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jueves, 4 de octubre de 2012

Psicoterapia Telcel

 Por supuesto, iba indignado. Y listo para recitar todas las formas lentas en las que creo que debe morir Carlos Slim. Ella lo sabía y por eso me dejó desahogar.
-Porque el puto Slim BLA BLA BLA al infierno con su BLA BLA BLA, putos monopolios de mierda que BLA BLA BLA, pero nos estamos organizando BLA BLA BLA; yo también soy 132 aunque sea de espíritu BLA BLA BLA, el que no brinque es Peña (y juro que brinqué: así era mi indignación).
La vendedora de Telcel me pidió mi número, tecleó rápidamente, constató que, en efecto, era momento de renovar mi contrato y cambiar de equipo.
-Yo le compré este cacharro -le enseñé el iPhone- a una chica por la mitad del precio que lo venden ustedes, le cambié el chip y aun con lo lento tuve el mundo que ustedes me negaban al alcance de mi mano: seduzco muchachas por Whatsapp, comparto a qué hora voy al único café al que voy en Foursquare, le tomo fotos a mis vasos de Starbucks y lo subo al Instagram. ¿Y ustedes qué han hecho por mi? Dime, menciona una sola cosa que ustedes hayan hecho por mí.
-Con sus puntos azules y su renta fija no puedo ascenderlo al iPhone 4 pero le alcanza para los Androids de esta hoja, revise y me dice cuál le interesa.
-Le diré qué me interesa -y mis ojos se inyectaron de sangre- me interesa una renta más barata, que limite mi red de datos porque quiero volver a salir a la calle y ver la vida: respirar el pasto, mirar los árboles, las ardillas y las mujeres en tacones, quiero pagarles menos para tener más calidad de vida, ahora seré yo quien los limite a ustedes y volveré a ser dueño de mi existencia.
- Renta más barata, de acuerdo. Mire estos Galaxys, tan bonitos, uno de ellos le puede servir.
-Me sirve volver a leer a Tácito, a Séneca, a Herodoto, esos pequeños placeres que he perdido por culpa de ustedes.
-Hay una aplicación muy amigable que se llama Alkido, ahí puede almacenar sus ebooks.
-¡No me interesa almacenar nada en estos artefactos! -bufé espuma rabiosa- ¡Quiero el olor del papel, del pan y la tierra mojada después de la lluvia! ¡Ya no me interesa seguir con este espejismo de la vida virtual!
-Estoy viendo que con la renta que quiere más bien le alcanza para estos Motorola, son más modestos pero con muy buena conectividad.
Y no entendí lo que me explicó de los pixeles de la cámara, la duración de la batería, el almacenaje de canciones, pero en la propaganda lo mostraba una rubia increíble y acepté. La vendedora siguió tecleando mientras yo trataba de explicarle con más detalle lo que me ocurría.
-No sé dónde quedó la vida, no sé dónde la perdí en esta borrachera del mundo 2.0. Entonces tomé decisiones: limitarme la conectividad para conectar mejor conmigo. Leer, escribir, escuchar álbumes completos y no sucumbir a las veleidades del shuffle; hablar con gente real y no con avatares de chichis que hacen daño y dan pena y se acaba por llorar.
-Firme acá y le entrego.
El aparatejo, más grande que el iPhone, sobrevivirá menos a la obsesión vintage pero por eso mismo será una suerte de delicatessen vintage. Pero no sucumbí a los recuerdos futuros, acepté la máquina con displicencia. Y ya preparaba los insultos de despedida cuando me dijo la mujer:
-Y no se preocupe que ya también le hice el cambio de chip. En pocos minutos su iPhone no funcionará más.
Palidecí. Un abismo insondable se abrió a mis pies. Sentí el vértigo del adiós y el olvido.
-¿CAMBIÓ EL CHIP? ¿CUÁNDO COÑOS LE PERMITÍ CAMBIARLE EL CHIP?
-Es para mejorar su conectividad. Cortesía de la empresa.
-Pero... ¿Y todo lo que tengo en el iPhone? ¿Contactos, mensajes, canciones que me dedicaron y dediqué, emoticons de cervezas y ligueros que prometían cervezas y ligueros reales? ¿Todo eso a dónde irá?
-Todo eso nunca existió. ¿Y no que quería deshacerse de todo eso?
-Sí, pero yo quería ser quien decidiera cuándo.
-¿Entonces vino a gritar sus bravuconerías solamente para compadecerse a sí mismo y no crearse un compromiso firme de cambiar?
-Mis fotos... la de la noche aquella en el Hotel Marlowe...
-Quítese la costra rápido, joven. Así duele menos. Digo, le duele ahorita, pero mañana que ya le entienda al Android estará listo para nuevas pics.
Me recargué en el mostrador y la miré intensamente a los ojos.
-Me siento patético. Es un teléfono de mierda, nada más eso. Nunca he endiosado a Apple, no compré la biografía de Jobs ni vi sus discursos en Youtube. Para mí esto -agité el iPhone- es un celular, y un celular es como una licuadora. Prefiero la licuadora, hace salsas, son reales, pican. El iPhone no. Pero cambió el chip y sentí un vacío. Sentí que perdía un hogar, ahora soy un damnificado, peor que el que vive un terremoto en Haití. Me siento muerto, me siento sin nada. No puedo creer que me esté pasando esto a mí.
Ella suspiró.
-Mire a su alrededor joven. Primero las propagandas: muchachos en una carretera. Muchachos en un globo. Muchachos en una fogata. Muchachos en un puente. Ahora vea a los demás clientes: ¿dónde está la carretera, el globo, la fogata, el puente? Vea sus gestos ansiosos, cómo disimulan sus carencias, cómo disfrazan sus miserias con arrogancia geeks. ¿Cree que vienen por teléfonos? Vienen por las montañas pero sólo tendrán recámaras polvosas. Vienen por el mar porque ya no escuchan cómo gotea la llave de agua en la cocina. Pero no lo saben y por eso buscan lo que usted ya supo que es falso: las fotos, las canciones, las promesas, las alianzas. Usted ya lo sabe, pero todavía no sabe cómo deshacerse de todo esto. Por eso le doy un Android. Cuando esté listo para la renuncia podrá regresar a los orígenes, el Nokia monocromático 1200.
-Pero los mensajes, señorita...
-No tenga miedo, va por buen camino. Ande, Telcel le regala un termo para cuando regrese al ejercicio.
Salí arrastrando los pies, hombros caídos, mirada perdida. Frente a mí pasó una anciana jamona que eructaba chorizo. La vida, me dije. También me di cuenta que me hacían falta cigarros.



