sábado, 19 de noviembre de 2011

Daniel Sada y el deseo de poblar el desierto


Puede parecer tan oportunista como azorado, pero vale hacer homenajes a quienes te han formado. Con Daniel Sada tomé taller durante cinco meses, más que darme elementos técnicos específicos sobre el arte de la novela, me dejó una visión y un espíritu que todavía ahora podría ser chocante, y es la de pensar en el oficio de novelista como un ejercicio de tramas, de historias, en las que la floritura del lenguaje podía ser agradecible pero no necesario. Y qué raro, que justamente un estilista tan puntilloso como él tuviera esa posición. Le gustaba hacer argumentos. "Tienes una pareja, tendrán un hijo, al mismo tiempo él es promovido a un cargo en su trabajo de dirección general que lo hace viajar. ¿Qué piensa la mujer de esto? ¿Qué sacrificio sería peor para él? ¿Dejar a la esposa y lanzarse a sus viajes, o renunciar al cargo y concentrarse en ser padre? En esas preguntas está la novela".
Se burlaba de los relatos breves, a pesar de que él también los hizo. Le parecían filigranas exquisitas, juegos de ingenio, pero que no aportaban mayor trascendencia al arte de contar historias. Su pasión era la novela: la trama, el argumento, escudriñar la condición humana y llevar ese escrutinio a sus últimas consecuencias. También me confirmó la fascinación hacia John Irving, "un Charles Dickens enriquecido por la introspección del siglo XX", algo así dijo. 
Lo debí entrevistar hacia la primavera de 2002, cuando todavía estaba terminando su novela Luces artificiales. Fue en el Sanborns de los Azulejos. Más que generoso, estaba interesado en platicar de literatura, en insistir en sus dichos, en confirmar una poética personal --- de las más personales de la narrativa mexicana de todos los tiempos. Después me firmó Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y ahora me dio mucha vergüenza correr al librero y volver a revisar esa dedicatoria, esa sí más generosa que justa. 
La entrevista se publicó en un portal que se llamó Literature World, no sé si siga existiendo. Ahora le doy vulgar copy-paste, sin revisar edición ni cuidar insensateces que uno hace al entrevista a alguien tan genial como Sada. Como suelen decir los escritores afectados: los errores de la entrevista son míos, si hay algún acierto, es del genio de Daniel. Y qué triste que se nos vaya una de las plumas más importantes de nuestra narrativa. Que no descanse en paz: que siga en la tensión enriquecedora de crear tramas, personajes, lenguaje, donde quiera que vaya.

Daniel Sada: el deseo de poblar el desierto.

Con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1998), Daniel Sada se ha convertido en el nuevo clásico de nuestra narrativa. En su gran epopeya lingüística del pueblo de Remadrín confluyen las más diversas escuelas: el lenguaje de Lezama Lima, los temas de Rulfo, los personajes de Faulkner, las preocupaciones de una literatura norteña que en autores como Cornejo, Croshwaite, Parra o Toscana está dando sobradas muestras de su riqueza. Esta posición de Sada como autor consagrado obliga a la relectura de su obra. De ahí la pertinencia con que Tusquets reedita su novela Albedrío (1989), y que motiva la siguiente charla.

El lector trashumante
Cómo inicia tu contacto con la literatura?
—En mi familia no se leía, un libro era una rareza. Yo empecé a interesarme en la literatura porque mi maestra de primaria tenía una biblioteca muy completa de autores clásicos y a mí me apasionó. Por eso, al mismo tiempo que aprendí a leer y escribir, aprendí literatura y sobre todo métrica. En ese entonces componía poemas con métrica, tengo muchos cuadernos de esa época.
—Pero también había una actitud trashumante en tu familia, viviste en varios pueblos y ciudades del norte.
—Viví en Coahuila hasta los catorce años, después en Ciudad Victoria, Ciudad Mante, Sacramento, General Zepeda (un pueblo de Coahuila) y finalmente México. A mi padre le gustaba moverse.
—Era como los húngaros.
—Era un húngaro simulado. Después, yo por mi cuenta seguí viajando. Estuve en Culiacán, Los Mochis, México, París, Torreón, Zacatecas, San Miguel de Allende, y desde 1993 vivo permanentemente en México. Ha sido mi periodo más largo en esta ciudad.
—¿Cuándo empezaste a ejercer formalmente la literatura?
—Yo siempre he tenido a la literatura como una afición, nunca me propuse hacer una carrera de escritor. Quizá ahora vivo un poco de esto por los cursos y los talleres, pero para mí cada libro representa un nuevo reto, es como si empezara desde el principio.

