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domingo, 2 de septiembre de 2012

La Canción del Vino Especiado y el Hidromiel de George R. R. Martin


Apenas leo tres páginas y ya voy de bocafloja al tuiter a decir que la prosa de George R. R. Martin -el autor de la extensa saga Canción de Hielo y Fuego que ahora se adapta para serie de TV en la famosa Game of Thrones- es pobre y convencional, sin gran juego de lenguaje ni pretensiones de estilista, pero me voy tragando la bravata -más bien, voy matizando exabruptos- según avanzan los tabicotes de la novela: sigo creyendo que elige una forma narrativa práctica -esa estilo: "la marquesa salió a las cinco" de la que se burlaba Valery- y que no busca el regodeo en la forma, pero porque su interés se encuentra en presentar y darles volumen a montonazo de personajes que las solapas del libro comparan más cercanos a Shakespeare y Homero que al fantasy acartonado de juego de rol. Pero la intención no era repetir lo que en otros espacios ya han dicho de mejor manera: sobre la complejidad de los personajes, la versatilidad en recrear escenarios tan contrastantes como bosques ensimismados, metrópolis mustias o desiertos mucho más vitales de lo que su aridez finge -como suele ocurrir con todos los desiertos; también me guardo para otras parrafadas el emocionante momento en el que el gnomo Tiryon Lannister recuerda cuando conoció las osamentas de los dragones que asolaron a los Siete Reinos algunas décadas atrás, escena de una belleza enigmática por la devoción casi infantil con la que el Lannister marginado va revisando los esqueletos, paleontología fantástica que fisgonea la historia y el mito y acaso anuncien que toda la saga tiene su origen en este solitario asombro.
De carácter menos épico, pero que le da una dimensión más cotidiana (y se supondría, entonces, más verosimil), es un gozo ir revisando lo que comen los honorables Stark, los intrigosos Lannister, los cuasimonacales Guardias de la Noche o la Madre de los Dragones en su reino primitivo. Si se le debe reconocer a Martin su erudición para describir lo mismo una gran ciudad medieval que una casi-hacienda en el bosque, también se debe admirar su afición sibarita que en su gran novela sugiere un recetario amplio y apetitoso. Sin ser de lo más exhaustivo -y en el entendido que apenas voy hincándole el diente al tercer tabique de la saga-, ahí van algunos ejemplos de lo que comen reyes, guardianes y nobles de los Siete Reinos, el Muro y el otro lado del Mar Angosto:

Daenerys Targaryen es ofrecida como esposa al semibárbaro líder de los dothrakis, Kahel Drogo. Las costumbres de su pueblo son salvajes y en consecuencia voraces. Y así comen:
"Se atiborraban de carne de caballo asada con miel y chiles, bebían leche fermentada de yegua y los excelentes vinos de Illyrio hasta embriagarse por completo, y se intercambiaban bromas y puyas por encima de las hogueras con unas voces que a los oídos de Dany sonaban ásperas y extrañas.
Y así rinden tributo a su nueva reina:
"Los esclavos ponían ante ella trozos de carne humeante, gruesas salchichas asadas y empanadas dothrakis de morcilla, y más tarde frutas, compota de hierbadulce y delicados pastelillos de las cocinas de Pentos, pero ella lo rechazaba todo. Tenía el estómago del revés, y sabía que no podría retener nada."
En contraste, para los festejos de bienvenida a Ned Stark como el nuevo Mano del Rey, en la corte de la cosmopolita ciudad Desembarco del Rey se presenta el siguiente menú:

"Una sopa espesa de cebada y venado. Ensaladas de hierbadulce, espinacas y ciruelas con frutos secos por encima. Caracoles en salsa de miel y ajo. Sansa no había probado nunca los caracoles, así que Joffrey le enseñó a sacarlos de su concha, y él mismo le puso el primero en la boca. Después sirvieron trucha pescada en el río aquel mismo día, horneada en barro; su príncipe la ayudó a romper la envoltura sólida para dejar al descubierto el pescado jugoso. Y cuando se sirvió la carne, él mismo le ofreció la mejor tajada con una sonrisa seductora. Sansa advirtió que el brazo derecho todavía le molestaba al moverlo, pero en ningún momento se quejó. Más tarde se sirvieron empanadas de pichón y criadillas, manzanas asadas que olían a canela, y pastelillos de limón bañados en azúcar, pero para entonces Sansa estaba tan llena que apenas si pudo comerse dos pastelillos, por mucho que le gustaran."
Los Guardias de la Noche, custodios del Muro que separa a las amenazantes Tierras Libres de los Siete Reinos, hacen comidas simples en su preparación pero de resultados deliciosos. Así se festeja que Jon Nieve y sus amigos vayan a ordenarse como nuevos guardias:
"Los ocho futuros hermanos devoraron un festín de costillar de cordero asado con ajo y hierbas, adornado con ramitas de menta y con guarnición de puré de nabos amarillos que nadaba en mantequilla.
"—Viene de la mesa del mismísimo Lord Comandante —les dijo Bowen Marsh.
"Había ensaladas de espinacas, garbanzos y nabiza, y de postre cuencos de arándanos helados y natillas."
El mercader que le ofrece a Dany vinos -y entre ellos uno envenenado porque el rey Robert Baratheon ha ofrecido una recompensa a quien la asesine- le recita las distintas maravillas que vende:
"—Tintos dulces —proclamaba en excelente dothraki—. Tengo tintos dulces, de Lys, de Volantis y del Rejo. Blancos de Lys, coñac de peras de Tyrosh, vino de fuego, vino de pimienta, néctares verdes de Myr. Cosechas de bayas ahumadas y agrios de Andal, tengo de todo, tengo de todo. —Era un hombrecillo menudo, esbelto y atractivo, con el cabello rubio rizado y perfumado a la moda de Lys. Cuando Dany se detuvo ante su puesto, hizo una profunda reverencia—. ¿Quiere probar algo la khaleesil Tengo un tinto dulce de Dorne, mi señora, su sabor canta a ciruelas, a cerezas y a roble oscuro. ¿Un barril, una copa, un traguito? Después de probarlo le pondréis mi nombre a vuestro hijo."
Un ejemplo de cocina popular, que no puede comer la pobre Arya Stark cuando huye del castillo donde han apresado a su padre, pues no tiene dinero siquiera para un estofado:
"(...) había tenderetes con calderos en cada callejón, en los que hervían guisos que llevaban años al fuego; allí se podía cambiar media paloma por un pedazo de pan del día anterior y un «cuenco de estofado», y hasta te ponían la otra mitad al fuego y te la asaban, siempre que uno mismo le quitara las plumas. Arya habría dado cualquier cosa por un tazón de leche y un pastelillo de limón, pero el estofado tampoco estaba tan mal. Por lo general llevaba cebada, trozos de zanahoria, nabo y cebolla, y en ocasiones hasta manzana, y siempre había una capa de grasa en la superficie. Ella procuraba no pensar en la carne. Una vez le había tocado un trozo de pescado."
Del segundo tomo, Choque de reyes, un banquete en un torneo puede volverse metáfora de la inexperiencia de la tropa del aspirante a rey Renly Baratheon, pues cuando están al borde de la guerra  la imaginan como un cuento candoroso de heroísmo que caza a la perfección con un festín opulento:
"Porque comida había en abundancia. La guerra no había afectado a la legendaria generosidad de Altojardín. Mientras los bardos cantaban y los saltimbanquis hacían cabriolas, el banquete se abrió con unas peras al vino y prosiguió con rollitos crujientes de pescado a la sal, y capones rellenos de cebollas y setas. Había granes hogazas de pan moreno, montañas de nabos, maíz y guisantes, jamones inmensos, gansos asados, y platos rebosantes de venado guisado con cerveza y centeno. A la hora del postre, los criados de Lord Caswell sirvieron bajdejas de dulce hechos en las cocinas del castillo cisnes de crema y unicornios de azúcar, pastelillos de limón en forma de rosa, galletas de miel especiadas, tartas de moras, tartaletas de manzana y ruedas de queso cremoso"
Mientras que los atormentados Greyjoy, Hombres de Hierro de hábitos austeros, se distinguen por los banquetes modestos:
"El banquete era exiguo: una simple sucesión de guisos de pescado, pan negro y cabra poco especiada. Lo más sabroso, en opinión de Theon, fue una empanada de cebolla. la cerveza y el vino siguieron corriendo mucho después de que se retirase el último de los platos"
En el enigmático capítulo donde llevan a Daenerys a la Casa de los Eternos, para entrar le dan de beber "un líquido espeso y azul: color-del-ocaso, el vino de los brujos". Y al probar:
"el primer trago le supo a tinta y a carne podrida, nauseabundo, pero cuando lo tragó sintió como si cobrara vida dentro de ella. Fue como si unos tentáculos se extendieron por el interior de su pecho, como si unos dedos de fuego se le enroscaran al corazón, y se le llenó la lengua de sabor a miel, a anís y a crema, a leche de madre y a la semilla de Drogo, a carne roja, a sangre caliente y a oro fundido."
Y el último, para no abrumar: cuando Tyrion y su hermana Cersei se juntan para cenar. Será una reunión llena de intriga y golpes bajos. Pero mientras planean sus estrategias de ataque:
"La mesa de Cersei estaba bien surtida,aquello era innegable. La cena comenzó con una crema de castañas servida con pan crujiente recién hecho, y verdura con manzanas y piñones. Luego se sirvió empanada de lampresa, jamón asado con miel, zanahorias rehogadas en mantequilla, judías blancas con tocino y un cisne asado relleno de setas y ostras."
A veces veo películas de los setenta y ochenta de la Ciudad de México, sabiendo que son malas, solamente para fisgonear calles que voy relacionando con la infancia o la adolescencia. Ya no me atrevo a insistir que la prosa de Martin sea pobre, pero sí reconozco que mucho del morbo de seguir leyendo -además, claro, de las relaciones de los personajes, de los momentos irónicos de Tyrion Lannister (mi favorito), la picaresca de Arya o las misteriosas exploraciones a lo desconocido de Jon Nieve- es toparme con otro banquete, incluso simples desayunos o cenas que con sus vinos especiados y vasos de hidromiel hacen salivar y correr aunque sea por la triste tortilla con sal que puede conseguirse en este reino democrático y justo (Calderón dixit) de la realidad.
No recuerdo -y tampoco es cosa de volver a revisar las dos temporadas que ya existen- si la serie de TV se ha solazado tanto en mostrar banquetes, comidas, cenas entre los personajes de Game of Thrones, quiero creer que con la moda ya habrá algún restaurant carísimo en Nueva York o Los Angeles que reproduzcan estos platillos, o al menos que ya exista un recetario de la comida de los Siete Reinos; habrá que averiguar para pedirlo ya por Amazon.
Y es cierto: la saga de Martin no es un paradigma de lo literario, pero sí es un banquete robusto y consistente de lo narrativo. Libros gordos, jugosos, más semejantes al buen bife de los Stark, que a los frugales canapés de las narrativas microfashion que tan en boga están. Y ya no sé cómo terminar el post, lo hago abruptamente: para seguir leyendo el tercer tomo, a ver qué guiso se va preparando en la opulenta Fortaleza Roja donde hasta la página 250 del tercer tomo siguen rigiendo los Lannister. Que los Dioses Nuevos bendigan sus especiados alimentos.

