Planeábamos con Jorge, Mariana y Pedro cómo rearmar los podcast de La vida imaginaria y a la hora de fijar nueva reuníón (no lo olviden amiguitos, mañana viernes a las cuatro en casa) Pedro se excusó de no poder estar una tarde, soltó con amargura que un amigo se casaba y debía ir a su boda. Tan veinteañero como Mariana, se pusieron ambos a lamentarse de los amigos que se casaban, de lo solos que empezaban a quedarse, de la tristeza contenida que simula sonrisa serena para felicitar y desear toda la suerte del mundo.
Recordé amarguras similares mías a sus edades y como trailer de una película larga y fastidiosa se precipitó el collage de la gente de mi edad, de aquellos que hace quince años estaban dale que dale con sus casorios, y me fui sorprendiendo: más avanzados unos, más melindrosos otros, algunos con aire festivo y otros en franco tono catastrófico, varios se están divorciando. Entonces también entendí por qué los he estado evadiendo: las charlas que me han tocado con ellos se han convertido en consultorías sentimentales con énfasis en el desencanto. Entender y no entender por qué no funcionó el matrimonio. Soltar sapos y culebras contra ese cabrón o esa pinche vieja. Confesar ambiguamente alguna canita al aire que les permitió reformular muchas cosas. Fumar compulsivamente. Recitar agobiantes contabilidades de pensiones alimenticias, rentas de cuartos lóbregos y automóviles que nomás no se sabe cómo dividirlos. Son charlas ríspidas, con voces fatigadas, que también piden de uno cierta sobriedad: no soltar lo que de verdad se piensa de esa bruja o ese culero porque ya se sabe que a la hora de la hora te salen con que siempre regresaron y luego qué cara les pones cuando te invitan a cenar.
Pero los amigos en tránsito de separarse parecen pedir un poco de eso. Complicidad. Empatía. Solidaridad. Y lo curioso: que les cuentes la otra parte de la historia, la que no reconocieron cuando estaban en su burbuja virtuosa del matrimonio. ¿De verdad siempre te pareció tan posesiva? ¿Por qué no me hiciste ver cuando se pasó de gandalla en esa fiesta? En aquel viaje que hicimos empezó el declive, ¿te acuerdas cómo se portó en los tacos? Tú que la ves de fuera, por ejemplo, en el cumpleaños de mi hijo, ¿qué tal te pareció su actitud? Hay una historia que no conoce el casado y que presenció quien estaba fuera del matrimonio, así como existen las otras historias, la silenciosa de la intimidad, la tensa de los desayunos, la desencantada de las expectativas cumplidas a medias, que el de afuera apenas las atisbo en los gestos fastidiados de supuesto cansancio. Se cuentan momentos nimios que ahora resultan claves: la primera vez que entré a su casa presentí algo. No me dio confianza cómo miró a mi amiga, pero lo dejé pasar. Debí sospechar cosas desde que la vi doblar la ropa. Dijo que era un poco nervioso, un poco, ¿quién iba a pensar que terminaría así? En alguna parte de Tu rostro mañana Javier Marías dice que desde que se conoce a una persona ya se sabe cómo terminará esa historia, si habrá lealtad o traición, si será un vínculo fuerte o deshilachado, de qué manera se volverá doloroso lo que al inicio es placentero, y que todo lo posterior de la relación es el esfuerzo de conjurar la disolución que ya se ha intuido. De modo que las charlas con quienes se están separando tienen un poco de epifanía: hablan y hablan de los agravios para hurgar en el pasado y encontrar el momento justo del deterioro, reinterpretan sus historias como forma de darle cuadratura al desencuentro que enfrentan todas las noches en casa.
Pero me perdí en la teoría literaria cuando en realidad quería hurgar en los chismes vitales. Es decir: que junto a esta parte cansina, amarga, de detallar -novelizar- la disolución -no deja de ser un duelo, es como enterrar a alguien, describió Guapóloga mientras me echaba raite a mi casa- también viene la ansiedad del reinicio, ahora cuéntame cómo ha sido tu vida, qué hiciste de nuevo, ¿sacó disco nuevo Madonna? Tienes que actualizarme porque desde hace tres pelis que le perdí el norte a Wenders (y cómo explicarle que justo desde hace cinco pelis perdió el norte el mismo Wenders). Y aquí viene lo divertido. La urgencia de echar unos tragos en el Pasagüero. Su planeación compulsiva de un fin de semana en la playa. ¿Conoces un galán, una chamaca, que me puedas presentar? ¿Pero por qué tan cansado, si apenas son las ocho de la noche y pues hay que buscar otro antro?, necesito recuperar el tiempo perdido.
Yo hice el chiste hace años: cásense, ahí los espero a que se divorcien, aunque ahora que regresan con el divorcio a cuestas traen consigo (traemos, que también está lo mío) los raspones que suelen mostrarse como heridas de guerra: el recelo, el sarcasmo, la poca tolerancia como resúmenes ejecutivos de tantos domingos o viernes malhabidos. Pero aun con toda la angustia a cuestas, lo interesante del divorciado es la adquisición de cierto nivel superior de conciencia, como si se hubieran metido una pasta para un trip fatigoso que les duró tres, siete, diez, quince años, y del que salen con una mirada tan cruel como transparente. Ahora entiendo muchas cosas, dicen, y el lamento íntimo es por no haberlo entendido hace tres, siete, diez o quince años. Desde ahí creamos un código secreto: ¿también divorciado?, y se precipitan charlas en clave que apenas requieren palabras concretas para afianzar entendimientos: suegros, hermanos, hijos, su nueva fulana, el placer de haber tirado ese tapetito cursi que nomás nunca no.
No sé por qué quería hacer un post chacotero y me quedó más bien amargoso, capaz para provocar la compasión de Mariana y Pedro, cachetada con guante blanco por mi ligereza ante ellos y su temporada de bodas. En el post que imaginé había adquisición de mascotas exóticas, cursos intensivos de cerámica, tutoriales para poner repisas y hasta los Timbiriches como forma lamentable de educación. En otro chance, con otro tono, le entramos a esto. Ahora me voy al café a ver a quien encuentro para hablarle de mi divorcio. O a ver The Avengers. Deflectar.
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jueves, 3 de mayo de 2012
jueves, 5 de abril de 2012
Viajes
1. Apenas Ana regresó de España llegó corriendo a mi casa a ponerme borracho y a platicarme su viaje. Además de haberse metido una tacha y haber conocido las leyendas de Becquer en Toledo, reafirmó su desesperanza salvadoreña, reinterpretó la estulticia mexicana y describió conmovedoramente la rebeldía de los Indignados gachupas. El hombre que la enamoraba, por ejemplo, estaba a punto de ser despedido por sus convicciones, y con su revolucionaria indemnización primermundista iría un mes a Japón a reflexionar sobre su quehacer político y su idealismo. Aún con la burla, le extrañó lo amables que habían sido los españoles con ella, porque los testimonios que Ana tenía
(acá va una digresión ociosa en la que Olga interpreta a una mesera española que la trató de la chingada; en el performance Olga azota todo lo que hay alrededor y da mucho miedo, por eso mejor le damos por su lado y nos lamentamos de su mala fortuna)
era de unos fanfarrones-nuevos-ricos-groseros y en realidad le tocó gente agradable, que disfrutaron conocer a la escritora salvadoreña con las chapitas rojas y carcajeante. Quizá, imaginaba Ana, se debía a que le tocó convivir con el sector progre, postposthippies alivianados que buscan causas para creer en ellas y fraguar así una personalidad buena-ondita. Regresamos a comparar con Olga y supusimos que ella había viajado como turista, además sudaca, y le tocó un sector fastidiado de atender viajeros, de trato parco y rutinario, más cordiales mientras más mullida es la cartera del cliente. De inmediato le platiqué de algo que tiempo atrás habíamos cafeteado con Jorge:
2. Que cuando se viaja mucho por trabajo termina hartando, y Jorge no sabía entenderlo muy bien. Le explicaba: no solamente es tener la cara de la revista que representas en cada desayuno-comida-cena-traslado-entrevista, las 24 horas del día. Se agrega cierta realidad desoladora que vas aprendiendo conforme estás en uno y otro y otro sitio, y es que siempre visitas el mismo lugar. No importa si se trata del Caribe tan colorido o de Hermosillo tan desértico y parco, si se trata de un lugar arrogante como San Miguel de Allende o de otro de humildad mal disimulada como Pachuca. Siempre se va al mismo sitio, con las mismas iglesias, los mismos restaurantes fusión y los mismos hoteles boutique.