Obra de juventud
—Tu primera obra en prosa es Lampa vida, de 1980 ¿cómo la ves a sus treinta años?
—Ahora no la reeditaría, para mí es una obra de juventud. Es un libro que trabajé con Juan Rulfo y Salvador Elizondo en el Centro Mexicano de Escritores. Allí todos le dieron el visto bueno, pero me rechazaron en cinco editoriales, incluso con sus recomendaciones. Finalmente Premià la aceptó, pero aun Fernando Tola la publicó con dudas. El libro no circuló mucho, pero sí tuvo mucho cuadro crítico.
—¿Qué se decía de Lampa vida?
—Que era poética, barroca, imbricada, críptica y con un asunto muy sencillo; que estaba en endecasílabos; pero llamó la atención porque era a contracorriente de lo que se estaba haciendo, de hecho yo siempre le rehuyo a las modas, me dan pavor.
—¿Y Rulfo y Elizondo qué atributos le encontraban?
—Elizondo estaba deslumbrado y Rulfo reconocía el esfuerzo literario, pero no estaba seguro de cómo iba a recibirme la gente. Él dudaba mucho.
—Pero Rulfo y tú tienen mucha afinidad.
—No, porque Rulfo es seco, árido, despojado de ornamentos, y yo al revés, trato de poblar el desierto de palabras, visiones y sensaciones. Rulfo quita palabras y limpia; yo pongo y pongo palabras. En el espíritu tal vez podríamos coincidir, nuestras sensibilidades son correspondientes, la percepción y la lógica de pensamiento también, pero Rulfo es un clásico de la literatura y yo ni por equivocación podría equipararme con él.

El cuento y sus fórmulas
—Después viene el libro de cuentos Juguete de nadie y otras historias. Noto que tus cuentos van a contracorriente del canon, no pretenden circularidad, finales sorpresas o cerrar expectativas. Tus cuentos más bien parecen distenderse.
—Después de Lampa vida me dediqué mucho al cuento, pero veía que cae en fórmulas constantemente, ha tenido muy poca evolución, todos usan más o menos las mismas premisas: planteamiento, desarrollo y final, la fórmula típica de Maupaussant. Escribí Juguete de nadie por influjo de estas lecturas, pero en realidad quería escribir novela, porque me parece el territorio por excelencia para la experimentación, pues cada nueva novela es una refutación contra el arte de novelar. Aprecio mucho el cuento pero a veces tengo la tentación de escribirlos buscando otra estructura, y siento que los exégetas del cuento me van a vituperar.