jueves, 3 de mayo de 2012

Mi generación se está divorciando

Planeábamos con Jorge, Mariana y Pedro cómo rearmar los podcast de La vida imaginaria y a la hora de fijar nueva reuníón (no lo olviden amiguitos, mañana viernes a las cuatro en casa) Pedro se excusó de no poder estar una tarde, soltó con amargura que un amigo se casaba y debía ir a su boda. Tan veinteañero como Mariana, se pusieron ambos a lamentarse de los amigos que se casaban, de lo solos que empezaban a quedarse, de la tristeza contenida que simula sonrisa serena para felicitar y desear toda la suerte del mundo.
Recordé amarguras similares mías a sus edades y como trailer de una película larga y fastidiosa se precipitó el collage de la gente de mi edad, de aquellos que hace quince años estaban dale que dale con sus casorios, y me fui sorprendiendo: más avanzados unos, más melindrosos otros, algunos con aire festivo y otros en franco tono catastrófico, varios se están divorciando. Entonces también entendí por qué los he estado evadiendo: las charlas que me han tocado con ellos se han convertido en consultorías sentimentales con énfasis en el desencanto. Entender y no entender por qué no funcionó el matrimonio. Soltar sapos y culebras contra ese cabrón o esa pinche vieja. Confesar ambiguamente alguna canita al aire que les permitió reformular muchas cosas. Fumar compulsivamente. Recitar agobiantes contabilidades de pensiones alimenticias, rentas de cuartos lóbregos y automóviles que nomás no se sabe cómo dividirlos. Son charlas ríspidas, con voces fatigadas, que también piden de uno cierta sobriedad: no soltar lo que de verdad se piensa de esa bruja o ese culero porque ya se sabe que a la hora de la hora te salen con que siempre regresaron y luego qué cara les pones cuando te invitan a cenar.
Pero los amigos en tránsito de separarse parecen pedir un poco de eso. Complicidad. Empatía. Solidaridad. Y lo curioso: que les cuentes la otra parte de la historia, la que no reconocieron cuando estaban en su burbuja virtuosa del matrimonio. ¿De verdad siempre te pareció tan posesiva? ¿Por qué no me hiciste ver cuando se pasó de gandalla en esa fiesta? En aquel viaje que hicimos empezó el declive, ¿te acuerdas cómo se portó en los tacos? Tú que la ves de fuera, por ejemplo, en el cumpleaños de mi hijo, ¿qué tal te pareció su actitud? Hay una historia que no conoce el casado y que presenció quien estaba fuera del matrimonio, así como existen las otras historias, la silenciosa de la intimidad, la tensa de los desayunos, la desencantada de las expectativas cumplidas a medias, que el de afuera apenas las atisbo en los gestos fastidiados de supuesto cansancio. Se cuentan momentos nimios que ahora resultan claves: la primera vez que entré a su casa presentí algo. No me dio confianza cómo miró a mi amiga, pero lo dejé pasar. Debí sospechar cosas desde que la vi doblar la ropa. Dijo que era un poco nervioso, un poco, ¿quién iba a pensar que terminaría así? En alguna parte de Tu rostro mañana Javier Marías dice que desde que se conoce a una persona ya se sabe cómo terminará esa historia, si habrá lealtad o traición, si será un vínculo fuerte o deshilachado, de qué manera se volverá doloroso lo que al inicio es placentero, y que todo lo posterior de la relación es el esfuerzo de conjurar la disolución que ya se ha intuido. De modo que las charlas con quienes se están separando tienen un poco de epifanía: hablan y hablan de los agravios para hurgar en el pasado y encontrar el momento justo del deterioro, reinterpretan sus historias como forma de darle cuadratura al desencuentro que enfrentan todas las noches en casa.
Pero me perdí en la teoría literaria cuando en realidad quería hurgar en los chismes vitales. Es decir: que junto a esta parte cansina, amarga, de detallar -novelizar- la disolución -no deja de ser un duelo, es como enterrar a alguien, describió Guapóloga mientras me echaba raite a mi casa- también viene la ansiedad del reinicio, ahora cuéntame cómo ha sido tu vida, qué hiciste de nuevo, ¿sacó disco nuevo Madonna? Tienes que actualizarme porque desde hace tres pelis que le perdí el norte a Wenders (y cómo explicarle que justo desde hace cinco pelis perdió el norte el mismo Wenders). Y aquí viene lo divertido. La urgencia de echar unos tragos en el Pasagüero. Su planeación compulsiva de un fin de semana en la playa. ¿Conoces un galán, una chamaca, que me puedas presentar? ¿Pero por qué tan cansado, si apenas son las ocho de la noche y pues hay que buscar otro antro?, necesito recuperar el tiempo perdido.
Yo hice el chiste hace años: cásense, ahí los espero a que se divorcien, aunque ahora que regresan con el divorcio a cuestas traen consigo (traemos, que también está lo mío) los raspones que suelen mostrarse como heridas de guerra: el recelo, el sarcasmo, la poca tolerancia como resúmenes ejecutivos de tantos domingos o viernes malhabidos. Pero aun con toda la angustia a cuestas, lo interesante del divorciado es la adquisición de cierto nivel superior de conciencia, como si se hubieran metido una pasta para un trip fatigoso que les duró tres, siete, diez, quince años, y del que salen con una mirada tan cruel como transparente. Ahora entiendo muchas cosas, dicen, y el lamento íntimo es por no haberlo entendido hace tres, siete, diez o quince años. Desde ahí creamos un código secreto: ¿también divorciado?, y se precipitan charlas en clave que apenas requieren palabras concretas para afianzar entendimientos: suegros, hermanos, hijos, su nueva fulana, el placer de haber tirado ese tapetito cursi que nomás nunca no.
No sé por qué quería hacer un post chacotero y me quedó más bien amargoso, capaz para provocar la compasión de Mariana y Pedro, cachetada con guante blanco por mi ligereza ante ellos y su temporada de bodas. En el post que imaginé había adquisición de mascotas exóticas, cursos intensivos de cerámica, tutoriales para poner repisas y hasta los Timbiriches como forma lamentable de educación. En otro chance, con otro tono, le entramos a esto. Ahora me voy al café a ver a quien encuentro para hablarle de mi divorcio. O a ver The Avengers. Deflectar.

