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domingo, 2 de septiembre de 2012

La Canción del Vino Especiado y el Hidromiel de George R. R. Martin


Apenas leo tres páginas y ya voy de bocafloja al tuiter a decir que la prosa de George R. R. Martin -el autor de la extensa saga Canción de Hielo y Fuego que ahora se adapta para serie de TV en la famosa Game of Thrones- es pobre y convencional, sin gran juego de lenguaje ni pretensiones de estilista, pero me voy tragando la bravata -más bien, voy matizando exabruptos- según avanzan los tabicotes de la novela: sigo creyendo que elige una forma narrativa práctica -esa estilo: "la marquesa salió a las cinco" de la que se burlaba Valery- y que no busca el regodeo en la forma, pero porque su interés se encuentra en presentar y darles volumen a montonazo de personajes que las solapas del libro comparan más cercanos a Shakespeare y Homero que al fantasy acartonado de juego de rol. Pero la intención no era repetir lo que en otros espacios ya han dicho de mejor manera: sobre la complejidad de los personajes, la versatilidad en recrear escenarios tan contrastantes como bosques ensimismados, metrópolis mustias o desiertos mucho más vitales de lo que su aridez finge -como suele ocurrir con todos los desiertos; también me guardo para otras parrafadas el emocionante momento en el que el gnomo Tiryon Lannister recuerda cuando conoció las osamentas de los dragones que asolaron a los Siete Reinos algunas décadas atrás, escena de una belleza enigmática por la devoción casi infantil con la que el Lannister marginado va revisando los esqueletos, paleontología fantástica que fisgonea la historia y el mito y acaso anuncien que toda la saga tiene su origen en este solitario asombro.
De carácter menos épico, pero que le da una dimensión más cotidiana (y se supondría, entonces, más verosimil), es un gozo ir revisando lo que comen los honorables Stark, los intrigosos Lannister, los cuasimonacales Guardias de la Noche o la Madre de los Dragones en su reino primitivo. Si se le debe reconocer a Martin su erudición para describir lo mismo una gran ciudad medieval que una casi-hacienda en el bosque, también se debe admirar su afición sibarita que en su gran novela sugiere un recetario amplio y apetitoso. Sin ser de lo más exhaustivo -y en el entendido que apenas voy hincándole el diente al tercer tabique de la saga-, ahí van algunos ejemplos de lo que comen reyes, guardianes y nobles de los Siete Reinos, el Muro y el otro lado del Mar Angosto:

Daenerys Targaryen es ofrecida como esposa al semibárbaro líder de los dothrakis, Kahel Drogo. Las costumbres de su pueblo son salvajes y en consecuencia voraces. Y así comen:
"Se atiborraban de carne de caballo asada con miel y chiles, bebían leche fermentada de yegua y los excelentes vinos de Illyrio hasta embriagarse por completo, y se intercambiaban bromas y puyas por encima de las hogueras con unas voces que a los oídos de Dany sonaban ásperas y extrañas.
Y así rinden tributo a su nueva reina:
"Los esclavos ponían ante ella trozos de carne humeante, gruesas salchichas asadas y empanadas dothrakis de morcilla, y más tarde frutas, compota de hierbadulce y delicados pastelillos de las cocinas de Pentos, pero ella lo rechazaba todo. Tenía el estómago del revés, y sabía que no podría retener nada."
En contraste, para los festejos de bienvenida a Ned Stark como el nuevo Mano del Rey, en la corte de la cosmopolita ciudad Desembarco del Rey se presenta el siguiente menú:

"Una sopa espesa de cebada y venado. Ensaladas de hierbadulce, espinacas y ciruelas con frutos secos por encima. Caracoles en salsa de miel y ajo. Sansa no había probado nunca los caracoles, así que Joffrey le enseñó a sacarlos de su concha, y él mismo le puso el primero en la boca. Después sirvieron trucha pescada en el río aquel mismo día, horneada en barro; su príncipe la ayudó a romper la envoltura sólida para dejar al descubierto el pescado jugoso. Y cuando se sirvió la carne, él mismo le ofreció la mejor tajada con una sonrisa seductora. Sansa advirtió que el brazo derecho todavía le molestaba al moverlo, pero en ningún momento se quejó. Más tarde se sirvieron empanadas de pichón y criadillas, manzanas asadas que olían a canela, y pastelillos de limón bañados en azúcar, pero para entonces Sansa estaba tan llena que apenas si pudo comerse dos pastelillos, por mucho que le gustaran."
Los Guardias de la Noche, custodios del Muro que separa a las amenazantes Tierras Libres de los Siete Reinos, hacen comidas simples en su preparación pero de resultados deliciosos. Así se festeja que Jon Nieve y sus amigos vayan a ordenarse como nuevos guardias:
"Los ocho futuros hermanos devoraron un festín de costillar de cordero asado con ajo y hierbas, adornado con ramitas de menta y con guarnición de puré de nabos amarillos que nadaba en mantequilla.
"—Viene de la mesa del mismísimo Lord Comandante —les dijo Bowen Marsh.
"Había ensaladas de espinacas, garbanzos y nabiza, y de postre cuencos de arándanos helados y natillas."
El mercader que le ofrece a Dany vinos -y entre ellos uno envenenado porque el rey Robert Baratheon ha ofrecido una recompensa a quien la asesine- le recita las distintas maravillas que vende:
"—Tintos dulces —proclamaba en excelente dothraki—. Tengo tintos dulces, de Lys, de Volantis y del Rejo. Blancos de Lys, coñac de peras de Tyrosh, vino de fuego, vino de pimienta, néctares verdes de Myr. Cosechas de bayas ahumadas y agrios de Andal, tengo de todo, tengo de todo. —Era un hombrecillo menudo, esbelto y atractivo, con el cabello rubio rizado y perfumado a la moda de Lys. Cuando Dany se detuvo ante su puesto, hizo una profunda reverencia—. ¿Quiere probar algo la khaleesil Tengo un tinto dulce de Dorne, mi señora, su sabor canta a ciruelas, a cerezas y a roble oscuro. ¿Un barril, una copa, un traguito? Después de probarlo le pondréis mi nombre a vuestro hijo."
Un ejemplo de cocina popular, que no puede comer la pobre Arya Stark cuando huye del castillo donde han apresado a su padre, pues no tiene dinero siquiera para un estofado:
"(...) había tenderetes con calderos en cada callejón, en los que hervían guisos que llevaban años al fuego; allí se podía cambiar media paloma por un pedazo de pan del día anterior y un «cuenco de estofado», y hasta te ponían la otra mitad al fuego y te la asaban, siempre que uno mismo le quitara las plumas. Arya habría dado cualquier cosa por un tazón de leche y un pastelillo de limón, pero el estofado tampoco estaba tan mal. Por lo general llevaba cebada, trozos de zanahoria, nabo y cebolla, y en ocasiones hasta manzana, y siempre había una capa de grasa en la superficie. Ella procuraba no pensar en la carne. Una vez le había tocado un trozo de pescado."
Del segundo tomo, Choque de reyes, un banquete en un torneo puede volverse metáfora de la inexperiencia de la tropa del aspirante a rey Renly Baratheon, pues cuando están al borde de la guerra  la imaginan como un cuento candoroso de heroísmo que caza a la perfección con un festín opulento:
"Porque comida había en abundancia. La guerra no había afectado a la legendaria generosidad de Altojardín. Mientras los bardos cantaban y los saltimbanquis hacían cabriolas, el banquete se abrió con unas peras al vino y prosiguió con rollitos crujientes de pescado a la sal, y capones rellenos de cebollas y setas. Había granes hogazas de pan moreno, montañas de nabos, maíz y guisantes, jamones inmensos, gansos asados, y platos rebosantes de venado guisado con cerveza y centeno. A la hora del postre, los criados de Lord Caswell sirvieron bajdejas de dulce hechos en las cocinas del castillo cisnes de crema y unicornios de azúcar, pastelillos de limón en forma de rosa, galletas de miel especiadas, tartas de moras, tartaletas de manzana y ruedas de queso cremoso"
Mientras que los atormentados Greyjoy, Hombres de Hierro de hábitos austeros, se distinguen por los banquetes modestos:
"El banquete era exiguo: una simple sucesión de guisos de pescado, pan negro y cabra poco especiada. Lo más sabroso, en opinión de Theon, fue una empanada de cebolla. la cerveza y el vino siguieron corriendo mucho después de que se retirase el último de los platos"
En el enigmático capítulo donde llevan a Daenerys a la Casa de los Eternos, para entrar le dan de beber "un líquido espeso y azul: color-del-ocaso, el vino de los brujos". Y al probar:
"el primer trago le supo a tinta y a carne podrida, nauseabundo, pero cuando lo tragó sintió como si cobrara vida dentro de ella. Fue como si unos tentáculos se extendieron por el interior de su pecho, como si unos dedos de fuego se le enroscaran al corazón, y se le llenó la lengua de sabor a miel, a anís y a crema, a leche de madre y a la semilla de Drogo, a carne roja, a sangre caliente y a oro fundido."
Y el último, para no abrumar: cuando Tyrion y su hermana Cersei se juntan para cenar. Será una reunión llena de intriga y golpes bajos. Pero mientras planean sus estrategias de ataque:
"La mesa de Cersei estaba bien surtida,aquello era innegable. La cena comenzó con una crema de castañas servida con pan crujiente recién hecho, y verdura con manzanas y piñones. Luego se sirvió empanada de lampresa, jamón asado con miel, zanahorias rehogadas en mantequilla, judías blancas con tocino y un cisne asado relleno de setas y ostras."
A veces veo películas de los setenta y ochenta de la Ciudad de México, sabiendo que son malas, solamente para fisgonear calles que voy relacionando con la infancia o la adolescencia. Ya no me atrevo a insistir que la prosa de Martin sea pobre, pero sí reconozco que mucho del morbo de seguir leyendo -además, claro, de las relaciones de los personajes, de los momentos irónicos de Tyrion Lannister (mi favorito), la picaresca de Arya o las misteriosas exploraciones a lo desconocido de Jon Nieve- es toparme con otro banquete, incluso simples desayunos o cenas que con sus vinos especiados y vasos de hidromiel hacen salivar y correr aunque sea por la triste tortilla con sal que puede conseguirse en este reino democrático y justo (Calderón dixit) de la realidad.
No recuerdo -y tampoco es cosa de volver a revisar las dos temporadas que ya existen- si la serie de TV se ha solazado tanto en mostrar banquetes, comidas, cenas entre los personajes de Game of Thrones, quiero creer que con la moda ya habrá algún restaurant carísimo en Nueva York o Los Angeles que reproduzcan estos platillos, o al menos que ya exista un recetario de la comida de los Siete Reinos; habrá que averiguar para pedirlo ya por Amazon.
Y es cierto: la saga de Martin no es un paradigma de lo literario, pero sí es un banquete robusto y consistente de lo narrativo. Libros gordos, jugosos, más semejantes al buen bife de los Stark, que a los frugales canapés de las narrativas microfashion que tan en boga están. Y ya no sé cómo terminar el post, lo hago abruptamente: para seguir leyendo el tercer tomo, a ver qué guiso se va preparando en la opulenta Fortaleza Roja donde hasta la página 250 del tercer tomo siguen rigiendo los Lannister. Que los Dioses Nuevos bendigan sus especiados alimentos.