La escritura en Albedrío
—¿En qué contexto escribiste Albedrío?
—Yo tenía un trabajo burocrático que me absorbía todo el tiempo. Entonces, si quería escribir una novela, me tenía que inventar una disciplina, un sistema de escritura: trabajé de madrugada, de lunes a jueves, no salía a ninguna parte, era una vida muy sistemática, muy ascética, monacal. Yo quiero Albedrío porque es el primer libro que escribí con una disciplina férrea, haciendo un tour de force todos los días.
—¿Sería la novela que marca el inicio del escritor de oficio?
—Digamos que el escritor con disciplina, con un sistema de trabajo ya muy acendrado.
—¿A qué fuentes literarias recurriste?
—Literatura clásica, sobre todo. La Odisea, evidentemente. La Divina Comedia, el Quijote, porque en todos hay un viaje y un deseo. Los personajes no están estáticos, siempre se lanzan a la búsqueda de otras cosas. Siempre había querido escribir una novela que implicara un viaje, pero en el sentido más puro del viaje: el viaje sin regreso, que te lanza a descubrir el mundo y quién sabe si regreses. Puede ser de tres días o de toda una vida, es la idea clásica más genuina del viaje.
—Que tendría que ver con el mito del húngaro...
—En Albedrío nadie sabe de dónde vienen los personajes ni a dónde van, ni por qué se llaman húngaros. Andan viajando, viven de dar cine y vender cosas, hacen trueques o roban y la gente les teme. Además, para los húngaros, arraigarse en un lugar es señal de mala suerte. Dom Seb Tab, el filósofo de los gitanos en España, decía que el mundo está regido por el cambio: como el mundo se mueve, también el hombre debe moverse y modificar sus deseos, sus situaciones, sus percepciones; no puede quedarse un mundo estático porque lo vuelve un poco lerdo, sin dinámica ni magia en el pensamiento.
—¿Y el movimiento implicaría llegar a algún conocimiento?
—Los personajes adquieren poder: el poder del talismán, de la rama de güindía; pero estos objetos solamente tiene poder mientras estén en ese lugar, si se mueven se desdibujan todos los poderes. Otra circunstancia es que los húngaros van siempre juntos, y si alguien, como Policarpio, se separa de ellos, automáticamente está muerto, y si regresa no lo reconocen, piensan que es un espíritu. Al vivir esta experiencia, Chuyito sabe que cuando se separe de los húngaros va a morir para ellos, y al mismo tiempo se da cuenta de los poderes que puede tener una piedra con que solamente él lo decida; por eso cuando se aleja al final de la novela, y se queda perdido al ver una piedra, ésta le otorga poderes.
—¿Y entonces Chuyito conquista el albedrío?
—Yo le pondría un complemento contundente al albedrío: el deseo. Pero un deseo que se modifica, que nunca es el mismo: el deseo de llegar a un estadio superior de cosas.
—En la novela hay un interés formal por las palabras, pero también como tema: a Chuyito le gusta la caligrafía, Olga Nidia y Chuyito tienen prohibido hablar, Manducho imagina los diálogos de la enana barbuda; todos parecen tener una relación especial con la palabra...
—Más que una relación, una prohibición. Una limitante. Todo lo dejan a la espontaneidad. Chuyito va a ser enana barbuda pero él va a inventar los diálogos, no tiene guión, entonces es el libre albedrío en la representación de las obras, pero dejándole mucho margen a la espontaneidad.
—Pero las prohibiciones a las que obligan a los niños también parecería contradecir la conquista de este albedrío...
—Los niños aprenden que pertenecer a ese mundo significa tener muchas ataduras. A pesar de que se van desplazando, de que hay un albedrío, un deseo renovado, también aprenden que no todo es libertad, que esa libertad tiene muchos cotos.

De cirqueros y matrimonios
—Noto dos constantes en tus relatos: una es la presencia de cirqueros, húngaros, titiriteros; gente viajera, pero también proclive a la representación... hay algo de teatro...
—Es que para mí la novela, el cuento y los personajes no dejan de ser una representación. Con estos personajes se evidencia mucho más, pero incluso los personajes que no son saltimbanquis están representando un papel para el lector o el espectador. Para mí el lector cumple las funciones de un espectador. Y el narrador, es como un espectador que de pronto se pone a escribir.
—¿También sería el narrador un anunciante de circo?
—También: es alguien que está con un micrófono, o el altavoz, hablando. Mi narrador es muy metiche, es como la conciencia de los personajes, y de alguna forma, al utilizar la métrica, se vuelve un merolico que no sólo cuenta los hechos, sino que también los interpreta. Yo nunca he creído en el narrador omnisciente; mi narrador duda de muchas cosas, incluso de lo que está contando: hace especulaciones, conjetura constantemente. El merolico no tiene límites, siempre da pie a una espontaneidad muy grande y muy elástica.
—La otra constante son los matrimonios.
—Siempre están muy bien constituidos. En el Norte, por lo menos en los pueblos, está muy mal visto el divorcio. Aunque el matrimonio sea cruel y tremendo, de todos modos hay unidad: el matrimonio es una tragedia, puro phatos... y la ruptura en el matrimonio es inconcebible. Por ejemplo, en Porque parece mentira..., pueden irse los hijos, puede haber broncas, pero la pareja no se va a disolver. Y los solteros, o las mujeres solteras, no tienen mucha cabida en los pueblos...
—Es el caso de las gemelas de Una de dos...
—Sí, que pese a estar considerada como novela, para mí es un cuento largo. Ahí la gente les insiste a las hermanas en que se casen y ellas se niegan. Entonces es la ruptura con una tradición muy gregaria.
—Por su argumento: las gemelas que cada vez es más difícil diferenciar, enamoradas de este hombre que de pronto se les aparece, parecería tener nexos con el realismo mágico...
—Yo no sé en qué consiste el realismo mágico, cuáles son sus constantes; mis historias están basadas en la realidad: mis personajes no vuelan, no hacen milagros, no adivinan cosas, son muy reales y muy simples. Siempre me propuse escribir de personas comunes y corrientes; pero las historias que conozco de los pueblos son tan increíbles que parecieran fantásticas, entonces más bien son inverosímiles, y lo inverosímil es lo que ocurre en la realidad pero que no se repite, que no es cotidiano y entonces parece milagroso; esa característica podrían tener mis personajes: la inverosimilitud, pero no el realismo mágico.
—¿Esta inverosimilitud sería lo que haría trascender a tus relatos del realismo a secas?
—A mí no me gusta escribir ni leer lo que vivo; entonces, si escribo un libro no voy a copiar la realidad, le voy a meter ingredientes insólitos o increíbles. Los escritores más realistas siempre tienen algo de inverosímiles, o vuelven la realidad demasiado ampulosa, o la miran desde muchas facetas y entonces pareciera que no es real, sino absurda o fantástica. No quiero ejercer labor de cronista en la novela, yo más bien iría por la cuestión juglaresca.
—De ahí que en algunas ocasiones te hayas caracterizado como un fabulador.
—Podría ser. Pero mis personajes son sobre todo tragicómicos, y aquí quiero ser enfático: el personaje tragicómico lucha, y cuando consigue aquello que se han propuesto se decepcionan y vuelve a empezar. No es un imbécil, va consiguiendo metas y de repente no le satisfacen, o bien lo tiene todo y lo desprecia, como el caso de Trinidad, el personaje de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe.

