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jueves, 4 de octubre de 2012

Psicoterapia Telcel

 Por supuesto, iba indignado. Y listo para recitar todas las formas lentas en las que creo que debe morir Carlos Slim. Ella lo sabía y por eso me dejó desahogar.
-Porque el puto Slim BLA BLA BLA al infierno con su BLA BLA BLA, putos monopolios de mierda que BLA BLA BLA, pero nos estamos organizando BLA BLA BLA; yo también soy 132 aunque sea de espíritu BLA BLA BLA, el que no brinque es Peña (y juro que brinqué: así era mi indignación).
La vendedora de Telcel me pidió mi número, tecleó rápidamente, constató que, en efecto, era momento de renovar mi contrato y cambiar de equipo.
-Yo le compré este cacharro -le enseñé el iPhone- a una chica por la mitad del precio que lo venden ustedes, le cambié el chip y aun con lo lento tuve el mundo que ustedes me negaban al alcance de mi mano: seduzco muchachas por Whatsapp, comparto a qué hora voy al único café al que voy en Foursquare, le tomo fotos a mis vasos de Starbucks y lo subo al Instagram. ¿Y ustedes qué han hecho por mi? Dime, menciona una sola cosa que ustedes hayan hecho por mí.
-Con sus puntos azules y su renta fija no puedo ascenderlo al iPhone 4 pero le alcanza para los Androids de esta hoja, revise y me dice cuál le interesa.
-Le diré qué me interesa -y mis ojos se inyectaron de sangre- me interesa una renta más barata, que limite mi red de datos porque quiero volver a salir a la calle y ver la vida: respirar el pasto, mirar los árboles, las ardillas y las mujeres en tacones, quiero pagarles menos para tener más calidad de vida, ahora seré yo quien los limite a ustedes y volveré a ser dueño de mi existencia.
- Renta más barata, de acuerdo. Mire estos Galaxys, tan bonitos, uno de ellos le puede servir.
-Me sirve volver a leer a Tácito, a Séneca, a Herodoto, esos pequeños placeres que he perdido por culpa de ustedes.
-Hay una aplicación muy amigable que se llama Alkido, ahí puede almacenar sus ebooks.
-¡No me interesa almacenar nada en estos artefactos! -bufé espuma rabiosa- ¡Quiero el olor del papel, del pan y la tierra mojada después de la lluvia! ¡Ya no me interesa seguir con este espejismo de la vida virtual!
-Estoy viendo que con la renta que quiere más bien le alcanza para estos Motorola, son más modestos pero con muy buena conectividad.
Y no entendí lo que me explicó de los pixeles de la cámara, la duración de la batería, el almacenaje de canciones, pero en la propaganda lo mostraba una rubia increíble y acepté. La vendedora siguió tecleando mientras yo trataba de explicarle con más detalle lo que me ocurría.
-No sé dónde quedó la vida, no sé dónde la perdí en esta borrachera del mundo 2.0. Entonces tomé decisiones: limitarme la conectividad para conectar mejor conmigo. Leer, escribir, escuchar álbumes completos y no sucumbir a las veleidades del shuffle; hablar con gente real y no con avatares de chichis que hacen daño y dan pena y se acaba por llorar.
-Firme acá y le entrego.
El aparatejo, más grande que el iPhone, sobrevivirá menos a la obsesión vintage pero por eso mismo será una suerte de delicatessen vintage. Pero no sucumbí a los recuerdos futuros, acepté la máquina con displicencia. Y ya preparaba los insultos de despedida cuando me dijo la mujer:
-Y no se preocupe que ya también le hice el cambio de chip. En pocos minutos su iPhone no funcionará más.
Palidecí. Un abismo insondable se abrió a mis pies. Sentí el vértigo del adiós y el olvido.
-¿CAMBIÓ EL CHIP? ¿CUÁNDO COÑOS LE PERMITÍ CAMBIARLE EL CHIP?
-Es para mejorar su conectividad. Cortesía de la empresa.
-Pero... ¿Y todo lo que tengo en el iPhone? ¿Contactos, mensajes, canciones que me dedicaron y dediqué, emoticons de cervezas y ligueros que prometían cervezas y ligueros reales? ¿Todo eso a dónde irá?
-Todo eso nunca existió. ¿Y no que quería deshacerse de todo eso?
-Sí, pero yo quería ser quien decidiera cuándo.
-¿Entonces vino a gritar sus bravuconerías solamente para compadecerse a sí mismo y no crearse un compromiso firme de cambiar?
-Mis fotos... la de la noche aquella en el Hotel Marlowe...
-Quítese la costra rápido, joven. Así duele menos. Digo, le duele ahorita, pero mañana que ya le entienda al Android estará listo para nuevas pics.
Me recargué en el mostrador y la miré intensamente a los ojos.
-Me siento patético. Es un teléfono de mierda, nada más eso. Nunca he endiosado a Apple, no compré la biografía de Jobs ni vi sus discursos en Youtube. Para mí esto -agité el iPhone- es un celular, y un celular es como una licuadora. Prefiero la licuadora, hace salsas, son reales, pican. El iPhone no. Pero cambió el chip y sentí un vacío. Sentí que perdía un hogar, ahora soy un damnificado, peor que el que vive un terremoto en Haití. Me siento muerto, me siento sin nada. No puedo creer que me esté pasando esto a mí.
Ella suspiró.
-Mire a su alrededor joven. Primero las propagandas: muchachos en una carretera. Muchachos en un globo. Muchachos en una fogata. Muchachos en un puente. Ahora vea a los demás clientes: ¿dónde está la carretera, el globo, la fogata, el puente? Vea sus gestos ansiosos, cómo disimulan sus carencias, cómo disfrazan sus miserias con arrogancia geeks. ¿Cree que vienen por teléfonos? Vienen por las montañas pero sólo tendrán recámaras polvosas. Vienen por el mar porque ya no escuchan cómo gotea la llave de agua en la cocina. Pero no lo saben y por eso buscan lo que usted ya supo que es falso: las fotos, las canciones, las promesas, las alianzas. Usted ya lo sabe, pero todavía no sabe cómo deshacerse de todo esto. Por eso le doy un Android. Cuando esté listo para la renuncia podrá regresar a los orígenes, el Nokia monocromático 1200.
-Pero los mensajes, señorita...
-No tenga miedo, va por buen camino. Ande, Telcel le regala un termo para cuando regrese al ejercicio.
Salí arrastrando los pies, hombros caídos, mirada perdida. Frente a mí pasó una anciana jamona que eructaba chorizo. La vida, me dije. También me di cuenta que me hacían falta cigarros.



jueves, 3 de mayo de 2012

Mi generación se está divorciando

Planeábamos con Jorge, Mariana y Pedro cómo rearmar los podcast de La vida imaginaria y a la hora de fijar nueva reuníón (no lo olviden amiguitos, mañana viernes a las cuatro en casa) Pedro se excusó de no poder estar una tarde, soltó con amargura que un amigo se casaba y debía ir a su boda. Tan veinteañero como Mariana, se pusieron ambos a lamentarse de los amigos que se casaban, de lo solos que empezaban a quedarse, de la tristeza contenida que simula sonrisa serena para felicitar y desear toda la suerte del mundo.
Recordé amarguras similares mías a sus edades y como trailer de una película larga y fastidiosa se precipitó el collage de la gente de mi edad, de aquellos que hace quince años estaban dale que dale con sus casorios, y me fui sorprendiendo: más avanzados unos, más melindrosos otros, algunos con aire festivo y otros en franco tono catastrófico, varios se están divorciando. Entonces también entendí por qué los he estado evadiendo: las charlas que me han tocado con ellos se han convertido en consultorías sentimentales con énfasis en el desencanto. Entender y no entender por qué no funcionó el matrimonio. Soltar sapos y culebras contra ese cabrón o esa pinche vieja. Confesar ambiguamente alguna canita al aire que les permitió reformular muchas cosas. Fumar compulsivamente. Recitar agobiantes contabilidades de pensiones alimenticias, rentas de cuartos lóbregos y automóviles que nomás no se sabe cómo dividirlos. Son charlas ríspidas, con voces fatigadas, que también piden de uno cierta sobriedad: no soltar lo que de verdad se piensa de esa bruja o ese culero porque ya se sabe que a la hora de la hora te salen con que siempre regresaron y luego qué cara les pones cuando te invitan a cenar.
Pero los amigos en tránsito de separarse parecen pedir un poco de eso. Complicidad. Empatía. Solidaridad. Y lo curioso: que les cuentes la otra parte de la historia, la que no reconocieron cuando estaban en su burbuja virtuosa del matrimonio. ¿De verdad siempre te pareció tan posesiva? ¿Por qué no me hiciste ver cuando se pasó de gandalla en esa fiesta? En aquel viaje que hicimos empezó el declive, ¿te acuerdas cómo se portó en los tacos? Tú que la ves de fuera, por ejemplo, en el cumpleaños de mi hijo, ¿qué tal te pareció su actitud? Hay una historia que no conoce el casado y que presenció quien estaba fuera del matrimonio, así como existen las otras historias, la silenciosa de la intimidad, la tensa de los desayunos, la desencantada de las expectativas cumplidas a medias, que el de afuera apenas las atisbo en los gestos fastidiados de supuesto cansancio. Se cuentan momentos nimios que ahora resultan claves: la primera vez que entré a su casa presentí algo. No me dio confianza cómo miró a mi amiga, pero lo dejé pasar. Debí sospechar cosas desde que la vi doblar la ropa. Dijo que era un poco nervioso, un poco, ¿quién iba a pensar que terminaría así? En alguna parte de Tu rostro mañana Javier Marías dice que desde que se conoce a una persona ya se sabe cómo terminará esa historia, si habrá lealtad o traición, si será un vínculo fuerte o deshilachado, de qué manera se volverá doloroso lo que al inicio es placentero, y que todo lo posterior de la relación es el esfuerzo de conjurar la disolución que ya se ha intuido. De modo que las charlas con quienes se están separando tienen un poco de epifanía: hablan y hablan de los agravios para hurgar en el pasado y encontrar el momento justo del deterioro, reinterpretan sus historias como forma de darle cuadratura al desencuentro que enfrentan todas las noches en casa.
Pero me perdí en la teoría literaria cuando en realidad quería hurgar en los chismes vitales. Es decir: que junto a esta parte cansina, amarga, de detallar -novelizar- la disolución -no deja de ser un duelo, es como enterrar a alguien, describió Guapóloga mientras me echaba raite a mi casa- también viene la ansiedad del reinicio, ahora cuéntame cómo ha sido tu vida, qué hiciste de nuevo, ¿sacó disco nuevo Madonna? Tienes que actualizarme porque desde hace tres pelis que le perdí el norte a Wenders (y cómo explicarle que justo desde hace cinco pelis perdió el norte el mismo Wenders). Y aquí viene lo divertido. La urgencia de echar unos tragos en el Pasagüero. Su planeación compulsiva de un fin de semana en la playa. ¿Conoces un galán, una chamaca, que me puedas presentar? ¿Pero por qué tan cansado, si apenas son las ocho de la noche y pues hay que buscar otro antro?, necesito recuperar el tiempo perdido.
Yo hice el chiste hace años: cásense, ahí los espero a que se divorcien, aunque ahora que regresan con el divorcio a cuestas traen consigo (traemos, que también está lo mío) los raspones que suelen mostrarse como heridas de guerra: el recelo, el sarcasmo, la poca tolerancia como resúmenes ejecutivos de tantos domingos o viernes malhabidos. Pero aun con toda la angustia a cuestas, lo interesante del divorciado es la adquisición de cierto nivel superior de conciencia, como si se hubieran metido una pasta para un trip fatigoso que les duró tres, siete, diez, quince años, y del que salen con una mirada tan cruel como transparente. Ahora entiendo muchas cosas, dicen, y el lamento íntimo es por no haberlo entendido hace tres, siete, diez o quince años. Desde ahí creamos un código secreto: ¿también divorciado?, y se precipitan charlas en clave que apenas requieren palabras concretas para afianzar entendimientos: suegros, hermanos, hijos, su nueva fulana, el placer de haber tirado ese tapetito cursi que nomás nunca no.
No sé por qué quería hacer un post chacotero y me quedó más bien amargoso, capaz para provocar la compasión de Mariana y Pedro, cachetada con guante blanco por mi ligereza ante ellos y su temporada de bodas. En el post que imaginé había adquisición de mascotas exóticas, cursos intensivos de cerámica, tutoriales para poner repisas y hasta los Timbiriches como forma lamentable de educación. En otro chance, con otro tono, le entramos a esto. Ahora me voy al café a ver a quien encuentro para hablarle de mi divorcio. O a ver The Avengers. Deflectar.