(acá revelo una charla telefónica con una amiga, cuando le protestaba porque en TODOS lados se les hacía de lo más nice agasajarnos con el mejor... sushi de cada ciudad. Y olvidemos que no me vuelve loco el sushi, hagámonos mundanos: delicioso, venga el tepanyaki, el terumiki y el tetrapacky, pero cuando conoces El Mejor Sushi De Los Cabos, El Mejor Sushi De Puebla, El Mejor Sushi De Cozumel y El Mejor Sushi De Aguascalientes, o algo no está funcionando o todavía no sabemos que el sushi es la comida típica mexicana de oficina transnacional)
Todos los hoteles acostumbran el mismo desayuno continental o el buffete con la misma fruta picada, el mismo pan bimbo ligeramente tostado, los mismos frijoles refritos y los mismos huevos con jamón. En todos los sitios la gente es cálida y amable, todos tienen la más importante construcción colonial de su región y todos están a punto de detonar como el principal destino turístico de México, sólo les falta un pequeño impulso que por fortuna ha establecido como prioritario el Sr. Gobernador. Esto explica que sean tan aburridos los artículos de viaje oficiales: pronto se acaban adjetivos como señorial, magnífico, cautivador, entrañable y cristalino. Y lo que uno verdaderamente vio en el viaje no se puede poner. Porque es un efecto curioso: lo original de cada destino no se encuentra en sus virtudes, sino en sus defectos, en lo que los turistólogos nativos querrían ocultar. Sus verdaderas opiniones sobre el gobierno, la inseguridad en la belleza del sitio, los manglares destruyéndose, la pretensión de sus burguesías: la tensión propia de cada región, que lo vuelve en un territorio verdaderamente vivo, donde pulsan sus problemas y sus prodigios en una contradicción que, esa sí, es la que los hace enigmáticos.
3. Los que viajan por trabajo van al mismo hotel más funcional que elegante; los que viajan para beber visitan los mismos antros con las mismas cubetas de seis chelas por cien pesos; quienes viajan al paquete turístico aburren con sus mismas fotos en el feisbuk del Hospicio Cabañas o el Templo de Santo Domingo; quienes visitan a su familia: pues tías y primos y hermanos y bebés originales -ningún niño de su edad hace lo que él- con fondo de árbol de Navidad que no se ha quitado desde hace cinco meses. Pero, ¿qué tal si un viajero tiene la oportunidad de hacer todo eso en un solo viaje? ¿Tener una comida de negocios, ponerse borracho con un grupo bullanguero, visitar parientes lejanos y ya por no dejar tomarse la foto frente al mololote más famoso del lugar? El viaje al mismo sitio extendido a los muchos mismos sitios. Porque de ahí se entiende: una ciudad no se conoce por sus tres monumentos y sus cinco hoteles, sino también por su boulevard menos agraciado, por la forma en que se ligan sus muchachos de prepa o por el tono tan semejante o local que tienen sus putas para ofrecer sus servicios. Un viaje vende los tres atractivos de su folletería, pero el viaje real ocurre detrás, al lado, de donde se tomó la primorosa foto.
(que no se me olvide aquella anécdota jocosa: cuando Lilián y Olga viajaron casi al mismo tiempo, Lilián para reencontrarse con sus raíces sudamericanas (jojojo) y Olga para reencontrarse con sus raíces europeas (jojojo) mientras el pobre Gezeta viajaba cada ocho días de Puebla al DF a conocer tuiteros, a olvidar un amor malogrado y a preguntarse qué quería hacer con su vida. No me pondré de odioso a desdeñar las revelaciones existenciales de Lilián y Olga frente a Cuzco-La-Sagrada-Familia-Corrientes-Castillo-de-Praga, pero sí era rechispa que en el TimeLine, debajo de tanta epifanía, Gezeta preguntaba quién le invitaba un desayuno -estaba en la Juárez- o quien le pichaba el café -ahora caminaba por San Angel- y si habría alguno que le ofreciera un sillón para pasar la noche -y que le dijera cómo llegar de Avenida Vallejo a Cuajimalpa-. Porque entonces, el viaje de Gezeta, con todo y lo humilde, era al menos tan complejo e interesante como el de Lilián y Olga: menos kilómetros pero la misma búsqueda, el mismo ejercicio introspectivo y un tanto angustiado, reelaborado en calles, personas, bancas de parque, gente desconocida).
martes, 18 de octubre de 2011
Tabucchi, Pitol, simios y muchas otras cosas
La semana pasada estuvo movidita, no era buen momento para ponerse a leer una novela. Por eso elegí un libro de cuentos que heredé hace siglos de una novia y nunca le había hecho mucho caso. El juego del revés, de Antonio Tabucchi. Leí tres cuentos, después lo he abandonado por otros asuntos. Pero los tres cuentos que leí eran bastante buenos. El segundo, "Cartas desde Casablanca", tiene un final espectacular, que me recordó las novelas de Sergio Pitol. Recordé que Tabucchi y Pitol son amiguitos de piquete de ombligo, es común encontrar elogios recíprocos en prólogos, ensayos, conferencias. En los cuentos encontré, también, afinidad de temas. El personaje bien portado o pudoroso que las circunstancias lo obligan a manifestar alguna identidad oculta, y entonces salta la cabaretera en el cuento, así como saltan los ritualistas snob-escatológicos del novelista al final de Domar a la divina garza. Pero además, coinciden en la descripción de una alta burguesía en decadencia que se hace la discreta hasta que estallan por cualquier absurdo, dejando de manifiesto la fragilidad de una clase social que quisiera ser aristocracia, que aborrecería reconocerse en la miseria y evaden sus horrores entre migrañas y lamentos afectados. Es el mentado grotesco bajtiniano que le achacan a Pitol, como recurso natural para hablar de ciertos personajes que se revelan desde lo aparente-sublime y la vergüenza de su condición real.
Vino otro recuerdo, cuando hace diez años estaba embobado con El desfile del amor de Pitol y pensaba en una novela que emulara su estructura. Esto es: presentación episódica de personajes a través de una indagación seudodetectivesca, lo que ocurrió con uno se va sumando al testimonio del siguiente, puntos de vista contradictorios, que complementan pero no como lo quisieran los personajes, porque lo más importante, lo "real" de los acontecimientos no está en lo contado, sino en el cómo se cuenta: en las opiniones maldicientes de unos y otros, en los desdenes elegantes, en las justificaciones para las mezquindades propias, en la fragilidad que el personaje nunca quisiera mostrar pero el narrador la desliza con cierta malaleche. Para que pudiera darse este doble nivel de los discursos -que sea tan importante lo que se cuenta y el cómo se cuenta- Pitol eligió el estilo libre indirecto, que permite campechanear opiniones casi textuales de los personajes con algún comentario más "impersonal" o "elegante" del narrador. La maleabilidad de la prosa se hace entonces espléndida, las primeras páginas piden cierto esfuerzo del lector, pero ya entrados en las reglas pitolianas se vuelve de un humor y una versatilidad impresionantes. ¿Quién no quiere experimentar con un recurso así?