El narrador socarrón
—En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, el robo de urnas y el fraude electoral disparan la anécdota de la novela, pero no son necesariamente su tema; no es por completo una novela política.
—El leiv motiv es el robo de urnas y el fraude electoral, pero realmente trata de la cadena de subtramas que rodean esto. Tiene 90 personajes, es muy balzaciana, pues toca todas las esferas sociales.
—¿Desde el principio estaba concebida como una novela de largo aliento?
—No, incluso nació de un cuento, lo ubicaba en una época de revuelta donde hay un fraude electoral, y los hijos se van y los matan, pero la mujer todavía tiene otros pequeños y sabe que cuando crezcan también irán a pelear. A partir de esta madre apareció Cecilia, que es el núcleo de la novela, porque ella tiene que acoplar la huida: seguir siendo fiel a su pareja y apoyar a los hijos.
—Se ha dicho que otro de los temas es la mentira.
—Cuando escribí la novela, las elecciones para mí eran una farsa. Después se demostró que sí se respetó el voto, pero yo no estoy seguro si se va a seguir haciendo. Además, en México estamos acostumbrados a la mentira, que es como un vehículo de poder. Un político que habla con la verdad no tiene futuro, de una manera u otra tiene que mentir. La verdad tiende a ser contundente, se pueden escribir en una sola frase, y como dice Nietzsche, es terriblemente simple. En cambio, la mentira es infinita: desde los pretextos, que son las semillas de la mentira, y las mentiras piadosas, hasta grados inconmensurables de la mentira. Al final llega un grado en el que uno no sabe exactamente dónde están las verdades, y cuando las encuentras te parecen una mentira; de ahí el título, que es una frase que escuché en una central de autobuses.
—Pero entonces la mentira, además de ser una cuestión de pensamiento, también es una cuestión del lenguaje, y esto ya tiene que ver con el uso tan peculiar de narrador. ¿Se trata de un narrador mentiroso?
—Yo quería utilizar en esta novela un lenguaje de distorsión: que extrapole y neceé. El narrador es equívoco, no sabe si está diciendo verdades o mentiras, se mete muchos autogoles, da revelaciones muy sesgadas, las mentiras no son muy grandes pero las verdades tampoco son estentóreas, entonces hay un juego balanceado entre la verdad y la mentira. El narrador duda, conjetura, a veces es desmesurado, inconexo, puede unir ideas que no tienen relación. Como diría Hugo Hiriart, es un narrador socarrón, que no se toma en serio ni toma en serio lo que está diciendo, entonces se trata de un narrador muy dinámico y por eso el lenguaje tiene todo un refuerzo.
—¿En esto reside la complejidad de su lectura?
—Acerca de la complejidad, te voy a manifestar varias opiniones: un escritor me dijo que la leyó en una semana y no le entendió nada. Otros no se dejaron distraer por el lenguaje o el ritmo y la han entendido muy bien. Lo que sí es una constante, es que se deben vencer los primeros obstáculos de la novela; ya vencidos, se accede a ella sin problemas.

