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sábado, 26 de marzo de 2011

Los Huaraches de Zapata


Los Huaraches de Zapata está en la calle de Flores, atrás del Walmart de Plaza Universidad. Venden -obviamente- huaraches, pero también tacos, gorditas, quesadillas, sincronizadas, refrescos y aguas de frutas naturales. Es un lugar barato, apreciable para quienes perseveramos en el hambreado oficio del free lance. Hasta hace poco lo atendía un tipo desgarbado, de preguntas hurañas y ejecución pronta. Apuntaba los pedidos con una letra atormentada, se los pasaba a la fritanguera y tachaba con furia las comandas atendidas. El equipo total de Los Huaraches de Zapata era de tres personas: este amigo desgarbado, la diligente fritanguera y una tercera muchacha que pelaba tomate verde con mucha lentitud porque la televisión le exigía su concentración total.
Era un buen equipo. Me causaba curiosidad, sobre todo, el amigo desgarbado y su gran eficiencia al tomar la orden, cortar limones, rellenar las cazuelitas de salsa, hacer las aguas de melón, sandía, naranja y alfalfa con piña y guayaba. Tenía el pragmatismo de quien ha perdido toda esperanza: por eso se movía mecánicamente, echaba agua y fruta en el vaso de la licuadora casi sin fijarse y se sonrojaba con las clientas bien maquilladas, vendedoras nerviosas de ropa de niño en Suburbia.
A mí me tocó presenciar justo el parteaguas en Los Huaraches de Zapata. Alguna tarde que pedí mi religioso huarache con huevos rancheros -estrellados, uno con salsa verde y el otro con salsa roja, para darle sabrosura y vistosidad-, el amigo desgarbado estaba con una señora: fácil deducir que era su mamá. Bien maquillada y con el pelo color jamaica, tenso en un chongo de Señorita México cuando buscan respetabilidad. Era de ese tipo de señoras que desde jóvenes habían querido ser guapas y, aunque nunca lo consiguieron, al menos habían aprendido a sonreir con cierta gracia. El hijo, a trompicones, le explicaba lo importante de la comanda, de tachar lo ya entregado, de cómo envolver las quesadillas para llevar en papel aluminio. La señora lo oía a medias y a todo contestaba: sí, cielo, sí, cielo, entiendo, cielo, así se hará, cielo. Cielo inició una explicación muy complicada sobre las cubetas para las salsas y las cubetas para las frutas, que de ninguna manera debían confundirse porque la mezcla de los sabores podría ser funesta, a medio lamento por los hipotéticos comensales agraviados, la señora lo atajó, enfatizó:
-Yo voy a salir adelante, cielo. Tú no te preocupes. Tú asoléate y haz jogging en la playa. Acá todo va a estar bien.
Y Cielo bajó los ojos con fatalismo y su mamá, como si se sintiera obligada a darme explicaciones, abundó:
-Se va a trabajar a Puerto Escondido. Seis meses, por lo pronto. Yo le digo que le eche ganas para que se quede más.
Al instante, Cielo me preguntó si necesitaba otra cosa. Mi cuenta. Garabateó sus números desesperados, saqué el billete, me dio cambio, eso ocurrió hace cuatro meses y desde entonces las cosas han cambiado dramáticamente. Ahora la señora te recibe con una sonrisa que parece canción de Save Ferris, muestra un menú que ella misma habrá confeccionado: con un Zapata de lentes new wave, piñas y guayabas contentísimas, un Cantinflas satisfecho que muestra el pulgar porque qué encabronadamente bien se come aquí. La señora pregunta qué tal te ha ido, te hace opinar sobre lo hermoso que está el día y entrega su menú como si fuera su boleta de calificaciones. El problema es que con todos hace lo mismo y, según el juego que le haga cada persona -yo le hago poco- se extiende en más o menos chácharas -por lo común más- antes de que uno pueda ordenar. La mujer que antes pelaba tomates verdes, ahora mira catálogos de zapatos Andrea y suele interrumpir a la señora para indicarle: "mire, mire estos huarachitos, qué lindos están". Con la misma concentración con que saluda, la señora voltea a ver el catálogo y dictamina: "pero esos los vi más baratos y más bonitos en el mercadito que te conté". La del catálogo entonces le explica que en realidad le gustan más los huarachitos del otro catálogo, lo busca y se lo enseña, la señora compara y precisa: "también hay de estos en el mercadito, el domingo vamos"; con la misma se acuerda que saludaba y tomaba las órdenes, y como si no estuviera segura de haber saludado antes, vuelve a sonreír, a comentar lo sabroso que se siente el calor. Por suerte, la fritanguera sigue siendo tan fría y eficiente como antes. Se ha converido en el factor secreto para que no termine de caerse el lugar.



