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jueves, 4 de octubre de 2012

Psicoterapia Telcel

 Por supuesto, iba indignado. Y listo para recitar todas las formas lentas en las que creo que debe morir Carlos Slim. Ella lo sabía y por eso me dejó desahogar.
-Porque el puto Slim BLA BLA BLA al infierno con su BLA BLA BLA, putos monopolios de mierda que BLA BLA BLA, pero nos estamos organizando BLA BLA BLA; yo también soy 132 aunque sea de espíritu BLA BLA BLA, el que no brinque es Peña (y juro que brinqué: así era mi indignación).
La vendedora de Telcel me pidió mi número, tecleó rápidamente, constató que, en efecto, era momento de renovar mi contrato y cambiar de equipo.
-Yo le compré este cacharro -le enseñé el iPhone- a una chica por la mitad del precio que lo venden ustedes, le cambié el chip y aun con lo lento tuve el mundo que ustedes me negaban al alcance de mi mano: seduzco muchachas por Whatsapp, comparto a qué hora voy al único café al que voy en Foursquare, le tomo fotos a mis vasos de Starbucks y lo subo al Instagram. ¿Y ustedes qué han hecho por mi? Dime, menciona una sola cosa que ustedes hayan hecho por mí.
-Con sus puntos azules y su renta fija no puedo ascenderlo al iPhone 4 pero le alcanza para los Androids de esta hoja, revise y me dice cuál le interesa.
-Le diré qué me interesa -y mis ojos se inyectaron de sangre- me interesa una renta más barata, que limite mi red de datos porque quiero volver a salir a la calle y ver la vida: respirar el pasto, mirar los árboles, las ardillas y las mujeres en tacones, quiero pagarles menos para tener más calidad de vida, ahora seré yo quien los limite a ustedes y volveré a ser dueño de mi existencia.
- Renta más barata, de acuerdo. Mire estos Galaxys, tan bonitos, uno de ellos le puede servir.
-Me sirve volver a leer a Tácito, a Séneca, a Herodoto, esos pequeños placeres que he perdido por culpa de ustedes.
-Hay una aplicación muy amigable que se llama Alkido, ahí puede almacenar sus ebooks.
-¡No me interesa almacenar nada en estos artefactos! -bufé espuma rabiosa- ¡Quiero el olor del papel, del pan y la tierra mojada después de la lluvia! ¡Ya no me interesa seguir con este espejismo de la vida virtual!
-Estoy viendo que con la renta que quiere más bien le alcanza para estos Motorola, son más modestos pero con muy buena conectividad.
Y no entendí lo que me explicó de los pixeles de la cámara, la duración de la batería, el almacenaje de canciones, pero en la propaganda lo mostraba una rubia increíble y acepté. La vendedora siguió tecleando mientras yo trataba de explicarle con más detalle lo que me ocurría.
-No sé dónde quedó la vida, no sé dónde la perdí en esta borrachera del mundo 2.0. Entonces tomé decisiones: limitarme la conectividad para conectar mejor conmigo. Leer, escribir, escuchar álbumes completos y no sucumbir a las veleidades del shuffle; hablar con gente real y no con avatares de chichis que hacen daño y dan pena y se acaba por llorar.
-Firme acá y le entrego.
El aparatejo, más grande que el iPhone, sobrevivirá menos a la obsesión vintage pero por eso mismo será una suerte de delicatessen vintage. Pero no sucumbí a los recuerdos futuros, acepté la máquina con displicencia. Y ya preparaba los insultos de despedida cuando me dijo la mujer:
-Y no se preocupe que ya también le hice el cambio de chip. En pocos minutos su iPhone no funcionará más.
Palidecí. Un abismo insondable se abrió a mis pies. Sentí el vértigo del adiós y el olvido.
-¿CAMBIÓ EL CHIP? ¿CUÁNDO COÑOS LE PERMITÍ CAMBIARLE EL CHIP?
-Es para mejorar su conectividad. Cortesía de la empresa.
-Pero... ¿Y todo lo que tengo en el iPhone? ¿Contactos, mensajes, canciones que me dedicaron y dediqué, emoticons de cervezas y ligueros que prometían cervezas y ligueros reales? ¿Todo eso a dónde irá?
-Todo eso nunca existió. ¿Y no que quería deshacerse de todo eso?
-Sí, pero yo quería ser quien decidiera cuándo.
-¿Entonces vino a gritar sus bravuconerías solamente para compadecerse a sí mismo y no crearse un compromiso firme de cambiar?
-Mis fotos... la de la noche aquella en el Hotel Marlowe...
-Quítese la costra rápido, joven. Así duele menos. Digo, le duele ahorita, pero mañana que ya le entienda al Android estará listo para nuevas pics.
Me recargué en el mostrador y la miré intensamente a los ojos.
-Me siento patético. Es un teléfono de mierda, nada más eso. Nunca he endiosado a Apple, no compré la biografía de Jobs ni vi sus discursos en Youtube. Para mí esto -agité el iPhone- es un celular, y un celular es como una licuadora. Prefiero la licuadora, hace salsas, son reales, pican. El iPhone no. Pero cambió el chip y sentí un vacío. Sentí que perdía un hogar, ahora soy un damnificado, peor que el que vive un terremoto en Haití. Me siento muerto, me siento sin nada. No puedo creer que me esté pasando esto a mí.
Ella suspiró.
-Mire a su alrededor joven. Primero las propagandas: muchachos en una carretera. Muchachos en un globo. Muchachos en una fogata. Muchachos en un puente. Ahora vea a los demás clientes: ¿dónde está la carretera, el globo, la fogata, el puente? Vea sus gestos ansiosos, cómo disimulan sus carencias, cómo disfrazan sus miserias con arrogancia geeks. ¿Cree que vienen por teléfonos? Vienen por las montañas pero sólo tendrán recámaras polvosas. Vienen por el mar porque ya no escuchan cómo gotea la llave de agua en la cocina. Pero no lo saben y por eso buscan lo que usted ya supo que es falso: las fotos, las canciones, las promesas, las alianzas. Usted ya lo sabe, pero todavía no sabe cómo deshacerse de todo esto. Por eso le doy un Android. Cuando esté listo para la renuncia podrá regresar a los orígenes, el Nokia monocromático 1200.
-Pero los mensajes, señorita...
-No tenga miedo, va por buen camino. Ande, Telcel le regala un termo para cuando regrese al ejercicio.
Salí arrastrando los pies, hombros caídos, mirada perdida. Frente a mí pasó una anciana jamona que eructaba chorizo. La vida, me dije. También me di cuenta que me hacían falta cigarros.



