jueves, 28 de febrero de 2008

Caballero

Un amigo se deshace de la mitad de su biblioteca, la mayoría del material sacrificado es poco interesante, pero hay historietas encuadernadas de Duda y Los agachados que agandallo sin demora. Sin embargo, lo más valioso para mí son cuatro tomos de la revista Caballero, la versión nacional del Playboy en los años setenta. Alguna vez, siendo puberto debutante, encontré muchas de estas revistas en casa de un tío universitario y, por ende, calenturiento. Más allá de las muchas y muy rabiosas masturbaciones, las revistas me gustaban porque ofrecían un enorme espectro de los intereses, las preocupaciones, las modas, las filias y las fobias de aquellos años. La revista es más interesante que sus ingenuos desnudos, trae dossieres con ensayos de Marcuse, Levi-Strauss, Sastre y José Emilio Pacheco, adelantos de las novelas de Vargas Llosa e Ibargüengoitia, entrevistas con Buñuel, Gabriel Figueroa y Fellini; caricaturas de Rius y Helioflores; entre sus colaboradores fijos están Carlos Monsiváis, Gustavo Sainz y Olga Harmony. En algún ensayo que hablaba de la dificultad de escribir la “novela total” del 68, se argumentaba que el libro Días de guardar de Monsi podía equipararse a esta novela imposible, porque la suma de las crónicas representaba la totalidad del ambiente de la época; lo mismo se puede decir de esta revista. El curioso que quisiera escudriñar a fondo en estos años, encontraría en este material más sorpresas de las que desdeñaría por tratarse de una revista galante.
Pero error mío, andaba tan entusiasta en apartar esta colección para mí, que a mi amigo le dio por revisarla. Y además de compartir el entusiasmo por su contenido, fuimos cayendo en otra sorpresa: al ver los desnudos, reconocimos fórmulas eróticas que serían extrañas para nuestra época. Por supuesto, lo obvio: desnudos ingenuos que, como por error (una gasa mañosamente acomodada, un encuadre que enfoca en primer plano una flor censora, la posición de la modelo que apenas insinúa el pubis), ocultan los sexos de las muchachas. Pero más extraño: aparecen desnudos femeninos y masculinos por igual (y Raymundo Capetillo airea sus partes pudendas al filo de una alberca). Y para agregarle extrañeza al caldo: pictoriales de parejas desnudas, haciendo sus cosas en las intimidades de sus alcobas. Claro, hasta donde la censura lo permite: se abrazan, se contemplan, se toquetean las tetitas, están recostados uno junto al otro en languidez satisfecha, acaso insinuando el post (o el momento del cigarrito). Lo curioso es el tipo de sexualidad que ofrecen estas imágenes, tan distante de lo que ahora consumimos en las revistas eróticas o la pornografía franca. Seguramente influye que son revistas muy cercanas a los tiempos hippies, a las revoluciones sexuales y espirituales, cuando el discurso medular del erotismo era el reconocimiento de uno mismo, la libertad individual y la conexión de lo carnal con lo religioso/chamánico/esotérico (lo que la gente simple llamaría pachequez).
Lo comparé con los Playboys que compré en los ochenta. Desde luego, ya no hay parejas, solamente chicas (las fotografías con parejas, incluso multitudes de parejas, las absorbieron publicaciones más explícitas, onda Hustler), y qué chicas, fue la era de las tetas impresionantes, las posiciones caprichosas en motos y autos de hiperlujo, las barroquísimas lencerías en alcobas vaporosas, como de videoclip de Madonna. La anterior fórmula sensual-espiritual se suplió por el erotismo atlético-acrobático, en el que la culminación estriba en la capacidad de los amantes de coger y coger y coger tanto como se los permitan sus excelentes condiciones físicas (o sus muy necesarios pericazos). A los noventa les habrá tocado un estilo más desolado, de chicas anoréxicas con look lolita que cautivan desde su indefensión. Después le he perdido el hilo a estas revistas: el internet ha suplido mi necesidad de imágenes eróticas, y de ahí se desprende todo lo que al morbo se le antoje: desde el “desnudo artístico de buen gusto” hasta lo más kinki (hipertetas, coprofilia, zoofilia, pedofilia), con las derivaciones caseras que terminan siendo mis favoritas, por ampliar la fantasía erótica al imaginar a mis vecinas ajustando su camarita digital para mostrar sus linduras.
El estilo erótico setentero lo ha absorbido, creo, las publicaciones new age que han hecho suya la relación sexualidad-salud-espiritualidad, en contra de los otros erotismos, que han terminado permeando los juegos pornográficos en cine, revistas, internet, canales para adultos o relatos sicalípticos. Tener las tetas o el pene grandes, ostentar aguantes o insaciabilidad de tiempo prolongado, suplieron aquella onda de roces, miradas espirituales y significativas, el-encuentro-con-otro-cuerpo-es-también-conmigo, fórmulas que ahora parecerían ñoñas pero que al mismo tiempo, cosa rara, se ven con cierta nostalgia y hasta deseo old fashion, como de chicos de secundaria que apenas inician cuando uno (desolada presunción) ya fue y vino quince veces.
Obviamente, a mi amigo le interesaron sus revistas más de lo que yo hubiera querido. Ni modo, siempre queda el consuelo de Los agachados.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Mariano Osorio El Comunicador