jueves, 26 de abril de 2012

Propongo a mis tías Auro y Chelo como promotoras de lectura

Yo le agarré gusto a la lectura desde el morbo, por eso me cuesta trabajo sumarme a eso de los universos extraordinarios de la imaginación, la devoción dogmática a la palabra y la experiencia enriquecedora de los significados múltiples y reflexivos. Mis familias, materna y paterna, tenían -tienen- un par de lectores desordenados y concupiscentes que, así como algunos se zampan una BigMac después de un carpaccio de salmón, así pasaban de Morris West a García Márquez y de Luis Spota a Leon Tolstoi sin el menor pudor. Y yo aprendí a hacerle así y devoré con el mismo descaro a Tom Sawyer, Irving Wallace, Sherlock Holmes y, ¿cómo se llamaba el autor ese del libro del No-Nacido?, y también Mafalda y El Libro Vaquero y las novelitas románticas y hartamente calenturientas de Bianca y Julia y Jazmín y Jorge Ibargüengoitia y Flaubert. Lecturas apuradas sin más criterio que lo entretenido o esto me aburrió (después la posmodernidad le llamó eclecticismo y así me salvó del ridículo). Y luego por eso me cuesta trabajo llamarle gustos culpables a esas lecturas misceláneas que revisa con la ceja alzada el canon-literario-trascendente-naiz. Porque obviamente, cuando llegó la adolescencia y el compromiso con El Ejercicio Arduo De La Literatura, aprendí a recitar lo que sí y lo que no: Borges sí, Benedetti no; Rulfo sí, Laura Esquivel no; Balzac sí, Agatha Christie últimamente ya tantito por aquello del revisionismo del subgénero vintage goe. Y ante esa bastardía de los best sellers, los manuales zodiacales, las metafísicas de Connie Méndez y las historias ocultas del HAARP, también aprendí a fruncir la nariz altivamente, como ñora de Coyoacan que se extasía con la prosa de intensidades de Alberto Ruy Sánchez.
Pero hay otra deformación: nunca me tragué mucho esto del libro como forma de enriquecimiento personal, por lo mismo que nadie se lo traga: un tío me regaló un libro de Buenos Ejemplos y Mejores Virtudes, se llamaba Hace falta un muchacho de Arturo Cuyas, era insufrible y lo sigo creyendo el mejor antídoto contra cualquier campaña de promoción a la lectura. Tampoco ayudó demasiado cuando de niño viajábamos rumbo a Ixhuatlán con la prima Rochi y en la parte trasera de su auto llevaba Azteca de Gary Jennings y el ladrillote se veía tan gordo y apetecible que naturalmente lo jalé para enterarme de las aventuras de Tiléctic-Mixtli, pero a las cinco páginas la prima me lo quitó. Precavida, no quería que me enterara de cómo les frotan chile serrano a las muchachas en sus cositos para que les arda y se les quiten las ganas de tocarse (años después encontré grupos de Yahoo que hacían lo mismo y aunque la experiencia redundó en pica-pica pude comprender muchas cosas de la naturaleza humana). Contra la novela, me compraron en el siguiente pueblo una historieta del Pato Donald que se olvidaba antes de empezar a leerse. En contra hubieron más tíos o primos o gente que me dejó libros al alcance de la mano. Pero si quiero precisar quien  definió mi interés (si se vale agregar, la personalidad) en la lectura, fueron las tías Aurora y Chelo, que son como las hermanas Patty y Selma de Los Simpson.
Tampoco se trata de despepitar todo el halo tenebroso de las tías Auro y Chelo, aunque si alguien lo pagara, con ellas podríamos hacer una buena peli de horror y devastación. Baste decir que visitarlas era hacer un viaje a la desesperanza, soportable vía el cinismo. Odiaban -odian- al gobierno, las telenovelas, los transportes, sus trabajos, la alimentación sana, la alimentación insana, en consecuencia a mis padres, a mi hermano y a mí. Apenas había la amabilidad funcional necesaria para establecer que uno existía, comentarios afectuosos como Quítese Chamaco, Te Sientas y Te Callas, e imagino que sentían mucho alivio cuando dejábamos su casa. Pero en perspectiva me queda seguro que no solamente había desprecio, también tenían sentimientos de maldad y destrucción hacia nosotros.
Eso se hacía evidente cuando llegaban los cumpleaños. Mientras el resto de los parientes hacían los festejos del caso -el pastel, los gorritos, el juego de las sillas- las tías fumaban y fumaban, hablaban de sus pretendientes rechazados y afilaban la lengua para burlarse de algún comentario bien nacido de algún otro invitado a la fiesta. Pero lo especial fueron sus regalos. Contra la parafernalia disneyana de muchos, y las ropas insípidas de los otros, ellas se decantaron en regalar... libros. Y qué libros: Demian Bajo la rueda de Herman Hesse, La metamorfosis de Kafka, La madre de Máximo Gorky, Crimen y castigo de Dostoyewsky. Que pasados los años pueden tratarse de un canon bastante convencional -y agradecible- de grandes novelas, pero que sigo pensando si a los ¿ocho años? eran las mejores lecturas. Ni siquiera Sherlock, o Verne, o las boberías pueblerinas de Tom Sawyer. Eran libros que contenían una transgresión poderosa, reconocer escenarios lascivos que obligaban a reconfigurar el mundo más bien ñoño y seguro del Pato Donald y demás universos infantiles. Porque ahora lo que sigue: favor de imaginarme en medio de la noche, con linterna bajo la cama, los ojos pelones y la boca entreabierta, sorprendido porque el pobre Gregorio Samsa quedó convertido en cucaracha o porque el atormentado Raskolnikov mataba fríamente a la anciana usurera para justificar algo tan oscuro e inasible como una premisa filosófica personal. Recuerdo esas lecturas y en realidad tenían poco de placer: eran descubrimientos perversos del mal, o la deshumanización, o la injusticia, o los abismos turbulentos de la naturaleza humana. Ojo que lo perverso a la vez se hacía delicioso. Estaba lejos del humor ramplón de Donald, leía asombrado e incluso recuerdo cierta incomodidad cuando se combinaban esos libros con la presencia de mis padres. Como si lo que estuviera en esas páginas cimbrara lo que estaba ocurriendo a la hora del desayuno e hiciera claroscuras las felices relaciones del jugo de naranja y los huevos con jamón.
Yo sigo creyendo que mis tías me enseñaron a leer desde el mal, desde cierto gusto infame por remover a la familia y hacer del escuincle baboso que yo era, un ser torvo, atormentado por las transformaciones del otro atormentado, el Demian de Hesse. Y eso hizo de mi relación con la lectura una complicidad casi delincuente, porque desde chico supe que leer no hacía mejor el mundo, pero sí que lo hacía más complejo por su halo tenebroso.
Lo que sigue ya es propio de adolescente, pero bien afincado con los regalos de las tías. Porque los excesos de Bukowsky o Burroughs, las francachelas sexuales de Henry Miller o Juan García Ponce, para mí tienen su fundamento en los relatos oscuros que regalaban las sarcásticas tías al tiempo que otros regalaban juguetes, libros de virtudes, ropa estúpida o caramelos.
De ahí que ahora, cuando me da por regalar algún libro, pienso en Chelo y Aurora, y me imagino como un ser libinidoso que comparte susurros impropios, proposiciones indecorosas o guiños para apurar los pecados. Lo cual debería culminar en un consejo: cuando les regalo un libro no estoy dándoles algo precisamente valioso o fraterno: se trata de un pacto malicioso, semejante al que en su día hicieron mis tías.
Y ahora que caigo en cuenta, yo sólo sé regalar libros. Creo que debo ser una mala persona.