domingo, 2 de septiembre de 2012

La Canción del Vino Especiado y el Hidromiel de George R. R. Martin


Apenas leo tres páginas y ya voy de bocafloja al tuiter a decir que la prosa de George R. R. Martin -el autor de la extensa saga Canción de Hielo y Fuego que ahora se adapta para serie de TV en la famosa Game of Thrones- es pobre y convencional, sin gran juego de lenguaje ni pretensiones de estilista, pero me voy tragando la bravata -más bien, voy matizando exabruptos- según avanzan los tabicotes de la novela: sigo creyendo que elige una forma narrativa práctica -esa estilo: "la marquesa salió a las cinco" de la que se burlaba Valery- y que no busca el regodeo en la forma, pero porque su interés se encuentra en presentar y darles volumen a montonazo de personajes que las solapas del libro comparan más cercanos a Shakespeare y Homero que al fantasy acartonado de juego de rol. Pero la intención no era repetir lo que en otros espacios ya han dicho de mejor manera: sobre la complejidad de los personajes, la versatilidad en recrear escenarios tan contrastantes como bosques ensimismados, metrópolis mustias o desiertos mucho más vitales de lo que su aridez finge -como suele ocurrir con todos los desiertos; también me guardo para otras parrafadas el emocionante momento en el que el gnomo Tiryon Lannister recuerda cuando conoció las osamentas de los dragones que asolaron a los Siete Reinos algunas décadas atrás, escena de una belleza enigmática por la devoción casi infantil con la que el Lannister marginado va revisando los esqueletos, paleontología fantástica que fisgonea la historia y el mito y acaso anuncien que toda la saga tiene su origen en este solitario asombro.
De carácter menos épico, pero que le da una dimensión más cotidiana (y se supondría, entonces, más verosimil), es un gozo ir revisando lo que comen los honorables Stark, los intrigosos Lannister, los cuasimonacales Guardias de la Noche o la Madre de los Dragones en su reino primitivo. Si se le debe reconocer a Martin su erudición para describir lo mismo una gran ciudad medieval que una casi-hacienda en el bosque, también se debe admirar su afición sibarita que en su gran novela sugiere un recetario amplio y apetitoso. Sin ser de lo más exhaustivo -y en el entendido que apenas voy hincándole el diente al tercer tabique de la saga-, ahí van algunos ejemplos de lo que comen reyes, guardianes y nobles de los Siete Reinos, el Muro y el otro lado del Mar Angosto:

Daenerys Targaryen es ofrecida como esposa al semibárbaro líder de los dothrakis, Kahel Drogo. Las costumbres de su pueblo son salvajes y en consecuencia voraces. Y así comen:
"Se atiborraban de carne de caballo asada con miel y chiles, bebían leche fermentada de yegua y los excelentes vinos de Illyrio hasta embriagarse por completo, y se intercambiaban bromas y puyas por encima de las hogueras con unas voces que a los oídos de Dany sonaban ásperas y extrañas.
Y así rinden tributo a su nueva reina:
"Los esclavos ponían ante ella trozos de carne humeante, gruesas salchichas asadas y empanadas dothrakis de morcilla, y más tarde frutas, compota de hierbadulce y delicados pastelillos de las cocinas de Pentos, pero ella lo rechazaba todo. Tenía el estómago del revés, y sabía que no podría retener nada."
En contraste, para los festejos de bienvenida a Ned Stark como el nuevo Mano del Rey, en la corte de la cosmopolita ciudad Desembarco del Rey se presenta el siguiente menú:

"Una sopa espesa de cebada y venado. Ensaladas de hierbadulce, espinacas y ciruelas con frutos secos por encima. Caracoles en salsa de miel y ajo. Sansa no había probado nunca los caracoles, así que Joffrey le enseñó a sacarlos de su concha, y él mismo le puso el primero en la boca. Después sirvieron trucha pescada en el río aquel mismo día, horneada en barro; su príncipe la ayudó a romper la envoltura sólida para dejar al descubierto el pescado jugoso. Y cuando se sirvió la carne, él mismo le ofreció la mejor tajada con una sonrisa seductora. Sansa advirtió que el brazo derecho todavía le molestaba al moverlo, pero en ningún momento se quejó. Más tarde se sirvieron empanadas de pichón y criadillas, manzanas asadas que olían a canela, y pastelillos de limón bañados en azúcar, pero para entonces Sansa estaba tan llena que apenas si pudo comerse dos pastelillos, por mucho que le gustaran."
Los Guardias de la Noche, custodios del Muro que separa a las amenazantes Tierras Libres de los Siete Reinos, hacen comidas simples en su preparación pero de resultados deliciosos. Así se festeja que Jon Nieve y sus amigos vayan a ordenarse como nuevos guardias:
"Los ocho futuros hermanos devoraron un festín de costillar de cordero asado con ajo y hierbas, adornado con ramitas de menta y con guarnición de puré de nabos amarillos que nadaba en mantequilla.
"—Viene de la mesa del mismísimo Lord Comandante —les dijo Bowen Marsh.
"Había ensaladas de espinacas, garbanzos y nabiza, y de postre cuencos de arándanos helados y natillas."
El mercader que le ofrece a Dany vinos -y entre ellos uno envenenado porque el rey Robert Baratheon ha ofrecido una recompensa a quien la asesine- le recita las distintas maravillas que vende:
"—Tintos dulces —proclamaba en excelente dothraki—. Tengo tintos dulces, de Lys, de Volantis y del Rejo. Blancos de Lys, coñac de peras de Tyrosh, vino de fuego, vino de pimienta, néctares verdes de Myr. Cosechas de bayas ahumadas y agrios de Andal, tengo de todo, tengo de todo. —Era un hombrecillo menudo, esbelto y atractivo, con el cabello rubio rizado y perfumado a la moda de Lys. Cuando Dany se detuvo ante su puesto, hizo una profunda reverencia—. ¿Quiere probar algo la khaleesil Tengo un tinto dulce de Dorne, mi señora, su sabor canta a ciruelas, a cerezas y a roble oscuro. ¿Un barril, una copa, un traguito? Después de probarlo le pondréis mi nombre a vuestro hijo."
Un ejemplo de cocina popular, que no puede comer la pobre Arya Stark cuando huye del castillo donde han apresado a su padre, pues no tiene dinero siquiera para un estofado:
"(...) había tenderetes con calderos en cada callejón, en los que hervían guisos que llevaban años al fuego; allí se podía cambiar media paloma por un pedazo de pan del día anterior y un «cuenco de estofado», y hasta te ponían la otra mitad al fuego y te la asaban, siempre que uno mismo le quitara las plumas. Arya habría dado cualquier cosa por un tazón de leche y un pastelillo de limón, pero el estofado tampoco estaba tan mal. Por lo general llevaba cebada, trozos de zanahoria, nabo y cebolla, y en ocasiones hasta manzana, y siempre había una capa de grasa en la superficie. Ella procuraba no pensar en la carne. Una vez le había tocado un trozo de pescado."
Del segundo tomo, Choque de reyes, un banquete en un torneo puede volverse metáfora de la inexperiencia de la tropa del aspirante a rey Renly Baratheon, pues cuando están al borde de la guerra  la imaginan como un cuento candoroso de heroísmo que caza a la perfección con un festín opulento:
"Porque comida había en abundancia. La guerra no había afectado a la legendaria generosidad de Altojardín. Mientras los bardos cantaban y los saltimbanquis hacían cabriolas, el banquete se abrió con unas peras al vino y prosiguió con rollitos crujientes de pescado a la sal, y capones rellenos de cebollas y setas. Había granes hogazas de pan moreno, montañas de nabos, maíz y guisantes, jamones inmensos, gansos asados, y platos rebosantes de venado guisado con cerveza y centeno. A la hora del postre, los criados de Lord Caswell sirvieron bajdejas de dulce hechos en las cocinas del castillo cisnes de crema y unicornios de azúcar, pastelillos de limón en forma de rosa, galletas de miel especiadas, tartas de moras, tartaletas de manzana y ruedas de queso cremoso"
Mientras que los atormentados Greyjoy, Hombres de Hierro de hábitos austeros, se distinguen por los banquetes modestos:
"El banquete era exiguo: una simple sucesión de guisos de pescado, pan negro y cabra poco especiada. Lo más sabroso, en opinión de Theon, fue una empanada de cebolla. la cerveza y el vino siguieron corriendo mucho después de que se retirase el último de los platos"
En el enigmático capítulo donde llevan a Daenerys a la Casa de los Eternos, para entrar le dan de beber "un líquido espeso y azul: color-del-ocaso, el vino de los brujos". Y al probar:
"el primer trago le supo a tinta y a carne podrida, nauseabundo, pero cuando lo tragó sintió como si cobrara vida dentro de ella. Fue como si unos tentáculos se extendieron por el interior de su pecho, como si unos dedos de fuego se le enroscaran al corazón, y se le llenó la lengua de sabor a miel, a anís y a crema, a leche de madre y a la semilla de Drogo, a carne roja, a sangre caliente y a oro fundido."
Y el último, para no abrumar: cuando Tyrion y su hermana Cersei se juntan para cenar. Será una reunión llena de intriga y golpes bajos. Pero mientras planean sus estrategias de ataque:
"La mesa de Cersei estaba bien surtida,aquello era innegable. La cena comenzó con una crema de castañas servida con pan crujiente recién hecho, y verdura con manzanas y piñones. Luego se sirvió empanada de lampresa, jamón asado con miel, zanahorias rehogadas en mantequilla, judías blancas con tocino y un cisne asado relleno de setas y ostras."
A veces veo películas de los setenta y ochenta de la Ciudad de México, sabiendo que son malas, solamente para fisgonear calles que voy relacionando con la infancia o la adolescencia. Ya no me atrevo a insistir que la prosa de Martin sea pobre, pero sí reconozco que mucho del morbo de seguir leyendo -además, claro, de las relaciones de los personajes, de los momentos irónicos de Tyrion Lannister (mi favorito), la picaresca de Arya o las misteriosas exploraciones a lo desconocido de Jon Nieve- es toparme con otro banquete, incluso simples desayunos o cenas que con sus vinos especiados y vasos de hidromiel hacen salivar y correr aunque sea por la triste tortilla con sal que puede conseguirse en este reino democrático y justo (Calderón dixit) de la realidad.
No recuerdo -y tampoco es cosa de volver a revisar las dos temporadas que ya existen- si la serie de TV se ha solazado tanto en mostrar banquetes, comidas, cenas entre los personajes de Game of Thrones, quiero creer que con la moda ya habrá algún restaurant carísimo en Nueva York o Los Angeles que reproduzcan estos platillos, o al menos que ya exista un recetario de la comida de los Siete Reinos; habrá que averiguar para pedirlo ya por Amazon.
Y es cierto: la saga de Martin no es un paradigma de lo literario, pero sí es un banquete robusto y consistente de lo narrativo. Libros gordos, jugosos, más semejantes al buen bife de los Stark, que a los frugales canapés de las narrativas microfashion que tan en boga están. Y ya no sé cómo terminar el post, lo hago abruptamente: para seguir leyendo el tercer tomo, a ver qué guiso se va preparando en la opulenta Fortaleza Roja donde hasta la página 250 del tercer tomo siguen rigiendo los Lannister. Que los Dioses Nuevos bendigan sus especiados alimentos.