Desierto barroco
—¿Por qué usar un lenguaje barroco en un contexto tan árido como el desierto?
—Justo por eso, porque está despoblado, porque se tiene la sensación de que el mundo está en otra parte. La gente del Norte tiene mucha libertad para inventar su vocabulario, porque no tiene bibliotecas ni conglomerados sociales. Se desmarcan de las reglas del lenguaje y adquiere una lógica de pensamiento que no está supeditada a ninguna preceptiva, de ahí el uso de los dos puntos: un recurso de retórica latina, que es la aposiopesis: una frase intencionalmente recorta, la otra complementa, y así pueden haber muchos complementos o residuos de la frase inicial, incompletos: una idea que se va diluyendo. Y volviendo al barroco, dominó casi tres siglos nuestro país, fue la primera influencia en América Latina y perduró mucho tiempo, además la lengua se ofrece para eso, para la abstracción.
—Ahora, la tendencia de los jóvenes escritores es evitar a toda costa la voz de autor, los juegos sintácticos o léxicos, procurar una lengua aséptica, un español estándar.
—Es muy legítimo, pero yo apuesto por las cualidades de la lengua. El español es enfático, utiliza muchas perífrasis, o muchas frases expeletivas, incidentales. En el inglés puedes unir tres palabras en una, cosa que en español es prácticamente imposible; puedes eliminar todas las preposiciones en el inglés, porque semánticamente el inglés es más completo, pero el español, si alguna característica tiene, es que es mucho más expresivo.
—Has anunciado que con Parece mentira... cerrarías el ciclo de los temas del Norte y empezarías a escribir sobre la Ciudad de México, ¿ya estás haciendo algo?
—Estoy escribiendo algo de la ciudad, sin métrica. No puedo dejar de ser yo, sigo pensando que estoy utilizando el español, que es una lengua que continuamente cae en la expansión, pero si yo utilizara un lenguaje de jerga defeño, aunque no tendría problemas de ritmo, sí entraría en la grandilocuencia, entonces quiero hacer otra invención del lenguaje urbano, sin ritmo, sin esa intención taladrada. Podría usar un lenguaje híbrido pero realmente estaría imitando a los gringos, y actualmente casi toda la literatura del mundo imita a los gringos.
—¿Sería buscar un lenguaje que escapara del español esterilizado?
—Creo que nosotros somos demasiado descalificadores. Por ejemplo, los poetas tienen demasiadas prohibiciones; no pueden decir quihubole o híjoles, y a veces los narradores también se lo prohiben, cuando es parte de su realidad. Si uno no aprovecha literariamente estas expresiones, está descontextualizado: ni hablas de la Ciudad de México, ni de Nueva York. El hecho de despojar a la lengua de los quihuboles ya es una fantasía del lenguaje, aun cuando estés escueto y sin ningún juego: es fantasía del lenguaje porque no corresponde a la realidad. En mi caso yo extrapolo, para mí no hay prohibición de palabras. Puedo decir caleidoscopio en un contexto del desierto, y puedo usar el quihúbole sin ningún impedimento.
—¿Y qué tal va la novela?
—Pos ahí va...
(publicado en la revista virtual Literate World)


