viernes, 31 de diciembre de 2010

No aprendimos nada, o cómo debería ser el 2011 según el pinche Martín

La cena estaba buena con Jorge y Lotte, pero Cinthya me había invitado a su cumpleaños y debí despedirme antes de tiempo.
En la ruta por la Condesa, pasé por la Rosario Castellanos. En la mesa de novedades alcancé a ver, más desaliñada que desgarbada, la espalda de Martín. Dudé en llamarle, ya presentía el resto de la jornada, terminar borrachos a las cuatro de la mañana en algún lugar desangelado, profiriendo sandeces. Pero también suelo hacer caso de los simbolismos, incluyendo los que deben evitarse. Le lancé el grito, le dije del cumpleaños, estaba el plus de encontrarnos con Julián Pensamiento, hacía varios años que no nos encontrábamos los tres juntos para compartir las chelas.
Como estoy en casa de Martín escribiendo este post (y en efecto, ya son más de las cuatro de la mañana) (y traemos varios rones encima), procuraré brevedad y no me distraeré contando que entre finales de los ochenta y casi todos los noventa, Julián, Martín y yo entrenábamos el ocio en casa de alguno de los tres escuchando música, comentando películas y recalibrando el hoy y el ahora que no sé por qué diablos nos resultaba tan importante. Tampoco me extenderé explicando que juntos discutimos a Wenders cuando apenas les enseñaba a volar a sus ángeles de gabardina, que disertamos sobre los impostergables mensajes generacionales que lanzaba U2 desde su
Zooropa, y que Julián contaba mejor la trama de Twin Peaks de lo que se veía en la serie.
Ahora, el aquí y el ahora era El Depósito y el cumpleaños de Cintya, donde estábamos los tres más desubicados que alternativos en reino de indies, dándole a las chelas artesanales -"me gustan pero me cagan que les guste a los hipsters", cató Martín- y alargando la desidia con frases de hace veinte años. Los televisores pasaban videos de Aerosmith, Blondie e Inxs, que veíamos sin mucho interés. Desde hace dos décadas, los mismos videos de siempre. "No hemos aprendido nada", les dije con ganas de hacerme el interesante. Martín y Julián me dijeron que no mamara, con ganas de hacerme ver ridículo. Unos tipos se agarraron a golpes, uno cayó inconsciente y algunas mujeres lloraban. "No hemos aprendido nada", insistí mientras los polis no atendían a los golpeados y yo me hacía el mustio con los cigarros para que no se terminaran.
"Ps los últimos tragos, ¿no?", vino la invitación temible al amanecer. Caímos en casa de Martín hablando de guiones, de lo insufrible que es intentar una trama desde el corsé de su premisa, de que Julián debería acelerarle a algún guión para que pueda presentarlo el concurso de óperas primas del Cuec.
Alguna de las formas más fáciles de detestar al Martín es dejar que él ponga la música y siempre te diga que ahora escucharás lo que es lo de hoy. Prendió su itunes y generosamente se dio a odiar:
-No mamen, escuchen esto, es lo de hoy:



Y concluimos que no habíamos aprendido nada.
Por supuesto que nos explayamos en lo reina que es la vocalista, lo poco reinas que son las chilangas, nos contó de los israelitas que no querían ir a la guerra y se hacían encarcelar como hippies contestatarios, que mientras tanto pinches chilangos, acá siguen en el hoyo porque no faltan los imbéciles que creen en la guerra estúpida del quesque Presi Calderón

-Pero no mamen, escuchen esto, es lo de hoy:



Por supuesto, concluimos que no habíamos aprendido nada.
Como Mano Negra pero sin globalización chaira. Uruguayos, por lo que el tema, por supuesto, fue armar una estrategia para hacer patria enamorando uruguayas, tan espectaculares como las argentinas pero sin esa sobrexposición de tantos charlys garcías y neurosis mesereando la Condesa. Hicimos propósitos de Año Nuevo: avionazo con los charrúas y engatuzar gurisas nomás por el ánimo de renovar la emoción.

Pero entonces se plantó de nuevo, a buscar en su itunes, de nuevo dijo:
-No mamen, oigan esto, es lo de hoy.

Aquí me gustaría estar en mi casa para detenerme. Fumar con calma y que no estén chingando este par de borrachos con exclamaciones presuntuosas de condechis de segunda generación. Pero si logro describir algo, quiero decir que con este video de Kanye West volví a tener ese estremecimiento que hubo en 1983, cuando vi por primera vez el Thriller de Michael Jackson. O la sensación de urgencia y movimiento al que obligaba el inicio metálico y caótico del Achtung Baby de U2. El mamón de Martín solía aderezar ese azoro describiendo: "los noventa, baby, los noventa". Y ahora, a 20 minutos de ver esta belleza, lo volvió a decir: "¿Te quedó claro así o cómo carajos entiendes que estamos terminando 2010?". Y es que el video de Kanye West se excede de lo que antes conocíamos como videoclip. Martín dice que es como ópera rock, a mí se me hace semejante al The Wall que alguna vez marcó el desconcierto de finales de los setenta. Que además, el angelito afro se ve increíble:



Debo insistir que por lo regular tolero poco tiempo a Martín, pero que en el breve lapso de tolerancia, con él suelo recuperar el sentido de lo contemporáneo, de vivir este día, de sentirme parte de algo más grande que mi mediocre circunstancia. Hace diez minutos terminamos de ver el video, mientras servía el quinto ron le pedí chance de postear desde su compu (está honrada tu compu, mamón). Nomás quería compartir esto mientras se acaba la década, mientras empieza la década.
Y por supuesto, resolvimos que no habíamos aprendido nada.

En algún momento de la peda no sé por qué apareció Italo Calvino, Martín lo trajo de su recámara, enseñó sus subrayados de marcador fosforescente, se lamentó de que no hubiéramos sabido esto desde 1987, cuando empezó la migraña de la amistad. Encontramos que la primera edición era de 1989, Martín se lamentó: ¿por qué diablos supo de este libro hasta ahora? Y leyó:

Si quisiera escoger un símbolo propicio para asomarnos a un nuevo milenio, optaría por éste: el ágil salto repentino del poeta filósofo que se alza sobre la pesadez del mundo, demostrando que su gravedad contiene el secreto de la levedad (...) suspiros, rayos luminosos, imágenes ópticas, y sobre todo esos impulsos o mensajes inmateriales que él llama espíritus.

Aventó el libro, el azar quiso que no tirara ninguno de los rones. El tamaño de la peda nos ha obligado a decir:

¿Por qué no aprendimos esto desde entonces?

Y el corolario:

NO APRENDIMOS NADA

Perdonarán el deshilacho del post, andamos pedos. Pero presiento que con el video y las cubas, el 2011 me acaba de empezar. Voy por más hielos.

PD: Frases de Martín mientras intento redactar esta madre:

-Sí sí, educa a tus lectores, que dejen de oír a Fernando Delgadillo y esas cosas que les pones cuando estás de pinche cursi.

-Diles a tus lectores que Madonna es una pendeja, que ya no está haciendo música, que es una vieja de ochenta años, una pobre anciana que no tiene nada que ver con nosotros. Que aunque vayan a su gym te vas a ver como se ve ahora Madonna a sus setenta años. Y que Bjork va para allá.

-¿Quieren seguir oyendo mamadas de hace veinte años o les pongo New Disc?

-Algo que te hará mover las entrañas: el Indie Dance.

-No les pongas música de Mike Patton, todavía no lo van a entender.

-Vamos a flipear a tu audiencia cabrón.

Reitero las disculpas. Es la peda.