PD: Listo, acá está el blog donde se habla de la comida de las novelas de Martin y la serie de TV... tiene además el encanto de contar cuáles podrían ser los platillos originales en los que se basó el escritor para después describirlos en sus novelas.
Y se agrega  un libro de cocina -A Feast of Ice & Fire- que se antoja tener al ladito de la estufa. Y nomás para los geeks de la serie, miren qué lema tan naiz: In the Game of Foods, you win or you wash the dishes. Provechito, pues.

jueves, 26 de abril de 2012

Propongo a mis tías Auro y Chelo como promotoras de lectura

Yo le agarré gusto a la lectura desde el morbo, por eso me cuesta trabajo sumarme a eso de los universos extraordinarios de la imaginación, la devoción dogmática a la palabra y la experiencia enriquecedora de los significados múltiples y reflexivos. Mis familias, materna y paterna, tenían -tienen- un par de lectores desordenados y concupiscentes que, así como algunos se zampan una BigMac después de un carpaccio de salmón, así pasaban de Morris West a García Márquez y de Luis Spota a Leon Tolstoi sin el menor pudor. Y yo aprendí a hacerle así y devoré con el mismo descaro a Tom Sawyer, Irving Wallace, Sherlock Holmes y, ¿cómo se llamaba el autor ese del libro del No-Nacido?, y también Mafalda y El Libro Vaquero y las novelitas románticas y hartamente calenturientas de Bianca y Julia y Jazmín y Jorge Ibargüengoitia y Flaubert. Lecturas apuradas sin más criterio que lo entretenido o esto me aburrió (después la posmodernidad le llamó eclecticismo y así me salvó del ridículo). Y luego por eso me cuesta trabajo llamarle gustos culpables a esas lecturas misceláneas que revisa con la ceja alzada el canon-literario-trascendente-naiz. Porque obviamente, cuando llegó la adolescencia y el compromiso con El Ejercicio Arduo De La Literatura, aprendí a recitar lo que sí y lo que no: Borges sí, Benedetti no; Rulfo sí, Laura Esquivel no; Balzac sí, Agatha Christie últimamente ya tantito por aquello del revisionismo del subgénero vintage goe. Y ante esa bastardía de los best sellers, los manuales zodiacales, las metafísicas de Connie Méndez y las historias ocultas del HAARP, también aprendí a fruncir la nariz altivamente, como ñora de Coyoacan que se extasía con la prosa de intensidades de Alberto Ruy Sánchez.
Pero hay otra deformación: nunca me tragué mucho esto del libro como forma de enriquecimiento personal, por lo mismo que nadie se lo traga: un tío me regaló un libro de Buenos Ejemplos y Mejores Virtudes, se llamaba Hace falta un muchacho de Arturo Cuyas, era insufrible y lo sigo creyendo el mejor antídoto contra cualquier campaña de promoción a la lectura. Tampoco ayudó demasiado cuando de niño viajábamos rumbo a Ixhuatlán con la prima Rochi y en la parte trasera de su auto llevaba Azteca de Gary Jennings y el ladrillote se veía tan gordo y apetecible que naturalmente lo jalé para enterarme de las aventuras de Tiléctic-Mixtli, pero a las cinco páginas la prima me lo quitó. Precavida, no quería que me enterara de cómo les frotan chile serrano a las muchachas en sus cositos para que les arda y se les quiten las ganas de tocarse (años después encontré grupos de Yahoo que hacían lo mismo y aunque la experiencia redundó en pica-pica pude comprender muchas cosas de la naturaleza humana). Contra la novela, me compraron en el siguiente pueblo una historieta del Pato Donald que se olvidaba antes de empezar a leerse. En contra hubieron más tíos o primos o gente que me dejó libros al alcance de la mano. Pero si quiero precisar quien  definió mi interés (si se vale agregar, la personalidad) en la lectura, fueron las tías Aurora y Chelo, que son como las hermanas Patty y Selma de Los Simpson.
Tampoco se trata de despepitar todo el halo tenebroso de las tías Auro y Chelo, aunque si alguien lo pagara, con ellas podríamos hacer una buena peli de horror y devastación. Baste decir que visitarlas era hacer un viaje a la desesperanza, soportable vía el cinismo. Odiaban -odian- al gobierno, las telenovelas, los transportes, sus trabajos, la alimentación sana, la alimentación insana, en consecuencia a mis padres, a mi hermano y a mí. Apenas había la amabilidad funcional necesaria para establecer que uno existía, comentarios afectuosos como Quítese Chamaco, Te Sientas y Te Callas, e imagino que sentían mucho alivio cuando dejábamos su casa. Pero en perspectiva me queda seguro que no solamente había desprecio, también tenían sentimientos de maldad y destrucción hacia nosotros.
Eso se hacía evidente cuando llegaban los cumpleaños. Mientras el resto de los parientes hacían los festejos del caso -el pastel, los gorritos, el juego de las sillas- las tías fumaban y fumaban, hablaban de sus pretendientes rechazados y afilaban la lengua para burlarse de algún comentario bien nacido de algún otro invitado a la fiesta. Pero lo especial fueron sus regalos. Contra la parafernalia disneyana de muchos, y las ropas insípidas de los otros, ellas se decantaron en regalar... libros. Y qué libros: Demian Bajo la rueda de Herman Hesse, La metamorfosis de Kafka, La madre de Máximo Gorky, Crimen y castigo de Dostoyewsky. Que pasados los años pueden tratarse de un canon bastante convencional -y agradecible- de grandes novelas, pero que sigo pensando si a los ¿ocho años? eran las mejores lecturas. Ni siquiera Sherlock, o Verne, o las boberías pueblerinas de Tom Sawyer. Eran libros que contenían una transgresión poderosa, reconocer escenarios lascivos que obligaban a reconfigurar el mundo más bien ñoño y seguro del Pato Donald y demás universos infantiles. Porque ahora lo que sigue: favor de imaginarme en medio de la noche, con linterna bajo la cama, los ojos pelones y la boca entreabierta, sorprendido porque el pobre Gregorio Samsa quedó convertido en cucaracha o porque el atormentado Raskolnikov mataba fríamente a la anciana usurera para justificar algo tan oscuro e inasible como una premisa filosófica personal. Recuerdo esas lecturas y en realidad tenían poco de placer: eran descubrimientos perversos del mal, o la deshumanización, o la injusticia, o los abismos turbulentos de la naturaleza humana. Ojo que lo perverso a la vez se hacía delicioso. Estaba lejos del humor ramplón de Donald, leía asombrado e incluso recuerdo cierta incomodidad cuando se combinaban esos libros con la presencia de mis padres. Como si lo que estuviera en esas páginas cimbrara lo que estaba ocurriendo a la hora del desayuno e hiciera claroscuras las felices relaciones del jugo de naranja y los huevos con jamón.
Yo sigo creyendo que mis tías me enseñaron a leer desde el mal, desde cierto gusto infame por remover a la familia y hacer del escuincle baboso que yo era, un ser torvo, atormentado por las transformaciones del otro atormentado, el Demian de Hesse. Y eso hizo de mi relación con la lectura una complicidad casi delincuente, porque desde chico supe que leer no hacía mejor el mundo, pero sí que lo hacía más complejo por su halo tenebroso.
Lo que sigue ya es propio de adolescente, pero bien afincado con los regalos de las tías. Porque los excesos de Bukowsky o Burroughs, las francachelas sexuales de Henry Miller o Juan García Ponce, para mí tienen su fundamento en los relatos oscuros que regalaban las sarcásticas tías al tiempo que otros regalaban juguetes, libros de virtudes, ropa estúpida o caramelos.
De ahí que ahora, cuando me da por regalar algún libro, pienso en Chelo y Aurora, y me imagino como un ser libinidoso que comparte susurros impropios, proposiciones indecorosas o guiños para apurar los pecados. Lo cual debería culminar en un consejo: cuando les regalo un libro no estoy dándoles algo precisamente valioso o fraterno: se trata de un pacto malicioso, semejante al que en su día hicieron mis tías.
Y ahora que caigo en cuenta, yo sólo sé regalar libros. Creo que debo ser una mala persona.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Las partículas elementales o la masturbación aguachentita