jueves, 15 de marzo de 2012

Esquema para un post que algún día escribiré sobre Luis Miguel

  • Iniciar que hace semanas hubo en tuiters un hashtag aguachentito celebrando los 30 años de carrera de Luis Miguel, que me di cuenta cuán hipster soy porque prácticamente nadie de mi TL lo usó, pero que la efeméride fue como una magdalena proustiana sabor grito destemplado de Malagueña Salerosa:
  • Después vendría ese párrafo insustancial pero evocativo que explica que todos en México, desde los nacidos en los setenta hacia delante, tenemos alguna relación con Luis Miguel.Odio y admiración, calzones de niñas mojaditos y desdenes de machos envidiosos, todos conocemos aunque sea la trivia básica de dos o tres de sus novias y por mucho que lo neguemos ciertas noche de briaga hemos cantado alguna de sus canciones.
  • Seguiría la descripción con risa loca de esos años pubertos en que Luismi usaba pantalones entubados ultragay muy Freddy Mercury, después el post debería amodorrarse en describir su evolución hasta llegar al personaje que es hoy, y que debe haber creado hacia finales de los ochenta e inicio de los noventa: el traje elegantísimo, los modales educados, contenidos, la sonrisa amplia, tan hueca como llena de esperanzas.
  • Para darle cierto gustito morboso, recordar aquellos rumores no confirmados y más bien diluidos (lo cual deben hacerlos enormemente ciertos) de la golpiza que mandó darle el presidente Salinas de Gortari porque se puso a galantear a su hijita, que supuestamente lo tuvo hospitalizado unas buenas semanas y que acaso sea lo que motivó su ostracismo posterior. No poner en el post (ni modo) otro bonito chisme: que en el Colegio de México está su biografía, la que escribió Claudia de Icaza, y que es de los libros que más sacan los colmequitas para hacerse los eclécticos.
  • Hasta acá empezaría la sustancia del post, pero acá también me trabaría porque qué chocante lanzar la pregunta tipo Historias Engarzadas: ¿Qué simboliza Luis Miguel? Desdeñar (¿o desarrollar?) la respuesta obvia: que es el crooner mexicano, el epígono mejor logrado en América Latina de Frank Sinatra, o Elvis Presley, o ya jodidos Julio Iglesias (y hasta hizo un videoclip donde parece su hijo no reconocido) (y aquí no viene al caso agregar que las alpargatas sin calcetines de Julio Iglesias siempre me han dado asquito). Insistir que ni la gran habilidad coreográfica de Ricky Martin o Chayanne, o la intuición animalesca de Sandro de América, cuantimenos los Jefes, pero siempre demasiado ñores, de José José, José Luis Rodríguez El Puma o el vanguardista de a mentiritas de Emmanuel, lograron reunir ese balance perfecto entre la elegancia, la gallardía, el virtuosismo vocal y su atractivo (dicen) superlativo (califican). 
  • Pasar rápido por su música pop, tan efectiva porque es justamente predecible y respetuosa del molde, como por sus boleros, asépticos y por eso tan recomendables para ambientar cualquier oficina. ¿Valdría la pena sugerir que la carrera de Luismi viene de la mano del desarrollo de la tecnocracia, más joven que los yuppies pero coetáneo de los panistas itameros, sonrisa de fluoruro trimestral, bronceado de weekends caribeños, cortes de pelo tan perfectos como la infalibilidad de sus valores y convicciones? ¿Y que de los distintos modelos-símbolos-estereotipos que se han seguido en México -Pedrito, tan campechano, Tin-Tán, tan gandalla; borrachín pero existencialista, el José Alfredo, borrachín pero sentimental, José José- Luis Miguel es quien más arriba deja la vara, porque los otros apelaban a la autocompasión, la bonhomía, la granujada, la mediocridad, el fatalismo, pero ninguno a la perfección por default?
  • Y sin embargo valdría hacer el contrapunto, resaltar que la apostura de Luis Miguel va acompañada de trágicos enigmas -el paradero de la madre, la ambigüedad de sus amoríos, lo reservado de sus aficiones (¿le gusta el futbol? ¿A qué equipo le va? ¿Qué música prefiere? ¿Tiene alguna opinión política? ¿Un grupo de rock favorito? ¿Algún escritor?)- que parecerían requisito para su éxito. Luis Miguel no participa de los programas de variedad habituales, solamente hace conferencia de prensa cuando saca un disco, y con preguntas debidamente tamizadas para evitar meterlo en aprietos; Y aquí  podría deslizarse la cizañosa cizaña: ¿y qué tal que más que enigma, lo que Luis Miguel cuida es una carcaza detrás de la cual no hay absolutamente nada? 
  • Y en este momento el post debería encarnizarse en la pobreza de personalidad que se esconde tras el fasto de personalidad que exhibe Luis Miguel. Hay que revisar en youtube sus entrevistas para reconocer a un interlocutor pobre, de frases acartonadas y poco inteligentes, sin mucha idea de un concepto musical (porque las trompetas de sus arreglos, estilo comercial de la Secretaría de Turismo de Guerrero, nomás no da para armar demasiadas ideas), cariños y bendiciones al público pero rara vez una reflexión que trascienda su compromiso de maniquí cantante. No importa, dirían sus fanses, canta como los dioses y puede hacer lo que sea porque finalmente es Luis Miguel. Puede sentarse cómodamente en sillones de ratán, cruzar la piernita con casimir de lo más cuco, eludir preguntas y escoger las que combinen con el diseño de su enigma, porque eso es Luis Miguel: como en pocos cantantes, en el se decanta al máximo el concepto de diseñar un artista. Es la perfección que conjunta músicos, compositores, cirujanos plásticos, dermatólogos, expertos en modas y en técnicas de bronceado, nutriólogos, estrategas de la comunicación, escenógrafos e ingenieros de sonido, moldeando y afinando con detalle un objeto hueco, sonriente, tan afinado como impersonal en su ejecución vocal, incapaz de tropezarse pero diestro en alzar la patita salvajemente (¡nomás no te me descoyuntes, Luis Miguel!) cuando cierra su show espectacular con No Culpes A La Noche Será Que No Me Amas. 
  • Y sin embargo, cuando está forzado a participar con un interlocutor más maleable, hagamos de cuenta Adal Ramones en entrevista que se quería chispa y quedó más bien sosa, Luis Miguel no sabe cómo hacer crecer los chistes que el otro siembra: mira nervioso al lado, seguro preguntándole a algún asistente cómo salir elegante del reto (tampoco sobresaliente) que le impone el entrevistador. Y se ríe exagerado, y juega la mano sobre la rodilla ansioso, no sabe cómo seguir siendo él ni cómo complacer la necesidad de humor del otro. Entonces describir cómo, cuando por fin recupera cierta calma, lo único que se alcanza a reconocer en su mirada es angustia. 
  • Y aquí creo que se desviaría el post a cosas que no tienen que ver pero me quedaría con la espinita de no mencionarlo: Luis Miguel como centro -o actualización- de esa figura reconocible en las clases altas: el lagartijo, el junior, el pirrurris, el niño Ibero, que no por nada se ha rebautizado como el Mirrey (de Luis Mirrey), con página que ha evolucionado de la burla al orgullo y vuelve (oh, los giritos posmodernos) jactancia lo que se quería mostrar como grotesco. Comentario que podría pasar por frívolo de no ser porque el candidato del PRI a la presidencia de México es justamente otro producto decantado del mirreyazgo. Si se quiere interpretar los errores personales, pero el éxito mercadotécnico que será Peña Nieto, deberá espejearse constantemente con el ídolo de Las Incondicionales (y ya sería rizar mucho el rizo hacer la equivalencia: entre aquella Incondicional que Luis Miguel "no supo amar no sé por qué" y la disculpa desdeñosa del candidato por "no ser la señora de la casa"). (ya luego aviéntate otro post: los electores de Peña Nieto como Las Incondicionales, las mismas de ayer, las que no esperan nada, etc.)
  • Más romántico evocativo -por ser lo más humano que he sabido del artista- alguna anécdota que ya no recuerdo dónde me contaron: que en las madrugadas, en el estacionamiento de un centro comercial de Acapulco, el divo le pedía permiso al vigilante para andar un rato en bicicleta. Llegaba de sudadera con capucha para no ser reconocido, por supuesto que el vigilante pronto se hizo cómplice y permitió que el otro diera vueltas, solo, entre los cajones vacíos de los autos.    
Y ya, por puro morbazo, terminaría con el que creo el producto más decantado (aunque es cierto, ya un poco cliché) del síndrome Luis Miguel:


Algo así sería el post. Un día me pondré.


viernes, 10 de febrero de 2012

HI5, Facebook, Twitter, Blog. Debrayes de madrugada.

En la madrugada me serví un whisky, prendí otro cigarro, cantaba Spinetta, siguió lo habitual, tuitear. Y entonces fueron saliendo algunas ondas interesantes. Ahora las junto, y bueno, ya se ve en ellas de qué tratan.

Rufián Melancólico

a veces creo que Facebook, Tuiter y todas esas zarandajas influyeron negativamente para la decadencia de los chats sexosos

Rufián Melancólico

en los lejanos 90 se creía que los internautas eran solitarios gordos salvajes oscuros. No lo éramos en real pero nos gustaba pensarnos así
hace 7 horas
Rufián Melancólico

uno se conectaba y entraba a un tugurio, con los clichés que le siguen: lo tenebroso, prohibido, temerario, solitario, íntimo
hace 7 horas
Rufián Melancólico

las redes sociales transformaron el callejón oscuro en plaza pública,
hace 7 horas

Rufián Melancólico

el HI5 todavía era buen lugar: congal de mal gusto con nenorras impúdicas mostrando sus carnes
hace 7 horas

Rufián Melancólico

el HI5 todavía tenía el cochambre del gozo irresponsable, la falta de etiqueta, el piropo gandalla, el privado para armar hotelazo
 
Rufián Melancólico

la simple cláusula de Facebook de decidir a quien aceptas o no como amigo cambió todo: obligó a la civilidad
hace 7 horas

Rufián Melancólico

Con el Facebook llegó la etiqueta a la red. Y la ostentación. Y la doble moral. Y la obsesión de ser.

Rufián Melancólico

la evolución del chat populachero al HI5 vulgarzón al Facebook pretencioso, es como transformar una aldea en ciudad en salón de tertulia
hace 7 horas

Rufián Melancólico

en medio de todo eso está un momento idílico, casi hippie, un breve ateneo: los blogueros.

Rufián Melancólico

el bloguero tenía algo qué decir: su borrachera, su vacío, su película, su domingo, su amor mal llevado, su paseo callejero
hace 7 horas  

Rufián Melancólico

leíamos, comentábamos, nos coqueteábamos entre halagos excesivos. Pero leíamos y creíamos que era importante lo que escribía el otro

Rufián Melancólico

ninguna arrogancia más sustanciosa que la de un club de blogueros. Cuando llegaban los primeros tuiteros parecían demasiado simples.
hace 7 horas


Rufián Melancólico

El tuitero no piensa mucho pero se le ocurren demasiadas cosas. El bloguero se hizo lento ante la fascinación del reconocimiento inmediato.
hace 7 horas

Rufián Melancólico

el blog debió especializarse. Ya no interesa otro post de una borrachera, un paseo en el centro, un amor malhabido. Ahora eso se tuitea

Rufián Melancólico

El blog se volvió autopromoción de habilidades, obsesiones: cine, gadgets, literatura. Se murió el blog vivencial.