No sé qué es peor, si los comerciales del cine donde nos regañaban por adquirir videos piratas (nota para mí: no olvidar comprar las tres temporadas de House que les vi a los bucaneros de metro Zapata), o estos nuevos que promueven a Mariano Osorio como El Comunicador. Algo me estremece: celebrar su cualidad de comunicar, así, sin más. La pregunta obligada: ¿comunicar qué? ¿Comunicárselo a quien? ¿Comunicarlo para qué?
Sería más fácil desenmarañar las metafísicas comunicólogas describiendo las comunicaciones de Mariano, estas suertes de pergaminos electrónicos en los que declama los más sonados éxitos de las recitaciones populares, historias emotivas y chantajistas que nos descubren como pésimos padres, hijos ingratísimos y bribones desnaturalizados por no valorar lo sencillo de la vida y sumergirnos en falsas frivolidades de oropel. El conmovedor regaño (ah, es sabrosa la autoflagelación) remata en la obligación culposa de ser mejores personas y superarnos, no tanto en los proyectos laborales-personales-individuales (muy budista el Mariano, lo primero que hace desaparecer para ser mejor persona es el ego), sino en la comunicación eficiente con esa turba esquizofrénica conocida como familia.
El estilo Mariano es la cúspide de ese fango semiótico que comúnmente llamamos “cosas para reflexionar”, o “que te hacen pensar”. No sé por qué cuando que me hablan de poemas-películas-libros para reflexionar o pensar, siempre me viene a la cabeza la imagen de El pensador de Rodin, y siempre asocio su pose (no es novedad) con la que tenemos en el retrete al momento de la evacuación intestinal (qué redacción remilgosa-eufemística, extraño cuando sabía escribir simplemente cagar). A esto además lo relaciono con ese otro póster, clásico de mercados y estaciones del metro, del niñito en la bacinica, el rostro compungido por (imaginamos) un angustiante estreñimiento, y la leyenda: “Hasta en los momento más difíciles pienso en ti”. Ergo, siempre termino trazando una línea recta entre la reflexión reflexiva y la escatología (un Bajtin a la derecha por favor). Sobre todo con ese material hecho precisamente para hacerte pensar: Paulo Coehlo, Jalil Gibrán Jalil Gibrán Jalil Gibrán Jalil, Y tú en qué bleep piensas, Felipe Calderón Hinojosa, Deepak Chopra, Lila Downs, la película Malos hábitos, Andrés Röemer, Juan Salvador Gaviota y el último disco de Café Tacvba.
De todo esto, el producto más destilado es Mariano Osorio, porque no tiene extensiones pseudo artísticas-políticas-literarias-filosóficas, sino que es la reflexión en su reflexibilidad más reflexivamente reflexiva. Puritito y granado pensamiento, pues, y cuando se escucha su voz en alguna radio se detiene cualquier actividad. Todo es escucharlo, comprenderlo, reflejarnos en la serena sapiencia de su dicho. Juro que me tocó ver eso en un colectivo: el conductor traía los Greatest Hits de Mariano Osorio, y los cincuenta fulanos apretujados como en trance; y las palabras de Mariano cayendo como maná sagrado hacia nuestra entendedera.
Ahora vienen los comerciales de cine. Son parte de una campaña más maciza por parte de Mariano, que incluye algunos espectaculares en las calles y un profundísimo programa de Historias Engarzadas donde conocimos su vida y su camino a la sabiduría. Según entiendo, los comerciales venden la proeza del programa diario, por Stereo Joya, de seis de la mañana a una de la tarde. Y el lema, tan minimalista como lo indica lo que tiene onda, reza: “Mariano Osorio, El Comunicador”. Y entonces, en el comercial se suceden media docena de gente común y corriente presumiendo que Mariano comunica muy bien, que comunica muy a gusto, que lo que comunica ni se siente. Esta “comunicación”, entonces, se ofrece como un material en-sí-mismo, donde el contenido apenas importa. Las recitaciones de pergaminos le otorgan a Mariano una posición de sabiduría por default; alguien que dice esas cosas tan bonitas de los padres y los hijos seguramente abre la boca y en tropel se suceden las máximas, los aforismos/ seamos más alivianados: los tips que nos ayudan a tener una vida mejor.
Mi duda es qué comunica Osorio. Es decir, y comparando con otros comunicadores que han sido líderes de opinión radiofónicos –El Valedor Tomás Mojarro tenía un discurso populachero-rencoroso para alebrestar revoluciones que duraban la media hora de su programa; Jordi Soler generaba desde su mamonería protonovelista lectores beats (e Iñaqui Manero, cuando era bueno, hacía lectores dark); Zabludovsky es la nostalgia de la ciudad perdida (y del periodista que Televisa no lo dejó ser); Ferriz de Con es el oportunismo hecho noticia–, ¿Mariano Osorio qué es? Con Osorio, parece que hemos llegado al nivel en el que el mensaje es lo de menos; lo importante es la facultad de emitirlo.
No importa qué diga, o cómo lo diga Mariano Osorio; lo importante es que tiene la facultad de decirlo, y que un grupo de gente ávida de regaños suavecitos se deja flagelar-apapachar por las recitaciones de la peor madre del mundo y el por qué me quité del vicio. Comunicar a gusto, comunicar suave, es como ofrecer palabras a granel para crear ruidos de fondo que ayudan mientras se asea la casa o se sobrevive al Periférico. No importa qué se dice, importa que se está diciendo. Importa que se medio escucha. Importa que la radio no esté apagada. En el fondo de todo está el horror de sentirnos en silencio. Y la necesidad de que, desde un pergamino, descifremos la Verdad Velada tras la renta, las presiones del trabajo y el griterío caótico de los hijos.

