendo charales, del que iba con diarrea cuando exploraron una cueva, del que fue picoteado por hormigas y creía que iba a morir por lo ostentosas de las ronchas. Se secan con toallas mientras recuerdan las anécdotas que se han contado -seguro- treinta, cuarenta, setenta veces, siempre que han hecho esta caminata. Luego alguno se queja de lo irritada que trae la espalda. Luego otro saca una crema, se la regaló su novia, nos dice que nos pongamos un poco. La crema huele bien. El de la crema dice que le gusta porque a eso huele su chica. Otro apunta el nombre, quiere regalársela a su novia. Viene la hora de las picardías, el tercero pregunta si saben de un aceite con olor a coco que pone a las mujeres muy locas. ¿Entonces con ese aceite la vuelves loca? El del aceite lanza sonrisa discreta. El aceite de coco la vuelve loca, entre otras cosas. Un cuarto que no ha hablado sorprende confiando el nombre de una espumita, la pones en las tetas de las viejas y ahí luego me cuentan. Todos imaginamos la espumita. Las tetas de las viejas. Siempre que se haga con respeto, claro, aclara el de la espumita. Todos estamos de acuerdo en tener respeto. Todos quisiéramos hablar de sexo pero lo hacemos con respeto. Ni modo de describir las faenas salvajes en las que las dejamos exhaustas y mansitas ante nuestra virilidad majestuosa. Más cierto: ni modo de confesar nuestras ejecuciones modestas que se compensan con charlas autocompasivas y series de TV que se comentan morosamente. Las mujeres, qué misterio las mujeres, no decimos ninguno pero cada quien se pierde tras una mujer que conoce y no conoce. El de la cremita confiesa que le preocupa la señal del celular porque su novia es desconfiada y dos días sin hablarse, seguro está pensando cosas horrendas. El del aceite de coco presume que su novia ya está acostumbrada porque ya la ha llevado a esas caminatas y sabe cómo son las cosas. El de la espumita pide opinión: la novia que se vuelve loca le ha hablado tres veces de casarse, no es que le saque al bulto pero, ¿casarse? El de la cremita dice que de pronto llega el momento y no queda de otra. El del aceite sugiere aguantar lo más posible porque después ya no se vive lo de antes y eso debe considerarse. El de la crema pontifica que, sin embargo, tarde o temprano hay que madurar. La palabra flota, tan femenina: madurar. El del aceite asegura: las mujeres se acostumbran a todo. El de la crema se lamenta: las mujeres no se acostumbran a todo. El de la espumita prefiere no pensarlo más, insiste en que compremos la espumita. Ponérsela en las tetas. Todos pensamos en las tetas. En la espumita. El olor de la crema nos envuelve, olemos a las chicas que no están con nosotros. Yo y mi amargura a cuestas, me pregunto si alguna vez han estado con nosotros. Pienso en los adjetivos de mi artículo. Impresionante, asombroso, majestuoso, intrépido, fascinante. Y solos. Hombres viriles heteros, que huelen a barro y a estar solos.