PD: Listo, acá está el blog donde se habla de la comida de las novelas de Martin y la serie de TV... tiene además el encanto de contar cuáles podrían ser los platillos originales en los que se basó el escritor para después describirlos en sus novelas.
Y se agrega  un libro de cocina -A Feast of Ice & Fire- que se antoja tener al ladito de la estufa. Y nomás para los geeks de la serie, miren qué lema tan naiz: In the Game of Foods, you win or you wash the dishes. Provechito, pues.

jueves, 26 de abril de 2012

Propongo a mis tías Auro y Chelo como promotoras de lectura

Yo le agarré gusto a la lectura desde el morbo, por eso me cuesta trabajo sumarme a eso de los universos extraordinarios de la imaginación, la devoción dogmática a la palabra y la experiencia enriquecedora de los significados múltiples y reflexivos. Mis familias, materna y paterna, tenían -tienen- un par de lectores desordenados y concupiscentes que, así como algunos se zampan una BigMac después de un carpaccio de salmón, así pasaban de Morris West a García Márquez y de Luis Spota a Leon Tolstoi sin el menor pudor. Y yo aprendí a hacerle así y devoré con el mismo descaro a Tom Sawyer, Irving Wallace, Sherlock Holmes y, ¿cómo se llamaba el autor ese del libro del No-Nacido?, y también Mafalda y El Libro Vaquero y las novelitas románticas y hartamente calenturientas de Bianca y Julia y Jazmín y Jorge Ibargüengoitia y Flaubert. Lecturas apuradas sin más criterio que lo entretenido o esto me aburrió (después la posmodernidad le llamó eclecticismo y así me salvó del ridículo). Y luego por eso me cuesta trabajo llamarle gustos culpables a esas lecturas misceláneas que revisa con la ceja alzada el canon-literario-trascendente-naiz. Porque obviamente, cuando llegó la adolescencia y el compromiso con El Ejercicio Arduo De La Literatura, aprendí a recitar lo que sí y lo que no: Borges sí, Benedetti no; Rulfo sí, Laura Esquivel no; Balzac sí, Agatha Christie últimamente ya tantito por aquello del revisionismo del subgénero vintage goe. Y ante esa bastardía de los best sellers, los manuales zodiacales, las metafísicas de Connie Méndez y las historias ocultas del HAARP, también aprendí a fruncir la nariz altivamente, como ñora de Coyoacan que se extasía con la prosa de intensidades de Alberto Ruy Sánchez.
Pero hay otra deformación: nunca me tragué mucho esto del libro como forma de enriquecimiento personal, por lo mismo que nadie se lo traga: un tío me regaló un libro de Buenos Ejemplos y Mejores Virtudes, se llamaba Hace falta un muchacho de Arturo Cuyas, era insufrible y lo sigo creyendo el mejor antídoto contra cualquier campaña de promoción a la lectura. Tampoco ayudó demasiado cuando de niño viajábamos rumbo a Ixhuatlán con la prima Rochi y en la parte trasera de su auto llevaba Azteca de Gary Jennings y el ladrillote se veía tan gordo y apetecible que naturalmente lo jalé para enterarme de las aventuras de Tiléctic-Mixtli, pero a las cinco páginas la prima me lo quitó. Precavida, no quería que me enterara de cómo les frotan chile serrano a las muchachas en sus cositos para que les arda y se les quiten las ganas de tocarse (años después encontré grupos de Yahoo que hacían lo mismo y aunque la experiencia redundó en pica-pica pude comprender muchas cosas de la naturaleza humana). Contra la novela, me compraron en el siguiente pueblo una historieta del Pato Donald que se olvidaba antes de empezar a leerse. En contra hubieron más tíos o primos o gente que me dejó libros al alcance de la mano. Pero si quiero precisar quien  definió mi interés (si se vale agregar, la personalidad) en la lectura, fueron las tías Aurora y Chelo, que son como las hermanas Patty y Selma de Los Simpson.