Y ahí voy, a las eternas novelas inconclusas, treinta páginas de un grupo de treintones neuróticos abrumados porque acabaron a gritos y sombrerazos su periodo de preparatoria, con cierre de la escuela, sacrificio simbólico de su líder, resquemores acendrados (saludos, loyolos) (abrazo, pero no de priísta, jefe Job) (ok, saludines también al @martiniseco) y un chismerío sabrosón que terminaría cuando esta decena de ridículos saltara al edificio abandonado de la escuela para descubrirse a sí mismos como cadáveres patéticos. El proyecto apenas llegó a su quinta parte, lo que escribí se perdió entre archivos de Word 97, 2000 y XP, y hasta hace poco quise releer alguna parte que según yo, era de los mejores momentos: cuando un tipo rudo, jugador de futbol americano, va eligiendo volverse gay porque piensa que es más divertido el carnaval homosexual que el compromiso arisco y desconfiado de los heterosexuales (pésimo argumento, ya sé, pero déjenme terminar). Hallé el texto, releí, fue una enorme decepción por lo afectado de las frases, el manierismo de los diálogos, la forma prefabricada de ir agregando anécdotas en el relato central. Pensé en treinta y cinco cosas, treinta y cuatro tienen que ver con mi fracaso y la mejor forma de suicidarme, la treinta y cinco es la que importa: que por alguna razón, esta técnica de Pitol, este prodigio de excesos expresivos; muletillas, requiebros pudorosos en las referencias, justificaciones absurdas, elegancia en los insultos, aparente objetividad en el escarnio -joterías, pues- le quedaban bien al mundo narrativo, entre aburguesado y decadente, de Pitol, donde el aprendizaje de los buenos modales y la diplomacia se presta para un habla sinuoso, que pide varias interpretaciones ("escribe esta carta pero con mucha mano izquierda", me pedía Anamari, tan pitoliana como jefa mía en el INBA, cuando debía redactar rechazos o negativas pero con buena-ondita); pero no funcionaba con mis oficinistas de sobacos sudados que se vuelven locos cuando consiguen un descuento 2x1 en un bar rascuache de gomicheladas.
Me quedé con una intuición incómoda, más porque sería ir en contra de todas las clases de creación literaria que tan bonitamente nos enseñan el arte del buen escribir: es que la elección de una técnica narrativa también procede de una visión del mundo, y que es falso que todo se puede escribir de todas las maneras posibles, siempre y cuando seas "dueño de tus herramientas" (el McGyver narrativo, pues). Hay otra idea más fácil: que Pitol es Pitol y uno, pues malamente es uno, pero con esa idea simplista se terminan las averiguatas sobre el dominio del propio oficio. Compongamos: Pitol tenía más claro qué quería contar y eso lo llevó con cierta naturalidad a crear el artificio que le permitiría hacerlo; yo estaba en la copia de un estilo, y aunque él mismo dice al inicio de El mago de Viena que: "El futuro escritor debía transformarse en un simio con alta capacidad de imitación", más adelante aclara que este mono mimético debe saber cuándo desligarse del estilo elegido para intentar el propio.
Supongo que desligarse de la imitación para hallar la escritura personal implicaría reconocerse en los temas, los espacios, la originalidad, el fraseo, las inflexiones que uno ha tenido desde siempre, pero este cliché tan como de libro de Coehlo suena huequísimo, y suena así porque el "reconocerse" quisiera ser poética de plenitudes cuando, menos resplandeciente, también podría asumirse como inventario de miserias. Lejos de armar leyendas prodigiosas de escrituras, exquisitas cuando son burguesas, desgarradas y salvajes cuando provienen de la insubordinación y el resentimiento social, me reconozco en silencios pasmosos, en el reciclaje de un mundo más bien pueril: más cercano de El libro vacío de Josefina Vicens que de cualquier gesta, impresionante o prescindible, de los novelistas que ahora importan.
Aunque no parezca, el párrafo anterior era optimista, reconocía personajes más chejovianos que de altos vuelos, aunque el medio tono de los universos suele confundirse con una ejecución menor. Ahí es cuando de nuevo se reciclan las angustias: ¿sigue valiendo la pena intentar la historia de un oficinista promedio, bebiendo en un bar de Sanborns, cuando las moditas literarias hablan de "novelas intelectuales" de "científicos atormentados" "alemanes" "que se llaman Klingsor" "por ejemplo"? El taller literario dice que sí porque le gusta reclutar cronopios; yo me pierdo entre temas y estilos porque también avizoro -aunque esto ya se alargó demasiado- que la lectura contemporánea no tiene mucho que ver con una escrituraaprehendida aprendida en esa engañosa edad de oro de los noventa, con jornadas semanales y construcciones tardías de hombres nuevos, y que a las nuevas lecturas les urgen subgéneros no importa si parodiados chafamente, polémicas narcopolíticas, ardides cosmopolitas-hipsters, metarreferencias de novelistas que hacen novelas, y entonces me angustia no tener claro en qué espacio de todos esos ubicarme.
Menos azote: este post se trataba de que: leí a Tabucchi, pensé en Pitol, lo recordé como modelo y entendí que ya no me hallo mucho en él. Y que, imagino, eso debe ser una evolucion. Y el inicio de una toma de posturas. Rayos, todo cabía mejor en un tuit. Ese es otro tema: lo breve, lo efímero, lo inmediato, el desencuentro de todo lo que ya no se queda en nosotros. Y lo anquilosado que muchas veces me siento. Ya me enredaré con eso en otro post.
Vino otro recuerdo, cuando hace diez años estaba embobado con El desfile del amor de Pitol y pensaba en una novela que emulara su estructura. Esto es: presentación episódica de personajes a través de una indagación seudodetectivesca, lo que ocurrió con uno se va sumando al testimonio del siguiente, puntos de vista contradictorios, que complementan pero no como lo quisieran los personajes, porque lo más importante, lo "real" de los acontecimientos no está en lo contado, sino en el cómo se cuenta: en las opiniones maldicientes de unos y otros, en los desdenes elegantes, en las justificaciones para las mezquindades propias, en la fragilidad que el personaje nunca quisiera mostrar pero el narrador la desliza con cierta malaleche. Para que pudiera darse este doble nivel de los discursos -que sea tan importante lo que se cuenta y el cómo se cuenta- Pitol eligió el estilo libre indirecto, que permite campechanear opiniones casi textuales de los personajes con algún comentario más "impersonal" o "elegante" del narrador. La maleabilidad de la prosa se hace entonces espléndida, las primeras páginas piden cierto esfuerzo del lector, pero ya entrados en las reglas pitolianas se vuelve de un humor y una versatilidad impresionantes. ¿Quién no quiere experimentar con un recurso así?
Y ahí voy, a las eternas novelas inconclusas, treinta páginas de un grupo de treintones neuróticos abrumados porque acabaron a gritos y sombrerazos su periodo de preparatoria, con cierre de la escuela, sacrificio simbólico de su líder, resquemores acendrados (saludos, loyolos) (abrazo, pero no de priísta, jefe Job) (ok, saludines también al @martiniseco) y un chismerío sabrosón que terminaría cuando esta decena de ridículos saltara al edificio abandonado de la escuela para descubrirse a sí mismos como cadáveres patéticos. El proyecto apenas llegó a su quinta parte, lo que escribí se perdió entre archivos de Word 97, 2000 y XP, y hasta hace poco quise releer alguna parte que según yo, era de los mejores momentos: cuando un tipo rudo, jugador de futbol americano, va eligiendo volverse gay porque piensa que es más divertido el carnaval homosexual que el compromiso arisco y desconfiado de los heterosexuales (pésimo argumento, ya sé, pero déjenme terminar). Hallé el texto, releí, fue una enorme decepción por lo afectado de las frases, el manierismo de los diálogos, la forma prefabricada de ir agregando anécdotas en el relato central. Pensé en treinta y cinco cosas, treinta y cuatro tienen que ver con mi fracaso y la mejor forma de suicidarme, la treinta y cinco es la que importa: que por alguna razón, esta técnica de Pitol, este prodigio de excesos expresivos; muletillas, requiebros pudorosos en las referencias, justificaciones absurdas, elegancia en los insultos, aparente objetividad en el escarnio -joterías, pues- le quedaban bien al mundo narrativo, entre aburguesado y decadente, de Pitol, donde el aprendizaje de los buenos modales y la diplomacia se presta para un habla sinuoso, que pide varias interpretaciones ("escribe esta carta pero con mucha mano izquierda", me pedía Anamari, tan pitoliana como jefa mía en el INBA, cuando debía redactar rechazos o negativas pero con buena-ondita); pero no funcionaba con mis oficinistas de sobacos sudados que se vuelven locos cuando consiguen un descuento 2x1 en un bar rascuache de gomicheladas.