La señora se ríe, apunta la orden, se ríe, descubre que se le está cayendo el barniz de las uñas, se ríe, arregla su chongo color jamaica y vuelve a reírse. En ineptitud total. Y la comida que uno antes despachaba en 20 minutos ahora se ha extendido hasta los tres cuartos de hora; es como comida con show incluido: comedia de dislates y digresiones con efectos desesperantes.
Mientras le doy al huarache y al refresco -renuncié al agua de melón desde que la señora tarda poco más de media hora para hacerla- suelo pensar qué tal le estará yendo a Cielo en Puerto Escondido. la primera idea, la irónica, parece ruego: ojalá en verdad se haya asoleado y esté haciendo jogging en la playa todas las mañanas, es más: ojalá me lo esté zarandeando una turista europea, rubia y colorada, para que valga la pena la decadencia de su negocio en la ciudad. Pero la segunda idea es pesimista: lo imagino arrumbado tras la barra de un bar cutre, sirviendo margaritas y martinis con su pragmatismo desolado, incapaz de sostenerle la mirada a cualquier cliente con tono de rumba. Incluso concluyo mientras rompo la yema fría -quince minutos en llegar- del huevo estrellado del huarache: quien de verdad debía estar en la playa, sonriendo y recibiendo clientes, riéndose de sus chistes e improvisando otros para corresponderles, debería ser la madre y no él. Y entonces odio mi determinismo social, tan de naturalismo decimonónico, pero cuando la cuenta tarda diez minutos porque la divina señora está haciéndole gestos y aplausos al niñito que llevó un cliente, la sentencia es inevitable: que hay gente gris y desgraciada, que nunca debería moverse del sitio oscuro donde su monotonía
funciona más. La incompetencia social de Cielo se traducía en servicio eficiente y satisfacción de sus clientes; su dramática transformación como persona, tan improbable, tampoco ha traído beneficios en los hambrientos y angustiados comensales que colmamos nuestra paciencia con el show de la madre.
Se me ocurre otra certeza, que ya se escapa del propósito de esta historia: que la madre y su pelo jamaica en chongo, y su distracción y su amabilidad circense, es la única de todo el cuadro que sería feliz aquí, en los Huaraches de Zapata, o en el bar de Puerto Escondido, o en Las Vegas, o en Montecarlo, o en Ctulhú. Y que quizá todos los demás deberíamos aprenderle algo a ella.

Aprendamos algo de la señora del pelo color jamaica:

lunes, 25 de octubre de 2010

Thalía y su unplugged y en general por qué me cagan los unpluggeds (excepto el de Charly García)

Al televisor de la fondita se le arruinó la antena y por eso, durante la semana pasada, en vez de Atínale al precio hemos visto dvds piratas cuidadosamente seleccionados por la patrona. El viernes pasado nos tocó el Unplugged de Thalía.
Convengamos que para toda una generación chochentera-nonagentera, Thalía chapoteó en nuestros sueños húmedos con sus chicheros de peluche y su look de lolita de diseño, cantaba eso de chúpalo arrástralo muérdelo y nos ocurrían cosas que por decoro no describiré con toda su viscosidad. Además era novia del hijo de Gustavo Díaz Ordaz y eso hacía más perverso todo, el cuento enfermo de la nenita buenona y el hijo del poderoso sanguinario y de fondo el 2 de octubre no se olvida; además no tiene dos costillas y por eso se le acentúa la cintura, y sus muslos siempre deben estar en cualquier antología de muslos arañables. Pero también es cierto que su talento musical se agota en medio minuto de canción, como le ocurren a todos los timbirichos y demás niños televisos de aquellos tiempos (y de estos y de los que vendrán). Tras el (quesque) escándalo de sus canciones "Sudor" "Saliva" "Sangre" nadie recuerda nada que le valga la pena, nomás algunos enfermos sexuales revisamos con nostalgia su videíllo equisón del "Amor a la mexicana" porque ahí salía de
latin femme fatale más o menos codiciable. Luego se casó con Tommy Mottola, el no-mames-tás-cabrón de la industria discográfica gringa, luego se pelea cada seis meses con Paulina Rubio y luego hace negocios de revistas, perfumes, ropa interior y lentes que, creo, casi siempre fracasan.
En sus intentos -imagino- angustiosos por liberarse del estigma televiso, Thalía ha procurado transformar la imagen sexosa hacia otra, igualmente artificial, de Intensa Enamorada de la Música. Sus entrevistas de los últimos tiempos merodean este cliché: ella vibra cuando siente el ritmo que le hace contonear el cuerpo, no le interesa innovar ni sorprender, solamente sacar todo eso que se desborda de su espíritu, la mercadotecnia es estúpida al lado de su deseo genuino de expresarse, y su expresividad ultragenuina (tan indie, se adivina) parecería excusar los excesos plásticos de sus primeros tiempos. Su música sigue siendo igual de mala y predecible (quizá peor: más simplona) pero tiene el escudo de la autenticidad. Sin vestiditos sinuosos (buuu) ni desplantes espectaculares, Thalía se hace la Eddie Brickell latina, jeans y playerita, y lo simple-hermoso-esencial de su música.