Tampoco se trata de despepitar todo el halo tenebroso de las tías Auro y Chelo, aunque si alguien lo pagara, con ellas podríamos hacer una buena peli de horror y devastación. Baste decir que visitarlas era hacer un viaje a la desesperanza, soportable vía el cinismo. Odiaban -odian- al gobierno, las telenovelas, los transportes, sus trabajos, la alimentación sana, la alimentación insana, en consecuencia a mis padres, a mi hermano y a mí. Apenas había la amabilidad funcional necesaria para establecer que uno existía, comentarios afectuosos como Quítese Chamaco, Te Sientas y Te Callas, e imagino que sentían mucho alivio cuando dejábamos su casa. Pero en perspectiva me queda seguro que no solamente había desprecio, también tenían sentimientos de maldad y destrucción hacia nosotros.
Eso se hacía evidente cuando llegaban los cumpleaños. Mientras el resto de los parientes hacían los festejos del caso -el pastel, los gorritos, el juego de las sillas- las tías fumaban y fumaban, hablaban de sus pretendientes rechazados y afilaban la lengua para burlarse de algún comentario bien nacido de algún otro invitado a la fiesta. Pero lo especial fueron sus regalos. Contra la parafernalia disneyana de muchos, y las ropas insípidas de los otros, ellas se decantaron en regalar... libros. Y qué libros: Demian Bajo la rueda de Herman Hesse, La metamorfosis de Kafka, La madre de Máximo Gorky, Crimen y castigo de Dostoyewsky. Que pasados los años pueden tratarse de un canon bastante convencional -y agradecible- de grandes novelas, pero que sigo pensando si a los ¿ocho años? eran las mejores lecturas. Ni siquiera Sherlock, o Verne, o las boberías pueblerinas de Tom Sawyer. Eran libros que contenían una transgresión poderosa, reconocer escenarios lascivos que obligaban a reconfigurar el mundo más bien ñoño y seguro del Pato Donald y demás universos infantiles. Porque ahora lo que sigue: favor de imaginarme en medio de la noche, con linterna bajo la cama, los ojos pelones y la boca entreabierta, sorprendido porque el pobre Gregorio Samsa quedó convertido en cucaracha o porque el atormentado Raskolnikov mataba fríamente a la anciana usurera para justificar algo tan oscuro e inasible como una premisa filosófica personal. Recuerdo esas lecturas y en realidad tenían poco de placer: eran descubrimientos perversos del mal, o la deshumanización, o la injusticia, o los abismos turbulentos de la naturaleza humana. Ojo que lo perverso a la vez se hacía delicioso. Estaba lejos del humor ramplón de Donald, leía asombrado e incluso recuerdo cierta incomodidad cuando se combinaban esos libros con la presencia de mis padres. Como si lo que estuviera en esas páginas cimbrara lo que estaba ocurriendo a la hora del desayuno e hiciera claroscuras las felices relaciones del jugo de naranja y los huevos con jamón.
Yo sigo creyendo que mis tías me enseñaron a leer desde el mal, desde cierto gusto infame por remover a la familia y hacer del escuincle baboso que yo era, un ser torvo, atormentado por las transformaciones del otro atormentado, el Demian de Hesse. Y eso hizo de mi relación con la lectura una complicidad casi delincuente, porque desde chico supe que leer no hacía mejor el mundo, pero sí que lo hacía más complejo por su halo tenebroso.
Lo que sigue ya es propio de adolescente, pero bien afincado con los regalos de las tías. Porque los excesos de Bukowsky o Burroughs, las francachelas sexuales de Henry Miller o Juan García Ponce, para mí tienen su fundamento en los relatos oscuros que regalaban las sarcásticas tías al tiempo que otros regalaban juguetes, libros de virtudes, ropa estúpida o caramelos.
De ahí que ahora, cuando me da por regalar algún libro, pienso en Chelo y Aurora, y me imagino como un ser libinidoso que comparte susurros impropios, proposiciones indecorosas o guiños para apurar los pecados. Lo cual debería culminar en un consejo: cuando les regalo un libro no estoy dándoles algo precisamente valioso o fraterno: se trata de un pacto malicioso, semejante al que en su día hicieron mis tías.
Y ahora que caigo en cuenta, yo sólo sé regalar libros. Creo que debo ser una mala persona.