Rufián Melancólico

pero con la muerte del blog vivencial, murió la expresión meditada de su autor. Capaz y es mejor, llegó a hartar tanto confesionario

Rufián Melancólico

aunque puedo asegurar que entusiasmaba más , la jefa del blog vivencial, que lo que ahora nos causa alguna tuitera maso guapa
hace 7 horas
 

Rufián Melancólico

yo sigo más intrigado por saber dónde comía sus tortas de queso blanco, que de los check-in de forsquare de cualquiera
hace 7 horas
 
Rufián Melancólico

en tuiter hacemos los mismos posts que en el blog, pero fragmentado, inmediato, puntual. De hecho, todo esto que escribo es un post de blog
hace 7 horas

Rufián Melancólico

pero es un mañoso y vergonzoso post que vive al pendiente del mention de cada 140 caracteres, por eso carece de sustancia. Caza lo inmediato
hace 7 horas
 
Rufián Melancólico

Tuiter no mató al blog. Lo mataron los favs. Y el mito del favstar. Una frase acertada, 569 favs, fotos de niñas guapas que me califican
 
Rufián Melancólico

para qué quiero meditar dos horas una idea de blog, cuando en medio minuto puedo conseguir las sonrisas de 30 tuiterilas?
hace 7 horas

Rufián Melancólico

Y ahora es tumbrl. Ilustraciones, mucha forma, sorpresa visual. Textos cortos, en otro idioma porque ostento más.
hace 7 horas
 
Rufián Melancólico

El tumbrl es forma. Es adivinanza. Es eclecticismo cínico. Es comercial sin marca.
hace 7 horas


Alguna vez le dije a Alberto Chimal que bien se podría escribir una novela sobre el mundo virtual, pero sin ostentaciones cyber o trampas de contraseñas para descubrir misterios. Una novela sobre cómo han ido transitando las experiencias de alguien en internet, cómo ha transcurrido el tiempo y evolucionan las relaciones. Si hubiera que hacer un esquema rápido y a vuelo, sería lo anterior, con algunas ideas más. A lo mejor ya vamos llegando al tiempo que la experiencia personal, subjetiva, del internet, va permitiendo el experimento proustiano. O no. A seguirlo imaginando.

El agradecimiento va para Jordy que sugirió juntar estas necedades en un post. Creo que hasta se ve chido, jefe. Y ya, comenten, como en los viejos tiempos.


martes, 18 de octubre de 2011

Tabucchi, Pitol, simios y muchas otras cosas

La semana pasada estuvo movidita, no era buen momento para ponerse a leer una novela. Por eso elegí un libro de cuentos que heredé hace siglos de una novia y nunca le había hecho mucho caso. El juego del revés, de Antonio Tabucchi. Leí tres cuentos, después lo he abandonado por otros asuntos. Pero los tres cuentos que leí eran bastante buenos. El segundo, "Cartas desde Casablanca", tiene un final espectacular, que me recordó las novelas de Sergio Pitol. Recordé que Tabucchi y Pitol son amiguitos de piquete de ombligo, es común encontrar elogios recíprocos en prólogos, ensayos, conferencias. En los cuentos encontré, también, afinidad de temas. El personaje bien portado o pudoroso que las circunstancias lo obligan a manifestar alguna identidad oculta, y entonces salta la cabaretera en el cuento, así como saltan los ritualistas snob-escatológicos del novelista al final de Domar a la divina garza. Pero además, coinciden en la descripción de una alta burguesía en decadencia que se hace la discreta hasta que estallan por cualquier absurdo, dejando de manifiesto la fragilidad de una clase social que quisiera ser aristocracia, que aborrecería reconocerse en la miseria y evaden sus horrores entre migrañas y lamentos afectados. Es el mentado grotesco bajtiniano que le achacan a Pitol, como recurso natural para hablar de ciertos personajes que se revelan desde lo aparente-sublime y la vergüenza de su condición real.
Vino otro recuerdo, cuando hace diez años estaba embobado con El desfile del amor de Pitol y pensaba en una novela que emulara su estructura. Esto es: presentación episódica de personajes a través de una indagación seudodetectivesca, lo que ocurrió con uno se va sumando al testimonio del siguiente, puntos de vista contradictorios, que complementan pero no como lo quisieran los personajes, porque lo más importante, lo "real" de los acontecimientos no está en lo contado, sino en el cómo se cuenta: en las opiniones maldicientes de unos y otros, en los desdenes elegantes, en las justificaciones para las mezquindades propias, en la fragilidad que el personaje nunca quisiera mostrar pero el narrador la desliza con cierta malaleche. Para que pudiera darse este doble nivel de los discursos -que sea tan importante lo que se cuenta y el cómo se cuenta- Pitol eligió el estilo libre indirecto, que permite campechanear opiniones casi textuales de los personajes con algún comentario más "impersonal" o "elegante" del narrador. La maleabilidad de la prosa se hace entonces espléndida, las primeras páginas piden cierto esfuerzo del lector, pero ya entrados en las reglas pitolianas se vuelve de un humor y una versatilidad impresionantes. ¿Quién no quiere experimentar con un recurso así?
Y ahí voy, a las eternas novelas inconclusas, treinta páginas de un grupo de treintones neuróticos abrumados porque acabaron a gritos y sombrerazos su periodo de preparatoria, con cierre de la escuela, sacrificio simbólico de su líder, resquemores acendrados (saludos, loyolos) (abrazo, pero no de priísta, jefe Job) (ok, saludines también al @martiniseco) y un chismerío sabrosón que terminaría cuando esta decena de ridículos saltara al edificio abandonado de la escuela para descubrirse a sí mismos como cadáveres patéticos. El proyecto apenas llegó a su quinta parte, lo que escribí se perdió entre archivos de Word 97, 2000 y XP, y hasta hace poco quise releer alguna parte que según yo, era de los mejores momentos: cuando un tipo rudo, jugador de futbol americano, va eligiendo volverse gay porque piensa que es más divertido el carnaval homosexual que el compromiso arisco y desconfiado de los heterosexuales (pésimo argumento, ya sé, pero déjenme terminar). Hallé el texto, releí, fue una enorme decepción por lo afectado de las frases, el manierismo de los diálogos, la forma prefabricada de ir agregando anécdotas en el relato central. Pensé en treinta y cinco cosas, treinta y cuatro tienen que ver con mi fracaso y la mejor forma de suicidarme, la treinta y cinco es la que importa: que por alguna razón, esta técnica de Pitol, este prodigio de excesos expresivos; muletillas, requiebros pudorosos en las referencias, justificaciones absurdas, elegancia en los insultos, aparente objetividad en el escarnio -joterías, pues- le quedaban bien al mundo narrativo, entre aburguesado y decadente, de Pitol, donde el aprendizaje de los buenos modales y la diplomacia se presta para un habla sinuoso, que pide varias interpretaciones ("escribe esta carta pero con mucha mano izquierda", me pedía Anamari, tan pitoliana como jefa mía en el INBA, cuando debía redactar rechazos o negativas pero con buena-ondita); pero no funcionaba con mis oficinistas de sobacos sudados que se vuelven locos cuando consiguen un descuento 2x1 en un bar rascuache de gomicheladas.
Me quedé con una intuición incómoda, más porque sería ir en contra de todas las clases de creación literaria que tan bonitamente nos enseñan el arte del buen escribir: es que la elección de una técnica narrativa también procede de una visión del mundo, y que es falso que todo se puede escribir de todas las maneras posibles, siempre y cuando seas "dueño de tus herramientas" (el McGyver narrativo, pues). Hay otra idea más fácil: que Pitol es Pitol y uno, pues malamente es uno, pero con esa idea simplista se terminan las averiguatas sobre el dominio del propio oficio. Compongamos: Pitol tenía más claro qué quería contar y eso lo llevó con cierta naturalidad a crear el artificio que le permitiría hacerlo; yo estaba en la copia de un estilo, y aunque él mismo dice al inicio de El mago de Viena que: "El futuro escritor debía transformarse en un simio con alta capacidad de imitación", más adelante aclara que este mono mimético debe saber cuándo desligarse del estilo elegido para intentar el propio.
Supongo que desligarse de la imitación para hallar la escritura personal implicaría reconocerse en los temas, los espacios, la originalidad, el fraseo, las inflexiones que uno ha tenido desde siempre, pero este cliché tan como de libro de Coehlo suena huequísimo, y suena así porque el "reconocerse" quisiera ser poética de plenitudes cuando, menos resplandeciente, también podría asumirse como inventario de miserias. Lejos de armar leyendas prodigiosas de escrituras, exquisitas cuando son burguesas, desgarradas y salvajes cuando provienen de la insubordinación y el resentimiento social, me reconozco en silencios pasmosos, en el reciclaje de un mundo más bien pueril: más cercano de El libro vacío de Josefina Vicens que de cualquier gesta, impresionante o prescindible, de los novelistas que ahora importan.
Aunque no parezca, el párrafo anterior era optimista, reconocía personajes más chejovianos que de altos vuelos, aunque el medio tono de los universos suele confundirse con una ejecución menor. Ahí es cuando de nuevo se reciclan las angustias: ¿sigue valiendo la pena intentar la historia de un oficinista promedio, bebiendo en un bar de Sanborns, cuando las moditas literarias hablan de "novelas intelectuales" de "científicos atormentados" "alemanes" "que se llaman Klingsor" "por ejemplo"? El taller literario dice que sí porque le gusta reclutar cronopios; yo me pierdo entre temas y estilos porque también avizoro -aunque esto ya se alargó demasiado- que la lectura contemporánea no tiene mucho que ver con una escritura aprehendida aprendida en esa engañosa edad de oro de los noventa, con jornadas semanales y construcciones tardías de hombres nuevos, y que a las nuevas lecturas les urgen subgéneros no importa si parodiados chafamente, polémicas narcopolíticas, ardides cosmopolitas-hipsters, metarreferencias de novelistas que hacen novelas, y entonces me angustia no tener claro en qué espacio de todos esos ubicarme.
Menos azote: este post se trataba de que: leí a Tabucchi, pensé en Pitol, lo recordé como modelo y entendí que ya no me hallo mucho en él. Y que, imagino, eso debe ser una evolucion. Y el inicio de una toma de posturas. Rayos, todo cabía mejor en un tuit. Ese es otro tema: lo breve, lo efímero, lo inmediato, el desencuentro de todo lo que ya no se queda en nosotros. Y lo anquilosado que muchas veces me siento. Ya me enredaré con eso en otro post.