***

Para este artificio nada mejor que un programa de Unplugged, que desde su desconecte promueve ideas semejantes: la música como lo esencial, los instrumentos sin cables dan testimonio de su verdad verdadera, y la cercanía con un auditorio reducido finge la misma intimidad que podríamos tener una caterva de borrachos cuando nos juntamos con el que sabe tocar la guitarra y berreamos canciones de Ricardo Montaner y Mocedades.
El estilo Unplugged suele parecerme aburrido e hipócrita. Prueba de alto rendimiento para demostrar que el artista sí canta y sí toca la lira; que la banda, desnuda de artificios, tiene la oportunidad de presumir virtuosismo y acoplamiento; que incluso se revela el genio al reformular hits en frases sencillas, vocales y musicales, que desde su simpleza vuelven a manifestar su encanto.
Díganme arcaico y convencional, pero para mí el poder de una gran canción está en el momento en que existe con todos los recursos que le da la grabación en el estudio, es su real prueba de fuego, incluso sus recubrimientos tecnológicos la hacen esa canción y no otra, porque ahí están las intuiciones o las malicias de los músicos que las producen; ahí está el espíritu de su época, sus errores y sus hallazgos. Juan Ramón Jiménez dixit: “así es la rosa “.
Por supuesto que después se valen, y mucho, las variaciones en los conciertos, todos los covers posibles y que incluso algunos mejoren con creces la versión original, pero el despegue, el impacto primero, se ha logrado en ese disco en estudio; al menos es su "presentación estelar" (porque cierto: muchas bandas, sobre todo en sus inicios, graban muchas veces una misma canción, con variaciones que la van perfeccionando, y ahí vienen las discusiones de los fans from hell al cotejar versiones y decidir que la del EP es superior a la del álbum oficial, pero esto, en todo caso, son ejercicios de filología musical, como la que hace el estudioso de un poeta cuando muestra versiones previas al poema definitivo).

La trampa unplugged se encuentra, en todo caso, en un discurso falso del talento vía la simplicidad. Se desmonta la canción y se simplifica para que ilumine desde su esencia, sin considerar que su esencia también son sus recursos adquiridos desde la consola de sonido. Y muchos artistas, además, tienen como parte esencial de su obra el manejo de estos artificios. Habría que ver, por ejemplo, el fracaso de un Kraftwerk desenchufando todo el montaje electrónico que los hace ser ellos.