lunes, 20 de diciembre de 2010

The Wall: la pasión según Roger Waters

El sentimiento de botepronto es de compasión: porque Roger Waters, pinkfloydiano disidente, terminó quedándose con una porción pequeña del corpus impresionante que es Pink Floyd, y aunque nadie le podrá negar su influencia decisiva en los mejores años de la banda -los que irían del Ummagumma a The Wall-, lo que reconocemos como La Banda es aquello que lidera David Guilmour y que aún merece honores por dos discos -A Momentary Lapse of Reason y The Division Bell- , si no impresionantes, por lo menos meritorios; de tal modo que si en este mismo momento, en una misma ciudad, se presentara un concierto de Pink Floyd y el show Roger Waters The Wall Live, la inmensa mayoría elegiría a la banda; porque mal que nos pese, con todo y que The Wall sea disco emblemático, convocatoria generacional, rito de iniciación, tratado pop de existencialismo, no deja de estar reformulado como un show de nostalgia mediática: si me permiten la impertinencia, del estilo del Mamma Mia y su colección de rolas de Abba, o el Hoy no me quiero levantar que recopila los éxitos de Mecano.
Pero es Roger Waters, pero es
The Wall, y no mames Rufián, ya te han dicho que dejes de estar de quisquilloso y que disfrutes los simples placeres de la vida simple. Si además te acompaña ese prodigio de emoción, gritos y saltos desesperados que es Bellota, pues qué más se puede pedir. Y hay que aceptar: el espectáculo impresiona, los juegos multimedia con títeres colosales y videos con toda la pertinencia dramática; el despliegue de luces, fuegos artificiales y escenas efectistas hacen abrir la boca alelado; ni qué decir de la genialidad del disco, que uno va canturreando fervorosamente, una rola detrás de la otra, es fácil recitar el orden y los momentos en que las guitarras, las baterías, los gustos a balada o los rompimientos al hard rock detonan giros dramáticos y las emociones propias de la angustiante vida de Pinky.
Porque le cuento a Bellota -y me extraña que no lo conozca-: dos años después del disco The Wall de Pink Floyd (1980) apareció la película (1982), dirigida por un joven Alan Parker, con muchas ganas de provocar. Lo que el álbum The Wall tenía de autobiográfico (nunca se dejó de ocultar que contenía muchos elementos de la vida del mismo Waters) se resolvió en el filme con la creación del personaje Pinky, interpretado por un Bob Geldof que después se habrá espantado tanto, que por eso se habrá dedicado a armar conciertos filantrópicos. El hecho es que para muchos, la película Pink Floyd's The Wall y el disco The Wall son un ente indisoluble, la historia de Pinky encarna en las rolas de Waters; describir alguna de las canciones muchas veces significa describir una secuencia de la película. Muestra de esta alianza es que en el espectáculo de Roger Waters la gran mayoría de las escenas son tomadas del filme de Parker, e incluso las animaciones de Gerald Scarfe siguen siendo la base de la puesta en escena de 2010. Es decir, ver el espectáculo Roger Waters The Wall Live es remitirse al disco de Pink Floyd que se escuchó por primera vez hace treinta años y a la película que se mira desde hace 28.
La pregunta sería por qué sigue siendo efectivo este combo disco-película que ahora se recicla en espectáculo. La clave llega cuando Waters canta "Goodbye Cruel World", mientras se termina de construir el enorme muro que separará al protagonista del mundo y los aplausos llegan a su punto más alto, pues todos reconocemos el dramatismo del momento: quienes ahí escuchábamos el final del lado B del primer LP, quienes ahí cambiaban el segundo CD, los que veían este momento en la película y sabían que se acercaban al momento más escalofriante de la historia. Todos conocemos la historia de Pinky: los sarcasmos vulgares del maestro, la sobreprotección asfixiante de la madre, lo desesperante de la novia que se maravilla de las guitarras de Pinky, la televisión que el protagonista rompe porque se encuentra en uno de sus malos días.
La historia de The Wall podemos contarlar y recontarla desde hace treinta años a la fecha, ha dejado de ser un argumento que sorprenda por sus giro imprevisibles y más bien se contempla con ese carácter irreversible de los mitos. Podría incluso decirse que con The Wall estamos ante uno de los grandes mitos pop de los últimos tiempos. Y como buen mito, con su carga simbólica y la riqueza de sus interpretaciones. Pero también: con su carácter fatalista por lo irremediable de la trama.
Si en el Viacrucis católico tenemos perfectamente diferenciadas las tres caídas de Cristo, la pecadora que le limpia el sudor a Jesús, el hombre compasivo que le ayuda a cargar la cruz durante un tramo, y aún así nunca se podrá evitar la crucifixión, la muerte y la resurrección en tres días, en esta caso también reconocemos la historia del niño incomprendido que se convierte en rockstar alienado hasta que, harto de su vida, construye un muro para aislarse de las amenazas del mundo. Y podemos seguir recitando: la enajenación del encierro, los recuerdos de la guerra, los lloriqueos frente a la tele, la droga y su cómodo aturdimiento, la experiencia neonazi para esconder los sentimientos, el juicio que evidencia la fragilidad del personaje, la condena de tirar la pared y regresar al mundo.
Lo que sorprende de The Wall es la culminación de lo previsto, la constatación de lo irremediable, la revisión de un argumento esperado: la sorpresa de volver a presenciar la pasión de Pinky, alterego de Roger Waters, por lo que asistir a este concierto-espectáculo también significa asistir a una nueva representación de la oscura historia del exlíder de Pink Floyd. Ahí entraría la salvedad: que una historia en su origen pesimista, se ha dulcificado al paso de los años, primero bajo pretexto de darle un contexto político-libertario, cuando se representó con motivo de la caída del Muro de Berlín, después porque las necesidades dramáticas pedirían un final amable, en el que Pinky se redima una vez que salga de la pared, como si fuera fácil resolver los horrores que ha vivido entre las influencias perniciosas de las instituciones y la visita al abismo que significa su reclusión.
Aún y con esa reformulación optimista (el padre de Jacobo Deza, en Tu rostro mañana, fustiga contra esa propensión a hacer versiones blandengues de las historias para no herir susceptibilidades de personas que se espantan fácilmente), The Wall sigue siendo un rito de iniciación, un manual de la desesperación y el ensimismamiento, con el tono adulto, abismal, que Pink Floyd siempre intentó conservar. La versión de Waters, si bien no logra ser fiel a ese espíritu original, por lo menos recuerda la espectacularidad, el azoro de una pasión que se despliega entre rock bravo y baladas reflexivas.

jueves, 16 de diciembre de 2010

The Social Network

Así termina la torpe e inspiradora peli de culto Pump up the volume (Moyle, 1990): cuando los polis detienen al insidioso-estudiante-promedio-locutor-pirata Mark Hunter (Christian Slater descubriendo al enfant terrible que después ya nunca será) por alebrestar con su programa de radio aficionado a un cándido pueblo gringote de Arizona. Mark hace su última transmisión invitando a la banda high school de la comarca a sublevarse, a no dejarse llevar por el stablishment, a ser ellos mismos, a enamorarse de la autenticidad de su voz. Después vienen los créditos y una panorámica del pueblote muestra cómo se encienden luces en las casas y cómo distintos locutores amateurs van dando testimonios de sí mismos: programas de niñas emo, de geeks y su pasión por los videojuegos, de individuos tristes y sin carisma pero con todo el derecho de expresar su simplonería. Era 1990, vimos la película, imaginamos que el futuro de cualquier fraternidad generacional se fundaría en la atomización: aldeas de intereses compartidos que se regodean en su incapacidad de comunicarse más allá de su propia comarca. Faltaban cinco años para los internez y al menos diez más para que el homo 2.0 se consolidara desde el protagonismo fantoche que le ha conferido las redes sociales.
Veinte años después, así empieza la canalla y ya casi peli de culto The Social Network (Fincher, 2010): cuando un gris y malcayente Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg en enorme papel de contención mediocre) desenamora a su novia Erica Albright (qué bonita es Rooney Mara) con sus más bien vulgares ganas de figurar en los clubes sociales de Harvard. Desde que vomita consideraciones sobre su IQ, su torpeza social, su urgencia de pertenecer y su misoginia simplona hacia la desconcertada Erica, queda claro que Mark es sumamente inteligente y atrozmente imbécil. Después lo cortan y ni la menor idea de cómo superarlo, Despechito Zuckerberg se lanza a proferir insultos en su blog, sigue el despliegue de su genio y, desde el chiste misógino a la visión generacional, va naciendo The Facebook.
Con la creación fílmica de Mark Zuckerberg, Fincher regresa a un tema constante en su filmografía: la marginalidad y la necesidad de pertenencia, que se resuelve mediante la creación de sociedades alternas -criminales, lúdicas, herméticas- que permiten la expresión enfermiza de sus personajes, obsesivos hasta el dostoyevskismo. La teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver) debe raparse y participar de la vida de un monasterio intergaláctico para enfrentar a su viejo amigo el alien (Alien 3, 92), el yuppie Nicholas Van Orton (Michael Douglas) es inscrito a un perverso juego que lo destruye para redimirlo de su ojetez (El juego, 97), ni qué decir del anónimo amigo (Edward Norton) de Tyler Durden (Brad Pitt) y su creación de ese mítico club de la pelea que lo subsana de su mediocridad oficinesca (El club de la pelea, 99), y aunque investigadores y cazadores de serial killers, el detective David Mills (Brad Pitt en Seven) y el periodista Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal en Zodiac) se ven obligados a aceptar dinámicas lúdicas -acertijos, crucigramas, juguetes mentales- por parte de sus presas para desentrañar misterios que terminan competiéndoles directamente.
La primera gran secuencia de The Social Network -la posterior a la desafortunada cena de Mark y Érica- es fiel a esta premisa: mientras el nerdazo Zuckerberg va intuyendo su poderosa red virtual, a pocos metros de su cuchitril se vive the real life: el acceso al Phoenix, el club más prestigiado de Harvard, la fascinación iniciática y erótica de unos cuantos, el ánimo exclusivo -excluyente- de las tribus glamorosas. Y a partir de entonces no deja de marcarse una oposición que permea gran parte de la película: Zuckerberg y sus aliados como grupo emergente que reinventará la socialización desde las computadoras -el triunfo del nerd que nunca se hubiera imaginado en La venganza de los nerds (Kanew, 84)- frente a una aristocracia universitaria rebasada, que con fascinación aprende en Facebook a hacer vida mundana como si fuera videojuego de Atari.
Dos personajes apuntalan la aventura de Zuckerberg, ambos símbolos del antes y el después de la experiencia Facebook. El amigo universitario, Eduardo Saverin (Andrew Garfield), con métodos convencionales hacia las impensables posibilidades financieras de la red social, y el fáustico creador del Napster, Sean Parker (Justin Timberlake), geekstar de precoz protagonismo, visionario y destructor de su propia trayectoria. La disyuntiva que ambos aliados imponen a Zuckerberg rebasa los códigos de la lealtad o la confianza: crear y hacer crecer a la Red Social también implica reinventarse bajo coordenadas nuevas -el hoy está en las computadoras y no en la aburrida venta de negocios de Saverin-, apenas intuidas por una generación postadolescente tan poderosa como inconsciente de sí misma, que aprenden a situarse en el mundo de los negocios desde la improvisación y el azoro, un poco como ya lo había sugerido otro teenager empoderado, el narrador David Eggers en su excesiva novela Una historia conmovedora, asombrosa y genial (2000)
.
The Social Network entonces no puede verse como la clásica película de un juicio, con las triquiñuelas de abogacía que demanda el género; tampoco se trata del biopic triunfal de un geek y negociante genio, pues Fincher y el guionista Aaron Sorkin se cuidan muy bien de presentar a Zuckerberg como un baduleque solitario y sin habilidades sobresalientes; The Social Network mucho menos es la reflexión sobre la amistad o la traición, pues la película conjura el melodrama con sarcasmos light que no revelan pasión ni genio en los personajes; si acaso, The Social Network es la fábula de una empresa creada más allá de los parámetros antes conocidos, y por extensión, la crónica de una generación emergente, tan influyente como limitada: jóvenes emprendedores que erigen imperios desde la ocurrencia, que de una manera precoz aprenden los códigos de los negocios, pero también son incapaces de crecer como individuos al ritmo de sus alegres cuentas bancarias.
Parecería contradictorio que, con menos poder económico o social, el insidioso Mark Hunter de Pump up the volume se revele como un teenager más explosivo que el inteligente pero abúlico Mark Zuckerberg; el arbitrario distingo revela un diagnóstico poco halagüeño para los Y: generación hiperinformada pero trastabillante cuando se trata de ser conscientes de sí mismos; hiperdotados en su potencial para erigir emporios, discapacitados en la mirada interna que les permita preguntarse cuándo y cómo carajos se va adquiriendo la madurez.
Como un Rosebud diluido, al final de la película Mark
Zuckerberg da refresh repetidamente a la solicitud de amistad que le hace a la imposible Erica Albright. Entonces la película se revela como el cuento de cómo se erige un emporio entre postadolescentes que siguen sin entender de qué se trata el mundo 1.0. Y que como los gladiadores de El club de la lucha, deben crear otro mundo, sudoroso, oscuro, con sus propias reglas, para que sea posible habitarlo. Y en el que sin embargo también fracasarán, como suele ocurrirle a los personajes fincherianos.