viernes, 15 de febrero de 2008

Dos formas de hacer el cine de Tim Burton

Porque miraba Sweeney Todd con franca pereza, con ese recelo que le tengo al fenómeno Tim Burton, lo mismo a sus películas tramposas por lo darketas e ingenuas, lo mismo a su fanaticada más ávida de estéticas que de historias. Y la cosa no mejoró cuando las canciones de Stephen Sondheim no me emocionaban, y peor cuando Elena Bonham Carter las cantaba sin demasiada convicción (su presentación como Mrs. Lovett matando cucarachas es de los momentos más desganados del cine que he visto en los últimos tiempos). Avanzaba la trama con la perezosa obligación de tener que cantar una nueva canción, mientras iba pensando que Burton en realidad es el Walt Disney de las últimas dos décadas, y que ya tendría personajes varios para montar su parque de diversiones Burtonlandia, con botargas de Jack, Edward Scissorhands y Betleejuice y los enanos de la fábrica de chocolates comandados por el sangronsísimo Charlie. En el gusto de acuñar epítetos odiosos, ya estaba formulando lo del Walt Disney darketo, y ya estaba esgrimiendo los argumentos para rebatir que el límite de Burton es su incapacidad para ser verdaderamente desgarrador por su necesidad de equipararse a las fórmulas visuales disneyanas, cuando los asesinatos rutinarios del principio fueron derivando en escenas con más sustancia: viene la muerte del Beadle Bamford, Lovett y Tobby tienen una apreciable escena amorosa en sepia, se va volviendo más incómoda de lo esperado la oscura mendiga que después se revelará como esposa de Benjamin Barker, y un poco por la sangre, y otro poco porque la paleta de colores por fin se atreve a deshacerse de los azules de El cadáver de la novia, la película va cuajando y en sus quince minutos finales logra hacer todo lo que prometió antes. Sweeney y Lovett bailan ensangrentados, con la amenaza del último asesinato del barbero, con el suelo regado de cadáveres, y uno se pregunta por qué no se quedó Burton con esta escena y desde ahí empezó de nuevo a filmar. Es cuando Burton funciona, cuando se permite delirar y se le olvida que debe cuidar el colorido de su mercadishing gótico. Un Burton más cercano a Wiene que a las penumbras artificiales de Scooby Doo. Y un Burton que le permite a Johnny Depp hacer lo que mejor sabe: extremar sus muecas hasta la insensatez y convertirlo en un payaso desquiciante que deambula entre la gracejada y la locura (o: cuando sea grande quiero ser Werner Krauss). Por supuesto que asumir esos riesgos son muchos, pero también esos riesgos son los que podrían diferenciarlo de un eficiente artesano con alto sentido de la estética, en un verdadero reformulador de sus tradiciones (que deberían ser más expresionismo y menos muñequitos). Acabé quedándome con la película de los últimos quince minutos, la película que no pudo ser. Mientras, la gente exclamaba sorprendida por tanta sangre y tanto sexy mechón blanco del pirata-barbero-manos-de-tijera favorito de la fantasía contemporánea.