***
El Unplugged, por lo demás, tendría cierto interés cuando celebra largas trayectorias, que pueden coronarse con esta armazón de la simplicidad. Por eso resultan valiosos programas como los de Eric Clapton (y su hiperfamosa versión de "Tears in Heaven" proviene, justamente, de uno de los primeros programas Unplugged), el delirio genial -olvidaba las letras- de Charly García, y hasta ese extraño y lúgubre testimonio de un Kurt Cobain cansado, a poco tiempo de suicidarse, que desde una mecedora parece enterrar a todo el grunge noventero, y lo que es peor, a todo el entusiasmo que pudo haber tenido todo el grunge noventero.
Pero entonces, obviamente, todo mundo quiere hacer su unplugged, como si en todos los cantantes y músicos, rockeros, cumbiancheros o baladistas, convencionales o de avanzada, fuera necesaria la celebración de sus trayectorias. Porque parte del chiste del unplugged es ése: la consagración de una carrera, la exposición íntima, por supuesto que reflexiva, del artista que parecería hacer un alto en el camino para desplegar quién ha sido y cómo lo ha sido, una suerte de ajuste de cuentas con su auditorio-jurado-sinodal en el que demuestra, desde la simpleza del piano o la guitarra, su frágil pero exaltado espíritu.
Entonces, ahí me tienen en la fondita (por fortuna la sopa siempre la sirven caliente), viendo a Thalía de jeans y playerita, relajada y despeinada como secre eficiente de una distribuidora de tuppewares, hartamente fervorosa de sí misma, ama indiscutible de su música y de la intensidad de su interpretación. Por supuesto que la primera idea es morbosa (¿y la faldita? Bu, ¿quién quiere ver a Thalía sin una faldita?), la segunda idea desdeña (y además, ¿la música de Thalía qué? ¿Habrá alguien en todo el planeta Tierra que se sepa una canción completa de la Thalía?) y la tercera escudriña, sin pasión pero no queda de otra, el más bien desangelado recital. Que debe admitirse, la casi-diva afronta con enjundia. Thalía y su música parecerían compenetrados como silicón y teta, y de nuevo los engaños del desconectado: la simpleza de los arreglos, paradójicamente revestidos del fausto de un grupo de viento (debe ser la pesadilla de todo músico, estudiar queriéndose concertista y terminar hueseándole baladitas a una poperita light) o de una bandita cumbianchera, le sacan brillo a las rolitas ramplonas hasta hacerlas parecer joyas de las tradiciones tropicales o poperas o váyase a saberse de qué. Y llega una tristísima idea, que casi hermana con la Ñora de Mottola: que hay tradiciones que se hacen solas, o tradiciones que se fincan a güevo, desde la ruptura (y bien paciano que se hace el comedor del arroz rojo), y otras tradiciones más, esas sí íntimas porque a nadie le interesan, en la que la artista, sabedora de una fanaticada más bien pequeña y gazmoña (porque comparando: Thalía no fue lo que sí fue Gloria Trevi, o Shakira, por pensar en otras poperas de su rodada), se arma la "fiesta musical" para celebrar con sus poquísimos seguidores, que es muy seguro, la mayoría asistieron al concierto porque fue la penúltima de sus opciones -les regalaron boletos, tienen amigos gays con estéticas, se equivocaron de sala y quién le hace el feo a unas guitarras y unos timbales- y celebran el armado de un numerito que dentro de su mediocridad es, al menos, decoroso.
Creo que seguía una gastada idea generacional, porque Thalía es maso de mi edad y eso orilla a la comparación con los coetaneos, la lúgubre idea de que la mayoría estamos así, con los pequeños hits de nuestras vidas, celebrados entre cuatro o cinco gatos claudicados; por suerte entonces llegó la carne de cerdo en chile pasilla con frijolitos bayos y así las penas son menos. Pero Thalía agachada en el escenario, para más cercanía con el público, o Thalía sentada en la periquera, ojos apretadísimos para escuchar con fruición la expresivísima ejecución de su guitarrista, o Thalía palmeando las manos contra sus muslos, como lo hace la gente que vive y disfruta y transpira la música, hace tenerle cierta simpatía, deslavada y endurecida, alguna identificación vergonzosa, como no hubo en los tiempos de sus chicheros de peluche y sus canciones seudoporno: y pues es, que lo seguimos intentando. Y que nadie cree en su música o en su gloria, ni en la valía de su trayectoria, pero al menos se podría creer en su angustia. Porque el unplugged de Thalía, en el fondo, se trataba de la angustia: la angustia de no haber sido Salma Hayek, o Jennifer Lopez, cuantimenos Lady Gaga o Britney Spears, y qué angustia debe sentir cuando ya la amurallan sus nuevas versiones vernáculas, Belinda o Danna Paola, aunque no tendría que preocuparse de ellas: en veinte años harán desconectados semejantes, nostalgias evasivas de quienes quisieron y no supieron ser.
La inesperada simpatía con Thalía me hizo comer el postre lentamente, escuchando con desgano y emoción alguna canción más. Me fui cuando apareció un "invitado", un muchacho bonito con el que mientras cantaban se miraban a los ojos hipnóticamente, como si antes del concierto hubieran cogido con gozo y lasitud.
El único aprendizaje de todo esto es que la doña de la fondita debe arreglar cuanto antes la antena de su tele, los autos de Marco Antonio Regil son mucho menos desolados y quienes se los ganan brincan y se abrazan con una felicidad mucho más confortante.
A quien le gane el morbo, puede ver alguna de las canciones de la tristeza ésta:



Y ya, como sé que se ponen reexigentes y engreídos, les dejo alguno de los que fueron de a de veras:



Porque además, para más desgracia de Thalía, su concierto ni siquiera fue un MTV Unplugged con toda ley. Fue un programa "Primera fila" que capaz se lo inventó su marido Mottola para que ella no lo fastidiara en el desayuno. Así de tristes deben ser los matrimonios, pues.