Michel Houellebecq es de estos autores que mientras menos tersos son con sus lectores más se les aprecia porque "no hacen concesiones" y dicen su veldá, aunque harto duela. En el caso de Las partículas elementales (98) su porción de veldá está en la descripción de una sociedad postmoderna, individualista al extremo, más hedonista que ética, lampareada por la multiplicidad de opciones de bienestar que terminan traduciéndose en el vacío existencial (el cliché de la frase obedece al cliché del argumento). La anécdota de este andamiaje sigue la vida de dos medios hermanos, hijos de una hippie loca que los dejó criándose por sus abuelas paternas, y que a falta de un modelo familiar se perdieron en la disfuncionalidad emocional: Michel tan absorto en sí mismo como si se hubiera comprado un Síndrome de Asperger para amueblar su vida; Bruno en perpetua angustia por su necesidad enfermiza de sexo. Y sigue una forma peculiar de contar estas desgraciadas historias: antecediendo las vivencias con un apunte sociológico, que es como espolvorear de contexto la vida de dos mentecatos, bien avituallados de becas y salarios académicos para no preocuparse por más cosa que por su inanidad.
"Una novela aburrida de un novelista diestro, interesado en aburrir", se me ocurrió cuando llevaba el tercio de la lectura y comprendía la diferencia entre contar dos existencias desvaídas y la destreza del autor para enfatizar tal modorra. El patetismo es mayor en Bruno, gordito y miserable, obsesivo con los escotes de las muchachas y agobiado por su incapacidad de hacerse unas cubanitas con ellos. Su fantasía erótica, por lo demás, es que alguna chica le chupe bien la polla -la traducción gachupa colabora con lo chocante- y puede llevarse un buen número de páginas persiguiendo esta proeza. La novela crece hacia el final, cuando aparecen Christiane y Anabelle, esbozos de parejas de los medios hermanos, si bien el autor se cuida de no desbordar los afectos y diseccionar la creación de las parejas en fríos argumentos de conveniencia conyugal. Tal vez la contención potencia los destinos infelices, que cuando ocurren dejan al lector en una orfandad mayor: poca redención en un par de personajes que por otro lado no interesa mucho que sean redimidos.
El patetismo de los medios hermanos sería más genuino y desconcertante si no tuvieran ese origen, melodramático a pesar del autor, que los hace hijos de Janine, la hippie desvergonzada. El recurso no deja de tener una carga moralina -los excesos sexuales llevan a la soledad de sus descendientes- que alcanza a simbolismo generacional -los años sesenta como un desborde irresponsable que derivó en los tristísimos alienados protagonistas de la novela- y más bien se presiente como conmovedor lloriqueo del autor. Los guiños autobiográficos, no como ostentación de vida ejemplar, ni como reflejo de una inteligencia en construcción, sino como reclamo balbuceante de un niñez infeliz. De botepronto se recuerdan los balbuceos de otro niño caprichudito, el tal Marcel que hacía berrinche porque su madre estaba de tertulia en vez de atenderlo a él. Sólo que mientras Marcel sabe hacer de esa experiencia un ejercicio introspectivo que después lo lleva a ocho tomos de reflexión sobre el recuerdo y la escritura, en Houellebecq apenas alcanza al panfleto gimoteante del representante de una generación pinchita que reclama los grandes atrevimientos de la generación sesentera, contradictorios, decepcionantes, irresponsables, pero que finalmente supieron hacer lo que quisieron (en ese mismo reclamo se inscriben novelas como Generación X de Douglas Coupland, Pastoral Americana de Philip Roth, y también me recuerdo el inicio de la peli Pump up the Volume (Moyle, 90) con el tenebroso Mark (Christian Slater) mentando madres a la generación que lo defraudó en cada canción de protesta).
Frente a los escandalosos excesos de Janine, la asepsia sexual de Michel y el accidentado merodeo erótico de Bruno resultan lastímeros, y en vez de provocar la compañía compasiva causan el acto reflejo de buscar a los patanes excesivos de En el camino, Ponche de ácido lisérgico o cualquier otra de esas épicas lúdicas e irresponsables.
La novela trata de más cosas: hay alguna reflexión sobre la obra de Aldous Huxley como punto de inflexión de la sociedad hedonista, consideraciones científicas que cierran la obra en un guiño irónico que hizo antes Vonnegut en Galápagos, una revisión del pensamiento occidental que culmina en una certeza desalentadora: "a fin de cuentas", dice el científico en retirada Desplechin, "Occidente ha terminado sacrificándolo todo (su religión, su felicidad, sus esperanzas y, en definitiva, su vida) a esa necesidad de certeza racional. El algo que habrá que reordar a la hora de juzgar al conjunto de la civilización occidental." Pero sobre la inteligencia queda el berrinche: el ajuste de cuentas con una generación que derrumbó los valores clásicos del género humano, pero que sus descendientes fueron incapaces de hacer algo con la fundación de ese desorden vitalista.

martes, 18 de octubre de 2011

Tabucchi, Pitol, simios y muchas otras cosas

La semana pasada estuvo movidita, no era buen momento para ponerse a leer una novela. Por eso elegí un libro de cuentos que heredé hace siglos de una novia y nunca le había hecho mucho caso. El juego del revés, de Antonio Tabucchi. Leí tres cuentos, después lo he abandonado por otros asuntos. Pero los tres cuentos que leí eran bastante buenos. El segundo, "Cartas desde Casablanca", tiene un final espectacular, que me recordó las novelas de Sergio Pitol. Recordé que Tabucchi y Pitol son amiguitos de piquete de ombligo, es común encontrar elogios recíprocos en prólogos, ensayos, conferencias. En los cuentos encontré, también, afinidad de temas. El personaje bien portado o pudoroso que las circunstancias lo obligan a manifestar alguna identidad oculta, y entonces salta la cabaretera en el cuento, así como saltan los ritualistas snob-escatológicos del novelista al final de Domar a la divina garza. Pero además, coinciden en la descripción de una alta burguesía en decadencia que se hace la discreta hasta que estallan por cualquier absurdo, dejando de manifiesto la fragilidad de una clase social que quisiera ser aristocracia, que aborrecería reconocerse en la miseria y evaden sus horrores entre migrañas y lamentos afectados. Es el mentado grotesco bajtiniano que le achacan a Pitol, como recurso natural para hablar de ciertos personajes que se revelan desde lo aparente-sublime y la vergüenza de su condición real.
Vino otro recuerdo, cuando hace diez años estaba embobado con El desfile del amor de Pitol y pensaba en una novela que emulara su estructura. Esto es: presentación episódica de personajes a través de una indagación seudodetectivesca, lo que ocurrió con uno se va sumando al testimonio del siguiente, puntos de vista contradictorios, que complementan pero no como lo quisieran los personajes, porque lo más importante, lo "real" de los acontecimientos no está en lo contado, sino en el cómo se cuenta: en las opiniones maldicientes de unos y otros, en los desdenes elegantes, en las justificaciones para las mezquindades propias, en la fragilidad que el personaje nunca quisiera mostrar pero el narrador la desliza con cierta malaleche. Para que pudiera darse este doble nivel de los discursos -que sea tan importante lo que se cuenta y el cómo se cuenta- Pitol eligió el estilo libre indirecto, que permite campechanear opiniones casi textuales de los personajes con algún comentario más "impersonal" o "elegante" del narrador. La maleabilidad de la prosa se hace entonces espléndida, las primeras páginas piden cierto esfuerzo del lector, pero ya entrados en las reglas pitolianas se vuelve de un humor y una versatilidad impresionantes. ¿Quién no quiere experimentar con un recurso así?
Y ahí voy, a las eternas novelas inconclusas, treinta páginas de un grupo de treintones neuróticos abrumados porque acabaron a gritos y sombrerazos su periodo de preparatoria, con cierre de la escuela, sacrificio simbólico de su líder, resquemores acendrados (saludos, loyolos) (abrazo, pero no de priísta, jefe Job) (ok, saludines también al @martiniseco) y un chismerío sabrosón que terminaría cuando esta decena de ridículos saltara al edificio abandonado de la escuela para descubrirse a sí mismos como cadáveres patéticos. El proyecto apenas llegó a su quinta parte, lo que escribí se perdió entre archivos de Word 97, 2000 y XP, y hasta hace poco quise releer alguna parte que según yo, era de los mejores momentos: cuando un tipo rudo, jugador de futbol americano, va eligiendo volverse gay porque piensa que es más divertido el carnaval homosexual que el compromiso arisco y desconfiado de los heterosexuales (pésimo argumento, ya sé, pero déjenme terminar). Hallé el texto, releí, fue una enorme decepción por lo afectado de las frases, el manierismo de los diálogos, la forma prefabricada de ir agregando anécdotas en el relato central. Pensé en treinta y cinco cosas, treinta y cuatro tienen que ver con mi fracaso y la mejor forma de suicidarme, la treinta y cinco es la que importa: que por alguna razón, esta técnica de Pitol, este prodigio de excesos expresivos; muletillas, requiebros pudorosos en las referencias, justificaciones absurdas, elegancia en los insultos, aparente objetividad en el escarnio -joterías, pues- le quedaban bien al mundo narrativo, entre aburguesado y decadente, de Pitol, donde el aprendizaje de los buenos modales y la diplomacia se presta para un habla sinuoso, que pide varias interpretaciones ("escribe esta carta pero con mucha mano izquierda", me pedía Anamari, tan pitoliana como jefa mía en el INBA, cuando debía redactar rechazos o negativas pero con buena-ondita); pero no funcionaba con mis oficinistas de sobacos sudados que se vuelven locos cuando consiguen un descuento 2x1 en un bar rascuache de gomicheladas.
Me quedé con una intuición incómoda, más porque sería ir en contra de todas las clases de creación literaria que tan bonitamente nos enseñan el arte del buen escribir: es que la elección de una técnica narrativa también procede de una visión del mundo, y que es falso que todo se puede escribir de todas las maneras posibles, siempre y cuando seas "dueño de tus herramientas" (el McGyver narrativo, pues). Hay otra idea más fácil: que Pitol es Pitol y uno, pues malamente es uno, pero con esa idea simplista se terminan las averiguatas sobre el dominio del propio oficio. Compongamos: Pitol tenía más claro qué quería contar y eso lo llevó con cierta naturalidad a crear el artificio que le permitiría hacerlo; yo estaba en la copia de un estilo, y aunque él mismo dice al inicio de El mago de Viena que: "El futuro escritor debía transformarse en un simio con alta capacidad de imitación", más adelante aclara que este mono mimético debe saber cuándo desligarse del estilo elegido para intentar el propio.
Supongo que desligarse de la imitación para hallar la escritura personal implicaría reconocerse en los temas, los espacios, la originalidad, el fraseo, las inflexiones que uno ha tenido desde siempre, pero este cliché tan como de libro de Coehlo suena huequísimo, y suena así porque el "reconocerse" quisiera ser poética de plenitudes cuando, menos resplandeciente, también podría asumirse como inventario de miserias. Lejos de armar leyendas prodigiosas de escrituras, exquisitas cuando son burguesas, desgarradas y salvajes cuando provienen de la insubordinación y el resentimiento social, me reconozco en silencios pasmosos, en el reciclaje de un mundo más bien pueril: más cercano de El libro vacío de Josefina Vicens que de cualquier gesta, impresionante o prescindible, de los novelistas que ahora importan.
Aunque no parezca, el párrafo anterior era optimista, reconocía personajes más chejovianos que de altos vuelos, aunque el medio tono de los universos suele confundirse con una ejecución menor. Ahí es cuando de nuevo se reciclan las angustias: ¿sigue valiendo la pena intentar la historia de un oficinista promedio, bebiendo en un bar de Sanborns, cuando las moditas literarias hablan de "novelas intelectuales" de "científicos atormentados" "alemanes" "que se llaman Klingsor" "por ejemplo"? El taller literario dice que sí porque le gusta reclutar cronopios; yo me pierdo entre temas y estilos porque también avizoro -aunque esto ya se alargó demasiado- que la lectura contemporánea no tiene mucho que ver con una escritura aprehendida aprendida en esa engañosa edad de oro de los noventa, con jornadas semanales y construcciones tardías de hombres nuevos, y que a las nuevas lecturas les urgen subgéneros no importa si parodiados chafamente, polémicas narcopolíticas, ardides cosmopolitas-hipsters, metarreferencias de novelistas que hacen novelas, y entonces me angustia no tener claro en qué espacio de todos esos ubicarme.
Menos azote: este post se trataba de que: leí a Tabucchi, pensé en Pitol, lo recordé como modelo y entendí que ya no me hallo mucho en él. Y que, imagino, eso debe ser una evolucion. Y el inicio de una toma de posturas. Rayos, todo cabía mejor en un tuit. Ese es otro tema: lo breve, lo efímero, lo inmediato, el desencuentro de todo lo que ya no se queda en nosotros. Y lo anquilosado que muchas veces me siento. Ya me enredaré con eso en otro post.

jueves, 6 de enero de 2011

La noche, según Sprandell

-Todavía joven -así comentó Sprandell la noche-. Joven un tanto insípida. Las noches son como los seres humanos: no son nunca interesantes hasta que llegan a la edad adulta. Hacia medianoche llegan a la pubertad. Un poco después de la una alcanzan la mayoría de edad. Su apogeo corre de las dos a las dos y media. Una hora después se hallan en vías de desesperación, como esas mujeres devoradoras de hombres y esos hombres cuesta abajo que se lanzan al devaneo con redoblada violencia, esperando persuadirse de que no son viejos. Después de las cuatro se halla en plena descomposición. Y su muerte es horrible. Verdaderamente horrible al rayar el sol, cuando las botellas están vacías y las personas se parecen a cadáveres, y el deseo, exhaustivo, se ha vuelto repugnancia. Yo tengo cierta debilidad por los espectáculos mortuorios, debo confesarlo -añadió Sprandell.