jueves, 26 de abril de 2012

Propongo a mis tías Auro y Chelo como promotoras de lectura

Yo le agarré gusto a la lectura desde el morbo, por eso me cuesta trabajo sumarme a eso de los universos extraordinarios de la imaginación, la devoción dogmática a la palabra y la experiencia enriquecedora de los significados múltiples y reflexivos. Mis familias, materna y paterna, tenían -tienen- un par de lectores desordenados y concupiscentes que, así como algunos se zampan una BigMac después de un carpaccio de salmón, así pasaban de Morris West a García Márquez y de Luis Spota a Leon Tolstoi sin el menor pudor. Y yo aprendí a hacerle así y devoré con el mismo descaro a Tom Sawyer, Irving Wallace, Sherlock Holmes y, ¿cómo se llamaba el autor ese del libro del No-Nacido?, y también Mafalda y El Libro Vaquero y las novelitas románticas y hartamente calenturientas de Bianca y Julia y Jazmín y Jorge Ibargüengoitia y Flaubert. Lecturas apuradas sin más criterio que lo entretenido o esto me aburrió (después la posmodernidad le llamó eclecticismo y así me salvó del ridículo). Y luego por eso me cuesta trabajo llamarle gustos culpables a esas lecturas misceláneas que revisa con la ceja alzada el canon-literario-trascendente-naiz. Porque obviamente, cuando llegó la adolescencia y el compromiso con El Ejercicio Arduo De La Literatura, aprendí a recitar lo que sí y lo que no: Borges sí, Benedetti no; Rulfo sí, Laura Esquivel no; Balzac sí, Agatha Christie últimamente ya tantito por aquello del revisionismo del subgénero vintage goe. Y ante esa bastardía de los best sellers, los manuales zodiacales, las metafísicas de Connie Méndez y las historias ocultas del HAARP, también aprendí a fruncir la nariz altivamente, como ñora de Coyoacan que se extasía con la prosa de intensidades de Alberto Ruy Sánchez.
Pero hay otra deformación: nunca me tragué mucho esto del libro como forma de enriquecimiento personal, por lo mismo que nadie se lo traga: un tío me regaló un libro de Buenos Ejemplos y Mejores Virtudes, se llamaba Hace falta un muchacho de Arturo Cuyas, era insufrible y lo sigo creyendo el mejor antídoto contra cualquier campaña de promoción a la lectura. Tampoco ayudó demasiado cuando de niño viajábamos rumbo a Ixhuatlán con la prima Rochi y en la parte trasera de su auto llevaba Azteca de Gary Jennings y el ladrillote se veía tan gordo y apetecible que naturalmente lo jalé para enterarme de las aventuras de Tiléctic-Mixtli, pero a las cinco páginas la prima me lo quitó. Precavida, no quería que me enterara de cómo les frotan chile serrano a las muchachas en sus cositos para que les arda y se les quiten las ganas de tocarse (años después encontré grupos de Yahoo que hacían lo mismo y aunque la experiencia redundó en pica-pica pude comprender muchas cosas de la naturaleza humana). Contra la novela, me compraron en el siguiente pueblo una historieta del Pato Donald que se olvidaba antes de empezar a leerse. En contra hubieron más tíos o primos o gente que me dejó libros al alcance de la mano. Pero si quiero precisar quien  definió mi interés (si se vale agregar, la personalidad) en la lectura, fueron las tías Aurora y Chelo, que son como las hermanas Patty y Selma de Los Simpson.
Tampoco se trata de despepitar todo el halo tenebroso de las tías Auro y Chelo, aunque si alguien lo pagara, con ellas podríamos hacer una buena peli de horror y devastación. Baste decir que visitarlas era hacer un viaje a la desesperanza, soportable vía el cinismo. Odiaban -odian- al gobierno, las telenovelas, los transportes, sus trabajos, la alimentación sana, la alimentación insana, en consecuencia a mis padres, a mi hermano y a mí. Apenas había la amabilidad funcional necesaria para establecer que uno existía, comentarios afectuosos como Quítese Chamaco, Te Sientas y Te Callas, e imagino que sentían mucho alivio cuando dejábamos su casa. Pero en perspectiva me queda seguro que no solamente había desprecio, también tenían sentimientos de maldad y destrucción hacia nosotros.
Eso se hacía evidente cuando llegaban los cumpleaños. Mientras el resto de los parientes hacían los festejos del caso -el pastel, los gorritos, el juego de las sillas- las tías fumaban y fumaban, hablaban de sus pretendientes rechazados y afilaban la lengua para burlarse de algún comentario bien nacido de algún otro invitado a la fiesta. Pero lo especial fueron sus regalos. Contra la parafernalia disneyana de muchos, y las ropas insípidas de los otros, ellas se decantaron en regalar... libros. Y qué libros: Demian Bajo la rueda de Herman Hesse, La metamorfosis de Kafka, La madre de Máximo Gorky, Crimen y castigo de Dostoyewsky. Que pasados los años pueden tratarse de un canon bastante convencional -y agradecible- de grandes novelas, pero que sigo pensando si a los ¿ocho años? eran las mejores lecturas. Ni siquiera Sherlock, o Verne, o las boberías pueblerinas de Tom Sawyer. Eran libros que contenían una transgresión poderosa, reconocer escenarios lascivos que obligaban a reconfigurar el mundo más bien ñoño y seguro del Pato Donald y demás universos infantiles. Porque ahora lo que sigue: favor de imaginarme en medio de la noche, con linterna bajo la cama, los ojos pelones y la boca entreabierta, sorprendido porque el pobre Gregorio Samsa quedó convertido en cucaracha o porque el atormentado Raskolnikov mataba fríamente a la anciana usurera para justificar algo tan oscuro e inasible como una premisa filosófica personal. Recuerdo esas lecturas y en realidad tenían poco de placer: eran descubrimientos perversos del mal, o la deshumanización, o la injusticia, o los abismos turbulentos de la naturaleza humana. Ojo que lo perverso a la vez se hacía delicioso. Estaba lejos del humor ramplón de Donald, leía asombrado e incluso recuerdo cierta incomodidad cuando se combinaban esos libros con la presencia de mis padres. Como si lo que estuviera en esas páginas cimbrara lo que estaba ocurriendo a la hora del desayuno e hiciera claroscuras las felices relaciones del jugo de naranja y los huevos con jamón.
Yo sigo creyendo que mis tías me enseñaron a leer desde el mal, desde cierto gusto infame por remover a la familia y hacer del escuincle baboso que yo era, un ser torvo, atormentado por las transformaciones del otro atormentado, el Demian de Hesse. Y eso hizo de mi relación con la lectura una complicidad casi delincuente, porque desde chico supe que leer no hacía mejor el mundo, pero sí que lo hacía más complejo por su halo tenebroso.
Lo que sigue ya es propio de adolescente, pero bien afincado con los regalos de las tías. Porque los excesos de Bukowsky o Burroughs, las francachelas sexuales de Henry Miller o Juan García Ponce, para mí tienen su fundamento en los relatos oscuros que regalaban las sarcásticas tías al tiempo que otros regalaban juguetes, libros de virtudes, ropa estúpida o caramelos.
De ahí que ahora, cuando me da por regalar algún libro, pienso en Chelo y Aurora, y me imagino como un ser libinidoso que comparte susurros impropios, proposiciones indecorosas o guiños para apurar los pecados. Lo cual debería culminar en un consejo: cuando les regalo un libro no estoy dándoles algo precisamente valioso o fraterno: se trata de un pacto malicioso, semejante al que en su día hicieron mis tías.
Y ahora que caigo en cuenta, yo sólo sé regalar libros. Creo que debo ser una mala persona.

jueves, 5 de abril de 2012

Viajes


1. Apenas Ana regresó de España llegó corriendo a mi casa a ponerme borracho y a platicarme su viaje. Además de haberse metido una tacha y haber conocido las leyendas de Becquer en Toledo, reafirmó su desesperanza salvadoreña, reinterpretó la estulticia mexicana y describió conmovedoramente la rebeldía de los Indignados gachupas. El hombre que la enamoraba, por ejemplo, estaba a punto de ser despedido por sus convicciones, y con su revolucionaria indemnización primermundista iría un mes a Japón a reflexionar sobre su quehacer político y su idealismo. Aún con la burla, le extrañó lo amables que habían sido los españoles con ella, porque los testimonios que Ana tenía

(acá va una digresión ociosa en la que Olga interpreta a una mesera española que la trató de la chingada; en el performance Olga azota todo lo que hay alrededor y da mucho miedo, por eso mejor le damos por su lado y nos lamentamos de su mala fortuna)

era de unos fanfarrones-nuevos-ricos-groseros y en realidad le tocó gente agradable, que disfrutaron conocer a la escritora salvadoreña con las chapitas rojas y carcajeante. Quizá, imaginaba Ana, se debía a que le tocó convivir con el sector progre, postposthippies alivianados que buscan causas para creer en ellas y fraguar así una personalidad buena-ondita. Regresamos a comparar con Olga y supusimos que ella había viajado como turista, además sudaca, y le tocó un sector fastidiado de atender viajeros, de trato parco y rutinario, más cordiales mientras más mullida es la cartera del cliente. De inmediato le platiqué de algo que tiempo atrás habíamos cafeteado con Jorge:

2. Que cuando se viaja mucho por trabajo termina hartando, y Jorge no sabía entenderlo muy bien. Le explicaba: no solamente es tener la cara de la revista que representas en cada desayuno-comida-cena-traslado-entrevista, las 24 horas del día. Se agrega cierta realidad desoladora que vas aprendiendo conforme estás en uno y otro y otro sitio, y es que siempre visitas el mismo lugar. No importa si se trata del Caribe tan colorido o de Hermosillo tan desértico y parco, si se trata de un lugar arrogante como San Miguel de Allende o de otro de humildad mal disimulada como Pachuca. Siempre se va al mismo sitio, con las mismas iglesias, los mismos restaurantes fusión y los mismos hoteles boutique.