jueves, 19 de abril de 2012

Manuel Cruz tiene duende

No puedo contar -es material para la revista- de qué trató la plática con el artesano Agustín Cruz Tinoco, creador de candorosas figuras de madera, especializado en nacimientos, que tiene su taller en San Agustín de las Juntas, a quince minutos de la ciudad de Oaxaca. A lo mejor valdría describir el colorido de sus imágenes y lo mucho que me gustó su versión libre de un nacimiento en un jeep, con José, Jesús, María y los Reyes Magos como si fueran hippies en pos del sueño californiano. Aunque él y sus hijos insistieran que sus figuras parecían todo menos hippies. Pero chéquese nomás:


Lo que sí quería consignar: el taller de Agustín Cruz es familiar, los hijos tallan la madera, la esposa pule, las hijas pintan, y aunque preservan un estilo único, también se van notando diferencias que individualizan la expresión de cada miembro. El que más me impresionó: el hijo menor, Manuel, que andaba de playera sin mangas y con gorro muy hip hop, y no es que se hiciera el rebelde, pero ante la calidez sin dobleces de la familia, él agregaba cierta gandallez; ojo que en ningún momento fue grosero pero sí parecía querer dejar clara su diferencia.
Y de pronto veo estas figuras, y eran producto de la expresión genuina, personalísima, de Manuel.


Ojos vacuos, gemido lastimero, violencia ritual en un cuchillo que no se encuentra en la obra del padre.


Las imágenes de la familia describen sociedades festivas. Las figuras, aun con lo incipientes, de Manuel, son dramáticas, tienen obsesiones, consignan personajes, individuos con destinos irrepetibles y paradójicos.


Manuel me contó que él quería recuperar un tema que su padre había abandonado, el de "las muertes", piezas de madera únicas, diferentes a las muchas pequeñas figuras que crean todo el universo de los nacimientos o las festividades. Y uno que le anda buscando referencias postmamertas a todo, quería que Manuel me dijera que conocía El grito de Munch, o los muñecos de Tim Burton, o ya de perdida algunas de estas esculturas de superhéroes de resina que venden en las tiendas de comics. Pero no, con todo y su gorrito hiphopero, Manuel abreva más en las tradiciones y leyendas de su pueblo, pero con un talento tan personalísimo que desde la artesanía va sabiendo acercarse a un tono que aún sería temerario sugerir propio de un artista.