PD: Listo, acá está el blog donde se habla de la comida de las novelas de Martin y la serie de TV... tiene además el encanto de contar cuáles podrían ser los platillos originales en los que se basó el escritor para después describirlos en sus novelas.
Y se agrega  un libro de cocina -A Feast of Ice & Fire- que se antoja tener al ladito de la estufa. Y nomás para los geeks de la serie, miren qué lema tan naiz: In the Game of Foods, you win or you wash the dishes. Provechito, pues.

jueves, 22 de marzo de 2012

Mad Men: la mirada de Sally Draper

A muchos les da miedo la mirada de Sally Draper, la hija de Don y Betty, protagonistas de la serie Mad Men. Lo que sabe su mirada podría desbordar el mundo como se conoce. Semeja los ojos de otra chica aterradora, la hija de el Sueco, Merry Levov,  que ha descendido al muladar de la indigencia por convicción e ideología, en la novela de Philip Roth Pastoral americana. Ambas se abisman a ese juego salvaje que son los años sesenta, a su experiencia tan vitalista como autodestructiva: a su cima libertaria, de descarnada reinvención y viajes de la conciencia, pero también a su sima de desasosiego, incertidumbre y (qué difícil) a la asunción de un destino propio, que se realiza en cada decisión personal, en orfandad total.
En la mirada de Sally Dreper se condensa el tema y el magnetismo soterrados bajo el despliegue preciosista de la serie Mad Men. Repito la sinopsis que trae cualquier portal de entretenimiento: la historia de un grupo de publicistas, y sus esposas, y sus familias, a lo largo de la década de los sesenta. Ingenioso discurso de género que prefiere la ironía en vez del panfleto, ejercicio de memorabilia conmovedor sobre la cultura gringa, guiones gandallas por sus diálogos pero más por sus sugerencias, y habría que precipitar párrafos elogiando la fuerza de sus personajes y lo sobresaliente de las interpretaciones (y los fans de Don Draper, Joan Holloway o Peggy Olsen abren foros para drenar hormonas), o el cuidado moroso en su dirección de arte: la espléndida reinvención de una época que nos ha llegado de rebote en cine clásico, novelas y cuentos, revistas amarillentas y relatos de los abuelos.