lunes, 7 de noviembre de 2011

Las partículas elementales o la masturbación aguachentita

Michel Houellebecq es de estos autores que mientras menos tersos son con sus lectores más se les aprecia porque "no hacen concesiones" y dicen su veldá, aunque harto duela. En el caso de Las partículas elementales (98) su porción de veldá está en la descripción de una sociedad postmoderna, individualista al extremo, más hedonista que ética, lampareada por la multiplicidad de opciones de bienestar que terminan traduciéndose en el vacío existencial (el cliché de la frase obedece al cliché del argumento). La anécdota de este andamiaje sigue la vida de dos medios hermanos, hijos de una hippie loca que los dejó criándose por sus abuelas paternas, y que a falta de un modelo familiar se perdieron en la disfuncionalidad emocional: Michel tan absorto en sí mismo como si se hubiera comprado un Síndrome de Asperger para amueblar su vida; Bruno en perpetua angustia por su necesidad enfermiza de sexo. Y sigue una forma peculiar de contar estas desgraciadas historias: antecediendo las vivencias con un apunte sociológico, que es como espolvorear de contexto la vida de dos mentecatos, bien avituallados de becas y salarios académicos para no preocuparse por más cosa que por su inanidad.
"Una novela aburrida de un novelista diestro, interesado en aburrir", se me ocurrió cuando llevaba el tercio de la lectura y comprendía la diferencia entre contar dos existencias desvaídas y la destreza del autor para enfatizar tal modorra. El patetismo es mayor en Bruno, gordito y miserable, obsesivo con los escotes de las muchachas y agobiado por su incapacidad de hacerse unas cubanitas con ellos. Su fantasía erótica, por lo demás, es que alguna chica le chupe bien la polla -la traducción gachupa colabora con lo chocante- y puede llevarse un buen número de páginas persiguiendo esta proeza. La novela crece hacia el final, cuando aparecen Christiane y Anabelle, esbozos de parejas de los medios hermanos, si bien el autor se cuida de no desbordar los afectos y diseccionar la creación de las parejas en fríos argumentos de conveniencia conyugal. Tal vez la contención potencia los destinos infelices, que cuando ocurren dejan al lector en una orfandad mayor: poca redención en un par de personajes que por otro lado no interesa mucho que sean redimidos.
El patetismo de los medios hermanos sería más genuino y desconcertante si no tuvieran ese origen, melodramático a pesar del autor, que los hace hijos de Janine, la hippie desvergonzada. El recurso no deja de tener una carga moralina -los excesos sexuales llevan a la soledad de sus descendientes- que alcanza a simbolismo generacional -los años sesenta como un desborde irresponsable que derivó en los tristísimos alienados protagonistas de la novela- y más bien se presiente como conmovedor lloriqueo del autor. Los guiños autobiográficos, no como ostentación de vida ejemplar, ni como reflejo de una inteligencia en construcción, sino como reclamo balbuceante de un niñez infeliz. De botepronto se recuerdan los balbuceos de otro niño caprichudito, el tal Marcel que hacía berrinche porque su madre estaba de tertulia en vez de atenderlo a él. Sólo que mientras Marcel sabe hacer de esa experiencia un ejercicio introspectivo que después lo lleva a ocho tomos de reflexión sobre el recuerdo y la escritura, en Houellebecq apenas alcanza al panfleto gimoteante del representante de una generación pinchita que reclama los grandes atrevimientos de la generación sesentera, contradictorios, decepcionantes, irresponsables, pero que finalmente supieron hacer lo que quisieron (en ese mismo reclamo se inscriben novelas como Generación X de Douglas Coupland, Pastoral Americana de Philip Roth, y también me recuerdo el inicio de la peli Pump up the Volume (Moyle, 90) con el tenebroso Mark (Christian Slater) mentando madres a la generación que lo defraudó en cada canción de protesta).
Frente a los escandalosos excesos de Janine, la asepsia sexual de Michel y el accidentado merodeo erótico de Bruno resultan lastímeros, y en vez de provocar la compañía compasiva causan el acto reflejo de buscar a los patanes excesivos de En el camino, Ponche de ácido lisérgico o cualquier otra de esas épicas lúdicas e irresponsables.
La novela trata de más cosas: hay alguna reflexión sobre la obra de Aldous Huxley como punto de inflexión de la sociedad hedonista, consideraciones científicas que cierran la obra en un guiño irónico que hizo antes Vonnegut en Galápagos, una revisión del pensamiento occidental que culmina en una certeza desalentadora: "a fin de cuentas", dice el científico en retirada Desplechin, "Occidente ha terminado sacrificándolo todo (su religión, su felicidad, sus esperanzas y, en definitiva, su vida) a esa necesidad de certeza racional. El algo que habrá que reordar a la hora de juzgar al conjunto de la civilización occidental." Pero sobre la inteligencia queda el berrinche: el ajuste de cuentas con una generación que derrumbó los valores clásicos del género humano, pero que sus descendientes fueron incapaces de hacer algo con la fundación de ese desorden vitalista.