(acá revelo una charla telefónica con una amiga, cuando le protestaba porque en TODOS lados se les hacía de lo más nice agasajarnos con el mejor... sushi de cada ciudad. Y olvidemos que no me vuelve loco el sushi, hagámonos mundanos: delicioso, venga el tepanyaki, el terumiki y el tetrapacky, pero cuando conoces El Mejor Sushi De Los Cabos, El Mejor Sushi De Puebla, El Mejor Sushi De Cozumel y El Mejor Sushi De Aguascalientes, o algo no está funcionando o todavía no sabemos que el sushi es la comida típica mexicana de oficina transnacional)

Todos los hoteles acostumbran el mismo desayuno continental o el buffete con la misma fruta picada, el mismo pan bimbo ligeramente tostado, los mismos frijoles refritos y los mismos huevos con jamón. En todos los sitios la gente es cálida y amable, todos tienen la más importante construcción colonial de su región y todos están a punto de detonar como el principal destino turístico de México, sólo les falta un pequeño impulso que por fortuna ha establecido como prioritario el Sr. Gobernador. Esto explica que sean tan aburridos los artículos de viaje oficiales: pronto se acaban adjetivos como señorial, magnífico, cautivador, entrañable y cristalino. Y lo que uno verdaderamente vio en el viaje no se puede poner. Porque es un efecto curioso: lo original de cada destino no se encuentra en sus virtudes, sino en sus defectos, en lo que los turistólogos nativos querrían ocultar. Sus verdaderas opiniones sobre el gobierno, la inseguridad en la belleza del sitio, los manglares destruyéndose, la pretensión de sus burguesías: la tensión propia de cada región, que lo vuelve en un territorio verdaderamente vivo, donde pulsan sus problemas y sus prodigios en una contradicción que, esa sí, es la que los hace enigmáticos.

3. Los que viajan por trabajo van al mismo hotel más funcional que elegante; los que viajan para beber visitan los mismos antros con las mismas cubetas de seis chelas por cien pesos; quienes viajan al paquete turístico aburren con sus mismas fotos en el feisbuk del Hospicio Cabañas o el Templo de Santo Domingo; quienes visitan a su familia: pues tías y primos y hermanos y bebés originales -ningún niño de su edad hace lo que él- con fondo de árbol de Navidad que no se ha quitado desde hace cinco meses. Pero, ¿qué tal si un viajero tiene la oportunidad de hacer todo eso en un solo viaje? ¿Tener una comida de negocios, ponerse borracho con un grupo bullanguero, visitar parientes lejanos y ya por no dejar tomarse la foto frente al mololote más famoso del lugar? El viaje al mismo sitio extendido a los muchos mismos sitios. Porque de ahí se entiende: una ciudad no se conoce por sus tres monumentos y sus cinco hoteles, sino también por su boulevard menos agraciado, por la forma en que se ligan sus muchachos de prepa o por el tono tan semejante o local que tienen sus putas para ofrecer sus servicios. Un viaje vende los tres atractivos de su folletería, pero el viaje real ocurre detrás, al lado, de donde se tomó la primorosa foto.

(que no se me olvide aquella anécdota jocosa: cuando Lilián y Olga viajaron casi al mismo tiempo, Lilián para reencontrarse con sus raíces sudamericanas (jojojo) y Olga para reencontrarse con sus raíces europeas (jojojo) mientras el pobre Gezeta viajaba cada ocho días de Puebla al DF a conocer tuiteros, a olvidar un amor malogrado y a preguntarse qué quería hacer con su vida. No me pondré de odioso a desdeñar las revelaciones existenciales de Lilián y Olga frente a Cuzco-La-Sagrada-Familia-Corrientes-Castillo-de-Praga, pero sí era rechispa que en el TimeLine, debajo de tanta epifanía, Gezeta preguntaba quién le invitaba un desayuno -estaba en la Juárez- o quien le pichaba el café -ahora caminaba por San Angel- y si habría alguno que le ofreciera un sillón para pasar la noche -y que le dijera cómo llegar de Avenida Vallejo a Cuajimalpa-. Porque entonces, el viaje de Gezeta, con todo y lo humilde, era al menos tan complejo e interesante como el de Lilián y Olga: menos kilómetros pero la misma búsqueda, el mismo ejercicio introspectivo y un tanto angustiado, reelaborado en calles, personas, bancas de parque, gente desconocida). 

El viaje podría, ser, incluso, a la ciudad propia, y eso va más allá del paquete turístico del gobierno: no se trata de jalar mi bicicleta hipster-poco-contaminante para admirar la iglesia perdida en la delegación Iztacalco, tal vez importa más conocer la nevería que está al lado de la iglesia, seguir la ruta del papá y el hijo que compran un agua de cebada, asomarse a lo que dejan ver las cortinas de las casas e imaginar cómo podría ser la vida que ocurre allí. Aprehender el día a día hasta que queda flotando el tono único, ese que sí distingue a un sitio de otro. Quitar los oropeles del folleto para reconocer los matices grises del habitante ajeno al brochazo turístico. De lo que se intuye: capaz el viajero es un ser menos impresionante que como lo pinta su mismo libro de viaje: el viajero auténtico no delira cautivado, se aburre. El viaje real no vive de la sorpresa, sino del hastío. Pero en esa costumbre sin folclor se vislumbra otra realidad, pesada y hermosa, del transcurso de la vida a pesar de su barniz mercadotécnico. Entonces, viajar pierde en espectáculo lo que gana en otra sustancia, más oscura pero también más sugerente.

lunes, 8 de agosto de 2011

Los tacos de la culpa

Hay de bisteck, chorizo y carne enchilada. Se pone en Av. Cuauhtémoc, frente a la Cineteca, afuera de la entrada a Urgencias del Hospital del Xoco. Están ahí desde las siete de la noche y terminan hacia las seis o siete de la mañana. Su principal clientela son personas que tienen que ver con la parte de urgencias: doctores, practicantes y enfermeros, pero también familiares de los pacientes, camilleros y conductores, periodistas que le dan seguimiento a una nota roja, policías de tránsito, preventivos y uno que otro judicial. Yo no tengo nada que hacer con ellos pero es lo único que hay en la noche, cerca de casa. Y cuando el hambre estruja, qué mejor que saciarlo con un delicatessen de real (por lo miserable) minimalismo.
Tacos de bisteck, chorizo y carne enchilada hay muchos en la ciudad, su éxito radica en su sencillez. No hay gran elaboración, es la carne asada, la salsa espesa y picosa, nopales o papas al gusto, cebolla y jalapeños acitronados que parecerían hacer más salvaje al platillo. Pero donde otras taquerías han convertido en industria la sobriedad, en los tacos del Xoco se preserva desde el puesto, sin interés de agradar, apenas el anafre y una mesa con refrescos, sopas maruchan y café instantáneo para quienes deben permanecer en vela; se sabe que lo esencial es la comida y no el discurso empachador de otra taquería mejor plantada. Y después vienen los tacos, suculentos no por lo fotogénicos como por lo sustanciosos: las tortillas tostadas como por descuido, las salsas y el puré de papas en trozos grandes, a medio elaborar; las tiras de nopal toscas y sin ganas de ser estéticas, y los trozos de carne, ¡oh, carne primigenia!, casi se siente a las vacas mugiendo mientras se arroja la mordida.
Demasiada floritura para decir que los tacos están buenísimos y que lo están no por su elaboración sino por su sencillez, parecerían los tacos que hace una tía apapachadora para agasajarnos después de haber pasado por un día muy agitado. 
Porque la gente come así los tacos, en ese lugar. No existe la urgencia del metronauta que corre a la chamba pero antes se echa el taco que suple una buena comida, tampoco los pedidos excesivos de la gran familia bovina, mucho menos las exigencias de los niños antreros que se creen con derecho a todo porque traen quince chelas encima y corearon hasta el hartazgo el Should I Stay or Should I Go de The Clash. En los tacos del Xoco los comensales comemos pacientes, en silencio, ligeramente cansados. Se entiende que el pariente internado, la pesquisa del ministerio público o el enfrentamiento del practicante con los brazos de amputación urgente no pueden sino derivar en agotamiento y fraternidad. Cuando estamos en los tacos no competimos ni urgimos: la jornada ha sido tan extenuante que al menos en ese lugar se busca el descanso vía la mirada hipnótica de cómo se asan las carnes y cómo las tortillas adquieren su consistencia semiquemada.
Porque hay que resaltar que los tacos están fuera de un hospital de urgencias, no de la clínica del cáncer largo o el parto amorosamente planeado. En el Xoco ocurre lo extraodinario: desde tonterías como los deportistas que se tuercen el tobillo por un mal brinco, hasta el vendedor de seguros que chocó, el niño que bebió esa cosa verde suculenta sin saber que era veneno, el operario que descuidó un movimiento y la máquina le tasajeó la mano, quienes iniciaron una riña y no entendieron cuándo salió la fusca y llegaron al hospital con cortejo intrigoso de familiares, abogados y policías. Cada uno de los que ingresan despertaron en la mañana pensando en la rutina de otro día más y nunca imaginarían que un movimiento en falso o un impulso desmedido los traería aquí, a saldar cuentas con la fragilidad del cuerpo, algunos con la muerte; por extensión, sus parientes comen los tacos con el shock de no asimilar lo que ha ocurrido: se despidieron tan sonrientes, la discusión parecía tan poco importante, esa noche deberían estar en el cine y por eso no se entiende verlos con sueros y monitores, con escayolas o tubos de oxígeno, como extraños porque no usan la ropa de siempre, y como extraños porque no están rodeados de la gente de siempre: médicos, enfermeras, camilleros, caras nuevas, aprender nombres, reconocer al internista buena onda del ojete, y con ello las burocracias admonitorias: se llenan formularios de ingresos, estudios socioeconómicos, solicitudes de medicinas y de sangre como si se expiaran las culpas de los descuidos; los administrativos deben ver a los familiares entre aburridos y severos: quien les manda a no ocultar el enchufe, por qué lo dejó comer esos mariscos si le parecieron tan malos, déjese de lloriqueos, los lloriqueos no valen, debió haber previsto, aconsejado, impedido: usted también es causante de lo que le ocurre a quien está tumbado en aquella cama, llene el formulario rapidito y haga acopio de estoicismo que esta historia todavía va para largo.
Imagino que cuando estamos en los tacos los parientes ya pasaron por todos los desconciertos, todas las negaciones, todos los dolores en el interior del hospital y sólo les queda asimilar su culpa, de ahí el tono desvaído, como drogado -ojos hinchado de llorar o estar en vela-, de quien ya gastó sus energías y sólo quiere comer algo para recuperar fuerzas -la noche aún será muy larga. Si lo de su pacientito no es tan grave, de pronto se permiten inventar los chistes que contarán durante el resto de sus vidas sobre este día calamitoso y sorprendente. En contraste, los doctores y enfermeros comen con indiferencia: tan desgastante sería compadecerse a todos, que la salud mental -incluso, la buena práctica profesional- les exige distanciamiento. Y le dan al taco sin remilgos y hasta como certificándolos: un doctor pidiendo otro de carne enchilada se vuelve mejor garantía salubre que cualquier  ISO 22000:2005.
Pero los clientes que más me atraen son los policías: barrigones (y sin cliché: las campañas institucionales de dieta poco pueden con sus comilonas callejeras), malencarados hasta que uno les pide el trastecito de los limones y lo pasan con diligencia, siempre contándose una historia encriptada, que el exceso de buena conciencia imaginaría llena de corruptela. La primera reacción ante ellos suele ser de repudio. Tanta tradición de mordidas y arreglos turbios los hacen, al menos, despreciables. Pero ellos no hacen nada por cambiar la imagen: están cansados, la chinga fue dura, comen y eructan, la carne se desborda del taco sin elegancia, miran de soslayo, no sé si con arrogancia de fregar o miedo de ser fregados. Se saben los responsables de todo, a ellos les tocó dar testimonio del atropellado, de los baleados en las riñas, ellos abrieron bruscamente la puerta del suicida y coprotagonizaron la incertidumbre del evento extraordinario. Y en ese tiempo de llamadas al celular, de llantos absurdos y rabias incontenibles, buscaron su sitio para ampararse: lavarse las manos, salir lo menos escaldados posible, hacer variaciones de la declaración ministerial según los tratos previos lo hayan acordado. Seguiría el panfleto progresista que los caracterizaría como los eslabones más frágiles de una gran cadena de impunidad e infamias, seguirá la reconvención: no todos debe ser iguales, y los pobres polis honestos aguantan tan mala vara como los que sí aprovechan las oportunidades. Pero ya habrá otro momento para redactar reclamos y precisiones: acá le dan a los tacos con el mismo cansancio de los otros, pero con la fatalidad acumulada de tanto herido y muerte que tramitan desde su humilde cinismo. Los polis desprecian las tragedias del hospital como se desprecian a sí mismos. "Le hizo chico tajote con la navaja, le desgració todita la vida". "Hasta pendejos para los arrancones. ¿Le viste las piernas rotas? Ese ya va a andar en ruedas para siempre". Entonces se ríen. "Hijo de la chingada", le suelta uno al otro, después consideran comer otro taco y, cosa insólita, el segundo se niega porque tiene el colesterol alto y hay que durarle a los morritos. Hasta eso que son considerados: ven llegar a un pariente de un hospitalizado y guardan silencio, seguro han tenido regaños por imprudentes y eso fastidia, han visto tanto pleito durante el día que lo que menos quieren ahora es pelearse más.
Son discretos pero socarrones. Solamente los he visto adoptar el hermetismo más férreo alguna ocasión que apareció en los tacos un insospechado reportero de TV. Muchacho bien trajeado que con saco de reportero de periódico habría causado más respeto; su micrófono con logo y su celular siempre sonando lo hace digno de toda suspicacia. Lo ven como un roedor sagaz que los husmea y a priori los enjuicia. Ante él se hacen ceños impenetrables. Los polis se saben amenazados, a medio comentario de ser exhibidos: nunca como entonces son ejemplo de impunidad, lacras sociales, servidores corruptos sin la menor moral. Y así nomás no saben los tacos, parecen decirme mientras me piden que les acerque la salsa. Intuyo que los polis saben algo que el reportero, tan camarógrafo y vagoneta al lado, nunca entendería: que ninguna negligencia pudo nunca prevenirse, que el consejo y el regaño son paliativos de una realidad más desolada, que la protesta no dice nada cuando ellos ven a diario asesinatos, rencores que devienen desgracias, la epopeya del ingenuo que no supo resolver su bronca y terminó entubado en una cama de urgencias.
Cuando al otro día aparece la nota, los comentaristas del noticiero están escandalizados, mueven la cabeza conmovidos y se preguntan qué puede hacer la gente, la sociedad en su conjunto, para paliar tanta desgracia. Por supuesto que crean conciencia y por supuesto que uno corre a leer manuales preventivos y también los que enseñan a ser buenos ciudadanos. Pero llega la noche, uno va a los tacos, ve a los parientes, los doctores, los polis, sobre todo a los polis. Se sabe que ellos entienden las cosas de otra manera, más turbia, más entreverada. Comen sus tacos, se limpian los dientes con un palillo, eructan. Uno sabe que ellos saben. Lo saben más triste, pero lo saben mejor.