Me quedé con una intuición incómoda, más porque sería ir en contra de todas las clases de creación literaria que tan bonitamente nos enseñan el arte del buen escribir: es que la elección de una técnica narrativa también procede de una visión del mundo, y que es falso que todo se puede escribir de todas las maneras posibles, siempre y cuando seas "dueño de tus herramientas" (el McGyver narrativo, pues). Hay otra idea más fácil: que Pitol es Pitol y uno, pues malamente es uno, pero con esa idea simplista se terminan las averiguatas sobre el dominio del propio oficio. Compongamos: Pitol tenía más claro qué quería contar y eso lo llevó con cierta naturalidad a crear el artificio que le permitiría hacerlo; yo estaba en la copia de un estilo, y aunque él mismo dice al inicio de El mago de Viena que: "El futuro escritor debía transformarse en un simio con alta capacidad de imitación", más adelante aclara que este mono mimético debe saber cuándo desligarse del estilo elegido para intentar el propio.
Supongo que desligarse de la imitación para hallar la escritura personal implicaría reconocerse en los temas, los espacios, la originalidad, el fraseo, las inflexiones que uno ha tenido desde siempre, pero este cliché tan como de libro de Coehlo suena huequísimo, y suena así porque el "reconocerse" quisiera ser poética de plenitudes cuando, menos resplandeciente, también podría asumirse como inventario de miserias. Lejos de armar leyendas prodigiosas de escrituras, exquisitas cuando son burguesas, desgarradas y salvajes cuando provienen de la insubordinación y el resentimiento social, me reconozco en silencios pasmosos, en el reciclaje de un mundo más bien pueril: más cercano de El libro vacío de Josefina Vicens que de cualquier gesta, impresionante o prescindible, de los novelistas que ahora importan.
Aunque no parezca, el párrafo anterior era optimista, reconocía personajes más chejovianos que de altos vuelos, aunque el medio tono de los universos suele confundirse con una ejecución menor. Ahí es cuando de nuevo se reciclan las angustias: ¿sigue valiendo la pena intentar la historia de un oficinista promedio, bebiendo en un bar de Sanborns, cuando las moditas literarias hablan de "novelas intelectuales" de "científicos atormentados" "alemanes" "que se llaman Klingsor" "por ejemplo"? El taller literario dice que sí porque le gusta reclutar cronopios; yo me pierdo entre temas y estilos porque también avizoro -aunque esto ya se alargó demasiado- que la lectura contemporánea no tiene mucho que ver con una escritura
Menos azote: este post se trataba de que: leí a Tabucchi, pensé en Pitol, lo recordé como modelo y entendí que ya no me hallo mucho en él. Y que, imagino, eso debe ser una evolucion. Y el inicio de una toma de posturas. Rayos, todo cabía mejor en un tuit. Ese es otro tema: lo breve, lo efímero, lo inmediato, el desencuentro de todo lo que ya no se queda en nosotros. Y lo anquilosado que muchas veces me siento. Ya me enredaré con eso en otro post.
jueves, 9 de junio de 2011
El colchón de refugiado
Hace diez años compré un colchón. De la marca del oso que duerme obscenamente, ronquido tras ronquido, sin consideraciones al mundo o al decoro. Tan bello, que parecía absurdo vestirlo con sábanas y colchas para hacerlo parecer hogareño. Durante dos días no tuvo sábanas ni colchas. Era verano. Luego recordé que debía armar una casa. Fui al Wal-Mart y compré un juego de sábanas verde-Issste que después Esha siempre odió. Porque hay que agregar, entonces estaba esperándola a Esha, justo por eso el nuevo colchón. Antes había otro, individual, miserable, al que le pertenecen otras historias. El colchón nuevo formaba parte de esa cursilería esperanzada que algunos llaman Vida Nueva: también había un sofá-cama tubular y un comedor de madera y cristal que los Champis me prestaron. Había dos estantes para discos y DVDs. Había un televisor nuevo, una cómoda enorme y fea pero muy útil, que arrastro desde la adolescencia; un librero que también en la adolescencia tardía le grafiteé la banda de entonces, que era U2. Renté un departamento en Tlalpan y Xola, le entraba luz por todos lados. En la cocina tenía una cacerola en la que ponía las Maruchan y las calentaba hasta darles consistencia de pasta. Pero el protagonista de todo el tinglado era el colchón: la promesa de la persona que llegaría. Ahí se esperaban sus caderas y sus piernas flacas, su figura menuda acurrucada en las mañanas, su ropa regada encima porque nunca sabría qué ponerse. Faltaba tiempo para que llegara, pero todas las noches que hablábamos por ICQ contábamos los 137, 85, 47 días y pretendíamos tranquilizarnos con ese fetiche regresivo. Mientras tanto, me tumbaba en el colchón. Prendía una lamparita de cono rojo. Leía. Si la ansiedad estaba puesta en el sur, releía todo lo sureño que me acercaba a Esha. García Márquez, de nuevo. Vargas Llosa, de nuevo. Rayuela, de nuevo. Arlt y Piglia por primera vez. Podía irse la jornada hasta las cuatro de la mañana, cigarro tras cigarro, leyendo y pensando que ya casi llegaría. Me acurrucaba en el colchón como imaginaba que después se acurrucaría ella.
En alguna de esas llegó mi madre, con esa fiscalización a los hijos recién mudados que suelen hacer las madres. Travesaños sin polvo: check; ropa bien doblada en el clóset: check; frutas y huevos en el refri: check. La certificación se arruinó en el cuarto:
-¿Y ese colchón sin base? Pareces refugiado.
Tres días después, regalo premarital, llegó una base de madera, simple, con cajoneras, que le daba formalidad al cuarto. “Ni modo que la estés acostando ahí en el suelo”, dijo mi madre. Esha y yo ya no éramos universitarios de trova e inciensos, la base elevaba el colchón y también el estatus de la relación. Cuando Esha llegó intenté explicar algunos simbolismos entre el colchón en el suelo y el colchón con la base; Esha no hizo demasiado caso porque le urgía más que nos tumbáramos en lo que ya era cama y cumplirnos todas las fanfarronadas que nos habíamos prometido antes en el chat. Lo que sigue mejor obviarlo. O describirlo con ritmo de hard rock inofensivo, como en comedia de Meg Ryan: noches calurosas sin cobijas. Películas rentadas. Gripes. Reconciliaciones. Pleitos. Elucubraciones crueles sobre nuestros amigos. Claro que yo no ronco. Juegos bobos que terminaban en revolcones sorpresivos. Yerba regada en las sábanas. Cuentas de deudas que nunca salían. Recriminaciones crueles. Uno leía y la otra miraba Laura de América. Las medias negras de red que le compré. La biografía de Diego Rivera que me regaló.
Tres mudanzas y tres años después se fue Esha. Un último año tan jodido que cuando volví a acostarme solo en la cama se sintió una infinita paz. La cama se llenó de bolsas del Oxxo. Hot Nuts fue premiada la Mejor Botana 2006. Libros, papeles, colillas, devedés, más papeles, latas de coca cola. Nuevas mudanzas. La base no pudo salir de la penúltima vivienda y debí comprar cama nueva. La primera, la más barata que se consiguiera en las mueblerías de Tacubaya. Tubular. Con garigoleos art decó muy poco logrados. Pero la entrega inmediata precipitó el tarjetazo y hora y media después descifraba un manual para apretar las tuercas de la cabecera. Quedo firme, cómoda. Jalé la primera novela de Kurt Wallander. A las tres semanas se empezó a mover. Con la llave inglesa apreté los tornillos. Tres semanas después, de nuevo el vaivén. Y de nuevo la llave inglesa. Así cuatro o cinco veces, hasta que apretar y calibrar la firmeza me aburrió.
Se volvió en una suerte de colchón de agua, sin vaivén morboso, ni agua. Molestísimo leer, mirar tele, delirar angustias. Pero la casa completa era molesta. Por supuesto que siglos atrás devolví el sofá-cama y el comedor a los Champis, con el paso de los años aparecieron muebles nuevos: el comedor que siempre había querido porque es simple, de madera pura, se presta para amontonar cervezas y botanas, sillas suficientes para los amigos. El nuevo sofá cama, más consistente, tenía un propósito idiota: en su foto promocional había tres adolescentes en shorcitos que parecían divertirse mucho en él. Recién comprado, me sentaba frente a él y calculaba si en efecto cabría yo con las tres niñas. Cuando el primer borracho lo vomitó se diluyó la fantasía: durante tres meses olió a cloro y todavía conserva un manchón conmemorativo. Por suerte, fácil de esconder.