Aldous Huxley
Contrapunto

martes, 30 de noviembre de 2010

Tu rostro mañana y el riesgo de la ética


La supuesta "hibridización" narrativa que con tanta faramalla describen los reseñistas españoles permite especular qué tanta autobiografía y qué tanta ficción se alternan en la novela Tu rostro mañana, que ya se perfila como la obra central de Javier Marías, si bien algunos la tachan de una versión manierista de Todas las almas, su primera novela importante. De pronto hasta parecería infantil recordar que toda ficción maso sustanciosa se deja inocular por lo autobiográfico, sea explícito o reformulado, pero el resalto obedece a la tendencia novelística contemporánea del narrador-ensayista (Kundera, Auster, Rushdie, Roth, Vila-Matas, Piglia, Pitol y seguro que ustedes identifican más), que lejos de difuminarse en la trama, buscan imponer opiniones y asentar este elemento tan bonito y aparatoso que los maestros de literatura llaman: "visión del mundo".

Está complejo y más bien para tesis doctoral especular y atinarle a lo que sería la visión del mundo de Javier Marías, un tímido tanteo permitiría sugerir temas como los secretos de terceros que condicionan a los personajes centrales de sus tramas (Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí), el ámbito académico como bildüngsroman bilingüe (Todas las almas), la digresión como recurso narrativo formal (que cuadra con la traducción de Marías del Tristam Shandy de Laurence Sterne), la reflexión sobre el idioma vía la comparativa de la traducción (Corazón tan blanco otra vez). Mucho más chabacano sería proponer el tema-cliché del sujeto solitario, finalmente de eso se trata gran parte de la novelística del siglo XX, aunque valdría destacarse que el protagonista de Marías suele ser un viajero que, casado, divorciado, soltero, (en alguna parte leí: inmerso en algún paréntesis vital) suele desgastarse en densas reflexiones precisamente porque le sobra tiempo y ocio, y porque su espacio son cuartos de hotel, departamentos cuasi improvisados, bibliotecas, cubículos; espacios tan vacíos que urge poblarlos de ideas, recuerdos, asociaciones libres, merodeos léxicos que ascienden a lo metafísico. Por lo menos, se tratan de sujetos inmersos en una suerte de exilio interior, que necesitan del soliloquio para trascender sus vidas en suspenso.

Tu rostro mañana revisita estos temas, pero también los engloba en un propósito superior. Hay un andamiaje básico -y es el que dejará de lo más contento al lector playero de Marías- que es la novela de espionaje, vía la anécdota principal: el reclutamiento de Jacobo Deza (quien ya había aparecido, más joven y atribulado, de maestro de español en Oxford en la novela Todas las almas) a un grupo de agentes al servicio del M15 británico, quienes dictaminan los comportamientos potenciales de las personas (sus rostros mañana, y de ahí el título de la novela): si en el futuro y ante una situación límite alguien podría ser valiente o cobarde, generoso o mezquino, si es de lealtad a toda prueba o si podría traicionar.

Este ejercicio de presciencia (que dice la RAE que es el conocimiento de las cosas futuras) pretexta las aventuras de Deza, pero también enmarcan el propósito más amplio de la novela. Que lo supongo más o menos así (y para eso serviría tener la novela en sus tres tomos, más que en la nueva edición en uno solo que ya circula por ahí): como buen esquema aristotélico, está concebida en tres actos, que podrían ser (y no) planteamiento, desarrollo y descenlace. Pero también, menos dramático, una hipótesis en el primer tomo, que se desarrolla en el segundo y llega a su conclusión en el tomo final. O inicio y final como extensos prólogo y epílogo, con una acción morosa y concentrada -apenas una noche de desconcertante jaleo- que ocupa todo el segundo tomo. Y el tema lo sugiere, desde su cinismo, el reclutador y jefe de prescienceros Bertram Tupra, y es el “estilo del mundo”.

Deza es reclutado y tiene su puesta a prueba en el primer tomo; reconoce el poder del grupo (y participa de él) en el segundo; practica sus enseñanzas -el veneno inoculado- en el tercero. Pero este esquema, tan parco, no funcionaría si no sirve para indicar que la primera y tercera partes de Tu rostro mañana son las que tienen la mayor sustancia de las preocupaciones de Marías (no en vano los lectores quisquillosos suelen acusar debilidad en la segunda parte (aunque vale decirse: sin esa entrega intermedia las otras dos no cumplen su función cabal)), y que son vertidas desde las charlas que Jacobo Deza mantiene con sus figuras tutelares: su padre Juan Deza y su maestro Toby Rylands, quienes a su vez son recreaciones de Julián Marías y Peter Russell, mentores reales del autor.

Parecería un contrasentido que una novela de espionaje, que se quiere con acción y vértigo a la Ian Fleming (que por cierto, hay homenajes al creador de James Bond en ciertas escenas de la novela) tenga sus mejores momentos en diálogos reposados, demasiado largos para gusto de algunos, del espía Deza con sus mentores. Aunque entonces, una mirada más amplia reconoce en estas charlas el supratema de Marías: la revisión del siglo XX, desde las perspectivas que le son más cercanas: el terror de la Guerra Civil Española, la experencia superlativa de la Segunda Guerra Mundial. Juan Deza es el guía en el conflicto ibérico, mientras Rylands lo lleva por la segunda experiencia. Y estas conversaciones se vuelven, entonces, los ajustes de cuenta de las generaciones que vivieron las guerras hacia sus descendientes, generaciones con más miedo porque conocieron menos los horrores. Lo que sigue es conmovedor: confesiones, reinterpretaciones, culpas mal llevadas, secretos que se han cargado durante décadas como lozas, juicios imposible de enunciarse en aquellos momentos, y que ahora flotan como consideraciones inútiles.

Antes había hablado del “estilo del mundo” que enuncia Tupra, consideraciones prácticas sobre el secreto como forma de poder, el miedo atávico como mecanismo de control, o el paradigma ético que pareciera inoculación de veneno para Jacobo Deza: ¿Por qué no se puede andar por ahí matando? Los contrapesos al cinismo serían las reflexiones de estos ancianos aún atormentados, que en su relato a Jacobo Deza acaso consigan cierto alivio, vía la comprensión (lo que por otro lado confrontaría el inicio de la novela, y alguno de sus temas recurrentes: la inconveniencia de contar). Es aquí donde más me sorprende y extraña la novela de Javier Marías: cuando, en estos tiempos que combinan tan bien con la relatividad posmo y su festiva resolución vía el cinismo, Marías se atreve a reconocer y denunciar la cobardía, la mezquindad, la crueldad, a arriesgar posturas y reafirmarse en apostar por la dignidad humana.

Dicen que de tan dicho, se ha vuelto cada vez más difícil novelar el amor. Pareciera que lo mismo ocurre con el compromiso moral, los “valores” (ese término tan tristemente choteado por la derecha) de los seres humanos. Cuando un novelista sabe darle la vuelta al panfleto moralino para resolverse en ideas, pero también compasión; cuando logra trascender la obligación estética hacia el riesgo ético, es cuando el novelista, el literato, puede aposentarse con solvencia como gran autor. Javier Marías hace esto en Tu rostro mañana. El gran tamaño de esta novela viene sobre todo de esto, de su alto sentido de la ética, que no menoscaba su enorme inventiva.


PD: Que este post lleva dedicatoria para el @bufonaladeriva que su blog era éste y que ora es éste y que ya URGE que lo actualice. Y ps agradecerle porque él me regaló la novela, en un solo tomote grosero y suculento, como buen bife pa' leer. Vale.

martes, 10 de agosto de 2010

Así se descubre una novela mientras se va escribiendo: un ejemplo en El Astillero de Juan Carlos Onetti

Dicen que Juan Carlos Onetti es difícil de leer. No suele desplegar esa prosa embaucadora y carismática de Cortázar, o augusta y sobria de Borges, o musical de lo épica de García Márquez. Suele interrumpirse con oraciones subordinadas, congela a sus personajes para desarrollar una metáfora opaca, sobreentiende información o magnifica escenas nimias para resignificarlas, y en lo que lo hacemos se avizora la jaqueca. Cuando además se conoce la mitología de que escribía sus novelas acostado, acompañado de mucho whisky y sin el supuesto rigor del oficio, es fácil tacharlo de autor descuidado, que va dando tumbos según el ingenio se lo va pidiendo. Este argumento se cae si se piensa en la compleja construcción de sus novelas, la mitología muy cuidadosamente asentada de Santa María, las maliciosas incursiones de Brausen o el doctor Díaz Grey, como para lanzar buscapies de una cosmovisión que, de acuerdo, no siempre es perfecta, pero ahí también va parte de su enigma.
Sin embargo, la experiencia inmediata de la lectura es áspera, tembeleca, como si las palabras no estuvieran del todo fijas. Podría sugerir un motivo: contra la escritura firme de otros autores (Borges, García Márquez, de nuevo) que buscan cincelar sus frases para que parezcan dictadas por el Gran Redactor Homérico, y buscan perpetuarse hasta el meritito fin de los tiempos, la redacción de Onetti parecería ocurrir al mismo tiempo que se va leyendo, como si el desarrollo de los personajes se improvisara con la misma inestabilidad de sus conflictos.
El ejemplo en concreto: en la novela El astillero, al final del capítulo "El astillero IV". Aquí se describe a Angélica Inés desde el punto de vista del doctor Díaz Grey. Angélica Inés es la hija de Petrus, el dueño del astillero a punto de la quiebra en el que trabaja el exproxeneta Larsen, protagonista de la novela. Díaz Grey, médico taciturno, con tendencias a lo filosófico y que opera como enigmático alter ego de Onetti, recuerda las únicas dos veces que se ha relacionado con ella. Estos encuentros sirven de pretexto para evocar la gloria y la decadencia de la familia Petrus, que tras haber sido los dueños simbólicos de Santa María, se han convertido en una suerte de aristócratas fantasmales. Y el último párrafo del capítulo dice esto:

Alguno contó que la muchacha tenía ataques de risa sin motivo y difíciles de cortar. Pero Díaz Grey nunca la había oído reír. De manera que, todo lo que podía mostrarle o confesarle el pesado cuerpo de la muchacha atravesando reducidos paisajes de la ciudad a remolque de parientes, de alguna rara amiga o de la sirvienta, lo único que atraía su adormecida curiosidad profesional era la marcha lenta, esforzada, falsamente ostentosa.