Agregado uno: la inseguridad de revelar el sitio de los tacos, ya los veo luego llenos de hipsterillos cinetucos que van a la experiencia miserable después de haber visto a Lars Von Trier o Kar Wai Wong 

Agregado dos: que todo este post inútil se parece mucho más a esta rola: larga vida a Cecilia, a su banda de Arpía y al compositor José Elorza.

jueves, 6 de enero de 2011

La noche, según Sprandell

-Todavía joven -así comentó Sprandell la noche-. Joven un tanto insípida. Las noches son como los seres humanos: no son nunca interesantes hasta que llegan a la edad adulta. Hacia medianoche llegan a la pubertad. Un poco después de la una alcanzan la mayoría de edad. Su apogeo corre de las dos a las dos y media. Una hora después se hallan en vías de desesperación, como esas mujeres devoradoras de hombres y esos hombres cuesta abajo que se lanzan al devaneo con redoblada violencia, esperando persuadirse de que no son viejos. Después de las cuatro se halla en plena descomposición. Y su muerte es horrible. Verdaderamente horrible al rayar el sol, cuando las botellas están vacías y las personas se parecen a cadáveres, y el deseo, exhaustivo, se ha vuelto repugnancia. Yo tengo cierta debilidad por los espectáculos mortuorios, debo confesarlo -añadió Sprandell.

Aldous Huxley
Contrapunto

lunes, 11 de mayo de 2009

Pelis y novelas con vodka

1. Estoy seguro que una de la relaciones amistosas-creativas más importante que tengo, es con Martín. Nos conocemos desde 1988, él quiere dirigir pelis, yo quiero escribir novelas, y ambos nos sentamos y divagamos insensateces alrededor de muchos cigarros, cervezas, tintos o vodka. No es una relación sencilla ni armónica, solemos acabar muy fastidiados el uno del otro, seguros de la estupidez del de enfrente y procurando semanas o meses de distancia para retomar los temas. Pero en los enfados se asientan las ideas. Yo acepto sin reservas que afino mi mirada del mundo a partir de sus fanfarronadas; gracias a él he descubierto, en distintos tiempos y de distintas formas, los encantos de Wenders, Lynch, Won Kar Wai o Clint Eastwood; lo he visto adorar y detestar a Star Wars, según la pose que considere más adecuada en ese momento. Martín decide, como por generación espontánea, cuando una canción está de moda -tiene "ondita"- y a la media hora decide que está caduca. Lo mismo ocurre con películas, libros, conocidos, mujeres, bebidas, formas de vestir y marcas de cigarros. Lo más sorprendente es que su elogio y su denostación son de tal pasión y entereza, que casi convence, a pesar de su contradicción. A muchos les desespera esta volatilidad y estas fanfarronadas, yo me he acostumbrado a sus artimañas de veleta crispada, que muchas veces están cargada de provocación y mentira (¿por qué ya no tiene onda?, le pregunto con escepticismo en últimas fechas, y se nota cómo se traba para inventar un argumento a todas luces inconsistente, aunque con una precisión y capacidad demoledora, que hasta puede pasar por cierto, al menos durante medio minuto); sin embargo entiendo que detrás de la fanfarronada existe una intuición vertiginosa, que siente con nerviosismo el pulso de los tiempos (y menos elaborado: que también es un mamón).
Desde hace tres años estamos involucrados en una historia para cine y novela, que como diría Silvio, no es la misma pero es igual. La idea surgió de algún típico súpernegocio que ora sí se hace y ora sí nos volverá millonarios, de armar videohomes estrafalarios y "cagados" para consumo condechi. Diseñamos un quinteto de personajes que rozaban la farsa y todo estaba muy cagado, hasta que empecé a redactar sus retratos y los personajes fueron creciendo y descubrimos que teníamos un material mucho más importante que las bobas comedietas kitsch. Nos sentamos a imaginar argumentos y a no ponernos de acuerdo con lo más importante de la historia; él hizo una visualización en la que ponía el énfasis en la historia romántica de dos de los cinco personajes; a mi me siguen pareciendo más importantes los otros tres y la historia amorosa apenas me funciona como accidente, pero no como tema central; él está viendo una tragicomedia romántica al estilo de ciertas pelis orientales, mientras yo volteo a cierto tono lúgubre de Las vigilias de Bonaventura.
En alguna de las borracheras derivadas de medio armar estos proyectos, convinimos que cada quien haría su propia versión de la historia, y como imaginar la fama y el reconocimiento es parte del ejercicio creativo, hasta contemplamos, relamiéndonos los bigotes, los sangrientos enfrentamientos entre los fans from hell de la novela contra los fans from hell de la peli, sin descontar al fastidioso equilibrado que sopesa puntos de contacto y divergencias, y desde ahí describe las afinidades y los contrastes de ambos (y luego publica un mamotreto conciliatorio en una revista trimestral de cultura y pensamiento latinoamericano).
La separación entre novela y peli no ha impedido que ambos leamos y comentemos sobre nuestros respectivos avances. A veces tomamos en cuenta la opinión del otro, a veces neceamos y mantenemos la decisión personal. En el fondo sabemos que nadie conoce a los personajes mejor que el otro, y a pesar de los tonos y los objetivos distintos, reconocemos cierta coautoría que nos hace pensar dos veces antes de modificar o reafirmar. A veces, cuando leo esas necedades de Yahoo Respuestas sobre qué es mejor, si la novela o la película, pienso que sería un buen ejemplo este pin-pon que traemos entre Martín y yo, porque en estas miradas antagónicas puede apreciarse el impulso del intento de novelista con el otro suspirante a director.


2. No creo quemar spoilers si cuento el ejemplo más reciente. Tenemos un personaje oriental. Desde que yo lo pensé tenía claro que era de ascendencia china, porque son los chinos los herederos directos del tao sexual, que es importante para el conflicto del personaje. Como chino quedó en las primeras tres versiones del guión, lo mismo que en las diez cuartillas que he intentado sobre él. Entonces ocurre que hace pocos días, Martín me abordó en el messenger para anunciarme que el chino de la peli había cambiado y ahora era japonés. ¿Por qué japonés?, pregunté, y estuve a punto de lanzarle la perorata de lo importante que era el tema del tao, que la consistencia del personaje venía de ahí y que cambiarle nacionalidad era cambiarle toda una visión del mundo, que me parecía harto importante. La respuesta fue de una entereza fílmica irreprochable:
-Es que encontré un restaurante de sushi que se ve bien pero bien cabrón.
¿Y por un pinche restaurante de sushi cabrón traicionaba toda una identidad del personaje? Y a esto se agregaba otro argumento de lo más convincente:
-Y además, las partes de este güey tienen que filmarse a lo Ozu. Al ras del piso, con tiempos muertos, impersonal.
Quien lea sus argumentos desde la consistencia de la narrativa escrita podría despotricar, gemir, revolcarse abajo de la mesa, como estuve a punto de hacerlo yo. Pero quien sepa mirar sus argumentos desde el cine podría encontrar algo más importante que la congruencia de un personaje, que sería el poder de una imagen que transmite, de forma distinta, su expresividad.
Sé que el ejemplo está fuera de proporción, pero ahí fue donde yo entendí de qué se trataba el cine: es la secuencia del parque de 8 1/2, de Fellini, en la que Guido (el gran Marcello) está a punto de conocer a Claudia (Cardinale, ¿quién más?).