II
Pero aunque parece lo más atractivo, el fastuoso despliegue de producción no es lo más importante de Mad Men. Junto a él viene una idea que gobierna a toda la serie, la que hace posible la tensión argumental aun con la lentitud de su ejecución. Y semeja a lo que suelen decir los críticos sobre la obra del cuentista Raymond Carver: la inclusión de algo amenazante, terrible, subyacente a la cotidianidad. Parecería sorprendente, pero podría compararse a Mad Men con una novela gótica, donde una sombra inasible constantemente parece precipitarse sobre los brillantes personajes. El humo negro de Lost es una broma idiota frente a lo que no alcanza a definir la mirada de Betty Draper: es la sombra del tiempo que viene sobre los personajes, que el espectador conoce y por eso lo inquieta más, porque los entes de la pantalla lo ignoran.
La serie inicia en 1960, aún con la inercia de la década anterior: con la culminación del american dream que la cándida iconografía de la época resuelve en adquisición de autos, lavadoras y vestuarios primorosos -por lo gallardos para los hombres; por lo ensoñadores para las mujeres-. Es el momento de la familia nuclear (el padre proveedor, la madre administradora, los hijos que se crían para perpetuar los moldes) en un ecosistema de bienes asombrosos (la comparación de cada nuevo electrodoméstico con la ciencia ficción suele ser de risa loca). Universo tan perfecto, que sería blasfemo sugerir su derrumbe. Pero la escena está llena de fisuras, contradicciones, verdades a medias, insatisfacciones apenas maquilladas por la obligación de cumplir con el estereotipo. Es justo en el punto de quiebre de la sociedad occidental como se conocía, cuando el paradigma, en apariencia insuperable, del sueño americano, amenaza desbordarse, las grietas se miran en cada fotografía amorosa de familias que prueban electrodomésticos o miran tele con sus hijos en armonía. La disección de Mad Men se encarga, justamente, de evidenciar las fisuras.
No es gratuito que el primer capítulo de la primera temporada trate un conflicto en apariencia inocuo, pero que será la primera alerta del cambio de los tiempos: cuando un reporte del Selecciones del Reader Digest's confirme el daño del tabaco a la salud y y lo acuse de potencial causante de cáncer. Agobiado, Don Dreper debe crear una campaña publicitaria para Lucky Strike que revierta la noticia. Desde aquí se va marcando la amenaza con la que irán viviendo los personajes a lo largo de la historia. La perversión está en que ellos no saben qué enfrentarán en los años venideros. Los espectadores, desde nuestra perspectiva histórica, sí reconocemos el desmantelamiento de sus formas de vida y la instauración de una nueva sociedad, a la que ellos deberán adaptarse o aceptarse rebasados. Viene el rock, los hippies y la contracultura, el feminismo, los derechos civiles de los negros, la guerra de Vietnam, liberación sexual, la desintegración de la familia tradicional, la conquista del espacio, el advenimiento de un hedonismo igualitario -en consecuencia, escandaloso- que contrasta con la doble moral que practican los varones y toleran las mujeres. La agencia de publicidad Sterling & Cooper no será la misma en la primera temporada que cuando termine la historia (siete temporadas, según ha anunciado su creador Mathew Weiner). Los hombres de traje y sombrero Stetson que toman su trago de whisky en la oficina y fuman a la menor provocación, las secretarias sumisas, casi decoración de lobby, serán rebasados por una generación que los observa agazapados, que poco a poco deja sentir su presencia en la serie.
Mad Men es la apología nostálgica del mundo de los abuelos, pero también es una morosa elegía a ese universo en el que la virilidad y la feminidad fungían como valores absolutos, y que paulatinamente irán siendo cuestionados y devastados ante las ideas de quienes les sucedan. Sin saberlo, el genio creativo Don Draper, sus jefes Roger Sterling y Bert Cooper, el advenedizo Pete Campbell y la etérea Betty Draper, se irán convirtiendo en seres anquilosados mientras perpetúan su presente de aparente perfección. Mad Men semeja entonces una travesía sinuosa, un malestar latente, que se va desgranando y confronta a los personajes a los límites de vivir al borde de los tiempos. ¿Los personajes mejor preparados para ese cambio? La secretaria ascendida a copywriter Peggy Olsen, los hijos de Don Draper, la empoderada jefa de secretarias Joan Holloway y otros secundarios.
Pero si esta amenaza de los nuevos tiempos es el gran tema de Mad Men, su ejecución está revestida de humor. La perspectiva histórica  hace posible la ironía, los hábitos y costumbres que ellos viven como cosa cotidiana al espectador contemporáneo le provoca risas por su absurdo, su anquilosamiento o su crueldad.