Los nuevos departamentos han sido más oscuros. Ya no esperan a nadie específico, pero siempre se puede fanfarronear que en realidad esperan a quien sea. Y tal vez por lo indeterminado de esa espera es que no ha adquirido fisonomía de nada. Hay libros regados. Toallas secándose. Sobrecitos de Canderel. La taza-termo del café frío. Por supuesto, papeles. Tiene su mojo polvoso, celebró Isabel. Muchos envases vacíos, aguzó Natalia. Talla las paredes del baño, insiste Ana. “Es que el departamento debe parecer miserable, improvisado, todo en cajas o arrumbado, que se note que al personaje dejó de importarle la vida y sólo va dando tumbos y sobreviviendo a lo que sea… ¡Exacto! ¡Exactamente como tu depto!”, imaginaba un guión Martín y luego fue por el ron para hacerse otra cuba.
Pero lo peor del departamento seguía siendo la cama. Me amargaba con Isabel, desbrozaba teorías que iban entre el feng shui y Thomas Bernhard: el lugar donde uno duerme, el que en realidad debería ser el más tranquilo, la cápsula de serenidad y relajamiento tan recomendadas por los blogs de reikis, en mi caso estaba fatigado por los demonios de las tuercas. El monstruo no vivía bajo la cama, fastidiaba en los pésimos ensambles, que pasaron por todas las manifestaciones posibles: de los rechinidos suaves a los fuertes, del vaivén intimidante a sentir que la cabecera se viene sobre uno, de incorporarse con la espalda jodida porque nunca se sabe a dónde voló la cama mientras uno dormía, a tener miedo de acomodarse de lado porque el sismo doméstico puede desbordarse y qué pereza dar el sentón al suelo a plenas tres de la madrugada. Después, es fácil alargar el lamento a las necedades existenciales: los pendientes por resolver, la soledad y la falta de plata, los años y el ensimismamiento, las motas de polvo y la timba chelera que ni cómo reducir.
Hace cinco semanas iba a tener una visita. Había que limpiar, ordenar el baño, tirar el jamón descompuesto y las manzanas podridas. Pero la principal preocupación era la cama: lo básico hospitalario era cederla y ocupar yo el sofá-cama, pero lo vergonzoso hospitalario era ofrecer ese armatoste tembeleque que, simbolismo de nuevo, era como ceder neurosis, reflujos y desguances. Acudí con la llave inglesa, aquella olvidada amiga, decidido al Ajuste Final. Los tornillos se barrerían pero yo sería más fuerte: tuercas, rondanas, cuerdas, alambres, todo estaba de mi lado para vencerle a una inercia que ya se había excedido demasiado. El enfrentamiento fue breve y contundente: al primer giro se rompió una pata y la cama quedó inservible para siempre. Aun había alternativas, como conseguir un soldador, improvisar apuntalamientos con ladrillos o dormir con los pilotos del gas abiertos.
Pero llegó una visión añeja, brumosa, insólitamente olvidada: el colchón de refugiado, que una década atrás era tan nuevo y tan bello que tardó dos días en ser vestido con sábanas y colcha. De inmediato vino otro recuerdo, aquel en el que yo esperaba a alguien, fumar tras fumar toda la madrugada. Y también el tiempo en que dejé de esperar porque podría llegar cualquiera, y la cama se volvió una canoa incierta. Llegó como alivio la insolencia: para qué esperar a alguien, si lo único real era yo, los cigarros, la lámpara, leyendo novelas. Separé los fierros de la horrenda cama, se los encargué al portero para que los vendiera con el primer ropavejero.
Me acosté en el colchón viejo, como universitario de trova e incienso. Jalé La novela de Genji, leí un ligue malsano, pronto me ganó el sueño. Como oso que duerme obscenamente, ronquido tras ronquido, sin consideración al mundo o al decoro.
viernes, 7 de agosto de 2009
One Million Died to Make This Sound
Ya, viejo, ya no estamos en edad de soñar sueños de niños, ni, acaso, nuestro estado civil
es ya el más propio para esto de andarnos con Jesús por los rincones, y contándonoslo.
Efrén Hernández. "Sobre causas de títeres"
es ya el más propio para esto de andarnos con Jesús por los rincones, y contándonoslo.
Efrén Hernández. "Sobre causas de títeres"
Nomás no se me ofenda, compadre, pero le comento: no hacían falta tantas palabras encima del sonido para explicar de qué va una canción. Sobre todo en esta madrugada tan llena de entendimiento no conversado, con Lilians concentrada en algo tortuoso que no desea revelar, con Olga convaleciendo del cruce entre la mota y la chela, que quiere decir convalecer del cruce entre preguntarse quién es ella y quién querría ser, con dos o tres fantasmas más, mezquinando el penúltimo cigarro y exprimiendo gotas de cerveza de las botellas; cuando todo es tan claro y preciso, como en este momento, de verdad no hace falta explicar tanto.
Hubiera bastado decir Escucha Esto, play al ipod y confiar. El título ayuda: One Million Died to Make This Sound. Estuvo de más glosar que se trata de un homenaje a todos los rockeros o instrumentistas, o virtuosos malogrados o mediocres con esperanzas, que se han ido a la mierda para que el sonido adquiera entraña y ayude a agonizar. No limite la desolación a los músicos, compadre, que la música también la hacen la gente que la escucha y la reconstruye con sus azoros individuales.
Usted habla, compadre, y yo pienso en otros tiempos en que otros me inculcaron sus hallazgos. Pienso en Edgar, quien juró que cuando entraba el requinto de David Gilmour sobre la base añeja de Wish you were here, era como si te inyectaran en las venas una dosis letal de añoranza que se quedaría en el cuerpo de una vez y para siempre; o pensaba en la arrogancia vital de Martín, no diré nada, dijo, puso el disco y barruntó la guitarra de The Edge como nunca se había escuchado antes: es Zoo Station, baby; bienvenido a los noventa, baby; y devotos oímos la voz de megáfono de Bono, ready for the laughing gas, y eso queríamos de grito de batalla para -quién iba a decírnoslo- una guerra timorata y llorona (¿o de qué otro modo describir a los noventa?); también pensé en Ana Paula, ambos en su cama y su grabadora de sonido opaco y así eran más tristes Nito Mestre y Charly García; escuchá: unos pibes se quieren pero no pueden reunirse, y ahora imagina, los milicos los separan pero ellos saben que siempre estarán juntos, y Rasguña las piedras era amorosa pero también tenía rabia, si mirás La noche de los lápices sentís la vergüenza de darte cuenta cómo fueron las cosas.
Cómo le explico, compadre, que ellos sólo dijeron eso y después me sumieron en sus canciones que también eran sus pensamientos, que no necesité que argumentaran acorde tras acorde, como ahora usté que me hace notar los violines torturados, los chelos obligados a la estridencia amarga, la voz horrenda de Efrim Menuck, "la voz más horrenda que jamás hayas escuchado", la intención de degradar el sonido porque así se ilustra mejor a los músicos muertos, y la peda era tanta que yo lo extendía: porque quienes ahora escuchan también han muerto, ¿por qué no me deja escuchar y entenderlo? Porque entonces miré a Lilians, tan ensimismadamente muerta; y Olga y su palidez enferma, que era lo que seguía de estar muerta; pero además retrocedí a los otros escuchas, a mi vida al lado de esos escuchas, ¿me concentro en los coros o en la soledad en que me han dejado los muertos? Porque Edgar atiende una tienda y cuando tiene tiempo libre revisa ansioso la música que creó a medias, porque Martín hace castings galantes y revisa las cualidades histriónicas de un par de tetas, porque Paula cuida a los nenes, y tan dura y clara que sabe ser Paula: dejá de joder con los recuerdos, conseguite una mina que ordene tu casa que de seguro es un quilombo, de esto va la vida y qué se le va a hacer; ¿cuál vida, valdría preguntarse?