martes, 30 de noviembre de 2010

Tu rostro mañana y el riesgo de la ética


La supuesta "hibridización" narrativa que con tanta faramalla describen los reseñistas españoles permite especular qué tanta autobiografía y qué tanta ficción se alternan en la novela Tu rostro mañana, que ya se perfila como la obra central de Javier Marías, si bien algunos la tachan de una versión manierista de Todas las almas, su primera novela importante. De pronto hasta parecería infantil recordar que toda ficción maso sustanciosa se deja inocular por lo autobiográfico, sea explícito o reformulado, pero el resalto obedece a la tendencia novelística contemporánea del narrador-ensayista (Kundera, Auster, Rushdie, Roth, Vila-Matas, Piglia, Pitol y seguro que ustedes identifican más), que lejos de difuminarse en la trama, buscan imponer opiniones y asentar este elemento tan bonito y aparatoso que los maestros de literatura llaman: "visión del mundo".

Está complejo y más bien para tesis doctoral especular y atinarle a lo que sería la visión del mundo de Javier Marías, un tímido tanteo permitiría sugerir temas como los secretos de terceros que condicionan a los personajes centrales de sus tramas (Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí), el ámbito académico como bildüngsroman bilingüe (Todas las almas), la digresión como recurso narrativo formal (que cuadra con la traducción de Marías del Tristam Shandy de Laurence Sterne), la reflexión sobre el idioma vía la comparativa de la traducción (Corazón tan blanco otra vez). Mucho más chabacano sería proponer el tema-cliché del sujeto solitario, finalmente de eso se trata gran parte de la novelística del siglo XX, aunque valdría destacarse que el protagonista de Marías suele ser un viajero que, casado, divorciado, soltero, (en alguna parte leí: inmerso en algún paréntesis vital) suele desgastarse en densas reflexiones precisamente porque le sobra tiempo y ocio, y porque su espacio son cuartos de hotel, departamentos cuasi improvisados, bibliotecas, cubículos; espacios tan vacíos que urge poblarlos de ideas, recuerdos, asociaciones libres, merodeos léxicos que ascienden a lo metafísico. Por lo menos, se tratan de sujetos inmersos en una suerte de exilio interior, que necesitan del soliloquio para trascender sus vidas en suspenso.

Tu rostro mañana revisita estos temas, pero también los engloba en un propósito superior. Hay un andamiaje básico -y es el que dejará de lo más contento al lector playero de Marías- que es la novela de espionaje, vía la anécdota principal: el reclutamiento de Jacobo Deza (quien ya había aparecido, más joven y atribulado, de maestro de español en Oxford en la novela Todas las almas) a un grupo de agentes al servicio del M15 británico, quienes dictaminan los comportamientos potenciales de las personas (sus rostros mañana, y de ahí el título de la novela): si en el futuro y ante una situación límite alguien podría ser valiente o cobarde, generoso o mezquino, si es de lealtad a toda prueba o si podría traicionar.

Este ejercicio de presciencia (que dice la RAE que es el conocimiento de las cosas futuras) pretexta las aventuras de Deza, pero también enmarcan el propósito más amplio de la novela. Que lo supongo más o menos así (y para eso serviría tener la novela en sus tres tomos, más que en la nueva edición en uno solo que ya circula por ahí): como buen esquema aristotélico, está concebida en tres actos, que podrían ser (y no) planteamiento, desarrollo y descenlace. Pero también, menos dramático, una hipótesis en el primer tomo, que se desarrolla en el segundo y llega a su conclusión en el tomo final. O inicio y final como extensos prólogo y epílogo, con una acción morosa y concentrada -apenas una noche de desconcertante jaleo- que ocupa todo el segundo tomo. Y el tema lo sugiere, desde su cinismo, el reclutador y jefe de prescienceros Bertram Tupra, y es el “estilo del mundo”.

Deza es reclutado y tiene su puesta a prueba en el primer tomo; reconoce el poder del grupo (y participa de él) en el segundo; practica sus enseñanzas -el veneno inoculado- en el tercero. Pero este esquema, tan parco, no funcionaría si no sirve para indicar que la primera y tercera partes de Tu rostro mañana son las que tienen la mayor sustancia de las preocupaciones de Marías (no en vano los lectores quisquillosos suelen acusar debilidad en la segunda parte (aunque vale decirse: sin esa entrega intermedia las otras dos no cumplen su función cabal)), y que son vertidas desde las charlas que Jacobo Deza mantiene con sus figuras tutelares: su padre Juan Deza y su maestro Toby Rylands, quienes a su vez son recreaciones de Julián Marías y Peter Russell, mentores reales del autor.

Parecería un contrasentido que una novela de espionaje, que se quiere con acción y vértigo a la Ian Fleming (que por cierto, hay homenajes al creador de James Bond en ciertas escenas de la novela) tenga sus mejores momentos en diálogos reposados, demasiado largos para gusto de algunos, del espía Deza con sus mentores. Aunque entonces, una mirada más amplia reconoce en estas charlas el supratema de Marías: la revisión del siglo XX, desde las perspectivas que le son más cercanas: el terror de la Guerra Civil Española, la experencia superlativa de la Segunda Guerra Mundial. Juan Deza es el guía en el conflicto ibérico, mientras Rylands lo lleva por la segunda experiencia. Y estas conversaciones se vuelven, entonces, los ajustes de cuenta de las generaciones que vivieron las guerras hacia sus descendientes, generaciones con más miedo porque conocieron menos los horrores. Lo que sigue es conmovedor: confesiones, reinterpretaciones, culpas mal llevadas, secretos que se han cargado durante décadas como lozas, juicios imposible de enunciarse en aquellos momentos, y que ahora flotan como consideraciones inútiles.

Antes había hablado del “estilo del mundo” que enuncia Tupra, consideraciones prácticas sobre el secreto como forma de poder, el miedo atávico como mecanismo de control, o el paradigma ético que pareciera inoculación de veneno para Jacobo Deza: ¿Por qué no se puede andar por ahí matando? Los contrapesos al cinismo serían las reflexiones de estos ancianos aún atormentados, que en su relato a Jacobo Deza acaso consigan cierto alivio, vía la comprensión (lo que por otro lado confrontaría el inicio de la novela, y alguno de sus temas recurrentes: la inconveniencia de contar). Es aquí donde más me sorprende y extraña la novela de Javier Marías: cuando, en estos tiempos que combinan tan bien con la relatividad posmo y su festiva resolución vía el cinismo, Marías se atreve a reconocer y denunciar la cobardía, la mezquindad, la crueldad, a arriesgar posturas y reafirmarse en apostar por la dignidad humana.

Dicen que de tan dicho, se ha vuelto cada vez más difícil novelar el amor. Pareciera que lo mismo ocurre con el compromiso moral, los “valores” (ese término tan tristemente choteado por la derecha) de los seres humanos. Cuando un novelista sabe darle la vuelta al panfleto moralino para resolverse en ideas, pero también compasión; cuando logra trascender la obligación estética hacia el riesgo ético, es cuando el novelista, el literato, puede aposentarse con solvencia como gran autor. Javier Marías hace esto en Tu rostro mañana. El gran tamaño de esta novela viene sobre todo de esto, de su alto sentido de la ética, que no menoscaba su enorme inventiva.