martes, 16 de agosto de 2011

El Cuatro y la envidia como acicate creativo

Alguien me ha mostrado (y me trae en chinga con) los eneagramas, una tipología de las personalidades que tiene su origen en la filosofía sufí y que la psicología contemporánea ha retomado para estudiar cómo se conforma el comportamiento de los individuos: sus rasgos fuertes, sus debilidades, sus retos esenciales. Se divide en nueve tipos, es largo de describir, si a alguien le interesa asómese por acá. El "traerme en chinga" ha consistido en querer hacerme consciente de que soy un Cinco, es decir, una persona observadora, analítica, encerrada en sus pensamientos y un tanto insensible, que prefiere la soledad y se siente incómodo en grandes grupos porque su hiperpensadera le vuelve torpe para desplegar rasgos sociales prácticos, como comentar acertadamente sobre política, convencer a un jefe de que soy La Mejor Opción o saber guiñarle el ojo a la muchacha que se alisa con nervios su faldita. Me obviaré la discusión que tuve -rabieta, me dijeron- por negarme a ser algo tan repelente -por lo autista- como un Cinco, ni siquiera la lista de los Grandes Cincos de la historia me conmueve -que si Nietzche, que si Einstein, que si Kafka.... -¡Puro maldito asocial atormentado!, reclamé; -¡Kubrick, we, Kubrick!; -¡Siempre me ha cagado la Frialdad Perfeccionista Inconmovible de Kubrick!, volví a pelear (y de paso siento alivio de soltar un exabrupto tan hereje y honesto, así es, no me hallo mucho con Kubrick y qué y qué y qué). Al cabo de los días me he ido conciliando con el famoso Cinco, más a partir de -vergüenza- dos Cincos más bien pop que sí me gustan para reflejarme. Uno es Sherlock Holmes y el otro, su actualización médica, Gregory House. Apenas me confirmaron que ellos eran Cincos, se me desplegó todo un mundo de personalidad y glamour: jalé mi lupa, mi gorra de cuadros con lengüetas, mi bastón wild on, mis Vicodín y mi sarcasmo socarrón que dicen es hasta sexy. 

***

Pero el espejeo con los eneagramas ha continuado, reconocerse como un Ocho, un Tres o un Siete no es fácil, todos tenemos un poco de todos los tipos, y también, los matices en los comportamientos hacen que un Uno pueda confundirse con un Tres, o un Siete con un Dos (ya les dije, quien quiera entrarle al tema vaya acá). De modo que: quien me atormentó con el Cinco de pronto me soltó que muy probablemente podía ser un Seis ¿?, ansioso, escéptico, indeciso, cauteloso; lo cual suena pior que el autista analítico visionario del Cinco.
La lectura del libro El eneagrama. ¿Quién soy? de Andrea Vargas me ha hecho llegar antes al eneatipo Cuatro, "creativo, emotivo, romántico, temperamental". Sonaría tan cliché que casi se elimina de inmediato. Pero sigo leyendo y me cosquillea malsanamente el Cuatro, no por sus virtudes y puntos fuertes, sino por sus defectos y mucho más, su Punto Ciego, el rasgo de personalidad que lo jode esencialmente, que en este caso es La Envidia. 
Como magdalena de Proust, con la palabra de inmediato se me vino encima un inventario vergonzoso de personas, situaciones, pensamientos, que he interpretado desde la envidia. Novias que no tuve, talentos que no exploté, casas que jamás habitaré, ideas que por qué carajos no se me ocurrieron antes, habilidades sociales que caricaturizo porque a mí no me sale ni la mitad de la gran sonrisa embaucadora del pelafustán aquél. De ninguna manera consuela reconocerse como envidioso, es como tirar por la borda una infraestructura de supuesta modestia, generosidad, empatía, comunión con los otros; pero el libro sabe explicar cómo es el proceso de esta envidia. De inicio, hay un convencimiento profundo de que uno es diferente a los demás. Que la ropa excéntrica, las ideas delirante, los libros leídos o los conceptos engullidos, dan un plus con respecto a otras personas menos interesadas en resaltar sus diferencias. Y mientras quede en un convencimiento íntimo no hay lío. El tema es cuando a esas otras personas, las comunes, que en un arranque de soberbia hasta podrían considerarse inferiores, les va mejor que a uno. ¿Por qué mierda ese imbécil de chistes idiotas gana más plata que yo? ¿Por qué ese tipo que lo vi redactar oraciones sin pericia, ahora hace novelas visionarias y hasta se le considera un prospecto de Gran Literato? Y luego había un fulano aburridísimo, sí claro, con toda la plata, pero aburridísimo, que traía de pareja a una rubia divertida, delgada y perfecta, se asoleaba en Tepoztlán en casa de Carlota y la rubia era tan bella que la risa boba del novio agraviaba al universo entero. ¿Por qué no se daba cuenta que mi figura desgarbada, torpe, titubeante pero sagaz cuando menos se espera, podía dejar como incapacitado mental a su badulaque financiero?