Toleren la pésima edición que arranca con treinta segundos de Guido payaseando frente al espejo del baño. Y después hay que ver este delirio: la mujer del abanico, el hombre que toma cerveza, las viudas y los curas que cruzan en segundo plano, el anciano al que ayudan a sentarse, gestos caricaturescos que quizá dan poco a la historia, pero en cambio otorgan expresividad (diría el cinéfilo mamón: el sello de autor). Fellini necesitaba esos rostros y no otros; quería que miráramos su languidez, su reposo, su satisfacción un tanto idiota de tan plácida; su función de coro visual satírico que sirve de preludio al encuentro de la belleza de Claudia (que en el maldito video se corta antes de mostrar su momento mejor). Uno mira esos rostros, esas sombrillas, esos desfiles de clérigos, esos felices abogatamientos y entiende que no importa su congruencia narrativa (¿les cae que en un parque italiano pueden confluir tantos personajes con tanto artificio impresionista así, de esa forma tan gratuita?), sino la fuerza que despliegan por ser esos gestos y esa vitalidad pachorra que se regodea en el parque. Antes de hacer cine Fellini era caricaturista y tenía gran habilidad para el retrato de la burguesía ascendente de la Italia de la posguerra. Hay un camino recto entre ese origen y sus payasos, o sus cirqueros, o sus putas grotescas, como la Saraghina, de esta misma peli, o estos paseantes del parque. Es cierto que 8 1/2 tiene su jueguito experimental, entre la autobiografía y la astucia estética, y que podría permitirse libertades que serían más cuestionables en una película narrativa formal. Pero también es cierto que justamente por eso Fellini rehuye de la verosimilitud narrativa y prefiere el riesgo meramente cinematográfico. La visión del mundo no tiene que ver con la congruencia con la realidad, sino con la fuerza de la expresión visual. De ahí que, aunque se vale criticar una peli desde su historia, es una crítica pobre si no va acompañada de la sorpresa (o el tedio) de las imágenes. Ver cine para ver historias es tan limitado como ir a un restaurant gourmet a saciarse. Es perder sutilezas de sabores, no reconocer las texturas crujientes o suaves de los alimentos, no comprender, desde el gusto, la contradicción de dulces y salados o calientes y fríos. La mirada al cine es igual, y en esa mirada, la historia bien podría pasar a segundo plano, si a cambio se comunica desde otro nivel sensorial.
Ahí regreso al Martín de principios de los noventa, que borrachos ambos, me llevó a ver una enorme puerta de madera podrida en el Centro. Una luz amarilla de farol la dotaba de claroscuros ámbar. Era una puerta hecha un poco de madera, pero mucho más de algo viscoso. Esta consistencia era producto de la luz. Y Martín pedo soltó la Frase Grandilocuente que ahora creo que lo avergonzará (saludos, je):
-¿Ves esta puerta? Cuando yo sea director voy a querer filmar esta puerta. Y que diga las cosas que ahora te dice a ti, así como la ves...
Di la respuesta indicada: "a güevo", y fuimos a buscar las siguientes chelas.
Sospecho que ahora Martín hace lo mismo, al ser tan insistente con su restaurante sushi cabrón. Y que en ese ejercicio, la nacionalidad china o japonesa del personaje no importa, incluso estorba. Debe ser desde mi lastre de narrativa escrita, que esa identidad sí tiene peso y de ahí viene la discrepancia. ¿Quién tiene más razón? ¿O más riesgo? ¿O mejor solución? Lo responderían la peli o la novela, en sus diferencias y puntos de encuentro. Obviamente, como aún no existen, todo es terreno de viles especulaciones. Pretextos para alguna noche cercana de necear con Martín, entre cigarros, vino y chelas. Sospecho que no falta mucho tiempo para eso. Por las moscas, me voy por el six pack de Indio. O la caja de doce chelas, de una vez.

jueves, 19 de febrero de 2009

Diálogos filosóficos con Martín (Comandante, pa' qué no se apura, ya nos chingamos el Matusalem)


22:30 De las mujeres

Martin (M):
Güey, en el periódico leí que se hizo una encuesta y que se descubrió que las mujeres son más violentas que los hombres.
Yo (Y): Yo no necesito una encuesta, volteas y ves ya, obvio que lo son.
M: Cabrón. Pero además, es una violencia con una infraestructura premeditada, lo que lo hace más cabrón. O sea, un cabrón madrea a una vieja, y es el cabrón solo, madreando a la vieja. Una vieja madrea a un cabrón, y a su lado lo madrean sus hermanas, su mamá, derechos humanos, Carmen Aristegui... es como si te pegara una vieja y te pegaran un chingo de viejas. Está cabron.
Y: Pero es más complicado, porque no te golpea así de golpearte-golpearte. Son más bien así, como oblicuas. Como no frontales. Como guerrilleras. Como el Che. ¿Viste la película del Che?
M: Yo no veo pendejadas sudacas.
Y: No es sudaca, es del gringo, ¿Sodenbergh?
M: Pero sale Benicio del Toro, que es sudaca.
Y: No mames, es español.
M: Bueno, pero sale un Bichir, que es coyoacanense y eso es peor. Yo no veo películas coyoacanenses. Me da urticaria.

24: 12 De las flautas del Güero
Y: ...y le dije a la chica que me agobiaba el ingenio de los creativos, que mi pensamiento es lento, que no cacho el discurso a la primera, que necesito reposar la idea para responder...
M: La cagas, los creativos no tienen discurso ni ideas.
Y: Es que atrás de tanta mamada debe haber algo...
M: Ésta es la mamada que hay: eres un creativo, te despiertas y dices: hoy va a tener onda comer en las flautas del Güero, ¿por qué?
Y:...
M: Pues porque son las flautas del Güero. Entonces vas y le hablas a los cinco gatos que trabajan contigo en la agencia y les dices: no mames güey, las flautas del Güero son la onda. Y todos dicen: neta, a güevo, las flautas del Güero. Y a la hora de la comida se van a las flautas del Güero.
Y: Ajá, ¿y?
M: Pus ya, que tienen onda las flautas del Güero.
Y:...
M: El pedo es saber cuándo dejan de tener onda las flautas del Güero.
Y: ¿Cuándo dejan de tener onda las flautas del Güero?
M: Pos un día te despiertas y dices: qué mamada las flautas del Güero. Entonces vas con los cinco gatos y les dices: son una mamada las flautas del Güero. Y ya: dejan de tener onda las flautas del Güero.
Y:...
M: Imagínate lo mismo en una junta de creatividá.

01: 15 De salinato y futbol
Y: Entonces checa la estrategia: de delantera los niños Harvard brillantitos y muy cabrones: Aspe, Colosio y Camacho Solís. De medios, a los babosos pero funcionales de Zedillo y Gurría. Pero la defensa estaba recabrona: el terrorista Gutiérrez Barrios en Gobernación, el fraudulento Hank González quesque en Turismo, el se-cayó-el-sistema de Barlett en Educación. No mames, enfréntate a ese pedo.
M: No lo había pensado así, está muy cabrón.
Y: La delantera la mandas al TLC, los medios administran la jugada, y la defensa, ¿a poco te vas a meter con esa defensa a los putazos?
M: ¿Y por qué no le aprende Eriksson? ¿Por qué nadie se da cuenta que era un genio Salinas?
Y: Las televisoras. Imagínate el desmadre si hacen director técnico a Salinas.
M: Bueno, pero después, ¿por qué fracasó?
Y: Aspe, Colosio y Camacho. Como si tuvieras a Maradona, Pelé y Ronaldinho en el mismo equipo.
M: Y con los zapatistas de hooligans. Neta que sí está cabrón.

01: 37 De las mujeres (II)
M: Y después de tanta mamada me manda el mensaje el 14 de febrero: "inicia la tregua, quiero verte", ¿qué haces?
Y: La mandas a la chingada, qué más.
M: El pedo es que yo tenía ganas de coger. Entonces le compré flores y pues qué onda, le mando el mensaje de qué onda.
Y: ¿Flores tú? No mames.
M: Y me contesta: "estoy en una fiesta con mis amigos, ¿vienes?"
Y: ¿Fuiste?
M: No mames.
Y: Ah, bien. ¿Y luego?
M: Me quedé despierto hasta las tres de la mañana, a ver cuándo se desocupaba de los amigos. Y me manda el mensaje: "Ya no estoy con mis amigos".
Y: No jodas, ¿qué hiciste?
M: Ya iba por Tlalpan cuando manda otra mensaje: "Terminó la tregua. Olvídame. Sé feliz"
Y: ¡No mames! ¡Así son todas! ¡Todas!
M: Me di cuenta que caí redondo en la trampa. Pinches viejas. Hoyo total.

02: 30 De los extranjeros
Y: es que date cuenta: las ciudades que sirven, onda Nueva York, onda Buenos Aires, tienen inmigrantes. En vez de mandarlos a la chingada, aceptan inmigrantes.
M: Cabrón. Si yo fuera jefe de gobierno del DF, obligaría por ley a que todas las familias hospedaran a un extranjero, para que les abran la cabeza a tantos pendejos.
Y: A güevo.
M: Que aprendan que hay mejores desayunos que los huevos con jamón, que la Familia Peluche es una cagada, que está de güevos cenar con vino...
Y: A güevo.
M: Y pues básicamente que eduquen. Así sería la campaña: "Extranjeros educan chilangos". Nomás así.
Y: Tener en tu casa un argentino, o un español, o un francés.
M: Nel, una argentina, una española, una francesa.
Y: Claro, claro, argentina, española, francesa... ¡rumanas!
M: Cabrón, eslovacas y rumanas.
Y: Gringas no.
M: Claro que no, güeva.
Y: Y los que puedan pagar algo más sofisticado, suecas, islandesas, rusas.
M: Y producto regional: colombianas, venezolanas...
Y: Japonesas.
M: Nel, japonesas nel. Los japoneses tienen pedos. Ahí sí me da un chingo de miedo.

03:05 De las mujeres (III)
Y: Es la estrategia: no las pelan, te buscan. Las pelas, no te buscan,
M: Exacto. Porque no buscan nada. Nomás embromarte y atención.
Y: Exacto. Pero las atiendes y ya, no te necesitan.
M: Exacto. Se van a agriarle la vida a alguien más.
Y: Exacto. Está culero pero es cierto.
M: Exacto. Aunque digan que soy misógino cabrón.
Y: La misoginia no existe. Existe la experiencia.
M: Quien no es misógino no ha amado.
Y: Eso es chido. Voy a subirlo al blog.
M: No mames, si lo subes no digas que lo dije yo, o ya no me va a hablar ninguna vieja.
Y: ¿A poco tus viejas leen mi blog?
M: Lo leían, ya está bien pinche aburrido.
Y: Ya sé.
M: En el hoyo.
Y: Hoyo total.

03:40 De bondad y maldad
Y: Partamos de esto: el ser humano es malo. Su naturaleza es mala.
M: A güevo.
Y: Las leyes y el gobierno y esa mierda es para controlar su maldad.
M: A güevo.
Y: Sin embargo, sabemos que existe el bien. Que juntas cobijas para la gente de los huracanes y cooperas para la lucha contra el cáncer.
M: A güevo.
Y: Pero, ¿qué es ese bien si el hombre es malo? Yo digo, el bien es un artificio de la inteligencia humana. Una reformulación creativa para reformular tu instinto natural de maldad.
M: Por supuesto.
Y: Por ejemplo, la vecina de al lado, si no conociera la noción de bien, no dudaría en matarme. Si oye mi música a todo volumen, obvio que su impulso natural sería matarme.
M: Sobre todo tu música, que está de la verga.
Y: Pero como aprendió el bien, me tolera, se aguanta.
M: Mucho más tu música, que está de la verga.
Y: ¿Y dónde aprendió ese bien para no matarme? En la iglesia, con su familia, en la tele.
M: Pus en la tele, nomás ahí pasan de esta música de la verga.
Y: No mames, no me estás atendiendo.
M: Sí te atiendo, que la vecina debería matarte porque tu música está de la verga.
Y: Te estoy hablando del bien y el mal.
M: Ya entendí, pero no mames. Cámbiale a tu música. Es que está de la verga.