lunes, 29 de marzo de 2010

Ciudad de ciegos

Es madrugada y Dora me recuerda que nunca se me debe olvidar que amo la película Ciudad de ciegos, de Alberto Cortés, del año 1991 (¡casi veinte años!) y que ya sé, tiene momentos acartonados, no todas las historias resueltas, la mayoría viñetas que no terminan de redondear personajes, un final pretencioso para tanta soledad de alcoba, insolencia aglutinadora que de tanto acumular se queda en la dispersión nostálgica, pero si tuviera que decidirme a amar a esta ciudad no podría hacerlo con las canciones de Guadalupe Trigo ni con los promocionales de Marcelo Ebrard, de repente con el poema de Efraín Huerta y es muy diferente mi ciudad a la Nueva Grandeza Mexicana de Salvador Novo; en cambio aquí se condensa algo de cómo pienso las calles y las farolas, los ejes viales y sus charcos fatales, de cómo son las luces amarillas de los departamentos y cómo las ocultan las cortinas de mal gusto, confieso que a veces voy en la noche caminando por la calle y tengo la afición malsana de asomarme por ventanas y fisgonear aunque sea de pasada las recámaras o los comedores y las cocinas de todos esos que no soy yo, que prefiero imaginarlos con historias retorcidas en vez de comuniones familiares, que mantengo la esperanza de sorprender atisbos de confesiones, placeres incorrectos o conciencias abismadas a su realidad.
Para ese voyeurismo de peatón ensimismado, nada mejor que mirar a Gabriela Roel, que nunca fue tan bella como entonces, sus tacones andando las calles de la Condesa en los años cincuenta, medias de nylon y cuco
outfit sastre, hasta entrar al edificio /al departamento del que ningún personaje saldrá hasta treinta años después. Porque desde que Socorro (la Roel, pues) traspasa el umbral y se quita las medias de liga con lenta coquetería, el departamento es protagonista y desde su interior se cuenta la historia de la Ciudad de México, nunca de forma didáctica, mostrando de refilón los cinco que seis pesares que la han asolado -las huelgas ferrocarrileras, el movimiento del 68, la opulencia y la crisis de los setenta, el terremoto de 1985-: idea que ya habría resuelto George Perec con más elegancia en sus novelas Las cosas y La vida. Instrucciones de uso, o que por nece$idade$ de producción -y tal vez, también, estiras y aflojas con la censura- obligaron a Jorge Fons a encerrar a todo el 2 de octubre de Tlatelolco en un departamento, apenas un año antes de Ciudad de ciegos, en Rojo amanecer.Ciudad de ciegos cuenta diez historias urbanas y todo se cuenta desde la sala, el comedor, el baño, la cocina, las recámaras del mismo departamento, que va cambiando de inquilinos. La música del rock and roll le enseña a Leonor (Claudia Fernández) el inicio de su emancipación; los Juegos Olímpicos en la tele anuncian el movimiento estudiantil y obligan a que Lucio (Benny Ibarra) tire su mois al excusado; el monólogo telefónico de Inés (Blanca Guerra) bosqueja su final cuando se ve muy de pasadita el libro El segundo sexo de Simone de Beavouir, y las pacas del periódico La Jornada caracterizan el tono de ese grupo de rock imposible en el que convive Santa Sabina con Saúl Hernández y el Sax de la Maldita Vecindad. Tal vez lo heterogéneo de los guionistas -Herman Bellinghaussen, José Agustín, Marcela Fuentes-Berain, Paz Alicia Garcíadiego y Silvia Tomasa Rivera- entorpece el total de la película, y como ocurre con los compilados, no todas las historias tienen la misma altura, pero incluso esta diferencia de tonos refuerza lo verosímil de la ficción, en la que el departamento lo mismo es depositario de cuentos picarescos que de melodramas, de inquilinos solitarios y agobiados que de familias agobiantes de tan nutridas.
Déjenme trascender el comentario guarro de que además se ven las tetas de todas las actrices que salen en la peli; porque reinterpretando,
Ciudad de ciegos en realidad podría ser una historia de la sexualidad chilanga, o más específico, de las mujeres chilangas y sus conquistas, tema que Cortés ya había abordado en otra película de oscuro culto, Amor a la vuelta de la esquina (85). Desde la clandestinidad de Socorro hasta el liberalismo chairo de Marisela (Rita Guerrero), quien sin pedos lleva a dormir a su chavo al depto con la complicidad de una madre Mara (Macaria) tan progre que mira (tremendo cliché) documentales de inmigrantes: Ciudad de ciegos también puede revisarse como una "historia de la vida privada" de la femeneidad o el feminismo (corríjanme las expertas en género), con una resolución que puede pecar de ese optimismo -hemos conquistado todas nuestras libertades- propio de la izquierda quesque propositiva sociedad civil del primer PRD, el que era víctima del salinato y aun se fingía honorable con el rostro de esfinge de Cuauhtémoc Cárdenas.
Ahí podría estar el error de
Ciudad de ciegos, en cierta arrogancia ideológica que imagina la perfección ciudadana desde una izquierda tan monolítica como el mismo Tatita Cárdenas, y que proviene de la formación del director y los guionistas, esos lectores bravos y consecuentes de La Jornada que en esos años noventa sonaban tan pertinentes y que ahora tristemente se han anquilosado. Defecto del que también adolece la novela Pánico o peligro de María Luisa Puga, que torpemente intenté reseñar por acá.
Pero política aparte, denme chance de engolosinarme con lo que
Ciudad de ciegos tiene de cine y de emocionante: el regodeo en los objetos según las épocas, esa descripción cuidadosa de muebles, cuadros, libros, recámaras, que solamente un chilango de vieja estirpe puede reconocer a lo largo de sus varios departamentos alquilados; los festejos clandestinos de los criados -la historia de Teo (Zaide-Silvia Gutiérrez) y Piter (Luis Felipe Tovar)- con musiquita de fondo de Rigo Tovar; la viñeta ingenua y romántica, con lluvia inhóspita y apocalipsis exagerado, de Raquel (Verónica Merchant) y Salvador (Roberto Sosa), tan adolescentes y hermosos ambos; o el perverso adulterio de Saúl (Enrique Rocha) con Fabiola (Elpidia Carrillo) que estremece cuando llega el temblor y el close up de la descorazonada amante se acompaña del blues fatal "Aquí me quedo" de José Elorza.
En otro post se valdrá hacerse el inquisitivo de los muchos nuevos cines mexicanos, en particular de aquel que ocurrió entre finales de los ochenta e inicios de los noventa. En la madrugada sólo vale pergeñar lo que proviene de la emoción; en la mía confieso que dos veces he soñado que le muestro esta película a dos personas que me han importado; supongo que el psicólogo que no consulto lo interpretaría como querer darle, a esas personas, el reducto desde donde podría construir mi amor por la ciudad. En
Ciudad de ciegos recupero al Distrito Federal que en otros momentos me decepciona con sus tantos conductores animales y con sus tan pocas faldas cortas. Si reinterpretara más: tal vez la Ciudad de México más sugerente se vive al interior de sus departamentos, en alcobas oscuras, tras las cortinas amarillas que apenas dejan imaginar sus historias.