***

Lo que sigue es más penoso de confesar: durante varios años tuve mucha envidia de mi amigo Juan Manuel. No me pondré a contar con detalle porque esto no es ningún diván para despepitar monstruosidades, me quedo con una imagen que de tanto en tanto se me viene a la cabeza, y en la que han de basarse un par de cosas insospechadas: y éramos todos de veintimedios años, y correteábamos por alguna estación del metro, debíamos ir: Rafa con Mireya, Ramsés (neta, así se llamaba), yo con mi nube negra de introspección especuladora, y por supuesto, en primera fila Juan Manuel y la novia en turno, María Luisa. Juan Manuel es un tipo sobresalientemente atractivo, los ojos profundos, la nariz fina, labios sensuales, el copetito le caía a un costado como protoemo que le tomó prestada filosofía de a de veras a Kundera y a otros existencialistas tardíos. Pero no sólo era atractivo, también inteligente y sabía usar su inteligencia como arma de seducción. Lograba embaucar de verdad. Miraba a la muchacha a conquistar con ojos entrecerrados, le preguntaba dos cosas insignificantes, la tercera pregunta era directa e incómoda, la resolvía con una interpretación amable y media sonrisa perfectamente estudiada, para entonces la muchacha ya tenía mojados sus calzoncitos y ya le urgía que Juan se los quitara y los pusiera a secar. Luego él se hacía el atormentado y la muchacha lo compadecía y lo salvaba; luego Juan leía en secreto un libro que "le estaba revelando cosas importantes" y a los tres días la muchacha ya estaba con el libro, en un intento por descifrar los secretos de Juan Manuel. Claro, ahora que escribo voy entendiendo: lo que cautivaba de Juan era el misterio que prometía de sí mismo, las muchachas se enamoraban por su interés en descifrarlo, lo más peligroso es que, en contra del cliché que diría que al mirar al fondo encontraban algo vacío, con Juan Manuel no era así: tenía la suficiente sensibilidad, inteligencia, contradicción poética, para que la muchacha en turno quedara gratificada de sus merodeos. 
Pero pierdo la imagen: la estación del metro, Rafa, Mireya, Ramsés, Juan Manuel, María Luisa, yo y mi nube negra de introspección. Corríamos por el metro Chilpancingo como los personajes de Bande à part de Godard por el Museo de Louvre. Y la escena en concreto se resolvería mejor en cine que en limitada narrativa: Juan dio un brinco ostentoso en los torniquetes del metro, jalaba de la mano a María Luisa, pero ella traía vestido y no había forma de brincar, se quedó trabada, torpemente, entre los tubos. Juan volteó. El copetito poético voló con un viento que no existía, los movimientos para salvar a María Luisa fueron finos, perfectos. Movió el torniquete con delicadeza, logró que María Luisa pasara. Ella, como acto reflejo, apenas se sintió liberada, lo abrazó. Su falda se movió con el mismo viento inexistente, tensó sus pantorrillas cuando se puso en puntillas para alcanzar los labios de él. Porque obvio, junto con el abrazo vino un beso, pequeño, que hasta para ellos debió parecer imperceptible, una imagen que si leyeran Juan y María Luisa les sorprendería que alguien la hubiera recordado. Como escena objetiva no tiene sentido, fue la torpeza de Juan haciéndose el atlético y saltando mientras llevaba como trapo a la otra pobre, después rectificar el error, voltear, gentilmente ayudarla a pasar. Pero atrás iba yo y veía la escena como metáfora de algo extraordinario, el bravo caballero que corre sin saber que deja atrás a su dama, que de pronto lo recuerda y va por ella y la salva, el beso como culminación de una gesta heroica entre la pericia, la salvación, la ternura compartida, e insisto, en colores de Amelie y con personajes así causaría aplausos, júbilo y conmoción. 
Lo que mi nube negra transformó en envidia fue la certeza de que yo nunca podría representar una escena similar. Porque de hecho la he intentado: correr por el metro con la novia hasta donde me permite el tabaquismo, intentar el salto por el torniquete arrojando por la boca mis chiclosos pulmones, dejar a la pobre muchacha atorada, "liberarla" mientras ella protesta, estás loco, qué te pasa, en vez del beso su ceño emputado y la justa mueca por mi desconsideración. 

***

No a todos les toca la suerte de ser Juan Manuel y María Luisa. Podría agregar que a casi nadie le toca la suerte de ser Juan Manuel y María Luisa. Y más allá -y perdonen la soberbia-: ni siquiera ellos mismos supieron que fueron tanto Juan Manuel y María Luisa: fue mi mirada la que los hizo ser tan ellos, la imagen que habrán olvidado y yo a veces pienso, y una lástima que se configure desde la envidia, porque desde una mirada menos perniciosa podría quedarse en la poesía y su inefabilidad. Pero lo que sigue es revelador: si envidié a Juan y María Luisa, es que ellos me representaron una imagen de cierta, al menos, ensoñación; y entonces se va descubriendo que esta envidia malsana ocurre porque también es un ejercicio creativo. No se envidia sin imaginación, no se exagera la maravilla del lugar donde no se ha estado, del éxito que no se ha tenido, de la oportunidad que se ha perdido, sin esa imagen seductora que uno fraguó con detalles morosos, en la cual hay perfección, grandeza, plenitud -y que probablemente, si uno la viviera realmente se le volvería común y hasta pedestre; la envidia es asumir como grandeza lo que en los otros es normalidad. Y ese relato que uno se hace de los otros es un cuento insano pero vívido, de todos los que podría ser, de todo lo que yo podría tener o crecer, si fuera un poco más semejante a los otros.
La envidia entonces se revela como la diversidad de los yos que no soy y quisiera ser yo: el del trabajo gratificante, el de la economía holgada, el de la novia guapa, el de los viajes constantes. No evado la parte horrenda de la envidia, el retortijón angustioso cuando uno se pregunta, por qué no soy esta otra persona, y también queda claro que estas malformaciones de la imaginación se despliegan en cosas horrendas, el resentimiento social, el orgullo, la inflexibilidad, todas primas hermanas de la estupidez. Pero si valiera regodearse en la envidia, ¿no hay en ella, también, un juego sugestivo de creación? ¿Un entrenamiento de imaginar otros mundos, otras realidades, de anhelarlos, desearlos, de fijarnos en una búsqueda, capaz infructuosa, pero que en su camino deja alguna certeza, al menos alguna intuición? Acá es donde viene el terapeuta y me pide que deje de especular tanto y me plante en mi realidad, le haré caso pero que antes me dé chance de acabar el poust. En el que la envidia, consciente, asumida, "autorregulada", puede ser una maliciosa cómplice para armar tramas, escenas; que una envidia domesticada, contenida, podría ser incluso condición necesaria para crear, la delectación morosa que sublimada podría funcionar como acicate para la imaginación. 
De tan poético, a veces hasta podría perderse que el lamento de Pessoa -He soñado más que lo que hizo Napoleón./ He estrechado contra el pecho hipotético más humanidades que Cristo,/ he pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito./ Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla- podría ser una envidia serena, cansada, ontológica de todo lo que existe dentro de mí pero por alguna razón no soy yo.
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Además, ¿cuál envidia?, si soy Cinco. O -dicen- Seis. Sigo investigando.