Y es que entre la cháchara que está soltando, compadre, y lo que veo tan tirado en el departamento, y lo que pienso tan abandonado en la memoria, resuelvo que usté ha querido compartirme esta rola machacona y desgarbada para hacerme entender que ha terminado Mi Tiempo; tal vez entonces me queda claro por qué usté no se permite el silencio, por qué me ayuda a no enfrentarme a la intemperie del sonido; usté habla y habla para no dejarme entender que esta rola es una elegía en la que yo soy el verdadero muerto. Cadáver lleno de canciones, de personas que me hacían escuchar sus canciones, de espíritus difuminados que sólo han dejado lo contundente de su ausencia, mientras los otros fantasmas, los del presente, apenas y hacen caso de mis exequias, tan concentrados están cada uno en vigilar sus propias muertes.
Entonces reculo: mejor hable, sí, siga hablando, compadre, que las palabras sobre las palabras también esconden, evaden, disuelven el asombro de enfrentar la muerte. De millones de palabras muertas también se hace el sonido. El que se escucha hacia adentro, angustiado, cuando se sabe que ya ha corrido demasiada agua bajo el puente y uno nunca aprendió a refrescarse en ella.
PD: La rola es de A Silver Mount Zion.
lunes, 27 de julio de 2009
Escritura irresponsable
1. Lo más fácil --el resúmen ejecutivo de este post-- es aceptar que necesito --me urgen-- unas vacaciones. Pero si alguien quiere complicarse la vida leyendo, entonces:
2. Estoy colmado, ya no puedo juntar dos frases y que suenen coherentes. Y aún faltan dos textos (urgentes) y otros cuatro para ir sacando en la semana. Odio todos en la misma proporción.
3. Sobre todo, odio ser profesional. Ya intenté explicarlo en otro post pero creo que el tema se desvió hacia alguna historieta divertida con una chica genial. También no tenía muy claras las cosas. Ahora tampoco pero insisto: profesional me suena a competitividad, a compromiso empresarial, a todas esas palabras que usa... claro, sí, el panismo, el neoliberalismo productivo, el enanito bravucón de Los Pinos y su diabético obeso de Hacienda y el hombre ese que acaba de renunciar al PAN y que nadie nadie --pero de verdad que nadie, creo que ni su madre-- tenía en buena estima. Y claro, profesional me suena a ese tipo de gente, me suena a carroña, me suena a destazarse por tener poder, mejor sueldo, ser ejemplo a seguir, sentirse bien con uno mismo (como con el yogurth pero distinto), presumir una oficina con vista al Zócalo y al Castillo de Chapultepec. No es que me haga el hippie que crea en la paz y el amor y que el mundo resultaría mejor si en vez de competir nos uniéramos en un abrazo fraterno. Eso tampoco existe. Pero de las cosas inútiles, la más inútil es grillarse mejores escritorios en las oficinas. Y el feliz reto que obligue a desvelarse armando power points hasta las cinco de la mañana.
4. ¿Ya va siendo hora de hacer un elogio sistemático y enérgico de la güeva, no? No del ocio, pálido hermano de la invasiva, esclerótica y cancerígena güeva; el ocio, eufemismo de oficinista, el bien educado tiempo muerto para recuperarse sanamente de los esfuerzos de la jornada y juntar las energía necesaria para derrocharla al otro día con la mayor rentabilidad. Yo pienso en la güeva güeva, tres días en casa viendo pelis y engordando con nachos, hacer lo mínimo indispensable para sacar tres pesos y largarse a las chelas a eructar y a ver las nalgas de las meseras y a decir estupideces; languidecer con una novela gorda en un parque con deportistas comprometidos con su cuerpo y con su psique. Güeva, autodestrucción por inercia, se me acabaron las chelas pero está tan lejos el Oxxo, ¿cómo le hago para que alguien vaya a conseguirlas por mi?
5. Lo anterior no servía para nada pero era necesario. Ahora bien: si me caga lo profesional, me caga al doble la llamada escritura profesional. Lo mismo la de revistas y catálogos y guiones corporativos (y no se engañen: las telenovelas y los sit coms y los culturales de Azteca y Televisa también son guiones corporativos), que la escritura profesional culturalosa, aquella que reparte tiempos entre redactar cuentos y novelas y ensayos funcionales y enterados, y recitar opiniones valiosas sobre los cien años de Ignacio Manuel Altamirano, los trescientos años del natalicio de Juan Rulfo y el 341 aniversario de la publicación del Sí de las Niñas. No sé cómo le hacen los escritores profesionales para saber de todo eso; cómo logran ser tan atinados para precisar el marco histórico y resaltar la pertinencia contemporánea de tanto escritor tan bien nacido y tan importante, aunque sus libros ya no sirvan para nada (¿o les cae que todavía sirve para algo la Navidad en las montañas?)
6. Ya sé que es demasiado romántico y miserable pero entonces veo con nostalgia al bueno para nada de Fernando Pessoa saliendo de su chamba infumable de traducciones comerciales y enredándose con sus heterónimos para sacar los poemas que ahora musicaliza Madredeus. Causa envidia saber que su escritura no tenía futuro ni pretensión de reconocimiento ni esa necesidad enfermiza de figurar en un catálogo de literato valioso. La discusión era con él mismo. Corrijo: con los varios él mismos que eran él mismo. ¿Por eso habrá sobrevivido al anonimato, porque con él le bastaba y sobraba para discutir?
7. Escritura profesional: eficiente, sintética, elegante, precisa, contundente, expresiva sólo hasta donde la traducción lo permita, limpia de excesos lingüísticos (eres lo de anteantier, vampiro de la colonia Roma), tan limpia como un pañal de bebé antes de ser embarrado con caca. Más nítida que un litro de agua Evian, más ergonómica que un edificio de Santa Fe, más escrupulosa que una respuesta de empresario exitoso que ruega para que no le cuestionemos sobre la contaminación de su negocio a los arroyuelos donde ya no hay pastores (nomás narcos). Bellatin y Volpi se burlaron eruditamente del arcaico exceso de palabrejas latinoamericanos en un ensayo que nunca supe dónde quedó. En contra, Daniel Sada muchas veces peca de ilegible. Pesaroso: ¿apostarle al mínimo caló significa ser patiño de un mamarracho de noticiero matutino, como el pobre Armando Ramírez con el fascista de Esteban Arce?
8. En un café de hace siglos, Juan Manuel me decía que prefería la escritura casi automática, escribir y escribir sin pensarlo mucho, vomitar renglones de frases impresionantes y después dejar así el texto porque era su expresión genuina, porque mover una coma o tres adjetivos traicionaba la naturaleza original. Yo me reí de él tres años, hice el elogio de la corrección, semejé la tachadera como la perfección en un grabado de Durero, la corrección de un texto se vuelve un problema casi algebraico, remendar un párrafo flojo es resolver un trinomio cuadrado perfecto y deshacerse de tres oraciones demasiado explicativas es como simplificar silogismos y llegar a La Verdad Lógica vía procedimiento del absurdo. Ahora pienso en lo que dice, ya no lo censuro del todo. Claro, el riesgo son las parrafadas ociosas que no llegan a nada (Fernando del Paso: no te pongas del todo el saco). ¿Hasta dónde se corrige y hasta dónde no?
9: Corrección: consecuencia para que el texto brille, no obligación para que el texto no exista de tan transparente. Y en el oficio, remiendo talachero para que el editor crea que uno sí aspira al profesionalismo, a la eficacia en la redacción.
10. Extraño la redacción automática de diez páginas seguidas de sandeces. Sin número de caracteres, sin buscar el efecto serio-chacotero-irónico-enterado-contemporáneo-iconoclasta. Escritura así, sin más. Otro día con más ánimo jalo el lápiz rojo y tacho el 80% de ese exabrupto. Ahora que surja la tensión necesaria, más allá de buenas o malas frases, de construcciones eficientes o digresiones excesivas, del personaje estereotipado o del matiz que lo eleva a la originalidad. Pero me queda claro que esa escritura irresponsable no suele llevar a algo bueno. Pero me queda claro que la escritura escrupulosa también podría pecar de impersonal, la ostentación del conocimiento gramatical del autor, no importa que adolezca de verdad.