Y se ha marcado el tema del párrafo, que es definir la forma de caminar de Angélica Inés. Lo que sigue es un intento de descripción, impreciso de tan detallado. Lo minucioso de la imagen hace caricaturesca y ridícula a la hija de Petrus, mecanismo que permite hacer del personaje un eterno femenino patético, y no la doncella abstracta que hubiera dibujado un autor convencional:

Nunca pudo saber con certeza qué recuerdo removía Angélica Inés andando. Los pies avanzaban con prudencia, sin levantarse del suelo antes de haberse afirmado por completo, un poco torcidas sus puntas hacia delante o sólo dando la impresión de que se torcían. El cuerpo estaba siempre erguido, inclinado en dirección a la huella del paso anterior, aumentando así la redondez de los pechos y del vientre. Como si anduviera siempre pisando calles cuesta abajo y acomodara el cuerpo para descender con dignidad, sin carreras, había pensado Díaz Grey en un principio.

Inevitable mover el propio cuerpo casi al ritmo de la descripción. Y aquí es donde me distrae un poco Onetti, al pensarme en este andar tan accidentado y torpe, que de paso me justifica el comportamiento de un personaje tan carente de encanto, pericia mental o simple poeticidad. Pero Onetti quiere elevar al personaje más allá de su aspecto ridículo, y se esfuerza por encontrar la palabra que lo resuma:

Pero no era exactamente esto o había algo más. Hasta que un mediodía descubrió la palabra procesional y creyó que lo acercaba a la verdad.

Quien descubre la palabra "procesional" es Díaz Grey. Y uno, leyendo, truena los dedos y está de acuerdo: por supuesto, Angélica Inés camina como si estuviera en una procesión ¿El escritor la descubrió al mismo tiempo que Díaz Grey y nosotros? Quienes creen en el autor preciso, dueño de todas las palabras, no tendrán duda. Pero a uno que le gusta creer que el genio de la escritura está acompañado de revelaciones súbitas -lo que trasnochadamente se le llama inspiración-, prefiere creer que ir redactando e ir recibiendo las palabras, como revelaciones, es una misma acción. Y que eso podría explicar la fortaleza -la brillantez- con la que concluye el párrafo: haciendo de la "procesión" el motivo que redondea la descripción del personaje, y acaso, el que da su definición más acabada en el total de la novela:

Era un paso procesional o lo fue desde entonces; era como si la muchacha fuese avanzando su apenas mecida pesadez, estorbada doblemente por la impuesta lentitud de un desfile religioso y por los kilos de un símbolo invisible que transportara, cruz, cirio o el asta de un palio.

Se me escapa reconocer qué tanta relación hay entre la obra total de Onetti con los temas cristianos o católicos; al menos en este párrafo queda el atisbo del viacrucis, que en consecuencia, hace a Angélica Inés una mártir siempre en ruta hacia su sacrificio, y también la depositaria de las culpas del resto de los personajes -el más obvio, su padre Petrus. Más allá de la anécdota que cuenta el párrafo, lo delicioso es sentir, en su transcurso, este encuentro de todos los involucrados -personaje, autor, lector- con la palabra precisa que define. De los tumbos ambiguos de la descripción, hacia el término preciso que termina alumbrando al personaje.
Descripción que antecede al término, el ejercicio de este párrafo es narrativo pero también léxico: para el diccionario poético de un mundo onettiano que no tiene "cosas carentes de nombre, que para mencionarlas hay que señalarlas con la mano" -diría el embaucador de Cien años-, sino de un mundo muy gastado, con palabras agotadas, que necesitan revitalizarse vía el titubeo, la digresión, la violencia sintáctica, hasta terminar brillando, no por su belleza, sino por la necesidad de ser dichas.

miércoles, 4 de agosto de 2010

El pasado, de Alan Pauls: la patología del discurso amoroso

Se suele comparar la experiencia amorosa con baladas obsesivas, desplantes de chick flick y consejos de amigas que nunca han amado; la gente preocupada por la salud mental la imaginan aburrida de tan apacible, asambleas de dos que ceden cierto lado de la cama y el turno para lavar trastes, negociaciones que desde las feminazis y los metrosexuales dejaron de funcionar.
¿La mejor descripción del amor? Melibea quejándose con La Celestina, va y le recita una sintomatología angustiante:

Mi mal es de coraçón, la ysquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo. Que no pensé jamás que podía dolor privar el seso, como este haze. Túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querría ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré dezir. Porque ni muerte de deudo ni pérdida de temporales bienes ni sobresalto de visión ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir, que fuesse, salvo la alteración, que tú me causaste con la demanda, que sospeché de parte de aquel caballero Calisto, quando me pediste la oración.
Autores más modernos procuran otros cuadros clínicos para la desgracia. Desde su descuartizamiento estructuralista, Barthes lo recopila de toda la literatura conocida hasta el momento en su Fragmentos de un discurso amoroso; Cristina Peri Rossi lanza al gimoteo erótico al protagonista de Solitario de amor: hace del cuerpo de Aída una droga dura y a su amante un adicto fervoroso; Fromm dice que es arte y Rougemont lo propone como historia mística; más actual y cerebral es Alan Pauls en El pasado, recuento cruel y minucioso del fenómeno amoroso.
Pauls sugiere que una relación amorosa importante entre dos personas no termina con la disolución de la pareja, sino que como la materia
, no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Contradiciendo a Borges, quien al inicio de "El Aleph" ve que apenas murió Beatriz Viterbo se ha cambiado un anuncio de cigarros y entonces "el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita", Pauls propone lo contrario, que las transformaciones de los individuos y lo que los circunda son mutaciones de la misma experiencia amorosa, y que todo movimiento solamente sirve para confirmar su persistencia.

***

Rímini y Sofía tienen doce años de vivir en pareja, se han vuelto una suerte de monolito sagrado para familiares y amigos, a su alrededor se ha creado un aura de confianza y respeto, porque podrá cambiar todo el mundo, menos ellos. Y sin embargo, y aquí empieza la historia, un buen día toman la decisión de separarse. Tan perfecta como ha sido su historia de amor, así de perfecto es el acuerdo que los separa, y el finiquito es tan ascéptico que Pauls peca de científico y parece haber convertido a sus personajes en ratas de un laboratorio sentimental, aislados de variables tramposas, como para revisar sin alteraciones qué ocurre cuando una pareja perfecta acuerda la disolución perfecta.
A partir de esta premisa, la novela de Pauls hace malabares en cuerda floja. Porque una lectura epidérmica encontrará un compilado de humor negro y recursos de vodevil; una lectura más reposada podrá reconocer una radiografía gélida de los amantes separados, del tenso vaivén entre el olvido y la persistencia, del falso alivio de la reconstrucción.
Pauls prefiere seguir (¿facilidad autobiográfica?) la vida de Rímini, con sus parejas posteriores a Sofía y su tránsito de la liberación a la euforia al exceso al asentar cabeza a la depresión brutal. Las tres parejas -Vera, la celosa; Carmen, la sensata y Nancy, la ninfomaniaca indiferente- operan como estadios de una misma dispersión, intentos de Rímini por superar a Sofía y reinventarse en las otras. Pero Sofía es el fundamento de Rímini, a partir de ella tiene que explicarse su historia y su presente, y muy a pesar de sus intentos por escapar, regresa a su lado, cada vez con mayor fatalidad.
De nuevo, la lectura superficial caracterizaría a Sofía como una desquiciada Alex Forrest (Glenn Close hirviendo conejitos en la moralina
Atracción fatal, Adrian Lyne, 87) y el libro bien puede pecar de ese exceso, pero se compensa por el morboso juego de deterioro mutuo: Rímini consume cocaína al tiempo que Sofía tiene de un afta en los labios y además debe tolerar a su parasitaria jefa-maestra-chamana, Frida Breitenbac; Rímini padece un "alzheimer" en los idiomas (es traductor de oficio) cuando Sofía muestra su aspecto más deplorable; y la lamentable, por anodina, rehabilitación de Rímini, coincide con la fundación de Sofía de un grupo de autoayuda mediocre, de mujeres que han amado demasiado (como farsa de bestseller de superación), remedo de las enseñanzas de la gurú Frida.
Pues lejos de la idea del amor como aprendizaje y sublimación, Pauls lo caracteriza como enfermedad y deterioro. El discurso amoroso según Alan Pauls distorsiona valores románticos hasta hacerlos decadentes. Como si se tratara de una enfermedad crónica, el amor desgasta, amenaza, se conserva en estado latente y reincide cuando se pensaba superado. El único amor perfecto tendría que ser oficio de adolescentes y no un recorrido saludable hacia la madurez; al menos eso parece reclamar la vampiresca Frida cuando, moribunda en una cama de hospital, vuelve a ver juntos a Sofía y Rímini, sin saber que cada uno trae su propia historia (Rímini justamente está a punto de ser padre con Carmen) y les reclama que hayan crecido:


Eran tan hermosos. ¿Cuántos años tenían? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? Me acuerdo de que la primera vez que Sofía te trajo a Vidt pensé: "Son tan hermosos que habría que desfigurarlos" Qué idiota. ¿Por qué no lo hice? Hoy seguirían juntos. Sangrar lo justo en el momento justo: ése es el secreto de la inmortalidad (...) Pero ustedes, criminales, ¿qué hicieron? Decidieron ser... normales. ¡Normales! Decidieron romper la célula, salir a respirar, enamorarse de otros... Mediocres. No tenían derecho. Eran patrimonio del mundo. Si la sociedad fuera justa, o no justa, digamos inteligente, los jóvenes deberían ser todos esclavos, esclavos de los viejos, y vivir sometidos a sus miradas, sus caprichos, incluso su violencia, hasta que los roce el primer síntoma de corrupción. Recién entonces serían libres. "Libres." Si es que alguien que se pudre puede ser libre. (pp. 273-274)
Renglones después, Frida les confiesa que cuando ellos se iban de las reuniones, ella, sola, entre platos sucios y copas de vino a medio vaciar, se masturbaba pensando en su insoportable belleza de pareja adolescente. En este cruel y hermoso monólogo se cifra el tema de El pasado de Alan Pauls, porque no sólo se trata del amor y su final, o su persistencia a pesar del alejamiento de los enamorados, también es la melancolía de la juventud perdida, la imposible reproducción del enamoramiento perfecto, porque éste sólo es posible en la plenitud de la inocencia, cuando el entusiasmo sabe enfrentar el escepticismo y la inercia de quienes han madurado. "Quien no se ha suicidado a los veinticinco años, merece vivir", dice Cioran, y acaso puede adaptarse a la tragedia compartida de Rímini y Sofía: intentar reenamorarse de otros, tras haber vivido El Amor, merece el castigo de un retorno constante a la Arcadia devastada.
Por eso no es gratuito uno de los capítulos más extraños de la novela, ése donde se habla del pintor Riltse, el favorito de la pareja, quien ha cultivado una perversa corriente estética denominada Sick-Art, que consiste en provocar y dar testimonio del deterioro del organismo propio como forma de expresión artística. Si el Sick-Art de Riltse consiste en sublimar la enfermedad, pero sin buscar su cura porque esto significaría la trivialización del tema, en El pasado de Alan Pauls el amor opera como un síndrome destructivo, al que sólo pueden sobrevivir los personajes por su necia (¿irremediable?) permanencia.
También deben señalarse las debilidades de El pasado: momentos farragosos, excesiva confianza del autor en un estilo que no siempre mantiene su elegancia y cae en la retórica complaciente; soluciones argumentales forzadas -justo esas donde Sofía parece dar el glennclosazo-, un gusto al tremendismo que no siempre se resuelve con fortuna. Pero si seguimos aquello de la novela que gana por puntos y no por KO, El pasado consigue su propósito y sabe ser un título de lo más apreciable. Por demás está agregar: de carácter perturbador.

PD: Hay una adaptación al cine de esta novela, dirigida por Héctor Babenco, con Gael García y Analía Couceyro. NO LA VEAN, NO LA VEAN, NO LA VEAN. Lean el libro. Y así.

sábado, 19 de junio de 2010

Quesque se murió el Monsi

Juro que es cierto: para un texto atrasado que me urge entregar (el lunes sin falta, Ary) hace dos horas veía la película Él de Luis Buñuel y mientras atestiguaba la gradual locura de Francisco Galván (genial, el maldito Arturo de Córdova) pensaba, "claro, de un personaje de este tipo habla Monsiváis en Amor perdido". Y acabandito la película me fui por el libro de marras y encontré la crónica del Monsi sobre Genaro Fernández McGregor, funcionario y escritor mediano que se atrevió a redactar sus memorias El río de mi sangre y que las publicó el Fondo de Cultura. Y Monsi, con ese humor socarrón carente de chistes pero insistente en la cábula, hace su crónica con esa prosa abigarrada e incisiva que ya le conocemos, y sorprende que un artículo de los años setenta sea tan contemporáneo para describir a animales semejantes a McGregor:

El retrato del conservador mexicano está casi concluido: pesimismo orgánico, actitud escéptica ante las renovaciones, creencia en un ser nacional eterno, desprecio por las mayorías, resignación complacida ante las dictaduras. Falta un detalle: el idioma elegido. Al conservador, la tradición nunca se le manifiesta como el cadáver de las ideas; es, de modo inalterable, el único presente concebible. De acuerdo a eso, el lenguaje debe ser arcaizante o se estará traicionando la visión del mundo. El manejo de la sintaxis no es una mera técnica: es un ejercicio ideológico, una indispensable lealtad intelectual.


Y leyendo pensaba en el personaje de Buñuel pero también en esa sabiduría atemporal de los panistas, y en libros como
Hace falta un muchacho y en comerciales como los de Tienes El Valor O Te Vale, y en los regaños del Papa Pidata del cine y las resoluciones del SCJN, tan irreprochables en su lógica jurídica pero tan frustrantes en el sentido de la justicia. Es decir, que era como platicar con Monsi en el café, decirle que claro que es cierto, que qué punzante escribir ese texto que años atrás no hacía tanto sentido y ahora parece una radiografía impecable de nuestra mediocre actualidad.
Y entonces abro el internez, encuentro la nota del fallecimiento del Monsi, y de verdad que no lo tomé por el lado de la elegía (eso déjenselo a los dolientes de Saramago) sino del pragmatismo: No, no es cierto, no estás muerto, si te acabo de leer. Y si además, me quedé envidiando esa tensión de tu prosa, esa aparente exuberancia que obliga a la lectura atenta y entonces va tomando un sentido múltiple, generoso y siempre virulento. Si los chistes del Monsi piden paciencia para irlos descifrando, y también exigen una cultura distinta de la Kultura; un reconocimiento de dichos y sabiduría popular, champurrados de sociología y filtreos con la poesía, buen olfato para lo irónico y un entrenamiento previo de historia mexicana que permita reconocer suspicacias perdidas entre datos certeros.
Pero además, yéndome más lejos, pensaba en Monsi como en esos autores que siempre están por ahí, para ensalzarlos o denostarlos. Hay juicios obvios e incontrovertibles:
Pedro Páramo, la mejor novela mexicana; García Márquez, qué grande es y qué pasado de moda también, Borges es eterno; Volpi, como escritor, ha resultado un excelente director de Canal 22. Pero Carlos Monsiváis ha logrado esa división de opiniones que me resulta envidiable, porque ahí es donde se distingue la vitalidad del cronista: quienes aseguran que ya se repite y no vale la pena seguirlo leyendo, quienes lo acabaron de ver en la marcha del 2 de octubre y se quejan de sus filiaciones ideológicas, los que lo vieron en la tele y estuvieron de acuerdo o no, pero aceptan que su estilo tan mesurado y chinga-quedito contrapunteaba rebien el protagonismo de sus compañeros de panel; los que ya se fastidiaron de verlo como gurú de la cultura popular y buscan afanosos quien lo reemplace en la crónica de lo contemporáneo nacional. Incluso, lugar común de los grupos de escritores incipientes: se piensa hacer la Típica Revista Literaria Independiente y para que tenga impacto, en el primer número siempre sería bueno tener un artículo de Carlos Monsiváis. Tan es así que cuando empezó a salir la revista La Mosca, el chiste que aparecía en sus portadas era: En esta revista TAMPOCO hay un artículo de Carlos Monsiváis.
Porque también ocurre que a Monsi se le ve hasta en la sopa. Se hizo personaje de caricaturas y grabó discos, lo mismo rescató a Chanoc que al Santos, sus artículos aparecieron en la revista erótica Caballero o en la muy fufurufa Vuelta; prologó colecciones de fotos, historietas, memorias, correspondencias; era el primero de los abajosfirmantes y opinante obligado de cualquier monserga noticiosa. Discutió con todos hasta el punto de volverse chocante, conocemos a sus gatos y su escritorio atestado de papeles y de figuritas de luchadores; las presentaciones de libros se retardaban porque todavía no llega Monsi, y la decepción venía cuando alguien informaba que dijo Monsi que lo disculparan porque a la hora de la hora no iba a llegar. La figura de Monsi es chabacanamente omnipresente: avala, deslumbra, confirma, fastidia; Monsiváis es el más actual de los escritores mexicanos, no sé si por lo innovador de sus últimas aportaciones, seguro que por su presencia, tan machacona.
Monsiváis está en el café y entre las chelas, sus libros adornan las casas de los izquierdosos, la sarcástica documentación del optimismo es un ejercicio que nos ha impuesto siempre que abrimos el periódico, y si anota el Chicharito, o si se incendia una guardería, necesitamos que el Monsi haga un comentario, para suscribirlo, rebatirlo; para saber que Monsi no se podía quedar callado.
Lo de la muerte de Monsi es anecdótico; lo real es que pueden conseguir sus libros en Gandhi y en el Fondo y en los puestitos de Balderas y de afuera de la Facultad, y que todos hemos leído tres o cuatro títulos pero también nos falta leer dos o tres. Yo me espero a que pasen tus exequias, Monsi, para conseguir los que no tengo. Leerte no es homenaje (qué flojera hacerte OTRO homenaje), es necesidad de diálogo y de prosa canalla y de ser contemporáneo. Seguro te estoy leyendo pronto. A ver qué dices ahora.

Y EL MONSI NO SE CANSABA DE HACER AGREGADOS COMO ÉSTE: Que ya no sigan buscando La Novela del 68; esa novela es el libro
Dias de guardar, que aunque formalmente crónicas, en realidad consigue en su fragmentación redondear toda la experiencia de aquellos aciagos tiempos olímpicos

Y NOMÁS PARA LA REMEMBRANZA: su mejor momento televisivo fue en
El Calabozo, cuando el facho de Esteban Arce y el otro patiño le preguntaron qué opinaba del programa. Y Monsi respondió: "es una gran experiencia encontrarme en lo que considero la esencia de la televisión mexicana".

Y PARA DOCUMENTAR EL OPTIMISMO: El Cuau dice que la Selección ora sí está lista para ganar el Mundial Sudáfrica 2010. El Monsi, ¿qué opinará?

miércoles, 14 de abril de 2010

Los demonios, de Heimito von Doderer

Miedo reseñar uno de esos libros que se anuncian como grandes summas literarias, porque así se presume a Los demonios de Heimito von Doderer, que suelen equipararlo a El hombre sin atributos de Musil, La montaña mágica de Mann y A la búsqueda del tiempo perdido de Proust; y siempre habrá comentarios mejor documentados porque conocen más al autor, o a Viena o a los tiempos -los años veinte- en que transcurre la ficción; pero tres meses de lectura (¡y 1662 páginas!) deberían merecer aunque sea tres parrafitos; entonces, como burro que se va haciendo ducho en eso de tocar la flauta, ahí les voy:

1. Acá está la biografía de Heimito von Doderer, flojera repetirla. Destaco lo que me sirve para el rollo: hijo de la aristocracia astrohúngara, vive el momento incierto, posterior a la Primera Guerra Mundial, en que el gran imperio se desmembra y crea a las frágiles naciones de Austria y Hungría. De entrada pienso en otro escritor que ha situado sus historias en esta época, el húngaro Sándor Márai; ambos comparten el sentimiento de melancolía por el derrumbe del imperio y lo incierto de la reconfiguración de la nueva sociedad, ahora austriaca y húngara. Tiempos de transiciones y no de consolidación, porque además ocurre en esos veinte años de entreguerras, tenso puente entre el fallido Tratado de Versalles y la creación de los sistemas totalitarios de Alemania e Italia. Los felices veintes, los treinta en aprendizaje festivo de intolerancia, frivolidad y enajenación que tras la Segunda Guerra condenaríamos culpable, pero antes, ¿quién carajos iba a saber que la indiferencia charlestoneada derivaría en confrontación?