"Tus figuras tienen angustia", le dije. Los hermanos se echaron a reír. "Es el angustiado de la familia", y a Manuel no le quedó sino reír también. Al final lo convencieron para que se pusiera su camisa oaxaqueña para la foto oaxaqueña de la familia artesana oaxaqueña. Me despedí intrigado de su diferencia. Diría García Lorca: "tiene duende". Además, usa gorrito tipo hip hop.

jueves, 22 de marzo de 2012

Mad Men: la mirada de Sally Draper

A muchos les da miedo la mirada de Sally Draper, la hija de Don y Betty, protagonistas de la serie Mad Men. Lo que sabe su mirada podría desbordar el mundo como se conoce. Semeja los ojos de otra chica aterradora, la hija de el Sueco, Merry Levov,  que ha descendido al muladar de la indigencia por convicción e ideología, en la novela de Philip Roth Pastoral americana. Ambas se abisman a ese juego salvaje que son los años sesenta, a su experiencia tan vitalista como autodestructiva: a su cima libertaria, de descarnada reinvención y viajes de la conciencia, pero también a su sima de desasosiego, incertidumbre y (qué difícil) a la asunción de un destino propio, que se realiza en cada decisión personal, en orfandad total.
En la mirada de Sally Dreper se condensa el tema y el magnetismo soterrados bajo el despliegue preciosista de la serie Mad Men. Repito la sinopsis que trae cualquier portal de entretenimiento: la historia de un grupo de publicistas, y sus esposas, y sus familias, a lo largo de la década de los sesenta. Ingenioso discurso de género que prefiere la ironía en vez del panfleto, ejercicio de memorabilia conmovedor sobre la cultura gringa, guiones gandallas por sus diálogos pero más por sus sugerencias, y habría que precipitar párrafos elogiando la fuerza de sus personajes y lo sobresaliente de las interpretaciones (y los fans de Don Draper, Joan Holloway o Peggy Olsen abren foros para drenar hormonas), o el cuidado moroso en su dirección de arte: la espléndida reinvención de una época que nos ha llegado de rebote en cine clásico, novelas y cuentos, revistas amarillentas y relatos de los abuelos.

II
Pero aunque parece lo más atractivo, el fastuoso despliegue de producción no es lo más importante de Mad Men. Junto a él viene una idea que gobierna a toda la serie, la que hace posible la tensión argumental aun con la lentitud de su ejecución. Y semeja a lo que suelen decir los críticos sobre la obra del cuentista Raymond Carver: la inclusión de algo amenazante, terrible, subyacente a la cotidianidad. Parecería sorprendente, pero podría compararse a Mad Men con una novela gótica, donde una sombra inasible constantemente parece precipitarse sobre los brillantes personajes. El humo negro de Lost es una broma idiota frente a lo que no alcanza a definir la mirada de Betty Draper: es la sombra del tiempo que viene sobre los personajes, que el espectador conoce y por eso lo inquieta más, porque los entes de la pantalla lo ignoran.
La serie inicia en 1960, aún con la inercia de la década anterior: con la culminación del american dream que la cándida iconografía de la época resuelve en adquisición de autos, lavadoras y vestuarios primorosos -por lo gallardos para los hombres; por lo ensoñadores para las mujeres-. Es el momento de la familia nuclear (el padre proveedor, la madre administradora, los hijos que se crían para perpetuar los moldes) en un ecosistema de bienes asombrosos (la comparación de cada nuevo electrodoméstico con la ciencia ficción suele ser de risa loca). Universo tan perfecto, que sería blasfemo sugerir su derrumbe. Pero la escena está llena de fisuras, contradicciones, verdades a medias, insatisfacciones apenas maquilladas por la obligación de cumplir con el estereotipo. Es justo en el punto de quiebre de la sociedad occidental como se conocía, cuando el paradigma, en apariencia insuperable, del sueño americano, amenaza desbordarse, las grietas se miran en cada fotografía amorosa de familias que prueban electrodomésticos o miran tele con sus hijos en armonía. La disección de Mad Men se encarga, justamente, de evidenciar las fisuras.
No es gratuito que el primer capítulo de la primera temporada trate un conflicto en apariencia inocuo, pero que será la primera alerta del cambio de los tiempos: cuando un reporte del Selecciones del Reader Digest's confirme el daño del tabaco a la salud y y lo acuse de potencial causante de cáncer. Agobiado, Don Dreper debe crear una campaña publicitaria para Lucky Strike que revierta la noticia. Desde aquí se va marcando la amenaza con la que irán viviendo los personajes a lo largo de la historia. La perversión está en que ellos no saben qué enfrentarán en los años venideros. Los espectadores, desde nuestra perspectiva histórica, sí reconocemos el desmantelamiento de sus formas de vida y la instauración de una nueva sociedad, a la que ellos deberán adaptarse o aceptarse rebasados. Viene el rock, los hippies y la contracultura, el feminismo, los derechos civiles de los negros, la guerra de Vietnam, liberación sexual, la desintegración de la familia tradicional, la conquista del espacio, el advenimiento de un hedonismo igualitario -en consecuencia, escandaloso- que contrasta con la doble moral que practican los varones y toleran las mujeres. La agencia de publicidad Sterling & Cooper no será la misma en la primera temporada que cuando termine la historia (siete temporadas, según ha anunciado su creador Mathew Weiner). Los hombres de traje y sombrero Stetson que toman su trago de whisky en la oficina y fuman a la menor provocación, las secretarias sumisas, casi decoración de lobby, serán rebasados por una generación que los observa agazapados, que poco a poco deja sentir su presencia en la serie.
Mad Men es la apología nostálgica del mundo de los abuelos, pero también es una morosa elegía a ese universo en el que la virilidad y la feminidad fungían como valores absolutos, y que paulatinamente irán siendo cuestionados y devastados ante las ideas de quienes les sucedan. Sin saberlo, el genio creativo Don Draper, sus jefes Roger Sterling y Bert Cooper, el advenedizo Pete Campbell y la etérea Betty Draper, se irán convirtiendo en seres anquilosados mientras perpetúan su presente de aparente perfección. Mad Men semeja entonces una travesía sinuosa, un malestar latente, que se va desgranando y confronta a los personajes a los límites de vivir al borde de los tiempos. ¿Los personajes mejor preparados para ese cambio? La secretaria ascendida a copywriter Peggy Olsen, los hijos de Don Draper, la empoderada jefa de secretarias Joan Holloway y otros secundarios.
Pero si esta amenaza de los nuevos tiempos es el gran tema de Mad Men, su ejecución está revestida de humor. La perspectiva histórica  hace posible la ironía, los hábitos y costumbres que ellos viven como cosa cotidiana al espectador contemporáneo le provoca risas por su absurdo, su anquilosamiento o su crueldad.