jueves, 4 de octubre de 2012

Psicoterapia Telcel

 Por supuesto, iba indignado. Y listo para recitar todas las formas lentas en las que creo que debe morir Carlos Slim. Ella lo sabía y por eso me dejó desahogar.
-Porque el puto Slim BLA BLA BLA al infierno con su BLA BLA BLA, putos monopolios de mierda que BLA BLA BLA, pero nos estamos organizando BLA BLA BLA; yo también soy 132 aunque sea de espíritu BLA BLA BLA, el que no brinque es Peña (y juro que brinqué: así era mi indignación).
La vendedora de Telcel me pidió mi número, tecleó rápidamente, constató que, en efecto, era momento de renovar mi contrato y cambiar de equipo.
-Yo le compré este cacharro -le enseñé el iPhone- a una chica por la mitad del precio que lo venden ustedes, le cambié el chip y aun con lo lento tuve el mundo que ustedes me negaban al alcance de mi mano: seduzco muchachas por Whatsapp, comparto a qué hora voy al único café al que voy en Foursquare, le tomo fotos a mis vasos de Starbucks y lo subo al Instagram. ¿Y ustedes qué han hecho por mi? Dime, menciona una sola cosa que ustedes hayan hecho por mí.
-Con sus puntos azules y su renta fija no puedo ascenderlo al iPhone 4 pero le alcanza para los Androids de esta hoja, revise y me dice cuál le interesa.
-Le diré qué me interesa -y mis ojos se inyectaron de sangre- me interesa una renta más barata, que limite mi red de datos porque quiero volver a salir a la calle y ver la vida: respirar el pasto, mirar los árboles, las ardillas y las mujeres en tacones, quiero pagarles menos para tener más calidad de vida, ahora seré yo quien los limite a ustedes y volveré a ser dueño de mi existencia.
- Renta más barata, de acuerdo. Mire estos Galaxys, tan bonitos, uno de ellos le puede servir.
-Me sirve volver a leer a Tácito, a Séneca, a Herodoto, esos pequeños placeres que he perdido por culpa de ustedes.
-Hay una aplicación muy amigable que se llama Alkido, ahí puede almacenar sus ebooks.
-¡No me interesa almacenar nada en estos artefactos! -bufé espuma rabiosa- ¡Quiero el olor del papel, del pan y la tierra mojada después de la lluvia! ¡Ya no me interesa seguir con este espejismo de la vida virtual!
-Estoy viendo que con la renta que quiere más bien le alcanza para estos Motorola, son más modestos pero con muy buena conectividad.
Y no entendí lo que me explicó de los pixeles de la cámara, la duración de la batería, el almacenaje de canciones, pero en la propaganda lo mostraba una rubia increíble y acepté. La vendedora siguió tecleando mientras yo trataba de explicarle con más detalle lo que me ocurría.
-No sé dónde quedó la vida, no sé dónde la perdí en esta borrachera del mundo 2.0. Entonces tomé decisiones: limitarme la conectividad para conectar mejor conmigo. Leer, escribir, escuchar álbumes completos y no sucumbir a las veleidades del shuffle; hablar con gente real y no con avatares de chichis que hacen daño y dan pena y se acaba por llorar.
-Firme acá y le entrego.
El aparatejo, más grande que el iPhone, sobrevivirá menos a la obsesión vintage pero por eso mismo será una suerte de delicatessen vintage. Pero no sucumbí a los recuerdos futuros, acepté la máquina con displicencia. Y ya preparaba los insultos de despedida cuando me dijo la mujer:
-Y no se preocupe que ya también le hice el cambio de chip. En pocos minutos su iPhone no funcionará más.
Palidecí. Un abismo insondable se abrió a mis pies. Sentí el vértigo del adiós y el olvido.
-¿CAMBIÓ EL CHIP? ¿CUÁNDO COÑOS LE PERMITÍ CAMBIARLE EL CHIP?
-Es para mejorar su conectividad. Cortesía de la empresa.
-Pero... ¿Y todo lo que tengo en el iPhone? ¿Contactos, mensajes, canciones que me dedicaron y dediqué, emoticons de cervezas y ligueros que prometían cervezas y ligueros reales? ¿Todo eso a dónde irá?
-Todo eso nunca existió. ¿Y no que quería deshacerse de todo eso?
-Sí, pero yo quería ser quien decidiera cuándo.
-¿Entonces vino a gritar sus bravuconerías solamente para compadecerse a sí mismo y no crearse un compromiso firme de cambiar?
-Mis fotos... la de la noche aquella en el Hotel Marlowe...
-Quítese la costra rápido, joven. Así duele menos. Digo, le duele ahorita, pero mañana que ya le entienda al Android estará listo para nuevas pics.
Me recargué en el mostrador y la miré intensamente a los ojos.
-Me siento patético. Es un teléfono de mierda, nada más eso. Nunca he endiosado a Apple, no compré la biografía de Jobs ni vi sus discursos en Youtube. Para mí esto -agité el iPhone- es un celular, y un celular es como una licuadora. Prefiero la licuadora, hace salsas, son reales, pican. El iPhone no. Pero cambió el chip y sentí un vacío. Sentí que perdía un hogar, ahora soy un damnificado, peor que el que vive un terremoto en Haití. Me siento muerto, me siento sin nada. No puedo creer que me esté pasando esto a mí.
Ella suspiró.
-Mire a su alrededor joven. Primero las propagandas: muchachos en una carretera. Muchachos en un globo. Muchachos en una fogata. Muchachos en un puente. Ahora vea a los demás clientes: ¿dónde está la carretera, el globo, la fogata, el puente? Vea sus gestos ansiosos, cómo disimulan sus carencias, cómo disfrazan sus miserias con arrogancia geeks. ¿Cree que vienen por teléfonos? Vienen por las montañas pero sólo tendrán recámaras polvosas. Vienen por el mar porque ya no escuchan cómo gotea la llave de agua en la cocina. Pero no lo saben y por eso buscan lo que usted ya supo que es falso: las fotos, las canciones, las promesas, las alianzas. Usted ya lo sabe, pero todavía no sabe cómo deshacerse de todo esto. Por eso le doy un Android. Cuando esté listo para la renuncia podrá regresar a los orígenes, el Nokia monocromático 1200.
-Pero los mensajes, señorita...
-No tenga miedo, va por buen camino. Ande, Telcel le regala un termo para cuando regrese al ejercicio.
Salí arrastrando los pies, hombros caídos, mirada perdida. Frente a mí pasó una anciana jamona que eructaba chorizo. La vida, me dije. También me di cuenta que me hacían falta cigarros.