2. El historiador Neuberg pavonea su inteligencia ante la bella Friederik Ruthmayr y sin querer suelta alguna de las claves de
Los demonios, cuando dice que "cualquier texto histórico que realmente lo sea es historia del presente, aunque se ocupe de la época romana, de la Alta Edad Media o de cualquier otro periodo. No, no se puede concebir el pasado como algo establecido de una vez para siempre, lo reformamos continuamente. Los hechos, con su colosal envergadura, no son nada; en cambio, nuestra forma de entenderlos lo es todo; por eso cada época ha de escribir de nuevo la historia y al hacerlo habrá de despertar e inspirar vida a los hechos muertos del pasado, un pasado concreto cuyo retorno traerá ciertos gestos que nos serán afines y nos conmoverán por dentro". Obviamente, una novela va más allá del puro registro histórico, pero en este caso su centro -la reinterpretación histórica- se encuentra ahí. Los demonios concluye con el incendio del Palacio de Justicia de Viena el 15 de julio de 1927, que encumbra al incipiente nacionalsocialismo austriaco (y de ahí ya se sabe: el vínculo con el nazismo alemán, y la anexión, y la guerra) y esta pequeña trampa reformula toda la trama: las muchas historias amorosas, las alianzas y enemistades, el melodrama decimonónico que se estorba con la subjetividad del siglo XX, los personajes oscuros que llegan a su redención o las brillantes personalidades de quienes presenciamos su declive, son reformuladas a partir del último capítulo y de paso reformula toda la concepción de la novela: Los demonios es la historia que ocurre entre La Historia. Fundación de un mundo inestable porque no sabe que se avecina su casi inmediato final. De ahí que, sorpresa, las más de 1600 páginas se revelan inútiles ante su encontronazo con la Gran Historia. Entonces, ¿vale la pena leerla? ¿Por qué?

3. En concreto:
Los demonios son las crónicas que ha juntado el jubilado jefe de sección Geyrenhoff sobre una época concreta de su vida, que va del invierno de 1926 al verano de 1927. Para la escritura de estas crónicas se ha valido de varios informantes, de distintos estratos sociales de la ciudad de Viena. El colaborador más cercano -y presumiblemente, el último redactor de gran parte de estas memorias- es el escritor Kajetan von Schlaggenberg. El punto de partida es la mudanza de Geyrenhoff , del centro de la ciudad, al barrio extrarradio de Döbling, que se ha ido volviendo lugar de intelectuales, artistas y bohemios. También son una nueva clase social que busca contrastarse con la vieja aristocracia y alta burguesía del imperio. Lejos de mostrar respeto por las tradiciones, buscan confrontarlas y generar nuevos estilos de vida. Si el centro de la ciudad de Viena todavía es ópera y títulos nobiliarios decadentes, en Döbling se ostentan los nuevos autos deportivos, las relaciones amorosas libres y farras bulliciosas. Geyrenhoff suele referirse a esta comunidad como "Los Nuestros", galería de personajes de inocente decadencia: René von Stangeler, veterano de la Gran Guerra que sobrevive sin mucho éxito a su profesión de historiador, Kajetan von Schlaggenberg, recién separado de su mujer y entregado a la bebida, la hermosa hermana de Schlaggenberg, Charlotte, apodada por todos Renacuajo, ejecutante de violín en pos de figurar como solista en una orquesta, el noble alemán von Eulenfeld, tan millonario como alcohólico, el diplomático húngaro Géza von Orkay, el dibujante y conspirador Imre von Gyurkicz. En tertulias pretenciosas consolidan una identidad no exenta de fisuras. Lo importante, en todo caso, es la apología de esta comunidad que sería lejana parienta de los vagabundos beats, las comunas hippies y hasta las banditas virtuales de la actualidad. En las fisuras, los distintos objetivos, las alianzas o confrontaciones del grupo, se va gran parte de la novela.

4. Si algo hubiera en común en la trama de los personajes más importantes de la novela (y esto lo robo del comentario que hace Juan García Ponce en su más bien regular ensayo:
Ante los demonios. A propósito de una novela excepcional. Los demonios de Heimito von Doderer) es que todos se confrontan a lo que Stangeler denomina la "segunda realidad": fantasías, perversiones, sueños informes, que improvisan sus personalidades. Parecería que una forma eficiente de retrasar las tomas de conciencia reside en la creación de un objetivo disparatado que además les ayuda a sobrevivir a ese tiempo incierto. Así, Schlaggenberg lanza su manifiesto para enamorar mujeres gordas, el obrero Leonhard Kakabsa se obsesiona con aprender latín, como forma de reelaborar su idioma vulgar hacia otro más culto, o el industrial Jan Herzka busca hacerse erudito en el tema de la quema de brujas en la Edad Media, para sublimar sus fantasías sadomasoquistas que busca realizar con su sensual secretaria. Entre la segunda realidad y la cotidianidad casi impresionista se decanta la novela, con enredados argumentos al estilo decimonónico, que incluyen herencias escondidas, hijas bastardas que descubren a sus verdaderos padres, algunos jugueteos eróticos y un fondo político que rara vez se evidencia pero suele sobreentenderse en los oficios, las opiniones y las metas de los personajes. Imposible resumir y comentar en un solo post todas las hazañas, aunque valdría apuntar que pocas son de un dramatismo exacerbado. La tomada de pelo de Los demonios estaría en su gratuidad: nada parecería demasiado importante. Reuniones exquisitas, deliciosos vinos, descripciones preciosistas de bosques y calles, el transcurso del tiempo se antoja lento y placentero. Quizá porque el guiño de Doderer está en someter las segundas realidades de los personajes a una enorme segunda realidad de la totalidad de la novela: este tiempo de candor también es ficticio. El contrapunto con los personajes de las clases bajas -taberneros, gángsters, prostitutas, conspiradores políticos- impide engaños: las jornadas bucólicas están rodeadas de amenazas y las inocencias burguesas parecen absurdas cuando alrededor se teje el verdadero poder fascista.

5. La diferencia entre el autor convencional y el gran novelista que es Doderer, estaría en la paciencia para postergar los enfrentamientos entre la futilidad burguesa y el amargo resentimiento fascista. Doderer no quiere dar una clase de historia o moral, y denunciar la felicidad -la ignorancia- cortesana de "Los Nuestros". Respetuoso de los motivos de su cronista Geyrenhoff, prefiere acompañarlo en la descripción entrañable, a veces irónica, de la comunidad. E incluso acepta sus puntos de vista conservadores y muchas veces espantados. De ahí la utilidad del contrapunto que establecen los extractos de crónica relatados por Schlaggenberg, que obligan a desconfiar de las apreciaciones candorosas del maduro jefe de sección.

6. Desde los personajes cronistas,
Los demonios es una historia de restauraciones: las formas en que los personajes parten de su caos individual -sus segundas realidades-, y cómo en el transcurso de sus historias van solucionando sus conflictos, vía candorosos deus ex machina (empleos, herencias, romances inverosímiles, felices coincidencias). De ahí que podría parecer chocantes los supuestos finales felices, con casorios, trabajos bien remunerados y amistades que se revelan bondadosas hacia el final de la historia. Pero sobre los cronistas se encuentra la malicia del novelista Doderer, quien sí se sabe contando la novela después de la Segunda Guerra Mundial (wikipedia chismea que esta novela se escribió en los años cincuenta) y desde ahí insinúa lo relativo de los finales felices: lo efímero de "Los Nuestros" también es lo efímero de los años veinte, de la sociedad vienesa que no podía reconocer -(¿de pronto adivinar?)- el terror de la siguiente década, de una visión del mundo incapaz de imaginar el violento giro de tuerca que se viene. Los demonios es, entonces, el triunfo del novelista riguroso, que rehúye del efecto para concentrarse en la alusión. De ahí la complejidad de la novela, cuya placidez apenas se desmiente al interior del texto, pero requiere de la desconfianza extraliteraria del lector para comunicar su mensaje más amplio.

7. Nomás como aclaración o consejo: antes dije que el ensayo de Juan García Ponce era regular, porque uno esperaba más interpretación y el novelista más bien se limita a contar la trama de la novela. Eso decepciona cuando uno sabe lo agudo y rico que podía ser un comentario más reposado de García Ponce, aunque también se le agradece esta suerte de "guía rápida" que puede ayudar a no perderse en el tremendo monstruo argumental que es
Los demonios. También me hace suponer que una glosa de esta novela requeriría otro libro igual de gordo. Seguro en Alemania y Austria ya existe esa glosa. Ojalá nos llegue pronto. Ojalá pronto haya comentarios más detallados de esta gran novela. Yo nomás toco la flauta, como el burro. Y sugiero: mucha inquietud, también mucha paciencia, para quien quiera hincarle el diente. Mi siguiente post será del dolor que me causa mi uña enterrada, para aligerar la textura. Sale, pues.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

posts que no puedo escribir: López Velarde, Mark Twain, Annie Proulx y el comercial quesque sutil de Distintas Latitudes