PD: Que este post lleva dedicatoria para el @bufonaladeriva que su blog era éste y que ora es éste y que ya URGE que lo actualice. Y ps agradecerle porque él me regaló la novela, en un solo tomote grosero y suculento, como buen bife pa' leer. Vale.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Por ejemplo: Sofía Coppola y Alejandro González Iñarritu

¿Por qué conmueve más una historia sobre gente nice que vive en hoteles de diecisiete estrellas y viajan a Milán y juegan Guitar Hero, que otra historia sobre un jodido catalán con cáncer en la próstata, regenteador de indocumentados chinos que mueren encerrados en un galerón sin ventilación? ¿Por qué hay más compenetración con una estrella de cine idiota, arrogante, pitofácil, que con un traficante de piratería que habla con los muertos e insiste en ver el cuerpo embalsamado de su joven padre? Y ya más insidiosos, ¿vale la pena apreciarlo desde lo meritorio de los autores, gringa-hija-de-papi-Monster, que se le retorció el colmillo fílmico desde antes de dejar la teta, o mexicano-empeñoso-si-se-puede que se ha encumbrado al jet set festivalero hasta ser mentado como un "ciudadano del mundo"? Pero uno ve al Uxbal de Biutiful y no le cree nada, lo conmovedor nace del remordimiento ético y por eso se sale de la sala de cine pensando: "la vida está muy cabrona y hay que darle gracias a Diosito Santo porque nos dio casa-comida-y-sustento, no le aunque que sea en el sexenio tan deplorable de Felipe Calderón". Y uno ve al Jhonny Marco de Somewhere y no dice nada, si acaso se antoja tener una hija, hacerle avioncito y empacharla con helados de todos sabores hasta que se quede dormida.
Y ojo que eso tampoco hace mejor a uno u otro director, cada quien sus recursos y sus temas, sus habilidades y limitaciones, los mundos que ha decidido contar, reflejos de los mundos que les han impactado y los ha hecho ser quienes son. Pero denme chance de la salvedad: incluso toda hija bonita, pésima actriz pero consentida de papi, acostumbrada a las luces y al sinsentido desolado de las luces, Sofía Coppola sabe de qué está hablando cuando su protagonista se coge a rubias de molde en el hotel y después se mira incómodamente con su hija, a la hora del desayuno. Mientras que Alejandro González reconoce su historia desde el espanto que le da imaginar gente pobre pobrísima, haciendo esfuerzos inútiles inutilísimos, mensaje chairo subyacente y gesto engolado ante la tristeza de la miseria humana. O ya, más concretito: nos guste o no su mundo, Sofía Coppola hace un ejercicio de honestidad, de su identidad. Mientras que González Iñárritu nomás nos está viendo la cara.

Luego hago comentarios de cada peli en particular, pero fue la idea de botepronto que surgió tras salir de la sala de cine. Y pus, y pus, pus dicen que hay que actualizar constantemente los blós, que no?


lunes, 25 de octubre de 2010

Thalía y su unplugged y en general por qué me cagan los unpluggeds (excepto el de Charly García)

Al televisor de la fondita se le arruinó la antena y por eso, durante la semana pasada, en vez de Atínale al precio hemos visto dvds piratas cuidadosamente seleccionados por la patrona. El viernes pasado nos tocó el Unplugged de Thalía.
Convengamos que para toda una generación chochentera-nonagentera, Thalía chapoteó en nuestros sueños húmedos con sus chicheros de peluche y su look de lolita de diseño, cantaba eso de chúpalo arrástralo muérdelo y nos ocurrían cosas que por decoro no describiré con toda su viscosidad. Además era novia del hijo de Gustavo Díaz Ordaz y eso hacía más perverso todo, el cuento enfermo de la nenita buenona y el hijo del poderoso sanguinario y de fondo el 2 de octubre no se olvida; además no tiene dos costillas y por eso se le acentúa la cintura, y sus muslos siempre deben estar en cualquier antología de muslos arañables. Pero también es cierto que su talento musical se agota en medio minuto de canción, como le ocurren a todos los timbirichos y demás niños televisos de aquellos tiempos (y de estos y de los que vendrán). Tras el (quesque) escándalo de sus canciones "Sudor" "Saliva" "Sangre" nadie recuerda nada que le valga la pena, nomás algunos enfermos sexuales revisamos con nostalgia su videíllo equisón del "Amor a la mexicana" porque ahí salía de
latin femme fatale más o menos codiciable. Luego se casó con Tommy Mottola, el no-mames-tás-cabrón de la industria discográfica gringa, luego se pelea cada seis meses con Paulina Rubio y luego hace negocios de revistas, perfumes, ropa interior y lentes que, creo, casi siempre fracasan.
En sus intentos -imagino- angustiosos por liberarse del estigma televiso, Thalía ha procurado transformar la imagen sexosa hacia otra, igualmente artificial, de Intensa Enamorada de la Música. Sus entrevistas de los últimos tiempos merodean este cliché: ella vibra cuando siente el ritmo que le hace contonear el cuerpo, no le interesa innovar ni sorprender, solamente sacar todo eso que se desborda de su espíritu, la mercadotecnia es estúpida al lado de su deseo genuino de expresarse, y su expresividad ultragenuina (tan indie, se adivina) parecería excusar los excesos plásticos de sus primeros tiempos. Su música sigue siendo igual de mala y predecible (quizá peor: más simplona) pero tiene el escudo de la autenticidad. Sin vestiditos sinuosos (buuu) ni desplantes espectaculares, Thalía se hace la Eddie Brickell latina, jeans y playerita, y lo simple-hermoso-esencial de su música.

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Para este artificio nada mejor que un programa de Unplugged, que desde su desconecte promueve ideas semejantes: la música como lo esencial, los instrumentos sin cables dan testimonio de su verdad verdadera, y la cercanía con un auditorio reducido finge la misma intimidad que podríamos tener una caterva de borrachos cuando nos juntamos con el que sabe tocar la guitarra y berreamos canciones de Ricardo Montaner y Mocedades.
El estilo Unplugged suele parecerme aburrido e hipócrita. Prueba de alto rendimiento para demostrar que el artista sí canta y sí toca la lira; que la banda, desnuda de artificios, tiene la oportunidad de presumir virtuosismo y acoplamiento; que incluso se revela el genio al reformular hits en frases sencillas, vocales y musicales, que desde su simpleza vuelven a manifestar su encanto.
Díganme arcaico y convencional, pero para mí el poder de una gran canción está en el momento en que existe con todos los recursos que le da la grabación en el estudio, es su real prueba de fuego, incluso sus recubrimientos tecnológicos la hacen esa canción y no otra, porque ahí están las intuiciones o las malicias de los músicos que las producen; ahí está el espíritu de su época, sus errores y sus hallazgos. Juan Ramón Jiménez dixit: “así es la rosa “.
Por supuesto que después se valen, y mucho, las variaciones en los conciertos, todos los covers posibles y que incluso algunos mejoren con creces la versión original, pero el despegue, el impacto primero, se ha logrado en ese disco en estudio; al menos es su "presentación estelar" (porque cierto: muchas bandas, sobre todo en sus inicios, graban muchas veces una misma canción, con variaciones que la van perfeccionando, y ahí vienen las discusiones de los fans from hell al cotejar versiones y decidir que la del EP es superior a la del álbum oficial, pero esto, en todo caso, son ejercicios de filología musical, como la que hace el estudioso de un poeta cuando muestra versiones previas al poema definitivo).

La trampa unplugged se encuentra, en todo caso, en un discurso falso del talento vía la simplicidad. Se desmonta la canción y se simplifica para que ilumine desde su esencia, sin considerar que su esencia también son sus recursos adquiridos desde la consola de sonido. Y muchos artistas, además, tienen como parte esencial de su obra el manejo de estos artificios. Habría que ver, por ejemplo, el fracaso de un Kraftwerk desenchufando todo el montaje electrónico que los hace ser ellos.

***
El Unplugged, por lo demás, tendría cierto interés cuando celebra largas trayectorias, que pueden coronarse con esta armazón de la simplicidad. Por eso resultan valiosos programas como los de Eric Clapton (y su hiperfamosa versión de "Tears in Heaven" proviene, justamente, de uno de los primeros programas Unplugged), el delirio genial -olvidaba las letras- de Charly García, y hasta ese extraño y lúgubre testimonio de un Kurt Cobain cansado, a poco tiempo de suicidarse, que desde una mecedora parece enterrar a todo el grunge noventero, y lo que es peor, a todo el entusiasmo que pudo haber tenido todo el grunge noventero.
Pero entonces, obviamente, todo mundo quiere hacer su unplugged, como si en todos los cantantes y músicos, rockeros, cumbiancheros o baladistas, convencionales o de avanzada, fuera necesaria la celebración de sus trayectorias. Porque parte del chiste del unplugged es ése: la consagración de una carrera, la exposición íntima, por supuesto que reflexiva, del artista que parecería hacer un alto en el camino para desplegar quién ha sido y cómo lo ha sido, una suerte de ajuste de cuentas con su auditorio-jurado-sinodal en el que demuestra, desde la simpleza del piano o la guitarra, su frágil pero exaltado espíritu.
Entonces, ahí me tienen en la fondita (por fortuna la sopa siempre la sirven caliente), viendo a Thalía de jeans y playerita, relajada y despeinada como secre eficiente de una distribuidora de tuppewares, hartamente fervorosa de sí misma, ama indiscutible de su música y de la intensidad de su interpretación. Por supuesto que la primera idea es morbosa (¿y la faldita? Bu, ¿quién quiere ver a Thalía sin una faldita?), la segunda idea desdeña (y además, ¿la música de Thalía qué? ¿Habrá alguien en todo el planeta Tierra que se sepa una canción completa de la Thalía?) y la tercera escudriña, sin pasión pero no queda de otra, el más bien desangelado recital. Que debe admitirse, la casi-diva afronta con enjundia. Thalía y su música parecerían compenetrados como silicón y teta, y de nuevo los engaños del desconectado: la simpleza de los arreglos, paradójicamente revestidos del fausto de un grupo de viento (debe ser la pesadilla de todo músico, estudiar queriéndose concertista y terminar hueseándole baladitas a una poperita light) o de una bandita cumbianchera, le sacan brillo a las rolitas ramplonas hasta hacerlas parecer joyas de las tradiciones tropicales o poperas o váyase a saberse de qué. Y llega una tristísima idea, que casi hermana con la Ñora de Mottola: que hay tradiciones que se hacen solas, o tradiciones que se fincan a güevo, desde la ruptura (y bien paciano que se hace el comedor del arroz rojo), y otras tradiciones más, esas sí íntimas porque a nadie le interesan, en la que la artista, sabedora de una fanaticada más bien pequeña y gazmoña (porque comparando: Thalía no fue lo que sí fue Gloria Trevi, o Shakira, por pensar en otras poperas de su rodada), se arma la "fiesta musical" para celebrar con sus poquísimos seguidores, que es muy seguro, la mayoría asistieron al concierto porque fue la penúltima de sus opciones -les regalaron boletos, tienen amigos gays con estéticas, se equivocaron de sala y quién le hace el feo a unas guitarras y unos timbales- y celebran el armado de un numerito que dentro de su mediocridad es, al menos, decoroso.
Creo que seguía una gastada idea generacional, porque Thalía es maso de mi edad y eso orilla a la comparación con los coetaneos, la lúgubre idea de que la mayoría estamos así, con los pequeños hits de nuestras vidas, celebrados entre cuatro o cinco gatos claudicados; por suerte entonces llegó la carne de cerdo en chile pasilla con frijolitos bayos y así las penas son menos. Pero Thalía agachada en el escenario, para más cercanía con el público, o Thalía sentada en la periquera, ojos apretadísimos para escuchar con fruición la expresivísima ejecución de su guitarrista, o Thalía palmeando las manos contra sus muslos, como lo hace la gente que vive y disfruta y transpira la música, hace tenerle cierta simpatía, deslavada y endurecida, alguna identificación vergonzosa, como no hubo en los tiempos de sus chicheros de peluche y sus canciones seudoporno: y pues es, que lo seguimos intentando. Y que nadie cree en su música o en su gloria, ni en la valía de su trayectoria, pero al menos se podría creer en su angustia. Porque el unplugged de Thalía, en el fondo, se trataba de la angustia: la angustia de no haber sido Salma Hayek, o Jennifer Lopez, cuantimenos Lady Gaga o Britney Spears, y qué angustia debe sentir cuando ya la amurallan sus nuevas versiones vernáculas, Belinda o Danna Paola, aunque no tendría que preocuparse de ellas: en veinte años harán desconectados semejantes, nostalgias evasivas de quienes quisieron y no supieron ser.
La inesperada simpatía con Thalía me hizo comer el postre lentamente, escuchando con desgano y emoción alguna canción más. Me fui cuando apareció un "invitado", un muchacho bonito con el que mientras cantaban se miraban a los ojos hipnóticamente, como si antes del concierto hubieran cogido con gozo y lasitud.
El único aprendizaje de todo esto es que la doña de la fondita debe arreglar cuanto antes la antena de su tele, los autos de Marco Antonio Regil son mucho menos desolados y quienes se los ganan brincan y se abrazan con una felicidad mucho más confortante.
A quien le gane el morbo, puede ver alguna de las canciones de la tristeza ésta:



Y ya, como sé que se ponen reexigentes y engreídos, les dejo alguno de los que fueron de a de veras:



Porque además, para más desgracia de Thalía, su concierto ni siquiera fue un MTV Unplugged con toda ley. Fue un programa "Primera fila" que capaz se lo inventó su marido Mottola para que ella no lo fastidiara en el desayuno. Así de tristes deben ser los matrimonios, pues.

martes, 31 de agosto de 2010

Senda de gloria

Ayer Televisa estrenó una serie-telenovela o algo así, bajo pretexto del Bicentenario de la Independencia, se llama Gritos de muerte y libertad, lo dirigen Mafer Suárez y Gerardo Tort y tiene un multiequipo de guionistas, asesorados por un archicabrón equipo de intelectuales y en el que (alguien en el tuiter dijo) aparecen todos los artistas del requetemásnuevo cine nacional -se antoja ver a Alberto Estrella de Morelos y a Giménez Cacho de Iturbide, por ejemplo-. Apenas va el primer capítulo y no se puede decir gran cosa, habrá que estarla cazando en la tele o en los sitios de TV Online. El tema es que el pretexto está rebueno para comentar una telenovela histórica que me gustó mucho, Senda de gloria, y que el mes pasado alimentó bastante bien mi procrastinación habitual.


Senda de gloria se grabó en 1987, fue producción de Ernesto Alonso, dirección de Raúl Araiza y Gustavo Hernández, y guiones -imaginen el lujo- de Eduardo Lizalde, Miguel Sabido y Carlos Enrique Taboada.
Su producción se logró en un momento poco comentado en la historia de la televisión mexicana: cuando en los años ochenta, Luis Reyes de la Maza estaba encargado de las telenovelas en Televisa, lo que permitió experimentar de manera inteligente en las producciones, hasta crear una suerte de edad de oro de la telenovela nacional, con historias que iban más allá de la criada enamorada de su patrón y variaciones sobre el cliché. De la misma época son telenovelas como
Cuna de lobos, La casa al final de la calle (dirigida por Jorge Fons ¡! ¿?), Padre Gallo, La pasión de Isabela, La gloria y el infierno, El maleficio y algunas más que se olvidan pero tenían una calidad superior a la telenovela convencional. Y esa calidad no solamente estaba en la producción, también tenía que ver con el manejo de las historias, que lo mismo armaban thrillers inquietantes -la Catalina Creel (María Rubio) de Cuna de Lobos sigue siendo el personaje más importante de la telenovela mexicana-, que recreaciones históricas o planteamientos argumentales más complejos que el melodrama habitual.


En esta buena inercia se realizó Senda de gloria, con un planteamiento sorprendente: era una telenovela histórica sobre la Revolución Mexicana, pero no de sus momentos más conocidos. Ni el movimiento maderista, ni la Decena Trágica y la dictadura de Huerta, ni el movimiento carrancista, que ocurría al mismo tiempo de los levantamientos de Villa y Zapata, ni el encarnizado enfrentamiento entre las distintas facciones revolucionarias hasta llegar a la malograda Convención de Aguascalientes; ni siquiera la promulgación de la Constitución de 1917, que en nuestros libros escolares de primaria "cierran" la etapa revolucionaria con una supuesta reconciliación de las distintas facciones.
Senda de gloria
inicia inmediatamente después, cuando promulgada la Constitución, Venustiano Carranza es designado presidente de la República y hace sus primeros intentos por restablecer la paz en el país. Desde este momento, 1918, y hasta la expropiación petrolera de Lázaro Cárdenas, en 1938, todo se vuelve una enorme nebulosa para la gran mayoría de los mexicanos. Y esta novela se encarga de contar ese periodo confuso, que si me pongo esquemático, se resumiría en los gobiernos sonorenses de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, con acontecimientos varios de violencia y consolidación nacional: el asesinato de Carranza, el levantamiento delahuertista, la guerra cristera, la controvertida reelección de Obregón y su homicidio, el Maximato, que permitió a Calles perpetuarse en el poder poniendo presidentes títeres al mando, la presidencia de Cárdenas, que enfrenta a Calles y consolida las instituciones políticas, y la expropiación petrolera como legitimación del poder ejecutivo en México.
Sorprende que Televisa haya asumido el riesgo de contar esta historia y mostrar a los grandes personajes de la época con sus ambiguas decisiones y personalidades: la inflexibilidad de Venustiano Carranza, la enfermiza ambición de poder de Álvaro Obregón, las habilidades para la intriga de Plutarco Elías Calles, el absurdo embelesamiento del poder de Adolfo de la Huerta que lo orillan a su todavía más absurdo levantamiento armado, la prudencia que rayaba en lo pusilánime de Pascual Ortiz Rubio o el cinismo acomodaticio de Abelardo Rodríguez.
Y junto a los gobernantes se agregaban muchos más personajes de la época: Emiliano Zapata en su decadencia y su muerte, Pancho Villa que inhibe desde su colmillo retorcido, hasta que es baleado en su auto; la dignidad de Felipe Ángeles, el impulso sanguíneo de José Vasconcelos, y Juan José Gurrola debe haberse divertido mucho personificando a Diego Rivera. La variedad agrega pequeños momentos con personajes significativos, como Tomás Garrido Canabal, Angelina Beloff, León Trosky y hasta el cuentista Julio Torri.

Hacer un resumen de esta telenovela sería imposible, pueden darse una idea por sus líneas generales: en el centro de la trama hay una familia aburguesada, favorecida por la Revolución, que encabeza el general Eduardo Álvarez (Ignacio López Tarso) y su esposa Fernanda de Álvarez (Blanca Guerra), que tienen cuatro hijos: Andrea (Julieta Rosen), Julieta (Roxana Chávez), Felipe (Javier Herranz) y Antonio (Raúl Araiza). Eduardo Álvarez es general constituyente, muy cercano al gobierno de Carranza (Ramón Menendez), y esto es pivote para que también esté cercano a los siguientes presidentes, así como a la clase política de la época.
No es mucha ciencia lo que sigue: las personalidades contrastantes de los hijos de los Álvarez permite sondear distintas zonas de la sociedad mexicana: mientras Julieta es rebelde, lo que le permite ser vasconcelista y después anarquista, Antonio acaba de ordenarse como cura, lo que lo hace cercano al movimiento cristero; Felipe se dedica al tráfico de armas para que así tengamos una ventana hacia la política norteamericana del periodo, y Andrea nomás sirve para pareja romántica, pero su enamorado, el maquinista que después se convertirá en periodista, Manuel Fortuna (Eduardo Yáñez), es cronista y entrevistador de los distintos políticos y caudillos. Y ahí agréguenle lo que quieran: romances, traiciones, muchachas que se casan con quien no debían y después sufren, adulterios, una sorprendente prostituta avejentada (recuerden: ¡era telenovela y la pasaban a las siete de la tarde!) que interpretaba con gran elegancia de cine de oro Rosita Arenas, y José Alonso seguro que se la pasaba de lo más bien haciéndola de sindicalista y anarquista, y Anabel Ferreira (¿alguien la recuerda?) le agregaba mucha gracia a su papel de sonorense proselitista de Obregón, y Delia Magaña de sirvienta de la casa hacía chistoretes obvios pero que no chocaban con el espíritu de la telenovela.