04:10 De las mujeres (IV)
M: Pinches viejas.
Y: Sí, pinches viejas.
M: En el hoyo.
Y: De la verga.
M: Pinches viejas.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Espurio

Me pareció sensato que Calderón evitara las provocaciones de López Obrador y se mantuviera al margen de las reyertas postelectorales. Había un tono de prudencia y elegancia cuando no respondía a los exabruptos desesperados del otro. Ciertamente, la estrategia ayudó a que se estigmatizara más a López Obrador (ni modo, se ponía tan de a pechito), mientras la postura discreta de Felipito lo dotaba de una imagen bien templada.
Pero la sensatez se le ha vuelto un pelín arrogancia cuando ha evitado tratar los temas de la elección y su muy dudosa legitimidad como presidente. La gente que comulga con él se ha contagiado de esa arrogancia: contra la chafa estridencia de sus opositores, ellos se autoconciben como un monolito de respeto y formalidad. Los otros, los nacos, los inadecuados, los groseros, los excesivos, los ordinarios, se manifiestan en las calles de maneras escandalosas y siempre reprobables. Nosotros, los educados, los sensatos, los dignos, los bien formados, los elegantes, los prácticos, los que sí-queremos-al-país, evitamos desfiguros y transitamos por vía directa a lo productivo, lo competitivo, lo primermundista clase premier (Déjense de mamadas y pónganse a trabajar!!!!).
El cambio en el formato del informe de gobierno parecería participar de esta sensatez: evitar el circo y darle al acto la formalidad requerida. Al no asistir al Congreso y en vez de eso mandar su informe por escrito, Calderón neutralizó los ramalazos de sus adversarios y todo el gasto de energía y declaraciones previas al 1 ° de septiembre; los centradísimos y sobrios analistas políticos celebraron que terminara la escenificación del Día del Presidente y se optara por una rendición de cuentas práctica y eficiente. Como para que no se olvidara que supuestamente existe un presidente, el hombrecito saltaba a la hora que uno menos esperaba en la tele (como Chávez, pero en bien nacido), en medio del reality show, de la película, de la telenovela, para atestarnos convenientes cápsulas de todo lo que su administración ha realizado.
Lo curioso es que la insistencia por evitar el protagonismo (para eso tenemos al Peje), ha derivado en hieratismo. Si el contrincante es populista, excedido, estridente, Calderón se erige solemne, adecuado, rígido, formal. El aspecto de un gobernante eficiente. Más solemne en tanto más dudosa es su legitimidad. ¿Alguien recuerda al valiente secretario de Energía despedido porque se atrevió a destaparse como candidato antes de los tiempos electorales? ¿O al sorprendido y espontáneo precandidato que sin saber cómo le estaba dando la vuelta al precandidato oficial, Santiago Creel? Felipe Calderón está atrapado en la imagen de todos los que dudamos de su investidura. Los seguidores de Calderón también están atrapados en ese reducido margen de acción, porque se saben gobernantes y vencedores y dignos de desdeñar a los adversarios, pero también se saben altamente proclives de toda sospecha.
Lo más importante del grito de “espurio” de Andrés Gómez en Palacio Nacional, no fue el ejercicio de la libertad de expresión, ni la actualización (40 años y un día después) del alma del 68, ni el regalo político-mediático que le significó al perredismo, ni la “presentación en sociedad” de una generación que -dicen- será más crítica y combativa que los lamentables treintañeros y cuarentones hipotecados, que se hicieron adeptos de los buenos valores del panismo. Lo más importante fue arrancar la costrita, volver a evidenciar el error de origen, actualizar el estigma que el hierático Calderón siempre llevará consigo: es espurio, no porque lo haya dicho López Obrador o Andrés Gómez, sino porque él mismo se ha mostrado así al no cantar su triunfo, al no asentar su legitimidad, al no enfrentar a los adversarios dando la cara en un informe de gobierno, al no relajar su figura templada y declararse a sí mismo ganador de las elecciones, al permanecer con esa imagen de acartonamiento vergonzosa por la Silla prestada a la mala.
Hablando de coincidencias onomásticas: qué peligrosamente se está pareciendo a otro hierático de terribles recuerdos, paranoico, inseguro de su posición política, siempre sintiéndose amenazado por fuerzas externas perniciosas, como Gustavo Díaz Ordaz. El peligro será que esa inmovilidad termine endureciendo, y que llegue el momento en que Orden y Seguridad le sean sinónimos (a él y a quienes lo siguen) de Intolerancia, Represión y Ajusticiamiento.

PD: El buen Lear (que se le extraña, pues) siempre está desmarcado y aun así (o por eso) acierta: ayer me dijo que independientemente de su carga política, está bueno regresar/refrescar a la vida diaria una palabra tan linda como espurio, que hasta antes de estos tiempos había quedado un tanto empolvada en el diccionario. De ahí intentamos inventarnos algún post de palabras que los políticos reutilizan o inventan (chachalaca, globalifóbicos, sospechosismo, solidaridad), pero eso ya es una investigada para después. Me voy a comer.

martes, 29 de julio de 2008

Conclusión después de haberme puesto una discreta peda con el Lear y haber oído los discos proscritos durante cinco años de Caetano Veloso,

El único final digno sería cumplir cuarenta años, robar un auto, abandonarlo en una carretera de Centroamérica, vagabundear hasta terminar como mendigo en un parque de Paraguay, Perú, Bolivia o Uruguay, y morir ahí de inanición cantando el Lamento Borincano. Lo demás son estupideces.

martes, 22 de julio de 2008

Vivamos el Ya Basta!!!

Entre los mensajes colectivos del jaifaiv encuentro un llamado para participar en una "campaña contra el hostigamiento en comunidades zapatistas". Seguía una explicación idéntica a la de cualquier cadena izquierdosa de este tipo ("los abajo firmantes manifestamos nuestro rechazo..") y concluía con los lemas pertinentes ("¡Exigimos respeto a la autonomía de los pueblos indígenas! ¡Rompamos el cerco informativo y detengamos el avance del ejército en las comunidades zapatistas!"). Después había que firmar y mandárselo a quinientas personas comprometidas más. El mensaje no significaría más si no me llamara la atención su título: "Vivamos el Ya Basta!!!"
Es decir, en el cúmulo de las experiencias excitantes a vivir (Vivamos los Eightie's Experience, Vivamos la Aventura Colonial Guanajuatense, Vivamos la Moda Swinger, Vivamos el Sabor Pepsi Retro), se agrega la invitación a vivir la experiencia de la indignación y la concientización por los abusos del gobierno contra las comunidades indígenas. Protestar, increpar, movilizar, ha llegado al mismo nivel de entretenimiento que bailar, turistear, comprar IPhones o hacer cola para ver el último Batman.
El sentido común haría pensar que indignarse o protestar contra alguna acción del gobierno sería una actividad triste e indeseable, pero obligada ante el odioso contexto político. Pero ahora resulta que puede verse como una rica experiencia de vida, un hobbie o actividad lúdica que (imagino la apología terapéutica) te hace contemporáneo a los problemas del mundo, regodea tu compromiso con lo que sea e higieniza tu conciencia tan fácilmente corruptible por tanto comercial y teletones alrededor.
Obviamente esto no es nuevo, ya se sabe del turismo político que se hacía en San Cristóbal de las Casas en los noventa, o el que ahora se realiza en cualquier lugar del mundo donde haya una reunión político-empresarial de altísimo nivel (Seattle, Davos, Cancún, más las que se acumulen el siguiente trimestre).Es la fantasía erótica revolucionaria, "cuando hago la revolución me dan ganas de hacer el amor", dicen que decían en el 68 checoslovaco o francés o mexicano; lo excitante de la cogedera en un colchón pulguiento, rodeados de fotos del Che y libros de Marx y cómics de Los Agachados; la creación de líricas amorosas alrededor de escolásticas dialécticas: "mas le gusta la canción que comprometa su pensar..."
Estas mitologías de hace treinta o cuarenta años persisten, fingiendo la misma modernidad que la canción "Creep" de Radiohead (no insistan, ¡ya no es moderna!). Cierto que ha evolucionado, de la izquierda dogmática-proletaria, a los activismos proderechos humanos, ecológicos o de libre expresión. Lo curioso es que evidenciarlo equivale a exhibirse como un monstruo reaccionario neoliberal monopolista eclesiástico. Satirizar el compromiso es como negar el pensamiento libre y desinteresado, haberse vendido al pan Bimbo y a las bobadas de Galilea Montijo (aunque por tus piernas, mi Galis, yo me vendo a lo que quieras). Que bueno, siempre hay activistas menos radicales, quienes aceptan que en efecto, muchos de estos turistas izquierdosos en realidad van a echar la chacota en vez de trabajar para las comunidades, y acto seguido te demuestran que ellos sí tienen requeteharto compromiso porque pasaron tres meses tejiendo petates con los huicholes o se inventaron unos libros artesanales cosidos a mano bien bonitos, que ahora venden los tianguistas de Coyoacán y el centro de Tlalpan. Por demás está decir que estos activistas en serio son los más terribles, pues la seguridad de su convicción los hace más robesperrianos ante los bufones que como por default le tiramos un poco de mala leche a todo (y los izquierdosos tan fácil se ponen tan de a pechito...)
Me ha tocado ver amigos izquierdosos que calendarizan marchas como si fueran conciertos o bodas. Se viene la de los oaxaqueños, en dos semanas la del orgullo gay, no olvidemos la del derecho al aborto o la protesta contra la invasión a Irak. No discuto la pertinencia de estos apoyos o protestas; se me complica no esbozar la sonrisa ante lo programático del itinerario. Porque de la obsesión de participar en estas actividades se desprende algo más importante que la conciencia política: es un "estilo de vida" en el que el contenido de la protesta importa menos que la facultad de rebelarse, "tomar la calle", expresarse libremente ante gobernantes que ni siquiera están en las sedes de las protestas, sino comiendo gastronomía mexicana de fusión en el congal de Martha Ortiz (ah, todos mis platillos tienen historias!!!).
Aunque por otro lado, siempre queda el desconsolado argumento: si no se protesta, si no se toma la calle, ¿entonces qué se hace? Tampoco es de lo más satisfactorio pensar en un país de terciopelo y conforme, en el que Mouriño firma libremente contratos legales (no importa que no éticos) y el burócrata ese que chambea de presidente sale en fotos con Elba Esther Gordillo cuando ésta le da chance.
La mitad escéptica de mi cerebro borra con fastidio el "Vivamos el Ya Basta" del jaifaiv. La mitad (por suerte) aún ilusa y aérea se pregunta si no habrá otras formas, nuevas, efectivas, de participar de lo izquierdoso sin que eso signifique ser un protestón profesional y sin un sentido (de tan resentido). Por suerte, las dos mitades se concilian al hacer la búsqueda en el jai de unas rumanas impresionantes, de minifaldas casuales y sonrisas informales, que te miran directamente, y al menos desde esa mirada aseguran que quieren ser tus amigas. Vivamos el Jalou Baby, pues. Y ahí, sí, a darle a aceptar.