martes, 12 de febrero de 2008

Expiación (sin culpa ni deseo)

La película de Joe Wright inicia con Briony Talles (Saoirse Ronan), una niña antipatiquísima que quiere montar una obra de teatro escrita por ella y tiene en jaque a sus invitados huéspedes de la casa porque ellos preferirían estar en la piscina o en otro lado, menos en un cuarto sobrecargado de papel tapiz, ensayando diálogos fatuos. Después Briony mira a lo lejos a su hermana Cecilia (Keira Nightley), quien desde su óptica está siendo pervertida por Robbie (James McAvoy), un sirviente de la casa que ha sido becado por la familia para hacer estudios profesionales.
Las imágenes que ve Briony son de lo más perversas e inquietantes, el lado lascivo del art nouveau, más Gustave Klimt que garigoleos lánguidos de los años veinte. La salida de Cecilia del agua de la fuente tiene esa poderosa evocación de poema preciosista de Baudelaire, con ninfas y eternos femeninos. Briony mira como literata en ciernes, las imágenes que capta son las de los libros que todavía no lee pero que le atraparán en cinco años. Ahora le confunden, le inquietan, como nos inquieta la primera historia de sexualidad precoz de alguna adolescente empeñosa.
Después Briony encuentra una carta de Robbie donde dice querer comerse el coño de Cecilia, y después sorprende a Cecilia y Robbie en estética cogedera cubista (los brazos y las piernas de Cecilia se disparan en ángulos; el romance persiste en ser plástico: ahora es cubista; la historia de amor entre Cecilia y Robbie siempre es un cuadro estético y quizá por eso dura tan poco tiempo). Por el mecanismo de contarnos la historia desde otro punto de vista, sabemos que las historias que arma Briony en su cabeza son erróneas y tienen explicaciones convencionales, pero eso no le importa a ella (eso incluso la decepcionaría a ella); Briony está segura de que ha sido testigo de una terrible historia de perversión; en su inconsciente afloran el Sade y el Masoch que aún no ha leído; la Historia de O que ni siquiera ha imaginado escribir Pauline Réage. Por eso le resulta tan fácil denunciar a Robbie como violador de alguna de las invitadas a su casa, secuencias después. La niña es antipática y por eso nuestra complicidad siempre está con Cecilia y Robbie; esto durará hasta el final de la peli y nos sentimos confortados al saber a Briony castigada.
Pocos reparan en la consistencia de Briony para seguir una carrera literaria, pocos entienden lo importante que es para ella reformular la vida en una mirada estética, poderosa por las imágenes, por la argumentación perfecta, por los simbolismos o las ideas que emerjan de lo sugerido. Muchos literatos han argumentado que el escritor debe ser amoral, crear una obra excede los reparos éticos del mundo real. De ahí la premisa a contracorriente: Briony expía sus errores porque ha elegido su visión creadora. Expiación es una película sobre la culpa y el arrepentimiento, pero sobre todo, sobre la mirada creadora, sobre el imperativo amoral del escritor y acaso la culpa obligada porque contar una historia de manera poderosa también es pervertirla tanto como necesitemos para convertirla en motivo de creación.
Precisamente por eso, el ochenta por ciento de la peli es preciosista: no miramos la historia real, siempre la miramos filtrada por la pluma de la novelista Briony. Por eso Cecilia es interpretada por Keira Knightley, para mantener el look de perfume Channel que tanto éxito le ha dado hace poco tiempo. Por eso contrastan los hermosos decorados con la fotografía modesta del final; por eso no acabamos de decidir el desprecio eterno hacia Briony, o un ápice de piedad, incluso solidaridad.