  • Odio aconsejar cosas como la que le dijo Gertrude Stein a Hemingway (más o menos: están rebonitos sus cuentos, ora quíteles toda la literatura) y hacer exactamente lo contrario. Cuatro posts que intento terminar y nomás no puedo porque agarro esos tonitos de literato que quiere impresionar en la sala Manuel M. Ponce, con ondas así como: ¡gracias, Hugo Gutiérrez Vega, por existir!, ¡Nunca te olvidaremos, Maestro Argüelles!, ¡Salven a las vacas, sobre todo si son sagradas!, y me agarra la vergüenza y huyo a la cama a languidecer. O sea, no puedo escribir posts como por ejemplo:
  • El viaje a Jerez, Zacatecas. Que cuando este post sea grande querría fingirse emotivo homenaje al tricentenario de Ramón López Velarde, Poeta Cual Si Alguno Hay. El post falla porque quiero aderezarlo describiendo la vegetación y ornitología del pueblo y exhibiendo con fingida erudición las resonancias líricas que me provoca el Primer Gran Poeta Moderno Mexicano (Octavio Paz casidixit). Quería adornarlo con hartas citas de hartos poemas suyos, pero seré franco: nomás me acuerdo del inicio de "El retorno maléfico" (Mejor será no regresar al pueblo/ al edén subvertido que se calla/ en el mutilar de la metralla), de una parte de más adelante que siempre me ha gustado por pachecona (los dos púdicos medallones de yeso/entornando sus párpados narcóticos/se mirarán y dirán: ¿qué es eso?) y del inicio, que es lo único que me sé, de: "Plaza de Armas, plaza de musicales nidos/ frente a frente del rudo y enano soportal". Y este segundo poema me importa más porque tiene unos versos que siempre me han angustiado (y estos, ni modo, no me los acordaba y me los fui a googlear): "he visto a Catalina/ exangüe, al exhibir su maternal fortuna/ cuando en un cochecillo de blondas y de raso/ lleva el fruto cruel y suave del idilio/ por los enarenados senderos.." Y básicamente me angustiaron más porque cuando llegué a Jerez fue lo primero que vi: una ñora con veintivarios años a cuestas, derrotada a la vez que digna, empujando por los enarenados desiertos una carreola con evidente fastidio, mientras mis guías y yo le dábamos a unas tostadas buenísimas que preparan con cueritos o trompa de cerdo curtida. En la segunda parte del post hubiera querido despotricar contra ese afán multimedia didáctico para imbéciles que echó a perder el museo casa de López Velarde, porque donde sólo deberían existir muebles viejos para recrear el ambiente provinciano, célibe y erótico-a-escondidas del poeta, los museógrafos agregaron unas grabaciones horrendas que parecen del Canal 22, con texturas retóricas tipo: "López Velarde, cantor de la patria, del rebozo y las calles empedradas, de la patria íntima y la religiosidad culpable" y así todo se va al garete. Y la tercera parte del post, la que debía tener más feeling pero quien sabe cómo se le hace a eso, me salió mejor cuando se la conté a la Mejicana Májica una semana después. Y es que le dije: que el Mundo Del Poeta, que no encontré en el museo, se me apareció después en alguna tienda de antigüedades. Donde vi: planchas rupestres de los años veinte, discos rancheros de 78 revoluciones de los años cincuenta, calculadoras y grabadoras de los setenta, cubos de rubick cinco minutos previos a la entrada al aire de MTV. Y le explicaba a la Mejicana: que todos esos objetos eran como capas históricas, generaciones de jerezanos superpuestas, las modernidades que llegan a provincia solamente para anquilosarse, un mundo de acumulaciones descrito por López Velarde: lo morisco, lo católico, lo jacobino, mosaicos de valores o símbolos contrapuestos que se asoman en sus mejores adjetivaciones y adquieren cumbre en (ni modo) la Suave Patria. "Ahí sí me puse mamón y ahí sí le dije a mis acompañantes: 'esta grabadora setentera es más lópezvelardiana que toda la casa museo de López Velarde'". Y como para corroborar la arrogancia, entonces descubrimos, al fondo de la tienda, a dos escuinclas de apenas 18 años cumplidos, de estas simplonas y argüenderas que estudian una carrera técnica mientras un fulano imprudente las embaraza, una pintándole el pelo a la otra, la otra a risa batiente porque la una parecía tener problemas con el manual del tinte. Y pues es de esas cosas que la poesía regala: ante nosotros, como epifanías, se prodigaban las "actrices que impacientes por salir a la escena/ del mundo, chuscamente fingían gozosos líos/ de noviazgos y negros episodios de pena". Después probamos raspanieves, una rareza jerezana que sabe de lo más bien.
  • También quería consignar que estaba recién leído (no sé qué tan digerido) Las aventuras de Hucleberry Finn, de Mark Twain. Pero estaba haciendo algo que por favor ya no me dejen: esas parrafadas largas y blandengues donde hablo de mis Enriquecedoras Experiencias de Lector Niño, con ese tonito como de Silvia Molina invitando a La Aventura De Leer. Y todo por explicar que: leí Las aventuras de Tom Sawyer a los siete años, en edición resumida y coloreada de Fernández Editores; luego entonces: mi recuerdo de Tom es vago pero de gandalla ingenioso que besaba a Becky y perseguía al Indio Joe que ocultaba un tesoro malhabido. Y luego: que siglos después leo Huckleberry, movido por un ensayo más entusiasta que lúcido de Roberto Bolaño (la moda, ya sé ya sé ya sé) y presencio con harto gusto ese viaje fundacional por el río Mississippi con el negro Jim y las intuiciones que van forjando la conciencia de Huck, pero nunca como pensamiento ordenado, más bien miedos y remordimientos que no culminan en la afirmación, sino en dejar preguntas a la deriva. Y que por eso es decepcionante cuando se da el reencuentro con Tom Sawyer, quien de pronto parece niñato pendejo con demasiado ingenio encima, que nunca entendería la oscura sabiduría que Huck ha adquirido al contemplar la soledad del río y no tener claro cómo situarse en el mundo. Me queda claro que entonces Huck supera a Tom, no por su inteligencia, sino por su estupor. Y que si la novela de aventuras eficiente, como Tom Sawyer, hila argumentos intrincados para desbrozarlos con ingenio, la Gran Novela del siglo XX, como Huckleberry Finn, debió deshilachar premisas y dejar madejas de inquietudes sin resolverse. Y que si Tom en ingenioso y constructor; Huck es filósofo y disolución. Del primero vendría el novelista sólido y potente (¿Dos Passos, Hemingway, John Irving?), del segundo los iluminados desbalagados (Kerouac, Miller, ¿Auster?). Y que Faulkner no entra ni en uno ni en otro, porque él pertenece a la tradición de cazar a la gran ballena blanca. Y que entonces dan ganas de releer a Faulkner (¿Absalón, Absalón estaría bien?)
  • Y luego, E. Annie Proulx, la que escribió el cuento de donde salió la peli de Ang Lee Secreto en la montaña, pero que también tiene la novela The Shipping News, que Lasse Hallström la hizo película, que en español la titularon Atando cabos (¿?) y por ese enredo la novela en español también se llama así (publicada por Tusquets, se puede encontrar en los saldos de los tianguis culturalosos-populistas que Ebrard pone sobre Reforma). Voy a media lectura pero me atraen un par de cosas; ok, antes va un poco de anécdota: el personaje principal, Quoyle, es un mediocre tinterillo de periódicoque sólo merece la atención del lector por estar descrito en este tono casifársico de La conjura de los necios. Periodista sin nociones de redacción, de movimientos torpes, bofo, con más miedos que ideas, que encima se casa con una femme fatale de pacotilla, que le hace unas cornamentas de lo más ostentosas. Después la esposa muere en un accidente y después él emigra, con hijas y tía vieja lesbiana, de Nueva York a Terranova, un pueblo escarpado y más bien feo del norte de Estados Unidos. Y ahora sí, lo que me atrajo: en los capítulos neoyorkinos, la lectura fluye rápida, concisa, graciosa, bastante cruel con el pobre Quoyle. Pero cuando debe mudarse, pareciera que la escritura entra en la misma incertidumbre que el personaje. No diría que se hace peor, pero sí menos fluida y atractiva. El humor cruel deriva en contemplaciones fatigadas al nuevo entorno y uno, que en la lectura va viajando con los personajes, comparte este desaliento de tener que construirse todo (casa, sustento, afectos, los personajes; ritmo, tono, ambientes, el lector) otra vez. Lo interesante es que esto ocurre apenas en el primer cuarto del relato. La novela, entonces, es una novela del esfuerzo. Más cursi podría decirse: "de la reconstrucción de uno mismo, del reencuentro con los verdaderos afectos y el reconocimiento de las cosas simples". Pero lo que me gusta es que Proulx tiene el rigor suficiente para evitar ese lugar común, y constreñirse, justamente, al tema del esfuerzo. Esfuerzo de remozar una casa, esfuerzo de redactar una nota desteñida sobre barcos y accidente automovilísticos, esfuerzo de criar a dos niñas azoradas, esfuerzo de sentirse cómodo en un pueblo de roca y mar inhóspitos. Una técnica que había leído en otras novelas, pero que aquí es evidente y brillante: los personajes hablan algo importante sobre los antepasados, los temores, las historias de vida, pero constantemente son acotados por descripciones de la incomodidad del personaje para seguir relatando (porque mientras charlan remozan la casa, o toman un café tibio, o las hijas juegan y así es imposible concentrarse). El relato se interrumpe constantemente, un lector impaciente podría fastidiarse, pero intuyo que en estas interrupciones está la estrategia de la novelista: el esfuerzo no sólo ocurre al interior de la novela, también está pidiendo esfuerzo-paciencia en el acto de leer. Confieso que hace siglos que vi la peli me durmió; ahora quiero mirarla de nuevo, por el mero morbillo de cotejar estrategias entre novelista y director. Pero este post también es irresponsable de escribirse mientras sigo leyendo. Entonces mejor después.
  • Y siempre me conflictúo al intentar un infomercial como el que haré a continuación de la revista Distintas Latitudes, entonces mejor numero la experiencia personal. Que es: 1) ya había escrito en otro post que con la llegada del internet, en vez de afiliarme más a la cultura gringa, descubrí más "lo latinoamericano" (con todas las suspicacias que le cause el término a la escrupulosa de Natalia Rivera; por acá no reemprenderé el debate semántico, que este post ya se alargó cabrón); 2) después encontré el prólogo de El crepúsculo de la cultura americana (Sexto piso, 2005) de Morris Berman, y me di cuenta que no estaba tan perdido cuando él dice que "lo único que podia sugerir era que México volteara hacia el sur, antes que hacia el norte, para afirmar su herencia cultural: Borges y Garcia Márquez, por ejemplo, no Disney y Burger King."; 3) mucho más entusiasma leer en Distintas Latitudes voces jóvenes, que trascienden el sobado discurso cheguevariano o protoneoliberal y están merodeando más allá, justo en el desasosiego de reconfigurar los escenarios que se dan del río Bravo hacia abajo; 4) Aquí iban unos versos de "A Roosevelt" de Rubén Darío pero me dio flojera buscarlos; 5) Jordy, Natalia, Lilián y demás distintolatitudosos me pidieron un texto, lo escribí, no han descubierto que es un fraude y está rebueno verse publicado ahí; 6) parece que espantaré más seguido por esos lares, confieso que me angustia un poco intentar reflexiones formales cuando yo nomás redacto bravatas de cantina, pero el intento lo haré; 7) léanlo los lectores, propongan escritos los escritores, puede salir algo bueno de ahí. El 8): se han armado buenos amigos, buenas pedas, buenas charlas, es lo importante de un proyecto como Distintas latitudes: que se haga la conversadera y la indagación de los unos y los otros. 9) ¿Cómo se suben banners? Para subir el de la revista. También debo subir el banner de coffe and cigarretes, ¿cuándo actualizara post el jefe John Brando?
  • Además se me rompió la jarra de mi cafetera, llevo quince días sin poder hacerme café. ¿Alguien tiene una cafetera eléctrica que me preste? Ya me aburrió el Andatti del Oxxo.
  • Y pues ya. Ufff.