miércoles, 14 de septiembre de 2011

Medianoche en Paris, ¿Quién engañó a Woody Allen?

El Woody Allen crepuscular debe suponer agotada su comedia de reveses conyugales y adulterios bufos; de ahí la decisión de filmar en ciudades europeas, donde trata de sugerir su embelesamiento por cada una de ellas. Pero su opinión nunca deja de ser neoyorkina, por lo que sus películas del Viejo Continente deben tratarse de sus películas más norteamericanas: si a Londres lo convirtió en un lacónico ajedrez sentimental (God Save the Queen) en Match Point, en Vicky Cristinta Barcelona deja constancia del azoro yankee ante la pasión mediterránea y pone a temblar de miedo a Scarlett Johansson y Rebecca Hall cuando Javier Bardem y Penélope Cruz se insultan de tan enamorados . En el caso de Medianoche en París, recupera a la Ciudad Luz desde el Retrato del Escritor Postadolescente que debe hacer su peregrinación iniciática bohemia, y confronta al pragmatismo gringo (republicano, para que apriete más la vara) contra el Mundo del Arte y la Creación (París como el Disneylandia de los bohemios) con Fitzgerald, Hemingway, Picasso y los surrealistas como versión para adulto contemporáno de Pluto, Donald, Mickey Mouse y Tribilín.
Ahora es Owen Wilson quien representa el papel de Woody Allen con el nombre de Gil Prender, aburrido guionista hollywoodense que insiste en hacer una Novela de Literatura de Verdad. Está comprometido con Inez (Rachel McAdams), tan bonita como la próxima portada de Vogue, y tan frívola como lo pide el contraste de lo que ocurrirá más adelante. Encima viajan a París con los padres de Inez, versiones sutiles de los suegros protofachos que en otras pelis de simplona memoria atormentaron a Ben Stiller. Gil es nostálgico de los años veinte parisienses y la Generación Perdida, y su añoranza choca contra la apropiación elitista de la cultura que hace su novia y su familia política. Luego se agrega el pseudoerudito Paul a darles clases sobre Rodin y el Palacio de Versalles, con esa información de trivia que aparece en libros tipo Mil Quinientas Cosas De Arte Que Debes Saber Para Ser Bien Chingón. Y aquí viene el traslape fantástico que Allen ya había practicado en La rosa púrpura del Cairo o Alice, cuando el escritor sensible camina solo por Paris y se le aparece un DeLorean (Back to the Future) de los años veinte que me lo lleva a su pasado feliz.
A partir de aquí emocionan y conmueven unos años veinte que más bien parecen telenovela histórica producida por Televisa; con un Hemingway que verborrea sentencias de escritor viril como si fuera Mariano Osorio en la madrugada, con un matrimonio Fitzgerald encantador y peligroso, extraído de las comedias románticas de amor fou que podría protagonizar Ashton Kushner y Cameron Diaz, con el maravilloso trio surrealista -Salvador Dalí, Luis Buñuel y Man Ray- haciendo sofisticado homenaje a los Animaniacs. Y es que antes de ser un homenaje a los años locos, al París bohemio, a la vocación de la escritura y el imperio delirante de la creación, Allen crea un pastiche involuntario de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, en el que lo importante es artificiar un locus amenus en el que nuestro protagonista entrañable se interrelaciona con nuestros escritores favoritos, transfigurados en clichés desaforados de Monty Phyton o Saturday Night Live. ¿Debería preocupar esto? No, porque a la chochez de Woody Allen se le puede perdonar todo, incluso que se permita recuperar al comediante de los sesenta, sin más ambición de llevar al extremo su feria del cliché. Aquí lo hace con el desparpajo de quien ya no tiene necesidad de demostrar nada, aunque con el irónico guiño para que quieren quieran tomárselo en serio diluciden dilemas como lo ilusorio del pasado, lo inaprehensible del presente, el acto creativo que ocurre mientras creemos que nuestra época -como todas las épocas- ya se ha agotado.
Como un Inception zemeckiano para hipsters, los personajes saltan del presente a los años veinte al siglo XIX impresionista y parnasiano. Todo para entender que la creación, que la escritura, incluso que el cine, es lo que tenemos alrededor, cuando tomamos perspectiva de lo que ocurre en las calles, en los bares, y lo hacemos propio desde una emoción lírica. ¿Alguien irá a añorar esta época en que el arte y la vida ocurren desde las redes sociales y los networkings como pretextos para el filtreo? Woody Allen lo deja de tarea, con una película tramposa, sin grandes ambiciones, pero hay que aceptarlo, con enormes dosis de empatía.