III
Mad Men también hace suyas distintas tradiciones literarias y cinematográficas norteamericanas. Los recuerdos de Don Draper parecen sacados de las novelas de Faulkner, las andanzas de Peggy están cerca del Truman Capote contracultural, el universo de Betty Draper alude a John Cheever, la personalidad de Don parecería tomar prestada la de El Gran Gatsby de Fitzgerald, y algunas aventuras de los personajes se enmarcan en escenarios que corresponden a los grupos beatniks, existencialistas o de la contracultura warhorliana; mientras que las coreografías, las iluminaciones, los encuadres, dialogan con el melodrama, el screwball y hasta la comedia musical clásicos norteamericanos. Pero además, el poder de la alusión, el planteamiento de escenas que sugieren más de lo que dicen, también avientan su lazo hacia los cuentos contenidos de Richard Yates y su alumno destacado, el antes mencionado Carver. En Mad Men se condensa la cultura norteamericana del siglo XX, guiña hacia el pasado y hasta nuestros presente, es una summa narrativa equivalente a la trilogía U.S.A. de John Doss Passos, pero -y ahí la novedad- concebida para un auditorio de televisión. Si no existieran antes Los Soprano, si no pidieran su turno otras series como Roma o Boardwalk Empire, si no se pararan de pestañas los Lost-fans, podría presumirse a Mad Men como la primera serie de televisión de autor. Y sin quitar su peso a los otros proyectos, éste gana desde la necedad suprema de Mathew Weiner, su demiurgo, que ha debido pelear férreamente con las televisoras para conseguir las condiciones ideales para lograr una obra perfecta en cuanto a valores de producción.
La misteriosa mirada de Sally Draper es la contraparte a la angustiosa caída del hombre de corbata (¿Don Draper, se vale intuir?) que abre cada programa. Son dos formas distintas de experimentar la vida: la de Don, el vértigo del éxito; la de Sally, la incertidumbre de la libertad. Entre estas coordenadas transitan los publicistas, y las esposas, y las familias, de los madmens. A lo largo de siete temporadas -el siguiente domingo 25 de marzo inicia la quinta- se recorren los años sesenta, esos que tanto terror le causan a Roth, y que tanto inspiran a Dylan, Warhol, Joplin, Sontang: los nuevos madmen que vigilan agazapados.

TAMBIÉN

  • El tema da para tanto que seguro habrá más posts de Mad Men porque ahora es inevitable esa sensación de quedarse corto en el comentario.
  • El post va dedicado a la Ana, a la Virjinia, a la Lilians y algunas otras personas con quienes hemos compartido la pasión Mad Men y que estamos muy nerviosos por lo que ocurrirá el siguiente domingo.
  • Yo quería escribir más o menos lo que acá hizo mejor y con más gracia Lilians.
  • En otro post hago una lista más sabrosa de las muchas páginas y de las muchas formas (ropa, códigos de conducta, bebidas, modelo de negocios, filosofía empresarial) en que han recreado el interés por Mad Men. Que acaso confirme el exceso: Mad Men es un mundo que rebasa los casi 50 minutos, que nos está atañiendo de manera más profunda de lo que imaginamos.