11. La solución del mediocre: el término medio. La solución de la angustia: la tensión. Un buen texto no es equilibrado. Un texto que sirva debe pelearse consigo mismo, entre su gracia y su exceso, entre su sutileza y su tosquedad, entre su concisión y su propensión a desviarse. De acuerdo, estoy ejerciendo el sofisma del exabrupto. Regreso a la academia: púlele, cuídale. Lo que sí me da escalofríos y a lo que me niego: pensar que un texto debe ser un homenaje sumiso al lenguaje.
12. Y ya, otro día le sigo o me avergüenzo de esto. Ocurre que quería descargar un poco (quesque también para eso son los blogs, ¿no?). Vuelvo a mis pendientes.
13. En síntesis: necesito unas vacaciones.
2. Estoy colmado, ya no puedo juntar dos frases y que suenen coherentes. Y aún faltan dos textos (urgentes) y otros cuatro para ir sacando en la semana. Odio todos en la misma proporción.
3. Sobre todo, odio ser profesional. Ya intenté explicarlo en otro post pero creo que el tema se desvió hacia alguna historieta divertida con una chica genial. También no tenía muy claras las cosas. Ahora tampoco pero insisto: profesional me suena a competitividad, a compromiso empresarial, a todas esas palabras que usa... claro, sí, el panismo, el neoliberalismo productivo, el enanito bravucón de Los Pinos y su diabético obeso de Hacienda y el hombre ese que acaba de renunciar al PAN y que nadie nadie --pero de verdad que nadie, creo que ni su madre-- tenía en buena estima. Y claro, profesional me suena a ese tipo de gente, me suena a carroña, me suena a destazarse por tener poder, mejor sueldo, ser ejemplo a seguir, sentirse bien con uno mismo (como con el yogurth pero distinto), presumir una oficina con vista al Zócalo y al Castillo de Chapultepec. No es que me haga el hippie que crea en la paz y el amor y que el mundo resultaría mejor si en vez de competir nos uniéramos en un abrazo fraterno. Eso tampoco existe. Pero de las cosas inútiles, la más inútil es grillarse mejores escritorios en las oficinas. Y el feliz reto que obligue a desvelarse armando power points hasta las cinco de la mañana.
4. ¿Ya va siendo hora de hacer un elogio sistemático y enérgico de la güeva, no? No del ocio, pálido hermano de la invasiva, esclerótica y cancerígena güeva; el ocio, eufemismo de oficinista, el bien educado tiempo muerto para recuperarse sanamente de los esfuerzos de la jornada y juntar las energía necesaria para derrocharla al otro día con la mayor rentabilidad. Yo pienso en la güeva güeva, tres días en casa viendo pelis y engordando con nachos, hacer lo mínimo indispensable para sacar tres pesos y largarse a las chelas a eructar y a ver las nalgas de las meseras y a decir estupideces; languidecer con una novela gorda en un parque con deportistas comprometidos con su cuerpo y con su psique. Güeva, autodestrucción por inercia, se me acabaron las chelas pero está tan lejos el Oxxo, ¿cómo le hago para que alguien vaya a conseguirlas por mi?
5. Lo anterior no servía para nada pero era necesario. Ahora bien: si me caga lo profesional, me caga al doble la llamada escritura profesional. Lo mismo la de revistas y catálogos y guiones corporativos (y no se engañen: las telenovelas y los sit coms y los culturales de Azteca y Televisa también son guiones corporativos), que la escritura profesional culturalosa, aquella que reparte tiempos entre redactar cuentos y novelas y ensayos funcionales y enterados, y recitar opiniones valiosas sobre los cien años de Ignacio Manuel Altamirano, los trescientos años del natalicio de Juan Rulfo y el 341 aniversario de la publicación del Sí de las Niñas. No sé cómo le hacen los escritores profesionales para saber de todo eso; cómo logran ser tan atinados para precisar el marco histórico y resaltar la pertinencia contemporánea de tanto escritor tan bien nacido y tan importante, aunque sus libros ya no sirvan para nada (¿o les cae que todavía sirve para algo la Navidad en las montañas?)
6. Ya sé que es demasiado romántico y miserable pero entonces veo con nostalgia al bueno para nada de Fernando Pessoa saliendo de su chamba infumable de traducciones comerciales y enredándose con sus heterónimos para sacar los poemas que ahora musicaliza Madredeus. Causa envidia saber que su escritura no tenía futuro ni pretensión de reconocimiento ni esa necesidad enfermiza de figurar en un catálogo de literato valioso. La discusión era con él mismo. Corrijo: con los varios él mismos que eran él mismo. ¿Por eso habrá sobrevivido al anonimato, porque con él le bastaba y sobraba para discutir?
7. Escritura profesional: eficiente, sintética, elegante, precisa, contundente, expresiva sólo hasta donde la traducción lo permita, limpia de excesos lingüísticos (eres lo de anteantier, vampiro de la colonia Roma), tan limpia como un pañal de bebé antes de ser embarrado con caca. Más nítida que un litro de agua Evian, más ergonómica que un edificio de Santa Fe, más escrupulosa que una respuesta de empresario exitoso que ruega para que no le cuestionemos sobre la contaminación de su negocio a los arroyuelos donde ya no hay pastores (nomás narcos). Bellatin y Volpi se burlaron eruditamente del arcaico exceso de palabrejas latinoamericanos en un ensayo que nunca supe dónde quedó. En contra, Daniel Sada muchas veces peca de ilegible. Pesaroso: ¿apostarle al mínimo caló significa ser patiño de un mamarracho de noticiero matutino, como el pobre Armando Ramírez con el fascista de Esteban Arce?
8. En un café de hace siglos, Juan Manuel me decía que prefería la escritura casi automática, escribir y escribir sin pensarlo mucho, vomitar renglones de frases impresionantes y después dejar así el texto porque era su expresión genuina, porque mover una coma o tres adjetivos traicionaba la naturaleza original. Yo me reí de él tres años, hice el elogio de la corrección, semejé la tachadera como la perfección en un grabado de Durero, la corrección de un texto se vuelve un problema casi algebraico, remendar un párrafo flojo es resolver un trinomio cuadrado perfecto y deshacerse de tres oraciones demasiado explicativas es como simplificar silogismos y llegar a La Verdad Lógica vía procedimiento del absurdo. Ahora pienso en lo que dice, ya no lo censuro del todo. Claro, el riesgo son las parrafadas ociosas que no llegan a nada (Fernando del Paso: no te pongas del todo el saco). ¿Hasta dónde se corrige y hasta dónde no?
9: Corrección: consecuencia para que el texto brille, no obligación para que el texto no exista de tan transparente. Y en el oficio, remiendo talachero para que el editor crea que uno sí aspira al profesionalismo, a la eficacia en la redacción.
10. Extraño la redacción automática de diez páginas seguidas de sandeces. Sin número de caracteres, sin buscar el efecto serio-chacotero-irónico-enterado-contemporáneo-iconoclasta. Escritura así, sin más. Otro día con más ánimo jalo el lápiz rojo y tacho el 80% de ese exabrupto. Ahora que surja la tensión necesaria, más allá de buenas o malas frases, de construcciones eficientes o digresiones excesivas, del personaje estereotipado o del matiz que lo eleva a la originalidad. Pero me queda claro que esa escritura irresponsable no suele llevar a algo bueno. Pero me queda claro que la escritura escrupulosa también podría pecar de impersonal, la ostentación del conocimiento gramatical del autor, no importa que adolezca de verdad.
11. La solución del mediocre: el término medio. La solución de la angustia: la tensión. Un buen texto no es equilibrado. Un texto que sirva debe pelearse consigo mismo, entre su gracia y su exceso, entre su sutileza y su tosquedad, entre su concisión y su propensión a desviarse. De acuerdo, estoy ejerciendo el sofisma del exabrupto. Regreso a la academia: púlele, cuídale. Lo que sí me da escalofríos y a lo que me niego: pensar que un texto debe ser un homenaje sumiso al lenguaje.
12. Y ya, otro día le sigo o me avergüenzo de esto. Ocurre que quería descargar un poco (quesque también para eso son los blogs, ¿no?). Vuelvo a mis pendientes.