PD1: Y el soundtrack es al alimón entre José Elorza y El Jefe Jaime López. Decir que es excelente es una obviedad.

PD2: Por puro morbo, acá el final de la peli. Santa Sabina, Sax de la Maldita Vecindad, y Saúl Hernández, cuando todavía cantaba, covereando-pocheando al Rey Lagarto con la frase: "dis is di en, mai fren"



PD3: Ya entrados en gastos, un trailer de la peli, cortesía de VeneMovies



Por ahí leí que la peli se puede bajar desde Ares o desde Emule. Ahí investíguenlo por su cuenta, digo, todo lo quieren peladito y a la boca. Chales con ustedes. Me voy a dormir.

domingo, 5 de julio de 2009

Zapatos de mujer

Si ves a una mujer con unos zapatos hermosos, escotados, de correas, de finos tacones, no necesariamente altos aunque sí sugestivos, y ves sus pies morenos blancos o sonrosados dócilmente sujetos por la horma y los broches, desconfía, tal vez no sea tan hermosa la mujer ni tan espléndido su porte ni tan puros sus talones, mejor admira el mérito fetichista del diseñador del calzado, que supo recrear el espejismo erótico que después ella tan bien reconoció en el diálogo íntimo que tuvo con la vidriera de la zapatería.
Si una mujer, a pesar de sus insulsos tenis, destaca por su garbo, el movimiento de su cabello y la cadencia de su paso, ahí sí se vale que la imagines con hermosos zapatos y que le redactes acrósticos enfebrecidos, le cantes lamentos los días de luna llena y todas esas cosas insufribles con las que tanto se nutre la mala literatura.