jueves, 9 de junio de 2011

El colchón de refugiado

Hace diez años compré un colchón. De la marca del oso que duerme obscenamente, ronquido tras ronquido, sin consideraciones al mundo o al decoro. Tan bello, que parecía absurdo vestirlo con sábanas y colchas para hacerlo parecer hogareño. Durante dos días no tuvo sábanas ni colchas. Era verano. Luego recordé que debía armar una casa. Fui al Wal-Mart y compré un juego de sábanas verde-Issste que después Esha siempre odió. Porque hay que agregar, entonces estaba esperándola a Esha, justo por eso el nuevo colchón. Antes había otro, individual, miserable, al que le pertenecen otras historias. El colchón nuevo formaba parte de esa cursilería esperanzada que algunos llaman Vida Nueva: también había un sofá-cama tubular y un comedor de madera y cristal que los Champis me prestaron. Había dos estantes para discos y DVDs. Había un televisor nuevo, una cómoda enorme y fea pero muy útil, que arrastro desde la adolescencia; un librero que también en la adolescencia tardía le grafiteé la banda de entonces, que era U2. Renté un departamento en Tlalpan y Xola, le entraba luz por todos lados. En la cocina tenía una cacerola en la que ponía las Maruchan y las calentaba hasta darles consistencia de pasta. Pero el protagonista de todo el tinglado era el colchón: la promesa de la persona que llegaría. Ahí se esperaban sus caderas y sus piernas flacas, su figura menuda acurrucada en las mañanas, su ropa regada encima porque nunca sabría qué ponerse. Faltaba tiempo para que llegara, pero todas las noches que hablábamos por ICQ contábamos los 137, 85, 47 días y pretendíamos tranquilizarnos con ese fetiche regresivo. Mientras tanto, me tumbaba en el colchón. Prendía una lamparita de cono rojo. Leía. Si la ansiedad estaba puesta en el sur, releía todo lo sureño que me acercaba a Esha. García Márquez, de nuevo. Vargas Llosa, de nuevo. Rayuela, de nuevo. Arlt y Piglia por primera vez. Podía irse la jornada hasta las cuatro de la mañana, cigarro tras cigarro, leyendo y pensando que ya casi llegaría. Me acurrucaba en el colchón como imaginaba que después se acurrucaría ella.
En alguna de esas llegó mi madre, con esa fiscalización a los hijos recién mudados que suelen hacer las madres. Travesaños sin polvo: check; ropa bien doblada en el clóset: check; frutas y huevos en el refri: check. La certificación se arruinó en el cuarto:
-¿Y ese colchón sin base? Pareces refugiado.
Tres días después, regalo premarital, llegó una base de madera, simple, con cajoneras, que le daba formalidad al cuarto. “Ni modo que la estés acostando ahí en el suelo”, dijo mi madre. Esha y yo ya no éramos universitarios de trova e inciensos, la base elevaba el colchón y también el estatus de la relación. Cuando Esha llegó intenté explicar algunos simbolismos entre el colchón en el suelo y el colchón con la base; Esha no hizo demasiado caso porque le urgía más que nos tumbáramos en lo que ya era cama y cumplirnos todas las fanfarronadas que nos habíamos prometido antes en el chat. Lo que sigue mejor obviarlo. O describirlo con ritmo de hard rock inofensivo, como en comedia de Meg Ryan: noches calurosas sin cobijas. Películas rentadas. Gripes. Reconciliaciones. Pleitos. Elucubraciones crueles sobre nuestros amigos. Claro que yo no ronco. Juegos bobos que terminaban en revolcones sorpresivos. Yerba regada en las sábanas. Cuentas de deudas que nunca salían. Recriminaciones crueles. Uno leía y la otra miraba Laura de América. Las medias negras de red que le compré. La biografía de Diego Rivera que me regaló.
Tres mudanzas y tres años después se fue Esha. Un último año tan jodido que cuando volví a acostarme solo en la cama se sintió una infinita paz. La cama se llenó de bolsas del Oxxo. Hot Nuts fue premiada la Mejor Botana 2006. Libros, papeles, colillas, devedés, más papeles, latas de coca cola. Nuevas mudanzas. La base no pudo salir de la penúltima vivienda y debí comprar cama nueva. La primera, la más barata que se consiguiera en las mueblerías de Tacubaya. Tubular. Con garigoleos art decó muy poco logrados. Pero la entrega inmediata precipitó el tarjetazo y hora y media después descifraba un manual para apretar las tuercas de la cabecera. Quedo firme, cómoda. Jalé la primera novela de Kurt Wallander. A las tres semanas se empezó a mover. Con la llave inglesa apreté los tornillos. Tres semanas después, de nuevo el vaivén. Y de nuevo la llave inglesa. Así cuatro o cinco veces, hasta que apretar y calibrar la firmeza me aburrió.
Se volvió en una suerte de colchón de agua, sin vaivén morboso, ni agua. Molestísimo leer, mirar tele, delirar angustias. Pero la casa completa era molesta. Por supuesto que siglos atrás devolví el sofá-cama y el comedor a los Champis, con el paso de los años aparecieron muebles nuevos: el comedor que siempre había querido porque es simple, de madera pura, se presta para amontonar cervezas y botanas, sillas suficientes para los amigos. El nuevo sofá cama, más consistente, tenía un propósito idiota: en su foto promocional había tres adolescentes en shorcitos que parecían divertirse mucho en él. Recién comprado, me sentaba frente a él y calculaba si en efecto cabría yo con las tres niñas. Cuando el primer borracho lo vomitó se diluyó la fantasía: durante tres meses olió a cloro y todavía conserva un manchón conmemorativo. Por suerte, fácil de esconder.
Los nuevos departamentos han sido más oscuros. Ya no esperan a nadie específico, pero siempre se puede fanfarronear que en realidad esperan a quien sea. Y tal vez por lo indeterminado de esa espera es que no ha adquirido fisonomía de nada. Hay libros regados. Toallas secándose. Sobrecitos de Canderel. La taza-termo del café frío. Por supuesto, papeles. Tiene su mojo polvoso, celebró Isabel. Muchos envases vacíos, aguzó Natalia. Talla las paredes del baño, insiste Ana. “Es que el departamento debe parecer miserable, improvisado, todo en cajas o arrumbado, que se note que al personaje dejó de importarle la vida y sólo va dando tumbos y sobreviviendo a lo que sea… ¡Exacto! ¡Exactamente como tu depto!”, imaginaba un guión Martín y luego fue por el ron para hacerse otra cuba.
Pero lo peor del departamento seguía siendo la cama. Me amargaba con Isabel, desbrozaba teorías que iban entre el feng shui y Thomas Bernhard: el lugar donde uno duerme, el que en realidad debería ser el más tranquilo, la cápsula de serenidad y relajamiento tan recomendadas por los blogs de reikis, en mi caso estaba fatigado por los demonios de las tuercas. El monstruo no vivía bajo la cama, fastidiaba en los pésimos ensambles, que pasaron por todas las manifestaciones posibles: de los rechinidos suaves a los fuertes, del vaivén intimidante a sentir que la cabecera se viene sobre uno, de incorporarse con la espalda jodida porque nunca se sabe a dónde voló la cama mientras uno dormía, a tener miedo de acomodarse de lado porque el sismo doméstico puede desbordarse y qué pereza dar el sentón al suelo a plenas tres de la madrugada. Después, es fácil alargar el lamento a las necedades existenciales: los pendientes por resolver, la soledad y la falta de plata, los años y el ensimismamiento, las motas de polvo y la timba chelera que ni cómo reducir.
Hace cinco semanas iba a tener una visita. Había que limpiar, ordenar el baño, tirar el jamón descompuesto y las manzanas podridas. Pero la principal preocupación era la cama: lo básico hospitalario era cederla y ocupar yo el sofá-cama, pero lo vergonzoso hospitalario era ofrecer ese armatoste tembeleque que, simbolismo de nuevo, era como ceder neurosis, reflujos y desguances. Acudí con la llave inglesa, aquella olvidada amiga, decidido al Ajuste Final. Los tornillos se barrerían pero yo sería más fuerte: tuercas, rondanas, cuerdas, alambres, todo estaba de mi lado para vencerle a una inercia que ya se había excedido demasiado. El enfrentamiento fue breve y contundente: al primer giro se rompió una pata y la cama quedó inservible para siempre. Aun había alternativas, como conseguir un soldador, improvisar apuntalamientos con ladrillos o dormir con los pilotos del gas abiertos.
Pero llegó una visión añeja, brumosa, insólitamente olvidada: el colchón de refugiado, que una década atrás era tan nuevo y tan bello que tardó dos días en ser vestido con sábanas y colcha. De inmediato vino otro recuerdo, aquel en el que yo esperaba a alguien, fumar tras fumar toda la madrugada. Y también el tiempo en que dejé de esperar porque podría llegar cualquiera, y la cama se volvió una canoa incierta. Llegó como alivio la insolencia: para qué esperar a alguien, si lo único real era yo, los cigarros, la lámpara, leyendo novelas. Separé los fierros de la horrenda cama, se los encargué al portero para que los vendiera con el primer ropavejero.
Me acosté en el colchón viejo, como universitario de trova e incienso. Jalé La novela de Genji, leí un ligue malsano, pronto me ganó el sueño. Como oso que duerme obscenamente, ronquido tras ronquido, sin consideración al mundo o al decoro.