III
Mad Men también hace suyas distintas tradiciones literarias y cinematográficas norteamericanas. Los recuerdos de Don Draper parecen sacados de las novelas de Faulkner, las andanzas de Peggy están cerca del Truman Capote contracultural, el universo de Betty Draper alude a John Cheever, la personalidad de Don parecería tomar prestada la de El Gran Gatsby de Fitzgerald, y algunas aventuras de los personajes se enmarcan en escenarios que corresponden a los grupos beatniks, existencialistas o de la contracultura warhorliana; mientras que las coreografías, las iluminaciones, los encuadres, dialogan con el melodrama, el screwball y hasta la comedia musical clásicos norteamericanos. Pero además, el poder de la alusión, el planteamiento de escenas que sugieren más de lo que dicen, también avientan su lazo hacia los cuentos contenidos de Richard Yates y su alumno destacado, el antes mencionado Carver. En Mad Men se condensa la cultura norteamericana del siglo XX, guiña hacia el pasado y hasta nuestros presente, es una summa narrativa equivalente a la trilogía U.S.A. de John Doss Passos, pero -y ahí la novedad- concebida para un auditorio de televisión. Si no existieran antes Los Soprano, si no pidieran su turno otras series como Roma o Boardwalk Empire, si no se pararan de pestañas los Lost-fans, podría presumirse a Mad Men como la primera serie de televisión de autor. Y sin quitar su peso a los otros proyectos, éste gana desde la necedad suprema de Mathew Weiner, su demiurgo, que ha debido pelear férreamente con las televisoras para conseguir las condiciones ideales para lograr una obra perfecta en cuanto a valores de producción.
La misteriosa mirada de Sally Draper es la contraparte a la angustiosa caída del hombre de corbata (¿Don Draper, se vale intuir?) que abre cada programa. Son dos formas distintas de experimentar la vida: la de Don, el vértigo del éxito; la de Sally, la incertidumbre de la libertad. Entre estas coordenadas transitan los publicistas, y las esposas, y las familias, de los madmens. A lo largo de siete temporadas -el siguiente domingo 25 de marzo inicia la quinta- se recorren los años sesenta, esos que tanto terror le causan a Roth, y que tanto inspiran a Dylan, Warhol, Joplin, Sontang: los nuevos madmen que vigilan agazapados.

TAMBIÉN

  • El tema da para tanto que seguro habrá más posts de Mad Men porque ahora es inevitable esa sensación de quedarse corto en el comentario.
  • El post va dedicado a la Ana, a la Virjinia, a la Lilians y algunas otras personas con quienes hemos compartido la pasión Mad Men y que estamos muy nerviosos por lo que ocurrirá el siguiente domingo.
  • Yo quería escribir más o menos lo que acá hizo mejor y con más gracia Lilians.
  • En otro post hago una lista más sabrosa de las muchas páginas y de las muchas formas (ropa, códigos de conducta, bebidas, modelo de negocios, filosofía empresarial) en que han recreado el interés por Mad Men. Que acaso confirme el exceso: Mad Men es un mundo que rebasa los casi 50 minutos, que nos está atañiendo de manera más profunda de lo que imaginamos.