viernes, 10 de abril de 2009

El vestido de Gabriela

Debo recordar más seguido que venero a Jorge Amado, que días antes de su muerte soñé que iba a conocerlo y el viejo estaba tan viejo que apenas pudo conversar conmigo tres palabras. Pero después me presentaba a su nieta -bendito sueño que pudo labrar con tanta fineza a semejante portento de nieta- y la hacía llevarme a conocer los mejores lugares de Bahía. El mejor lugar era una cama vieja, de resortes saltones, que siempre olería a patas y sudor. Lo que sigue se pierde entre vaivenes, portugués apresurado y una humedad que vergonzosamente trascendió hasta la vigilia. Cuando una semana después se anunció su muerte, quedé seguro de que el viejo me había hecho un regalo. Por ser fiel lector y ahora me avergüenzo de la ingratitud.
¿Por qué la ingratitud? Porque el mundo colorinche de Amado, de holgazanes ingeniosos y putarronas festivas podría pasar por complaciente, más para ilustrar picardías de tele y cine que para bruñir La Verdad Literaria, que cuanto más escueta y sombría más legítima parece ser. Las novelas caudalosas de Amado fácilmente pueden traducirse en películas y telenovelas, y se ha aprovechado la opción con versiones en pantalla grande y chica que "vulgarizan" su exotismo demodé.
Pero algo hay más cruel en su engaño: una descripción tan desenfadada y gozosa de la sexualidad, la comida, la borrachera con cachaza, las lealtades y el amor, que cualquier posmoderno cínico podría destruirla con dos comentarios letales. Quizá me da miedo pensar que yo soy ese cínico, desmitificador por amargo y nomás por hacerme el gracioso, que desconoce al abuelo y a la nieta que tan cálidamente me abrazó.
El tema, abuelo, es que he vivido en tus novelas y he sabido que para mí no son ciertas. Que cuando me enamoré, fue porque la amada traía un vestido gris que mal le cubrían las piernas largiruchas y desordenadas, y más vulgar que su mal sentado era el chisme estruendoso que traía con su amiga. Había una casa de tabiques grises y la urgencia de destazar a cinco que seis conocidos de mala manera. Una tarde de carcajadas y rodillas tan perfectas, que debió haberse quedado en suspenso eternamente, aun cuando yo estuviera cinco pasos lejos de ella, contemplándola con timidez y fervor. En aquella ocasión pensé que era cruel sacarla de aquel contexto; también que deseaba, como nada en el mundo, que su gritoniza aguda crepitara cerca mío y nunca terminara.
Al final consumé la infamia y la amada del vestidito gris se marchitó a mi lado; debió alejarse para poder resurgir. Luego miro hembras semejantes, desparpajadas, ebullentes, y ni siquiera me acerco, me aterra pensar que las podría destruir.
Proust tiene algo así, Marcel encuentra una hermosa pescadora y queda azorado de lo imposible que sería participar de su esplendor. "pero a mi no me habría bastado con que mis labios bebiesen el placer en los suyos, sino que también los míos habían de darle a ella ese placer; y del mismo modo deseaba yo que la idea de mí entrara a ese ser; que se prendiera a él y no sólo me ganara su atención, sino también su admiración y su deseo, que la obligara a conservar mi recuerdo hasta el día que pudiese volver a encontrarla".
Pero para lograr la hombrada de estar al lado de semejantes hembras, se necesita algo más difícil -más simple- que laberínticas consideraciones amorosas. Cierta candidez de alma, coraje de futbol o sabor a ceviche en la boca (o a cebolla, como Vadinho: "A estas locas les parece que huelen mal las cebollas," critica doña Flor a sus alumnas, "¿qué saben ellas de los olores puros? A Vadinho le gustaba comer cebolla cruda, y sus besos eran ardientes."): una tensión de macho que sabe fisgonear nalgas sin permiso, y no de señorito atildado que de soslayo revisa el largo de las faldas.
Y por eso, porque el mio no es tu mundo, me había alejado de ti, abuelo. Y había lanzado comentarios agrios a tus argumentos esquemáticos y tus soluciones complacientes -la pareja se abraza, brinda, se manosea y corre a la hamaca porque ya se les olvidó a que les saben sus sudores-. Pero esta noche hace calor y ya van varias cervezas, pienso en muslos dorados y me desespera tanto libro ocioso, y recuerdo la infamia de algunas charlas recientes, consideraciones bien educadas sobre parejas ideales, que tertuliábamos mientras degustábamos mamona comida fusión.
Se habló de confianza, respeto, intereses compartidos, fidelidad. Yo pensaba en Sonia Braga como Gabriela, en el Gran Marcelo como el árabe Nacif, en que ella pone la mesa, él güevonea en la hamaca, y estira su pie para levantarle la falda hasta mirarle las nalgas. Gabriela protesta calentona y se abalanza sobre él. Se besan, se tocan toscamente, festejan la mañana, el calor y los sexos a punto.
-¿Y cuál sería tu pareja ideal? -me preguntaron durante la comida fusión.
Sí, claro, contesté, confianza, respeto, todas esas zarandajas. Pero una parte de mi estiraba el pie para levantar la falda de Gabriela. Después nos enfurruñábamos en una mañana sofocante, a la que sólo refrescaban los besos de Gabriela, con sabor a cebolla.

jueves, 11 de diciembre de 2008

¿Por qué las mujeres no son como Holly Golightly?