Pero lo más sabroso de Senda de gloria es la caracterización de los caudillos. Me acuerdo que cuando salió, se presumió mucho la puesta en escena del asesinato de Emiliano Zapata (Manuel Ojeda, y años después hizo a Porfirio Díaz en El vuelo del águila, chéquense la ironía) en Chinameca, o la masacre de Francisco Villa (Guillermo Gil en tono harto socarrón). Pero los mejores personajes fueron los presidentes: Venustiano Carranza (Ramón Menendez), enigmático e imperturbable; o una muy bonita progresión, del entusiasmo beligerante a la depresión ocasionada por la soledad del poder en Álvaro Obregón (Bruno Rey), la indecisión nerviosa de Pascual Ortiz Rubio (Aarón Hernán), y mi favorito: el taimado, mustio, camaleónico Plutarco Elías Calles, que lo hacía un Manuel López Ochoa en absoluto estado de gracia.
Era gozoso mirar a Calles como una suerte de villano bonachón, sobre todo en la parte que deja de ser presidente pero sigue ostentando el poder político en México, y con el muy priísta recurso (después de todo, él es el inventor del partido) de que ya no le interesaba intervenir en la política, entre chiste y chiste marcaba las líneas que debían seguir el resto de los personajes. Menos afortunado, o quizá el personaje no permite tanta chacota irónica, la sobriedad de Lázaro Cárdenas (Arturo Beristáin) se veía opacada por el zorro revolucionario que hacía López Ochoa.
La novela habló de la iglesia, del sindicalismo, insinuó las responsabilidades presidenciales en las muertes de Zapata y Villa, no evadió los claroscuros del gobierno, mostró gobernantes enfermos de poder y espeluznantes al momento de tomar decisiones radicales, y fascinó reproduciendo batallas campales en las cámaras legislativas, con Sergio Jiménez y Jorge del Campo en singular jaloneo como los que ahora se ven en San Lázaro.


De primera instancia sorprendería la liberalidad de Televisa para producir esta telenovela, sobre todo porque muestra a un México muy cercano, en el que muchos de los conflictos (de nuevo: iglesia, partidos políticos, expropiación petrolera) en 1987 seguían (y de hecho, en 2010 siguen) en agrio debate. Ahora que la rechusmeé en un bonito canal de TV online supuse alguna teoría, y es que el general Álvarez, siempre prudente y sensato, solía oponer el diálogo a los levantamientos armados, las disidencias, las críticas frontales al gobierno. Y este diálogo parecía resolverse en la fundación del PRI, el partido que aglomeraría las distintas fuerzas militares y políticas, y haría viable el tránsito pacífico del poder. En 1987, a punto de tener nuevas elecciones políticas, este mensaje de paz y diálogo, vía valorar al PRI (y sugerir su permanencia), debía ser una moraleja importante y necesaria; el verdadero mensaje que escondía la telenovela. Lo curioso fue que a la televisora le salió el tiro por la culata, pues el mensaje de libertad política cazó a la perfección con los intentos democratizadores de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, cuando salieron del PRI y fundaron el Frente Cardenista que después derivó en la fundación del PRD. Ahora recuerdo alguna leyenda de la época, decía que cortaron muchas escenas de Lázaro Cárdenas, justamente para no mostrar las glorias del general ahora que el hijo había adquirido tanto poder político.
Cualquiera que sea el motivo político que hubo detrás de Senda de gloria, a más de veinte años sigue sorprendiendo por lo que revela de esta parte de la historia de México, tan desconocida por el común de la gente. Obviamente, también se le pueden encontrar varios defectos, que irían desde algún detalle de producción, los vicios propios del melodrama lacrimógeno, hasta este mismo discurso propriísta que mencioné antes y que puede sonar sospechoso por su mustia cordialidad. Pero la obra existe y más de dos décadas después puede verse con bastante gusto.
Años después Enrique Alonso y Televisa produjeron El vuelo del águila, biografía de Porfirio Díaz para regocijo de Enrique Krauze y demás nostálgicos panistas, y La antorcha encendida, que trataba el movimiento de Independencia. Los vi poco y no sé si alcanzó los encantos de Senda de gloria; acepto que quizá el recuerdo me traiciona para preferirla. También insistiré que la influencia de Reyes de la Maza en los altos mandos habrá permitido estos experimentos que después se volvieron réplica acartonada. Imaginar a Lizalde y a Taboada escribiendo los guiones de Senda de gloria también podría contar como una importante diferencia en la calidad. ¿Podrá tener Gritos de muerte y libertad el encanto de aquella telenovela? Obviamente influyen los tiempos políticos y seguramente ahora la veremos con el tufo de la violencia, del desencanto por los gobernantes, del sospechosismo por el atole con el dedo en que se ha convertido el festejo Bicentenario. Habrá que estar atento. mientras, pa' que se les antoje (y para que suspiren los chochenteros), vean la bonita entrada de la telenovela de marras:



PD: Senda de gloria puede conseguirse en paquete de DVD; tristemente, está editada para dar realce a los acontecimientos históricos y queda mutilada la historia de la familia Álvarez, que aunque melodramática y lacrimógena, es parte de la obra y de pronto es igualmente emocionante el romance de Andrea con Manuel Fortuna, como los tejesmanejes de Obregón y Calles. La misma versión de DVD puede verse por acá.

PD2: ¿Vale la pena reseñar una telenovela histórica mexicana? Sí, sobre todo para que no nos vengan con el cuento que España inventó la fórmula con aquella cosa bonita que es Cuéntame cómo pasó, y con esta otra novela que ahora causa sensación, Amar en tiempos revueltos, que habla de España desde la guerra civil hasta el presente y que quien quiera chusmearla puede hacerlo por acá. La pregunta que seguiría sería: ¿y cuándo se hace en México otra telenovela así de importante? ¿Sobre el 68? ¿Sobre las crisis de los setenta? ¿Sobre el último año salinista, con EZLN, asesinato de Colosio y crisis económica? Uy-sí-tú-cómo-no.

PD3: Nunca se les olvide Roxana Chávez, que en aquellos tiempos era la gloria. Hasta salió en Playboy. Fíjate-fíjate-fíjate.

jueves, 26 de agosto de 2010

Jueves

Sí, pues, ocurre que ya nos cansamos de estar explique y explique por qué las bebederas se hacen los jueves y no los viernes o los sábados y cuantimenos los domingos. Y ocurrió que en plena discusión ontológica me encontré este poema de Antonio Deltoro, y bueh, lo explica mejor.
También ocurre que los posts que he estado intentando van saliendo pinchitos, tons por qué no leer un bonito poema en vez de tolerar sandeces de verano tardío (y las faldas de las muchachas que de nuevo se van, snif).
Listo, lean. De nada.

JUEVES

a los amigos del jueves


El jueves amanece a la misma hora que todos los días y mucho más abierto.
Es tan generoso conmigo que me entra en la mano caluroso y preciso como una pelota de
esponja.
Discreto, como esas cosas que por fuera son nada, a veces amanece nublado
como si el miércoles no lo anunciara con sus gritos agudos.
Es tan grave, sin duda, que sirve a la sorpresa caminando tranquilo por las noches del
viernes.
Se come a gajos como una mandarina y por las tardes sabe como una manzana.
En todos los jueves está presente el jueves, aun hoy que es martes está presente el jueves.
Se puede caminar los jueves como Cristo en las aguas del lago Tiberiades
e ir sin pisar jamás ni lunes ni domingo derechito hasta el jueves.
Sus mañanas están pobladas de aceras, de calles, de periódicos,
hay gente que las vive miércoles y hay gente que las vive viernes,
yo las vivo jueves como un viaje intensísimo y largo o como un sueño que no quiere
acabar.
Apenas son las doce y ya he conocido mujeres que me han llevado al entusiasmo,
la pelota ha golpeado la pared, me ha llenado de vejez un anciano.
Los jueves el tiempo se detiene, surgen la poesía y los amigos,
es un día de piernas fuertes y de mirada serena en donde por las noches transcurren muchas
vidas.
Abandono el volante y me voy a volar, es jueves en el tiempo del mundo,
es jueves en este acantilado sobre esta playa tenue,
es jueves hoy por la mañana, es jueves en los labios del jueves.
En el viaducto blancas paredes conducen al auto por la noche,
todo tiempo es jueves entre un puente y otro hacia la casa.
El árbol de los jueves es ancho como el tiempo de los jueves,
los pájaros cubren sus elevadas ramas y surcan el espacio:
el cielo de los jueves es un archipiélago de islas alargadas.
Trepar a las primeras ramas de ese árbol es mirar de cerca la distancia, montar en el
asombro,
saber que si un jueves es un tigre, el otro puede ser volcán y parecerse.
De mañana, cuando el patio se abre suspendido en el juego,
cuando se entra por fin a la clase de historia,
cuando las tardes estimulan la fuga y se quedan atrás,
olvidados en el aula, los apuntes de química, entre niños estudiosos y niñas aplicadas
se prepara a lo lejos el partido nocturno.
También los jueves la gente se suicida, pero no es la misma del lunes o del sábado,
los suicidas del jueves son suicidas serenos, irrevocables,
que se hunden en las aguas del jueves para siempre.

martes, 10 de agosto de 2010

Así se descubre una novela mientras se va escribiendo: un ejemplo en El Astillero de Juan Carlos Onetti