martes, 31 de agosto de 2010

Senda de gloria

Ayer Televisa estrenó una serie-telenovela o algo así, bajo pretexto del Bicentenario de la Independencia, se llama Gritos de muerte y libertad, lo dirigen Mafer Suárez y Gerardo Tort y tiene un multiequipo de guionistas, asesorados por un archicabrón equipo de intelectuales y en el que (alguien en el tuiter dijo) aparecen todos los artistas del requetemásnuevo cine nacional -se antoja ver a Alberto Estrella de Morelos y a Giménez Cacho de Iturbide, por ejemplo-. Apenas va el primer capítulo y no se puede decir gran cosa, habrá que estarla cazando en la tele o en los sitios de TV Online. El tema es que el pretexto está rebueno para comentar una telenovela histórica que me gustó mucho, Senda de gloria, y que el mes pasado alimentó bastante bien mi procrastinación habitual.


Senda de gloria se grabó en 1987, fue producción de Ernesto Alonso, dirección de Raúl Araiza y Gustavo Hernández, y guiones -imaginen el lujo- de Eduardo Lizalde, Miguel Sabido y Carlos Enrique Taboada.
Su producción se logró en un momento poco comentado en la historia de la televisión mexicana: cuando en los años ochenta, Luis Reyes de la Maza estaba encargado de las telenovelas en Televisa, lo que permitió experimentar de manera inteligente en las producciones, hasta crear una suerte de edad de oro de la telenovela nacional, con historias que iban más allá de la criada enamorada de su patrón y variaciones sobre el cliché. De la misma época son telenovelas como
Cuna de lobos, La casa al final de la calle (dirigida por Jorge Fons ¡! ¿?), Padre Gallo, La pasión de Isabela, La gloria y el infierno, El maleficio y algunas más que se olvidan pero tenían una calidad superior a la telenovela convencional. Y esa calidad no solamente estaba en la producción, también tenía que ver con el manejo de las historias, que lo mismo armaban thrillers inquietantes -la Catalina Creel (María Rubio) de Cuna de Lobos sigue siendo el personaje más importante de la telenovela mexicana-, que recreaciones históricas o planteamientos argumentales más complejos que el melodrama habitual.


En esta buena inercia se realizó Senda de gloria, con un planteamiento sorprendente: era una telenovela histórica sobre la Revolución Mexicana, pero no de sus momentos más conocidos. Ni el movimiento maderista, ni la Decena Trágica y la dictadura de Huerta, ni el movimiento carrancista, que ocurría al mismo tiempo de los levantamientos de Villa y Zapata, ni el encarnizado enfrentamiento entre las distintas facciones revolucionarias hasta llegar a la malograda Convención de Aguascalientes; ni siquiera la promulgación de la Constitución de 1917, que en nuestros libros escolares de primaria "cierran" la etapa revolucionaria con una supuesta reconciliación de las distintas facciones.
Senda de gloria
inicia inmediatamente después, cuando promulgada la Constitución, Venustiano Carranza es designado presidente de la República y hace sus primeros intentos por restablecer la paz en el país. Desde este momento, 1918, y hasta la expropiación petrolera de Lázaro Cárdenas, en 1938, todo se vuelve una enorme nebulosa para la gran mayoría de los mexicanos. Y esta novela se encarga de contar ese periodo confuso, que si me pongo esquemático, se resumiría en los gobiernos sonorenses de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, con acontecimientos varios de violencia y consolidación nacional: el asesinato de Carranza, el levantamiento delahuertista, la guerra cristera, la controvertida reelección de Obregón y su homicidio, el Maximato, que permitió a Calles perpetuarse en el poder poniendo presidentes títeres al mando, la presidencia de Cárdenas, que enfrenta a Calles y consolida las instituciones políticas, y la expropiación petrolera como legitimación del poder ejecutivo en México.
Sorprende que Televisa haya asumido el riesgo de contar esta historia y mostrar a los grandes personajes de la época con sus ambiguas decisiones y personalidades: la inflexibilidad de Venustiano Carranza, la enfermiza ambición de poder de Álvaro Obregón, las habilidades para la intriga de Plutarco Elías Calles, el absurdo embelesamiento del poder de Adolfo de la Huerta que lo orillan a su todavía más absurdo levantamiento armado, la prudencia que rayaba en lo pusilánime de Pascual Ortiz Rubio o el cinismo acomodaticio de Abelardo Rodríguez.
Y junto a los gobernantes se agregaban muchos más personajes de la época: Emiliano Zapata en su decadencia y su muerte, Pancho Villa que inhibe desde su colmillo retorcido, hasta que es baleado en su auto; la dignidad de Felipe Ángeles, el impulso sanguíneo de José Vasconcelos, y Juan José Gurrola debe haberse divertido mucho personificando a Diego Rivera. La variedad agrega pequeños momentos con personajes significativos, como Tomás Garrido Canabal, Angelina Beloff, León Trosky y hasta el cuentista Julio Torri.