No quiero conocer Nueva York por sus enormes rascacielos, ni por los sudorosos actores que triunfan en Broadway, ni por sus estresados brokers que cantan la compra y venta de dinero que no existe, ni por sus aprehensivas cuarentonas empedándose con Cosmopolitans mientras no les satisfacen los esfuerzos de ningún galán; quiero conocer Nueva York por el insulso deseo de descender de un taxi un domingo a las siete de la mañana, con un pan dulce y un café tibio, y acompañar en su desayuno a Holly Golightly, mientras vemos la vidriera de Tifanny's con una suave tristeza.
¿Qué es Nueva York sino un eterno desear agobiante? Y por eso, sólo a quienes se nos han agriado los sueños podemos deambularlo de veras, sin gloria ni dignidad. Y Holly lo sabe porque no se atrevió a ser actriz famosa, ni quiso envejecer como ama de casa en un rancho del Medio Oeste profundo, ni supo enfrentar su dulce incesto contra una sociedad gazmoña que nunca suda cuando coge. Holly no pudo sumarse a ninguna gloria, prefirió una discreta labor de puta para ricos que le permitía ser alegre, marginal, protagónica y aérea; todo al mismo tiempo. Personaje ideal de Truman Capote y de sus perfectos años cincuenta: la elegancia al centro y la desolación al fondo, el glamour del american dream de coreografía y el teatro tremendista de Tennessee Williams como sustancia: afuera se baila como Marilyn Monroe en Los caballeros las prefieren rubias; adentro se duda seriamente, como la Marie (Elizabeth Taylor) de La gata en el tejado caliente, porque así eran las historias gringas de aquel medio siglo: la contradicción de opulencia y vacío, de modernidad y atavismos. Entre esos discursos, Holly prende el cigarrillo y lo fuma con su elegante y excéntrica boquilla.
Holy Golightly existe porque ha renunciado a todo, Holly usa hermosos vestidos largos y bisuterías porque sabe que los otros valores se han ido a la mierda, Holly fuma con una larga boquilla porque la vida se le acaba en dos bocanadas y aún hace falta sonreírle a muchos idiotas. Holly quiere un marido rico que pueda servirle martinis cuando el atardecer sea insoportable. Holly es prostituta para ricos, ilusa informadora del estado del tiempo, pésima cocinera que sabe hacer estallar una olla con improvisada gracia. Holly tiene todos los defectos del mundo, menos sus ojos.
Holly, o el espectáculo de las falsas identidades: en realidad se llama Lulamae Barnes; Holly es el nombre trendy para moverse entre rascacielos. Su gato carece de nombre: no merece de uno hasta que ambos se pertenezcan. También le cambia el nombre a Paul (George Peppard) por el de su hermano Fred. No es que todo sea falso o impostor: es que ella lo recrea desde su necesidad de fiesta y compañía; desde la ligereza que le impide (no es su naturaleza) enfrentarse a sí misma, por lo que mejor se evade en la reinvención de un mundo acorde a su tribulación.
Holly tiene su ropa guardada en maletas, como si siempre estuviera a punto de fugarse. Porque aunque nunca fue "contracultura" (ese terminajo dudoso que distingue a los que fuman mota de los que solo la huelen), el linaje de Holly está más cercano de los personajes beats (Ginsberg, Kerouac) que de las sutilezas pequeñoburguesas de Fitzgerald. Holly canta cuando nadie la escucha: "Two drifters off to see the world/ There's such a lot of world to see", quizá esperando que alguien la lleve a las praderas africanas o al carnaval de Río, donde pueda fabricarse otra máscara, para que nadie hiera su melancolía. Holly es hermosa porque le duele el mundo. Por eso, su único momento verdadero, es el de las siete de la mañana, el del café y el pan frente a la vidriera de Tiffany's. A mi me parece el momento más auténtico del Nueva York ambicioso y ebullente. Por eso se quisiera estar ahí, con ella. Y desde las joyas que jamás serán nuestras, desde la calle vacía, empezar a entender el mundo.

PD: Audrey Hepburn es Holly Golightly en Desayuno en Tiffany's película de 1960 de Blake Edwards, basada en la novela corta de Truman Capote. Y hablar de ella es hablar de aquellas mujeres que ya no existen, como alguna otra que ha impactado al Bufón y que la describe en su lugar. En otro momento nos pondremos serios y hablaremos de mujeres valiosas, de esas con discursos importantes, aunque nadie voltee a verles las pantorrillas. Pero si la vida es tan breve, ¿por qué no imaginar que Holly Golightly vive en el departamento cercano al mío, se entromete en la madrugada a mi recámara y me pide que le lea un cuento que le aburre porque no tiene joyas ni pisos alfombrados?