PD1: releo y me sorprende ver que de alguna manera estoy suscribiendo los argumentos aciditos del libro Rebelarse vende, de Joseph Heath y Andrew Potter, que me recomendó Lilián , quien a su vez lo tomó de Paxton, y que me prometí leer con mucha ceja levantada (no quiero acabar de tragarme esto de que la contracultura solamente es un negocio que legitima el "capitalismo consumista"). Pero encuentro, por ejemplo, en el libro: "La contracultura considera la diversión como el acto transgresor por excelencia. El hedonismo se transforma en una doctrina revolucionaria". Y quiero seguir con la ceja levantada, pero ya no puedo hacerlo tanto. Igual, apenas empiezo el libro, conforme lo avance iré encontrando unos hermosos y resplandecientes sofismas para rebatirlo y que no me incomode tanto.

PD2: El coso éste va dedicado a la Rax que me estuvo chinga-jode que ya subiera algo y este post era el único que ya tenía medio armado pero no acababa de convencerme; tons, si hubiera algún acierto, que se le deba a la insistencia de Rax; la putacera que vaya toda contra mí.

PD3: De verdad están preciosas las rumanas.

miércoles, 11 de junio de 2008

Sex and the city and las blogueras

Viernes lluvioso en la noche. La cita es en el Starbucks de Insurgentes que está a una cuadra del WTC. El objetivo: ver Sex and the city, la película surgida de aquella serie de TV que en los tempranos años 00 (diría el lugar común) "marcó a toda una generación". Creo que a continuación debería detallar lo que ha significado esta serie, sobre todo para las chicas-y-no-tan-chicas que encontraron en ella una nueva forma de asumir su individualidad, sus formas de expresión, sus intereses y sus cuestionamientos sobre amor, desamor, amistad, etc. Pero todo mundo ha hecho esos exámenes sociológicos y con un café que no puede fumarse nomás no puedo. Entonces espero a mis acompañantes.
La banda etílica acordó verla juntos, en bloque. Yo llevaba el chiste sebo de apoyar, como hincha de futbol, todas y cada una de las patanerías que hiciera el machín más cool de la tele, Mr. Big. Al final el grupo se fue desintegrando y los asistentes al Gran Evento fuimos tres entusiastas blogueras, el amigo de una de ellas y yo. La bloguera más fan e impetuosa decidió vestirte de lo más glamorosa (y divina que se veía). Yo antes de ir a la cita miré con tristeza mi ropero y lamenté no tener el tacuche adecuado para ponerme a tono con la ocasión.
Hay que vestir glamoroso para ver Sex and the city, así como se visten batones y sombreros de brujo para ver Harry Potter, o así como las mamases llevaron veladoras a La pasión según Mel Gibson. Porque es cierto: Sex and the city no es una peli, es un ritual femenino y hedonista. Ya había leído en otro blog de los grupos de muchachas emperifolladas que se lanzaron en grupo a la sala, con el plan posterior de beber martinis Cosmopolitan y hablar de galanes, simulacros de galanes, intimidades sexosas y dilemas existenciales. Aquí reproducimos el rito y vimos cómo algunas otras chicas también lo hicieron: tacones, vestidos vaporosos, maquillajes más sofis mientras más simples. Nota al calce: si las muchachas se van a poner así de chulas, no tengo lío en que todos los complejos de cine perpetúen para siempre esta peli en alguna de sus salas.
Entonces viene la película, las referencias de quiénes son y dónde se quedaron cada una de las heroínas, algunos chistes incisivos y el fuerte arranque de la acción con los preparativos de la boda de Carrie y Big, la orgía visual de vestidos y restaurantes y condominios de lo más cute, el arrepentimiento de Big al bodorrio (no le saboteo la película a nadie; todos los trailers traen la ya famosa sorrajada de ramo) y a partir de entonces la trama se va desinflando hasta convertirse en un desganado capítulo de la peor de sus temporadas de TV.
Charlotte se vuelve un bufón diarreico, Samantha desespera con una fidelidad que nadie le cree, Miranda aburre con su obstinación de no perdonar a Steve y Carrie Bradshaw languidece en una depresión crónica sin rebeldía ni reflexión. Las reseñas quisieron explicar que esta película intenta ser consecuente con los cuarentaytantos de las personajas; si yo fuera cuarentona me alarmaría creer que estas edades son tan aburridas. Menos mordaz y más analítico, el problema está en que la peli condensó una temporada de al menos diez capítulos en apenas dos horas y pico. En ese tiempo no se puede desarrollar y profundizar en líneas argumentales que pedían más espacio: la indecisión de Big, los motivos de Steve para ser infiel, la desesperación de Samantha por seguir siendo fiel, la presentación de la asistente de Carrie (¿no merece Jeniffer Hudson un papel mejor?), las vicisitudes del embarazo de Charlotte, los nuevos hombres que debieron aparecer en sus vidas, la asunción de estar cuarenteando, la reconciliación de Carrie y Big (que en tele hubiera sido una buenísima lidia, pausada y agobiante, y aquí parece un recurso barato sacado de la manga). El material era rico para una séptima temporada: la peli es un tráiler de dos horas de los capítulos que -¡lástima!- nunca veremos en televisión.
Pero todo esto sería pecata minuta al lado del error superior: cuando la emblemática cronista Carrie Bradshaw, la mujer de los amores apasionados y la fatigosa autorreflexión, languidece sin su laptop ni su columna en el periódico The New York Star, la cual es a su vez la columna que sustenta y hace sólidas las historias de la serie.
Precisamente la escena constante de Carrie escribiendo en su laptop, mientras su voz en off va dando cuenta de lo que escribe, es lo que da solidez a las pasiones, los romances, las dudas de los personajes. Sin estas reflexiones las aventuras de Sex and the city aburrirían por su repetición; justo esta columna (y no los escenarios neoyorquinos, ni los espléndidos outfits, ni los restaurantes y bares nice, ni los zapatos Manolo Blahnik) es la que ha hecho a tantas personas fans de la serie. La lap top y la columna de Carrie son como la varita de Harry, el látigo de Indiana o la espada láser de los Jedi; allí se reflejan los espectadores, en sus comentarios decodifican sus vidas; sus interrogantes son nuestros acertijos emocionales, sus conclusiones paradójicas constituyen la filosofía cafetera con la que singles, adultescentes, peterpanes, amazonas y demás tribus ciudadanas (mierda, qué panista es uno a veces) resolvemos el amor, el filtreo, la pareja, la individualidad, el proyecto de vida y demás engorros de los años 00. Cuando Carrie le cede la manipulación de su computadora a su asistente, también parece cederle su genio, su persuasión, su facultad de gurú.
Porque si ya empecé el debraye, entonces déjenme seguirlo: por la descripción meticulosa de su vida y las de sus amigas y sus hombres, por el constante ejercicio de autorreflexión, por su espíritu de cronista sentimental pero también mordaz, en el personaje de Carrie Bradshax se origina el espíritu que ahora estimula a tantos y tan distintos blogs (¿?). No sé quien creó la plataforma tecnológica que hace posible la blogósfera, pero si me queda claro que la rubia de los zapatos Manolo Blahnik le imprimió su novedad pop, su impulso, su capacidad de variedad y recreación. Ya sé que hay muchos blogs, algunos harto intelectuales, o harto geeks, o verdaderamente preocupados por las formas en las que se van dando los acontecimientos sociales, y algunos más que derivan en el buen bisness (señores inversores: yo quiero uno de esos); los que tratan temas serios o los que operan como santuarios de la fascinante personalidad de su creador. Pero la gran mayoría, los blogs insensatos, los blogs del primer impulso, los que nacieron y están naciendo de esa necesidad inmediata de registrar el momento, son blogs que en alguna parte de su concepción tienen la redacción febril y apasionada de la chica de Nueva York. Si Werther creó al suicida romántico, Carrie Bradshaw creó a los cronistas de pc. Ya sé, sueno excesivo, pero si uno no se excede, ¿entonces para qué mierda escribe (en su pc)?

Es ahí cuando reparo en el extraño azar que me hizo ver la peli al lado de estas tres empeñosas blogueras, y ahí me quedó claro de qué se trata, y también por qué fracasó el ritual: los cronistas virtuales queríamos que Carrie nos volviera a sugerir un rumbo, como Bloguera Senior que es, y eso nunca ocurrió.
Y ya que me metí en el debraye, déjenme terminarlo: al salir de la sala, al ver la decepción de mis compañeras, intuía que acaso ellas (y muchas y muchos más que apresuran y apresuramos nuestros renglones en nuestras distintas bitácoras) ya habían superado a la columnista de The New York Star. Quizá sin su glamour, sin Nueva York, sin los antros chic o los galanes GQ, ellas y ellos han tomado la estafeta y ahora la han superado con crónicas más plenas por lo complementarias y contradictorias. En sus blogs discurren sobre sus desconciertos amorosos, sus furias ecologistas, sus disquisiciones sobre la amistad, sus recopilaciones de videos de youtube con referencias emocionales, sus ligues y sus decepciones por lo insustanciales que resultaron los ligues, sus lecturas y sus comentarios políticos, sus pilas de fotos de ciudades y borrachos y mascotas y amores y examores de sus vidas, sus recuerdos insondables y sus batallas en el trabajo; todo esto ahora arma un universo más vasto, más intrincado, de mayor sabrosura, que el romancito tambaleante de Carrie y Mr. Big.
La decepción de la peli, la lluvia, el cansancio acumulado, impidió seguir los tragos, como era el plan. Acaso también la urgencia de repensar en soledad la película, para comentarla en el religioso post. ¿Ya sabes qué vas a postear de ella? Yo sí. Yo no. Yo ni siquiera sé si merece un post. Mi propuesta de post es ésta: lo más importante de Sex and the city es habernos sentado frente a nuestras computadoras para escribirnos. Y es de lo más sugestivo este tiempo de leernos y convivirnos alrededor de la pc (o la mac: no discutamos eso también por favor!!), y lo que tenemos que decir de cada uno de nosotros.

PD: Mientras perpetro estos renglones me ha tocado leer hartos comentarios sobre la peli y la serie, que tristemente se limitan a la predecible lucha de sexos. Preferiría ir más allá. Si todos estamos comentando Sex and the city con tanta virulencia, es precisamente porque la serie y la película están poniendo el dedo en la llaga de algo que a todos nos incumbe. El hecho de que no sea una descripción seria, o sociológicamente autorizada, en vez de restarle importancia la dotan de más intriga ¿Qué ocurre con Sex and the city? ¿Por qué nos atrae o nos molesta? ¿A poco no me quedó bien chido mi final Bradshaw’s style, con preguntas sin respuesta, como para resolverse en el siguiente capítulo? Ora sí, esto fue un exceso, hasta después.