Hacer un resumen de esta telenovela sería imposible, pueden darse una idea por sus líneas generales: en el centro de la trama hay una familia aburguesada, favorecida por la Revolución, que encabeza el general Eduardo Álvarez (Ignacio López Tarso) y su esposa Fernanda de Álvarez (Blanca Guerra), que tienen cuatro hijos: Andrea (Julieta Rosen), Julieta (Roxana Chávez), Felipe (Javier Herranz) y Antonio (Raúl Araiza). Eduardo Álvarez es general constituyente, muy cercano al gobierno de Carranza (Ramón Menendez), y esto es pivote para que también esté cercano a los siguientes presidentes, así como a la clase política de la época.
No es mucha ciencia lo que sigue: las personalidades contrastantes de los hijos de los Álvarez permite sondear distintas zonas de la sociedad mexicana: mientras Julieta es rebelde, lo que le permite ser vasconcelista y después anarquista, Antonio acaba de ordenarse como cura, lo que lo hace cercano al movimiento cristero; Felipe se dedica al tráfico de armas para que así tengamos una ventana hacia la política norteamericana del periodo, y Andrea nomás sirve para pareja romántica, pero su enamorado, el maquinista que después se convertirá en periodista, Manuel Fortuna (Eduardo Yáñez), es cronista y entrevistador de los distintos políticos y caudillos. Y ahí agréguenle lo que quieran: romances, traiciones, muchachas que se casan con quien no debían y después sufren, adulterios, una sorprendente prostituta avejentada (recuerden: ¡era telenovela y la pasaban a las siete de la tarde!) que interpretaba con gran elegancia de cine de oro Rosita Arenas, y José Alonso seguro que se la pasaba de lo más bien haciéndola de sindicalista y anarquista, y Anabel Ferreira (¿alguien la recuerda?) le agregaba mucha gracia a su papel de sonorense proselitista de Obregón, y Delia Magaña de sirvienta de la casa hacía chistoretes obvios pero que no chocaban con el espíritu de la telenovela.



Pero lo más sabroso de Senda de gloria es la caracterización de los caudillos. Me acuerdo que cuando salió, se presumió mucho la puesta en escena del asesinato de Emiliano Zapata (Manuel Ojeda, y años después hizo a Porfirio Díaz en El vuelo del águila, chéquense la ironía) en Chinameca, o la masacre de Francisco Villa (Guillermo Gil en tono harto socarrón). Pero los mejores personajes fueron los presidentes: Venustiano Carranza (Ramón Menendez), enigmático e imperturbable; o una muy bonita progresión, del entusiasmo beligerante a la depresión ocasionada por la soledad del poder en Álvaro Obregón (Bruno Rey), la indecisión nerviosa de Pascual Ortiz Rubio (Aarón Hernán), y mi favorito: el taimado, mustio, camaleónico Plutarco Elías Calles, que lo hacía un Manuel López Ochoa en absoluto estado de gracia.
Era gozoso mirar a Calles como una suerte de villano bonachón, sobre todo en la parte que deja de ser presidente pero sigue ostentando el poder político en México, y con el muy priísta recurso (después de todo, él es el inventor del partido) de que ya no le interesaba intervenir en la política, entre chiste y chiste marcaba las líneas que debían seguir el resto de los personajes. Menos afortunado, o quizá el personaje no permite tanta chacota irónica, la sobriedad de Lázaro Cárdenas (Arturo Beristáin) se veía opacada por el zorro revolucionario que hacía López Ochoa.
La novela habló de la iglesia, del sindicalismo, insinuó las responsabilidades presidenciales en las muertes de Zapata y Villa, no evadió los claroscuros del gobierno, mostró gobernantes enfermos de poder y espeluznantes al momento de tomar decisiones radicales, y fascinó reproduciendo batallas campales en las cámaras legislativas, con Sergio Jiménez y Jorge del Campo en singular jaloneo como los que ahora se ven en San Lázaro.