Dicen que Juan Carlos Onetti es difícil de leer. No suele desplegar esa prosa embaucadora y carismática de Cortázar, o augusta y sobria de Borges, o musical de lo épica de García Márquez. Suele interrumpirse con oraciones subordinadas, congela a sus personajes para desarrollar una metáfora opaca, sobreentiende información o magnifica escenas nimias para resignificarlas, y en lo que lo hacemos se avizora la jaqueca. Cuando además se conoce la mitología de que escribía sus novelas acostado, acompañado de mucho whisky y sin el supuesto rigor del oficio, es fácil tacharlo de autor descuidado, que va dando tumbos según el ingenio se lo va pidiendo. Este argumento se cae si se piensa en la compleja construcción de sus novelas, la mitología muy cuidadosamente asentada de Santa María, las maliciosas incursiones de Brausen o el doctor Díaz Grey, como para lanzar buscapies de una cosmovisión que, de acuerdo, no siempre es perfecta, pero ahí también va parte de su enigma.
Sin embargo, la experiencia inmediata de la lectura es áspera, tembeleca, como si las palabras no estuvieran del todo fijas. Podría sugerir un motivo: contra la escritura firme de otros autores (Borges, García Márquez, de nuevo) que buscan cincelar sus frases para que parezcan dictadas por el Gran Redactor Homérico, y buscan perpetuarse hasta el meritito fin de los tiempos, la redacción de Onetti parecería ocurrir al mismo tiempo que se va leyendo, como si el desarrollo de los personajes se improvisara con la misma inestabilidad de sus conflictos.
El ejemplo en concreto: en la novela El astillero, al final del capítulo "El astillero IV". Aquí se describe a Angélica Inés desde el punto de vista del doctor Díaz Grey. Angélica Inés es la hija de Petrus, el dueño del astillero a punto de la quiebra en el que trabaja el exproxeneta Larsen, protagonista de la novela. Díaz Grey, médico taciturno, con tendencias a lo filosófico y que opera como enigmático alter ego de Onetti, recuerda las únicas dos veces que se ha relacionado con ella. Estos encuentros sirven de pretexto para evocar la gloria y la decadencia de la familia Petrus, que tras haber sido los dueños simbólicos de Santa María, se han convertido en una suerte de aristócratas fantasmales. Y el último párrafo del capítulo dice esto:

Alguno contó que la muchacha tenía ataques de risa sin motivo y difíciles de cortar. Pero Díaz Grey nunca la había oído reír. De manera que, todo lo que podía mostrarle o confesarle el pesado cuerpo de la muchacha atravesando reducidos paisajes de la ciudad a remolque de parientes, de alguna rara amiga o de la sirvienta, lo único que atraía su adormecida curiosidad profesional era la marcha lenta, esforzada, falsamente ostentosa.

Y se ha marcado el tema del párrafo, que es definir la forma de caminar de Angélica Inés. Lo que sigue es un intento de descripción, impreciso de tan detallado. Lo minucioso de la imagen hace caricaturesca y ridícula a la hija de Petrus, mecanismo que permite hacer del personaje un eterno femenino patético, y no la doncella abstracta que hubiera dibujado un autor convencional:

Nunca pudo saber con certeza qué recuerdo removía Angélica Inés andando. Los pies avanzaban con prudencia, sin levantarse del suelo antes de haberse afirmado por completo, un poco torcidas sus puntas hacia delante o sólo dando la impresión de que se torcían. El cuerpo estaba siempre erguido, inclinado en dirección a la huella del paso anterior, aumentando así la redondez de los pechos y del vientre. Como si anduviera siempre pisando calles cuesta abajo y acomodara el cuerpo para descender con dignidad, sin carreras, había pensado Díaz Grey en un principio.

Inevitable mover el propio cuerpo casi al ritmo de la descripción. Y aquí es donde me distrae un poco Onetti, al pensarme en este andar tan accidentado y torpe, que de paso me justifica el comportamiento de un personaje tan carente de encanto, pericia mental o simple poeticidad. Pero Onetti quiere elevar al personaje más allá de su aspecto ridículo, y se esfuerza por encontrar la palabra que lo resuma:

Pero no era exactamente esto o había algo más. Hasta que un mediodía descubrió la palabra procesional y creyó que lo acercaba a la verdad.

Quien descubre la palabra "procesional" es Díaz Grey. Y uno, leyendo, truena los dedos y está de acuerdo: por supuesto, Angélica Inés camina como si estuviera en una procesión ¿El escritor la descubrió al mismo tiempo que Díaz Grey y nosotros? Quienes creen en el autor preciso, dueño de todas las palabras, no tendrán duda. Pero a uno que le gusta creer que el genio de la escritura está acompañado de revelaciones súbitas -lo que trasnochadamente se le llama inspiración-, prefiere creer que ir redactando e ir recibiendo las palabras, como revelaciones, es una misma acción. Y que eso podría explicar la fortaleza -la brillantez- con la que concluye el párrafo: haciendo de la "procesión" el motivo que redondea la descripción del personaje, y acaso, el que da su definición más acabada en el total de la novela:

Era un paso procesional o lo fue desde entonces; era como si la muchacha fuese avanzando su apenas mecida pesadez, estorbada doblemente por la impuesta lentitud de un desfile religioso y por los kilos de un símbolo invisible que transportara, cruz, cirio o el asta de un palio.

Se me escapa reconocer qué tanta relación hay entre la obra total de Onetti con los temas cristianos o católicos; al menos en este párrafo queda el atisbo del viacrucis, que en consecuencia, hace a Angélica Inés una mártir siempre en ruta hacia su sacrificio, y también la depositaria de las culpas del resto de los personajes -el más obvio, su padre Petrus. Más allá de la anécdota que cuenta el párrafo, lo delicioso es sentir, en su transcurso, este encuentro de todos los involucrados -personaje, autor, lector- con la palabra precisa que define. De los tumbos ambiguos de la descripción, hacia el término preciso que termina alumbrando al personaje.
Descripción que antecede al término, el ejercicio de este párrafo es narrativo pero también léxico: para el diccionario poético de un mundo onettiano que no tiene "cosas carentes de nombre, que para mencionarlas hay que señalarlas con la mano" -diría el embaucador de Cien años-, sino de un mundo muy gastado, con palabras agotadas, que necesitan revitalizarse vía el titubeo, la digresión, la violencia sintáctica, hasta terminar brillando, no por su belleza, sino por la necesidad de ser dichas.

miércoles, 4 de agosto de 2010

El pasado, de Alan Pauls: la patología del discurso amoroso

Se suele comparar la experiencia amorosa con baladas obsesivas, desplantes de chick flick y consejos de amigas que nunca han amado; la gente preocupada por la salud mental la imaginan aburrida de tan apacible, asambleas de dos que ceden cierto lado de la cama y el turno para lavar trastes, negociaciones que desde las feminazis y los metrosexuales dejaron de funcionar.
¿La mejor descripción del amor? Melibea quejándose con La Celestina, va y le recita una sintomatología angustiante:

Mi mal es de coraçón, la ysquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo. Que no pensé jamás que podía dolor privar el seso, como este haze. Túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querría ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré dezir. Porque ni muerte de deudo ni pérdida de temporales bienes ni sobresalto de visión ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir, que fuesse, salvo la alteración, que tú me causaste con la demanda, que sospeché de parte de aquel caballero Calisto, quando me pediste la oración.
Autores más modernos procuran otros cuadros clínicos para la desgracia. Desde su descuartizamiento estructuralista, Barthes lo recopila de toda la literatura conocida hasta el momento en su Fragmentos de un discurso amoroso; Cristina Peri Rossi lanza al gimoteo erótico al protagonista de Solitario de amor: hace del cuerpo de Aída una droga dura y a su amante un adicto fervoroso; Fromm dice que es arte y Rougemont lo propone como historia mística; más actual y cerebral es Alan Pauls en El pasado, recuento cruel y minucioso del fenómeno amoroso.
Pauls sugiere que una relación amorosa importante entre dos personas no termina con la disolución de la pareja, sino que como la materia
, no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Contradiciendo a Borges, quien al inicio de "El Aleph" ve que apenas murió Beatriz Viterbo se ha cambiado un anuncio de cigarros y entonces "el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita", Pauls propone lo contrario, que las transformaciones de los individuos y lo que los circunda son mutaciones de la misma experiencia amorosa, y que todo movimiento solamente sirve para confirmar su persistencia.

***

Rímini y Sofía tienen doce años de vivir en pareja, se han vuelto una suerte de monolito sagrado para familiares y amigos, a su alrededor se ha creado un aura de confianza y respeto, porque podrá cambiar todo el mundo, menos ellos. Y sin embargo, y aquí empieza la historia, un buen día toman la decisión de separarse. Tan perfecta como ha sido su historia de amor, así de perfecto es el acuerdo que los separa, y el finiquito es tan ascéptico que Pauls peca de científico y parece haber convertido a sus personajes en ratas de un laboratorio sentimental, aislados de variables tramposas, como para revisar sin alteraciones qué ocurre cuando una pareja perfecta acuerda la disolución perfecta.
A partir de esta premisa, la novela de Pauls hace malabares en cuerda floja. Porque una lectura epidérmica encontrará un compilado de humor negro y recursos de vodevil; una lectura más reposada podrá reconocer una radiografía gélida de los amantes separados, del tenso vaivén entre el olvido y la persistencia, del falso alivio de la reconstrucción.
Pauls prefiere seguir (¿facilidad autobiográfica?) la vida de Rímini, con sus parejas posteriores a Sofía y su tránsito de la liberación a la euforia al exceso al asentar cabeza a la depresión brutal. Las tres parejas -Vera, la celosa; Carmen, la sensata y Nancy, la ninfomaniaca indiferente- operan como estadios de una misma dispersión, intentos de Rímini por superar a Sofía y reinventarse en las otras. Pero Sofía es el fundamento de Rímini, a partir de ella tiene que explicarse su historia y su presente, y muy a pesar de sus intentos por escapar, regresa a su lado, cada vez con mayor fatalidad.
De nuevo, la lectura superficial caracterizaría a Sofía como una desquiciada Alex Forrest (Glenn Close hirviendo conejitos en la moralina
Atracción fatal, Adrian Lyne, 87) y el libro bien puede pecar de ese exceso, pero se compensa por el morboso juego de deterioro mutuo: Rímini consume cocaína al tiempo que Sofía tiene de un afta en los labios y además debe tolerar a su parasitaria jefa-maestra-chamana, Frida Breitenbac; Rímini padece un "alzheimer" en los idiomas (es traductor de oficio) cuando Sofía muestra su aspecto más deplorable; y la lamentable, por anodina, rehabilitación de Rímini, coincide con la fundación de Sofía de un grupo de autoayuda mediocre, de mujeres que han amado demasiado (como farsa de bestseller de superación), remedo de las enseñanzas de la gurú Frida.
Pues lejos de la idea del amor como aprendizaje y sublimación, Pauls lo caracteriza como enfermedad y deterioro. El discurso amoroso según Alan Pauls distorsiona valores románticos hasta hacerlos decadentes. Como si se tratara de una enfermedad crónica, el amor desgasta, amenaza, se conserva en estado latente y reincide cuando se pensaba superado. El único amor perfecto tendría que ser oficio de adolescentes y no un recorrido saludable hacia la madurez; al menos eso parece reclamar la vampiresca Frida cuando, moribunda en una cama de hospital, vuelve a ver juntos a Sofía y Rímini, sin saber que cada uno trae su propia historia (Rímini justamente está a punto de ser padre con Carmen) y les reclama que hayan crecido:


Eran tan hermosos. ¿Cuántos años tenían? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? Me acuerdo de que la primera vez que Sofía te trajo a Vidt pensé: "Son tan hermosos que habría que desfigurarlos" Qué idiota. ¿Por qué no lo hice? Hoy seguirían juntos. Sangrar lo justo en el momento justo: ése es el secreto de la inmortalidad (...) Pero ustedes, criminales, ¿qué hicieron? Decidieron ser... normales. ¡Normales! Decidieron romper la célula, salir a respirar, enamorarse de otros... Mediocres. No tenían derecho. Eran patrimonio del mundo. Si la sociedad fuera justa, o no justa, digamos inteligente, los jóvenes deberían ser todos esclavos, esclavos de los viejos, y vivir sometidos a sus miradas, sus caprichos, incluso su violencia, hasta que los roce el primer síntoma de corrupción. Recién entonces serían libres. "Libres." Si es que alguien que se pudre puede ser libre. (pp. 273-274)
Renglones después, Frida les confiesa que cuando ellos se iban de las reuniones, ella, sola, entre platos sucios y copas de vino a medio vaciar, se masturbaba pensando en su insoportable belleza de pareja adolescente. En este cruel y hermoso monólogo se cifra el tema de El pasado de Alan Pauls, porque no sólo se trata del amor y su final, o su persistencia a pesar del alejamiento de los enamorados, también es la melancolía de la juventud perdida, la imposible reproducción del enamoramiento perfecto, porque éste sólo es posible en la plenitud de la inocencia, cuando el entusiasmo sabe enfrentar el escepticismo y la inercia de quienes han madurado. "Quien no se ha suicidado a los veinticinco años, merece vivir", dice Cioran, y acaso puede adaptarse a la tragedia compartida de Rímini y Sofía: intentar reenamorarse de otros, tras haber vivido El Amor, merece el castigo de un retorno constante a la Arcadia devastada.
Por eso no es gratuito uno de los capítulos más extraños de la novela, ése donde se habla del pintor Riltse, el favorito de la pareja, quien ha cultivado una perversa corriente estética denominada Sick-Art, que consiste en provocar y dar testimonio del deterioro del organismo propio como forma de expresión artística. Si el Sick-Art de Riltse consiste en sublimar la enfermedad, pero sin buscar su cura porque esto significaría la trivialización del tema, en El pasado de Alan Pauls el amor opera como un síndrome destructivo, al que sólo pueden sobrevivir los personajes por su necia (¿irremediable?) permanencia.
También deben señalarse las debilidades de El pasado: momentos farragosos, excesiva confianza del autor en un estilo que no siempre mantiene su elegancia y cae en la retórica complaciente; soluciones argumentales forzadas -justo esas donde Sofía parece dar el glennclosazo-, un gusto al tremendismo que no siempre se resuelve con fortuna. Pero si seguimos aquello de la novela que gana por puntos y no por KO, El pasado consigue su propósito y sabe ser un título de lo más apreciable. Por demás está agregar: de carácter perturbador.

PD: Hay una adaptación al cine de esta novela, dirigida por Héctor Babenco, con Gael García y Analía Couceyro. NO LA VEAN, NO LA VEAN, NO LA VEAN. Lean el libro. Y así.

viernes, 23 de julio de 2010

Inception, de Christopher Nolan, o ps yo también creo que es una gran película pero antes necesito que alguien me la explique

Veamos, la película trata de los sueños y hasta ahí todo va claro. Resulta que por alguna tecnología que nadie explica -y por otro lado no hace tanta falta- un grupo de granujillas tipo Perros De Reserva se pasean por los sueños de la gente y por una corta lana les roban secretos de todo tipo. Eso le da chance al King of Di Caprio de balacear malosos y demostrar que ya puede poner cara de hombrecito. Quince minutos después inicia la película, cuando hay que inceptionar -¿inocular, sembrar, contagiar? En todo caso, los traductores, que son harto sabios, optaron por originar- una idea en los sueños del hijo de un ultrapotentado -algo así como Carlos Slim Domit y su papá- para que transforme su vida y debilite su emporio y entonces Ken Wanatabe pueda competirle y hacerlo papilla. Entonces Michael Caine, que desde sus últimas quince películas es muy sabio y coherente, advierte de lo peligroso de hurgar en los sueños de otros pero recomienda para la misión a Ellen Page, que como ya no trae su panzota de Juno está ágil y puede ayudar en la aventura. Luego Di Caprio y Page juegan a que yo soy Neo y tú eres Morpheo y se pasean por sueños muy surrealistas. Luego entran al sueño de Carlos Slim Domit con el resto de los gandules, y vienen hartos balazos y explosiones y correteadas pero creo que no importa mucho porque todo ocurre en los sueños. Pero entonces corren el riesgo de quedarse en el limbo, y todos tienen miedo, y por eso hay más corretizas, y encima de todo llega Marion Cotillard a atormentar a DiCaprio con canciones de Edith Piaf, aprovechando que le sobraron algunas de la peli La vie en rose. Luego están en una bodega. Luego se caen de un puente. Luego hacen esquí en un lugar con mucha nieve. Luego el hijo de Carlos Slim se cree el Ciudadano Kane y está a la búsqueda del rosebud perdido. Luego explican todo eso, y debe estar bien claro pero yo nomás no le entendí. Porque resulta que del sueño uno se van al sueño dos y luego al tres y luego corren el peligro de irse a un sueño más profundo, pero para eso deben eliminar a las proyecciones de los subconscientes de los malos y de los buenos que aunque sean buenos también pueden tener proyecciones malas, y además, qué chinga, están los recuerdos, y luego también, qué joda, diez minutos dormidos son quince años de sueños (como los perros), y hay efectos especiales, y elipsis arriesgadas porque lo obvio ps obvio que es obvio, y cuando alguno de todos dijo que si se brincaba del sueño profundo al sueño tres al sueño dos al sueño uno engañando a las proyecciones yo sentí mucha vergüenza porque lo único que se me ocurrió decir fue YA POR FAVOR.
Mi impresión es que uno debe tener doctorado en física y psicoparapsicología para entenderle a estas películas y la neta no tengo claro si me interesa estudiarlas. Desde las realidades virtuales de
Matrix quedó inceptionada (originada, insistirán los traductores) la idea de que la incoherencia psico-espacio-temporal rulea cabrón para las discusiones geek y hace parecer intrincado y polisémico un recurso narrativo más bien de molde: la acumulación de giros de tuerca que hacen de la sorpresa un recurso previsible, las identidades disueltas que toman sentido en Las Pequeñas Cosas De La Vida (como un trompo o... nonono, no les espoilearé la sorpresa (ja)), el riesgo de la subjetividad porque nuestro principal enemigo siempre está acechando desde nuestra mente.
Christopher Nolan había sabido hacer todo esto rebien: la reconstrucción de la memoria de Leonard (Guy Pearce) en Memento (2000) ha sido de los momentos más inquietantes del cine de los últimos años, y si algo ha resucitado a Batman -y con él al Joker, y a Dos Caras, y al Espantapájaros-, es la incómoda bisagra que rechina entre la ética del héroe, sus impulsos violentos, las psicopatologías de los villanos y la imperceptible frontera entre los esquemáticos Bien y Mal. Pero en Inception Nolan quiere consagrarse con una idea propia y logra, ciertamente, lo imprevisible: transformar en convención el asombro rococó, agotar el delirio mental hasta hacerlo impenetrable, gastar su afición por el laberinto hasta que, con todo y embrollo, a nadie le interesa escapar de él porque mejor nos evitamos la fatiga y además, ¿a quién coños le interesa entender la tesis de Nolan?
Inception representa la cúspide de este cine de suspenso que parte de los misterios mentales, y es la cúspide porque tras tanto derroche argumental las premisas se vacían y ya no importa, de verdad que no importa, resolver la ecuación del sueño uno y el sueño dos y el sueño tres. Los héroes de la película, tan clichés en su quesquehiperarchirecontranomamesquecabron complejidad, corresponden a este vacío y quedan huérfanos, a la espera de otro delirio psicoloquesea para volver a funcionar.
Dicen que Inception es la película de la década. Quizá lo sea. Lo bueno es que ya es 2010 y viene una década nueva. Porque tener otra cinta de aventuras -los morbosos les llamamos chaquetas- mentales, ps como que ya, ya estuvo, ¿no?