lunes, 12 de mayo de 2008

Escepticismo optimista

Llevo tres años sumido en una apacible depresión. Nada terrible: ni obsesión por colgarme de una lámpara, ni descenso precipitado al abismo, ni fantochadas excesivas de lloriqueos y lamentos. Simple desgano, desinterés, inercia, rutinas autocompasivas y noches de pasmo frente al internet. No faltará quien diga que todo mundo está casi igual y que son los signos de los tiempos, pero bien me doy cuenta que estoy un poco más afectado que, por ejemplo, mis amigos: mientras ellos aún pueden entusiasmarse por algún proyecto, alguna conocencia amistosa o erótica interesante, o una experiencia de vida sabrosa (léase viaje, festival, peda, literatura, música), yo decido que no hay nada nuevo bajo el sol, decido que aquello es la repetición de bla bla bla y enfrento el evento sin grandes expectativas. Insisto en describir esta depresión como apacible, porque no estalla en esos espectaculares azotes de la secundaria y la preparatoria. Supongo que un médico lo distinguiría entre depresión aguda (borracheras iracundas, poemas enfebrecidos, golpes a las paredes) y depresión crónica (televisión, internet, que no falten los cigarros).
En realidad extraño la depresión aguda. Para ser franco, mucha de esa depresión en realidad era una postura poética, que en su tristeza sugería tonos, temas, lemas, actitudes, rabias y melancolías que transmutaban en escritura. Por eso me simpatizan tanto los emos: encarnan de forma explícita los azotes que muchos tuvimos y que tanto nos ayudó a disparar la creación y las decisiones de vida. Yo creo que a mi nomás me faltó el copete de caricatura de Beatle, los pantalones entubados y el maquillaje para ser emo. En el resto no habría la menor diferencia. A veces paso por la Glorieta de los Insurgentes y se me antoja acercarme, explicarles que soy como su abuelito emo, probárselos con textos de mis 17 años y pedirles que me hagan canchita para plantarme con el ipod y vegetar mi inanidad.
La depresión crónica/apacible que en realidad cargo, es mucho menos emocionante. Le ayuda la rutina, la edad, el escepticismo ante las cosas nuevas, la falta de interés en cosas por los que muchos otros morirían de emoción. Ejemplo: mañana me voy a Ciudad Juárez, entrevistaré a Ana de la Reguera. Tengo clarísimo que a cualquiera lo pondría hormonal, excedido, nervioso. Yo ya la entrevisté antes: estaba rodeada de gays que la maquillaban y tanto mariposeo estorbaba a su belleza. Ella miraba directamente y con misterio. Yo sólo pensaba que estaba demasiado producida, y que me urgía terminar rápido con eso para irme a un café a leer y fumar (aún se podía). Otro ejemplo: parece que voy al Vive Latino gratis, con la única consigna de hacer una crónica para un portal de internet. Cinco que cuatro personas han envidiado la chambita. Yo sólo estoy pensando en el barullo de la gente, los diez grupos que pasarán antes de que lleguen los interesantes, la obligación de estar ahí toda la jornada todo el día, la preocupación de deslindar qué vale la pena escribirse y qué se debe desechar.
De inmediato pienso en gente que, con justa razón, protestaría y se indignaría porque un absoluto bulto de rencores como yo tenga estas oportunidades, que varios considerarían impresionantes. Por supuesto, muchos de ellos harían un mejor trabajo que yo, porque agregarían la devoción, el nervio, el interés, la vitalidad. Incluso pienso que la persona que fui hace diez años (por ejemplo) querría patearme el culo por mi falta de emoción. Pero chamba es chamba, sonrío sardónicamente y me lanzo a estos eventos que, para mi, solamente son promesas de cheques. Y esto es un ejemplo de muchas cosas más: los nuevos autores, la planeación de revistas literarias que ahora sí estarán poca madre, los proyectos de tele que reinventarán todo lo ya reinventado, hasta las citas con alguna nueva chica con quien sí te vas a entender de lo más bien. Lo más absurdo es que acudo a todo, como recetita, justamente porque en el manual del perfecto deprimido recomienda que uno debe optar por el movimiento en vez de la holgazanería, entonces me lanzo a absolutamente todo lo que la excitante vida ofrece, aunque al cabo de un rato regreso a la descalificación: no va a funcionar, menos impactante de lo esperado, ya sabía que era así de chafa, pues no, no me impresionó.
El único momento que se vuelve preocupante de esta actitud, es cuando intuyo que puede ser, ya, una forma normal de vida. Entonces algo de mí se revela: desde el fondo de la memoria me digo que todavía debe haber algo que conmueva, que lo más terrible sería acostumbrarme a esta inercia, que hasta las peores pelis tienen un giro de tuerca inusitado, en el que se recupera el sentido de las cosas y se llega a cierta revelación. Curiosamente, sería el momento en que la depre aguda se impone a la crónica; el azote a la inercia; el exceso lírico a la apacible contención. La sorpresa y el escepticismo luchan: la sorpresa se avienta una combinación absurda de lo más idiota, el escepticismo se burla inclementemente; la sorpresa prueba con una frase naif-cronopia, el escepticismo le sopla y la hace paja; la sorpresa lanza un dardo hiriente y revulsivo, el escepticismo le presume listo el frasco de vick vaporub. Pero justo cuando el escepticismo tiene a la sorpresa contra las cuerdas, sangrante y herida, desfigurada, irreconocible, la sorpresa le sugiere que cuando menos se espere le podría sugerir algo más. El escepticismo duda, en efecto duda, y su duda es el más glorioso de los fracasos: aunque se va más fuerte, más triunfante, se marcha con el virus inoculado de algo que lo podría desquebrajar. Pero en vez de combatirlo, el escepticismo lo consiente, lo cuida, lo protege. El escepticismo es duda; en esa duda está la sorpresa. Entonces recupero algo mío, cuando me siento cargando este lastre complementario y contradictorio: como no creo en nada, dudo de todo; como dudo de todo, aún tengo activado el chip de las preguntas; el solo hecho de tener preguntas me hace intuir que se siguen buscando respuestas. De ahí deduzco que tras esta depresión apacible se encuentra cierto optimismo medroso. Tal vez mañana, con Ana. Tal vez el fin de semana del Vive Latino. Aunque más seguro no, aunque quizá sí, aunque, aunque... me voy a preparar maletas.

domingo, 6 de abril de 2008

Mexicanos de bigotito

1. Martín sube al micro. Tras él, una pareja. Ella debe ser bailarina, es esbelta y tiene esos movimientos elegantes que dan tantas horas de perfeccionar poses y giros. Él es menos definible, pero los libros bajo el brazo y la bufandita putarrona ochentera-noventera lo hacen parecer actor-escritor-poeta-perfomancero (lo más jodido: promotor cultural). Los dos traen la discusión desde antes, por eso es imposible precisar nada. Pero discuten con vehemencia. La vida se les va en eso. Se alcanza a entender que el pleito tiene que ver con minucias: diferentes puntos de vista en una nota del periódico, la tapa del retrete abajo o arriba si es que viven juntos, las distintas formas en que conciben un detalle de algo que crean al alimón. El caso es que gritan, afirman y niegan categóricamente, juran excesos hasta el fin de los tiempos, se retan a desollarse en vivo. Él decide:
-Voy a bajarme ahora y si tú no lo haces, esto se jode para siempre.
-Pues que se joda. Ya me estaba urgiendo que terminara.
-Mira que te estoy hablando en serio.
-Mira que yo también.
El microbús llega a un alto, él no duda y baja. Ella lo mira iracunda. Cambia la luz a verde, el microbús avanza. Él empieza a correr al lado.
-Baja que te amo... baja de una jodida vez.
En la carrera suelta libros, morralito, bufanda putarrona. Ella debe sentirse en escena de tren decimonónico alejándose de la terminal. El exceso pasional la lleva a gritarle al conductor.
-Pare, pare con una chingada, le digo que se pare ya.
El conductor grita insultos, todo mundo grita insultos, pero el microbús se para, ella baja, Martín observa que la pareja se abraza y se besa entre el río de autos que les tocan el claxon y les mientan la madre.
Martín sabe que fue excesivo. Ridículo. Fuera de lugar. Pero ama y envidia ser esa pareja. Ama y envidia la pasión a flor de piel, el ejercicio del exceso a costa de todos, la ebullición de ambos rebullendo entre tráfico e insultos.
Está en esos pensamientos cuando voltea al lado contrario. Dos hombres de bigotito (¿contadores?, ¿burócratas?, ¿vendedores de seguros?) dan dictamen oficial:
-Pinches güeyes.
-Mamones.
El silencio del dictamen se equilibra con la cumbia lejana que sale de las bocinas delanteras del microbús.
"Y ese es el síndrome del mexicano de bigotito", me cuenta Martín diez años y varias chelas después.

2. Mi anécdota es menos desaforada, de similar resolución: adolescente, efervescente, descubro a Santa Sabina y a Rita Guerrero chambeando de diva underground. Viene el primer disco, viene oírlo hasta el cansancio, viene encontrarle montones de mensajes secretos que anuncian una realidad transfigurada por Sartre y el gótico jazzeado; en la rola de "A la orilla del sol" neta que se siente cómo va amaneciendo el mundo y con él cierto grado de conciencia. En medio de ese resplandor viajo a ver a la familia a Veracruz. Llevo el cd de la Santa para que mis primos se den un quemón. Solemnísima audición del disco con primos y amigos de primos. La audición apenas soporta una canción. Como defendiendo el hallazgo, todavía los obligo a escuchar mi rola favorita y a que imaginen cómo sería este sol saliendo de los mares del Golfo de México. Terminada la canción, silencio. El auditorio revisa la caja del cd.






El comentario es:
-Esta vieja debe ser bien puta.
-Sí, trae ligueros de puta.
-Y mira cómo la miran. ¿Todos le darán pa' sus tunas?
-Pus sí, sino, ¿pa' qué la tienen ahí?
Adolescente efervescente, quisiera explicarles que la posible putería de Rita es intrascendente, que las letras, la música, la propuesta, un sonido nunca antes escuchado en México, pero a ellos les basta y sobra con dictaminar sobre los afanes sexuales de Rita. Siendo honestos, cuando después voy a los conciertos, el principal grito de batalla es "Rita, quiero hacerte un hijo", y la posibles especulación de la música de la banda pasa a segundo término. Recuerdo que la misma Rita y la banda solían quejarse en entrevistas de que mucha gente se quedaba con lo epidérmico (la epidermis de Rita, léase en subtexto) y no le entraban a la sustancia de la propuesta. Demorarme en discurrir sobre lo pertinente de hablar (o no) sobre las piernas de Rita ya es otra historia, aquí lo importante eran los mexicanos de bigotito diciendo, aún varios minutos después de haber fracasado el disco:
-Pero ha de ser difícil ligarte a una vieja de esas.
-Ey. Debe estar bien cabrón.

3. Y sin embargo, en las sentencias perezosas del mexicano de bigotito no deja de haber sabiduría. Nada lo sorprende, nada lo arrebata, un escepticismo anterior a toda novedad lo mantiene impertérrito, inmune al destanteo, con un tajante y claro conocimiento del final de cualquier historia. No se discurre sobre el sexenio variopinto de Salinas de Gortarí: "es un ladrón". No se matizan las estrategias políticas de López Obrador: "se volvió loco". No se reflexiona sobre los posibles beneficios de la modernización de Pemex: "van a sacar un billetote". No se revisan las luces y sombras de la dirección técnica de Hugo: "pinche pendejo". Si, por ejemplo, los argentinos gustan de batir y rebatir, sacarle la raíz cuadrada al sinsentido y reformular la teoría ya reformulada con insospechados argumentos que relativizan cualquier acepción hasta hacer pertinente sus fórmulas verbales cotidianas -que sé yo; y bueno, y eso; - el mexicano de bigotito tiene todo claro, siglos de fatalismo le han otorgado en argumentos crípticos la Verdad Verdadera, incluso hasta el nivel de la inflexibilidad. Lo negro es negro, lo blanco es blanco, Tin Tán es chido y Chespirito es culero, y si me han de matar mañana, que me maten de una vez.

4. Amargado porque se le frustró la gran historia de la pareja apasionada, Martín opina que debe superarse al mexicano de bigotito. Intrigado por la sapiencia sentenciosa de un par de frases breves, yo le rebato que también tiene un encanto rulfiano a valorar. El alcohol ya es demasiado como para intentar decir algo inteligente. Y pos ya, la última y nos vamos, ¿qué no?