De primera instancia sorprendería la liberalidad de Televisa para producir esta telenovela, sobre todo porque muestra a un México muy cercano, en el que muchos de los conflictos (de nuevo: iglesia, partidos políticos, expropiación petrolera) en 1987 seguían (y de hecho, en 2010 siguen) en agrio debate. Ahora que la rechusmeé en un bonito canal de TV online supuse alguna teoría, y es que el general Álvarez, siempre prudente y sensato, solía oponer el diálogo a los levantamientos armados, las disidencias, las críticas frontales al gobierno. Y este diálogo parecía resolverse en la fundación del PRI, el partido que aglomeraría las distintas fuerzas militares y políticas, y haría viable el tránsito pacífico del poder. En 1987, a punto de tener nuevas elecciones políticas, este mensaje de paz y diálogo, vía valorar al PRI (y sugerir su permanencia), debía ser una moraleja importante y necesaria; el verdadero mensaje que escondía la telenovela. Lo curioso fue que a la televisora le salió el tiro por la culata, pues el mensaje de libertad política cazó a la perfección con los intentos democratizadores de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, cuando salieron del PRI y fundaron el Frente Cardenista que después derivó en la fundación del PRD. Ahora recuerdo alguna leyenda de la época, decía que cortaron muchas escenas de Lázaro Cárdenas, justamente para no mostrar las glorias del general ahora que el hijo había adquirido tanto poder político.
Cualquiera que sea el motivo político que hubo detrás de Senda de gloria, a más de veinte años sigue sorprendiendo por lo que revela de esta parte de la historia de México, tan desconocida por el común de la gente. Obviamente, también se le pueden encontrar varios defectos, que irían desde algún detalle de producción, los vicios propios del melodrama lacrimógeno, hasta este mismo discurso propriísta que mencioné antes y que puede sonar sospechoso por su mustia cordialidad. Pero la obra existe y más de dos décadas después puede verse con bastante gusto.
Años después Enrique Alonso y Televisa produjeron El vuelo del águila, biografía de Porfirio Díaz para regocijo de Enrique Krauze y demás nostálgicos panistas, y La antorcha encendida, que trataba el movimiento de Independencia. Los vi poco y no sé si alcanzó los encantos de Senda de gloria; acepto que quizá el recuerdo me traiciona para preferirla. También insistiré que la influencia de Reyes de la Maza en los altos mandos habrá permitido estos experimentos que después se volvieron réplica acartonada. Imaginar a Lizalde y a Taboada escribiendo los guiones de Senda de gloria también podría contar como una importante diferencia en la calidad. ¿Podrá tener Gritos de muerte y libertad el encanto de aquella telenovela? Obviamente influyen los tiempos políticos y seguramente ahora la veremos con el tufo de la violencia, del desencanto por los gobernantes, del sospechosismo por el atole con el dedo en que se ha convertido el festejo Bicentenario. Habrá que estar atento. mientras, pa' que se les antoje (y para que suspiren los chochenteros), vean la bonita entrada de la telenovela de marras:



PD: Senda de gloria puede conseguirse en paquete de DVD; tristemente, está editada para dar realce a los acontecimientos históricos y queda mutilada la historia de la familia Álvarez, que aunque melodramática y lacrimógena, es parte de la obra y de pronto es igualmente emocionante el romance de Andrea con Manuel Fortuna, como los tejesmanejes de Obregón y Calles. La misma versión de DVD puede verse por acá.

PD2: ¿Vale la pena reseñar una telenovela histórica mexicana? Sí, sobre todo para que no nos vengan con el cuento que España inventó la fórmula con aquella cosa bonita que es Cuéntame cómo pasó, y con esta otra novela que ahora causa sensación, Amar en tiempos revueltos, que habla de España desde la guerra civil hasta el presente y que quien quiera chusmearla puede hacerlo por acá. La pregunta que seguiría sería: ¿y cuándo se hace en México otra telenovela así de importante? ¿Sobre el 68? ¿Sobre las crisis de los setenta? ¿Sobre el último año salinista, con EZLN, asesinato de Colosio y crisis económica? Uy-sí-tú-cómo-no.

PD3: Nunca se les olvide Roxana Chávez, que en aquellos tiempos era la gloria. Hasta salió en Playboy. Fíjate-fíjate-fíjate.