13. En síntesis: necesito unas vacaciones.
viernes, 17 de abril de 2009
Voy a escribir una novela
Hace unos años le hice una entrevista a Cuauhtémoc Pérez Román, presidente de la constructora de viviendas Urbi. Me cayó muy bien, tenía anécdotas, puntos de vista y conceptos diferentes del resto de los vivienderos. Sabía narrar su historia con emoción y detalle, como los buenos cuentistas. El momento que más me estimuló de su cuento, fue cuando junto a otros tres compadres decidieron fundar Urbi. La fundaban desde filosofías empresariales y esotéricas de lo más raras; combinaban el aprendizaje formal de administración de empresas con otras ideas, más bien ingenuas, que se crearon entre ellos. Pero decidieron fundar, y decidieron darle peso a esa fundación. "Decidimos que nuestra empresa en diez años debía ser líder regional", me comentó Pérez Román. "Y para asegurarnos que así sería, fuimos con toda la gente que conocíamos a informarles que íbamos a hacer una empresa líder".
¿Por qué fueron a contarlo a la gente? ¿Por qué no se quedaron con el propósito íntimo? ¿Y luego, si no les salía? Pues ahí estaba el arriesgue. Decirse a sí mismos: vamos a hacer la empresa viviendera más importante del Noroeste, era contarse un chiste que se festejarían entre ellos. Informárselo a todo mundo -familias, compañeros de estudio, competidores, medios de comunicación, meseros de restaurante, mariachis- era fijar un compromiso que los obligaba, lanzar una estupidez estrepitosa que los ponía de a pechito para que la gente los tildara de imbéciles y ellos debieran enfrentar la incredulidad apretando el paso a su propósito. "Tenía un poco de abismo, pero arrojarse al abismo era lo que necesitábamos". La empresa creció, logró sus propósitos, los imbéciles adquirieron respeto y agreguenle más cursilería al final del cuentito empresarial.
Todo viene a cuento porque las cosas se han estado moviendo para que yo lancé una bravuconada de ese tipo. Decirme al espejo que voy a ponerme a escribir una novela es sumamente estúpido, como de escena final de Los años maravillosos. Escribirlo acá es muchísimo más estúpido aún. Es estimular un escarnio ingenioso y altisonante por parte de los tres lectores y medio de este congal. Pero quiero comprar la fórmula de Pérez Román: soltar la insolencia, comprometer la duda y enfrentarla con una libretita de hojas blancas y pluma (no Lilian, no copio nada de nadie, yo ya escribía así antes de entrevistar al Diablo Guardián).
La bravuconada pública es que me voy a poner a escribir una novela. Las circunstancias son pésimas: debo entregar varios textos para el lunes siguiente, debo coquetearle a mis editores jefes para que me den más chambas y mejor pagadas, debo esconderme del SAT porque no estoy en circunstancias económicas favorables como para pagar los supositorios anales de Felipe Calderón. Pero esos ambientes son los adecuados para las consignas idiotas, luego entonces, la consigna hecha está.
Mientras escribo por acá me quedo pensando por qué justamente en este blog lanzo la bravuconada. La respuesta es obvia: porque este congal ha sido el espacio de ensayar escrituras, de recuperar tonos, obsesiones, habilidades. También porque desde acá he hecho cuatro que cinco amistades importantes, que deben ser los primeros en manifestar su incredulidad. Ya sé que muchos otros amigos ajenos al blog se encargarán de agregar escepticismo por otras vías. Es lo que necesito. Ya no sé cómo meter la siguiente sentencia, entonces que vaya fuera de todo contexto: este espacio ha sido un lugar de reconstrucción y por eso me es importante (me encantaría ser una niña de 18 años que usa templetes rosas para poner cándidamente: gracias querido blogcito).
Hay una historia de desaprendizaje entre un mal maestro y un pésimo alumno, una galería de muppets nihilistas que inventamos con Martín, una anécdota vergonzosa durante el terremoto de 1985, una relación perversa entre una cronista cute condechi y un dibujante desencantado que deben trabajar juntos en La Alameda. Alguna de esas historias crecerá y será un mamotreto superior a las doscientas cuartillas. De ese tamaño es la bravuconada. ¿Fijar tiempos para hacer el contrato más tenso? Debo iniciar 2010 con alguna de estas tonterías encuadernada.
Para quitarle solemnidad a la presente redacción, también confieso que me duele la cabeza, que tengo la casa hecha un desmadre y que peco de ingenuo (¡atento, Aguillón!) porque confío en el Vasco Aguirre. Lo que sigue es incertidumbre: apenas publique la entrada seguro vendrá la angustia. ¿Y ahora cómo chingados le hago? Venga la angustia.
¿Por qué fueron a contarlo a la gente? ¿Por qué no se quedaron con el propósito íntimo? ¿Y luego, si no les salía? Pues ahí estaba el arriesgue. Decirse a sí mismos: vamos a hacer la empresa viviendera más importante del Noroeste, era contarse un chiste que se festejarían entre ellos. Informárselo a todo mundo -familias, compañeros de estudio, competidores, medios de comunicación, meseros de restaurante, mariachis- era fijar un compromiso que los obligaba, lanzar una estupidez estrepitosa que los ponía de a pechito para que la gente los tildara de imbéciles y ellos debieran enfrentar la incredulidad apretando el paso a su propósito. "Tenía un poco de abismo, pero arrojarse al abismo era lo que necesitábamos". La empresa creció, logró sus propósitos, los imbéciles adquirieron respeto y agreguenle más cursilería al final del cuentito empresarial.
Todo viene a cuento porque las cosas se han estado moviendo para que yo lancé una bravuconada de ese tipo. Decirme al espejo que voy a ponerme a escribir una novela es sumamente estúpido, como de escena final de Los años maravillosos. Escribirlo acá es muchísimo más estúpido aún. Es estimular un escarnio ingenioso y altisonante por parte de los tres lectores y medio de este congal. Pero quiero comprar la fórmula de Pérez Román: soltar la insolencia, comprometer la duda y enfrentarla con una libretita de hojas blancas y pluma (no Lilian, no copio nada de nadie, yo ya escribía así antes de entrevistar al Diablo Guardián).
La bravuconada pública es que me voy a poner a escribir una novela. Las circunstancias son pésimas: debo entregar varios textos para el lunes siguiente, debo coquetearle a mis editores jefes para que me den más chambas y mejor pagadas, debo esconderme del SAT porque no estoy en circunstancias económicas favorables como para pagar los supositorios anales de Felipe Calderón. Pero esos ambientes son los adecuados para las consignas idiotas, luego entonces, la consigna hecha está.
Mientras escribo por acá me quedo pensando por qué justamente en este blog lanzo la bravuconada. La respuesta es obvia: porque este congal ha sido el espacio de ensayar escrituras, de recuperar tonos, obsesiones, habilidades. También porque desde acá he hecho cuatro que cinco amistades importantes, que deben ser los primeros en manifestar su incredulidad. Ya sé que muchos otros amigos ajenos al blog se encargarán de agregar escepticismo por otras vías. Es lo que necesito. Ya no sé cómo meter la siguiente sentencia, entonces que vaya fuera de todo contexto: este espacio ha sido un lugar de reconstrucción y por eso me es importante (me encantaría ser una niña de 18 años que usa templetes rosas para poner cándidamente: gracias querido blogcito).
Hay una historia de desaprendizaje entre un mal maestro y un pésimo alumno, una galería de muppets nihilistas que inventamos con Martín, una anécdota vergonzosa durante el terremoto de 1985, una relación perversa entre una cronista cute condechi y un dibujante desencantado que deben trabajar juntos en La Alameda. Alguna de esas historias crecerá y será un mamotreto superior a las doscientas cuartillas. De ese tamaño es la bravuconada. ¿Fijar tiempos para hacer el contrato más tenso? Debo iniciar 2010 con alguna de estas tonterías encuadernada.
Para quitarle solemnidad a la presente redacción, también confieso que me duele la cabeza, que tengo la casa hecha un desmadre y que peco de ingenuo (¡atento, Aguillón!) porque confío en el Vasco Aguirre. Lo que sigue es incertidumbre: apenas publique la entrada seguro vendrá la angustia. ¿Y ahora cómo chingados le hago? Venga la angustia.
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