miércoles, 1 de julio de 2009

Sobre Spielberg y Lucas

(...) Lucas y Spielberg lograron que el público de los setenta, muy intelectualizado tras años de alimentarse de películas europeas y del Nuevo Hollywood, regresara a la sencillez de la Edad de Oro del cine, anterior a los años sesenta, la era que Lucas tan bien había celebrado en American Graffitti. Atravesaron el espejo pero hacia atrás, con películas que eran el polo opuesto de las rodadas por sus colegas del Nuevo Hollywood. Como Kael fue la primera en señalar, infantilizaron al público, reconstruyeron al espectador-niño, y lo abrumaron con sonido y espectáculo, eliminando la ironía, la afectación estética y la reflexión crítica. La guerra de las galaxias volvió a trazar tan radicalmente el paisaje del cine popular, haciendo del futuro un lugar seguro para sí misma, que en 1997 la trilogía se repuso en dos mil salas y recaudó doscientos cincuenta millones de dólares. El reestreno simultáneo de El padrino, una película infinitamente mejor, palidece en comparación con las recaudaciones de la trilogía. Somos hijos de Lucas, no de Coppola.
Para decirlo de una manera sencilla, el éxito de La guerra de las galaxias, junto con el fracaso de New York, New York, significó que las películas que hacía Lucas (y Spielberg) reemplazaran a las que hacía Scorsese, quien afirma: "La guerra de las galaxias era lo que se llevaba. Y Spielberg. Nosotros estábamos acabados." Y Milius: "Cuando estaba en la USC, la gente corría a ver Blow-Up, no iba al cine a sentir las emociones de un parque de atracciones barato. Pero (Lucas y Spielberg) demostraron que ese filón daba dos veces más dinero, y los estudios no pudieron resistirlo. Nadie se imaginaba lo rico que se podía llegar a ser con esa clase de cine. Como en la antigua Roma. Está claro, hay que echarles la culpa a ellos." Y Friedkin: "La guerra de las galaxias barrió con todo. Lo que ocurró con esa película se parece a lo que hizo McDonald's cuando se consolidó: la gente olvidó el sabor de la buena comida. Ahora estamos en un período de involución. Todo ha ido para atrás, vamos hacia un enorme agujero que lo aspira todo."

Moteros tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood.
Peter Biskind.
pp. 446-447

viernes, 26 de junio de 2009

Elegía para el rey de plástico


Pronto llegó el momento de definirse como rockero o popero, y la ortodoxia obligaba a abjurar del negro con el guante blanco. Pero al menos el año anterior pude evadir el dogma; tiempo suficiente para desgastar el sufrido LP que casi aprendí de memoria. En mi terquedad de querer buscarle entramado narrativo al orden de la canciones, se me ocurría que iniciar con "Wanna Be Startin' Somethin''" era estar y huir de la fiesta Motown para buscar algo más, para instalarse en el centro del mundo, abrevando a veces en el sonido Beatle ("The girl is mine"), en la imaginería de cine B ("Thriller"), en la androginia new wave ("Billy Jean"), para terminar en la confesión menos espectacular por lo más íntima -y pese a todo, más negra y más honesta y más hermosa- de la olvidada pero ponedora "Lady in the Life", con ese desvarío final que ahora sólo podría comparar con el desfogue-erótico-imposible del tango "Pasional".
Pero el Michael Jackson del último track de Thriller es desconocido, inútil pensar si hubiera sido un camino musicalmente más digno, porque después le siguieron canciones políticamente correctas, pobres remedos de sus hits, y al principio fue el mesianismo de querer salvar al mundo (We are the world/ We are the children) y después la revelación de un peterpanismo-pedófilo-delincuente que creó gran cantidad de chistes malos. Y se volvió tan traidor a sí mismo, tanto plástico en su nariz y en su pigmento y en sus vestuarios marciales, que no costó gran trabajo desdeñarlo y apostarle a otras músicas quesque más honestas. De año en año volvía a surgir el viejo disco y se le oía con placer culpable; después se volvió ícono y el terrible devenir del ícono es su oficio de cascarón sin sustancia; ahora me pregunto si hacía falta que se muriera para intentar hallar algún sentido debajo de tanto silicón y tanta juguetería apesadumbrada.

II
Participo del lugar común. Hago los chistes adecuados sobre su muerte en el tuiter voraz; sólo quince minutos, insistir es estar pasado de moda (todo en tuiter dura quince minutos y después pasa de moda); actualizo El Universal y el Reforma para cazar más datos inútiles; comparo la crónica de López Dóriga con la de Alatorre y una es más mala que la otra; releo el msj que me mandó mi amigo Edgar anunciando el nacimiento de su segundo hijo: Edgar también oía a Michael Jackson aunque ahora se haga el bravucón Lira'n Roll.
Ok, llevo el cliché al patetismo. Bajo Thriller y sigue la necia reproducción desde hace tres horas, y escucho porfiado a ver si conecto con la adolescencia.
Y sí, claro que conecto. En el programa Estrellas de los Ochenta (Janet Arceo y Cinthya Klitbo de conductoras) se estrenó el video de John Landis, el famoso Thriller, y sí que dio miedo, pero sobre todo sorprendió su longitud, y sorprendía más entrar a otra dimensión de lo que hasta entonces conocíamos como canciones, porque "Thriller" trascendía sus casi seis minutos hasta convertirse en cortometraje de un cuarto de hora que transformaba a Michael de novio cursi en hombre lobo en zombie: ¿ahí debimos haber entendido que su sino sería la constante transformación? Y con él llegaron Madonna y Prince, y el otro andrógino menoscabado que fue Boy George, todos ellos cascarones camaleónicos, y para acabar pronto, voy cayendo en cuenta: los ochenta como un constante carnaval de indumentarias variables, hoy calles mojadas de Blade Runner y mañana cruces herejes de la virgen y después las lencerías de la irrepetible Apollonia de Prince y vestuarios que ahora avergüenzan a l@s chochenter@s, porque avergüenza que todo era vestuario y escenografía y plastilinas de Reagan y "Money for nothing" computarizado, y en el fondo todos éramos el afro-chatito Michael Jackson, vestuario sobre pigmentación sobre cirugía para negar nuestra negritud.
Me seducen los ochenta porque crecí en los ochenta; desconfío de los ochenta por todos los ancianos que me rodean erigiendo su flaco orgullo de los chochenta. En la perspectiva veo a los ochenta como cubos de Rubick, MTV bajando a la luna, videoclips hasta el cansancio (el placer culpable de los viajes es desvelarme en el hotel, viendo en VH1 toda esa tontera de videos), David Lee Roth con hartos colores, Cindy Lauper agredía a la vista por los tantos colores, Durán Durán ha de esconderse cuando se recuerda envuelto entre tantos colores... los ochenta como década de juguete, de juguetes, de trivias con dibujos animados y eslogans de comerciales.
Que nadie culpe el peterpanismo de Michael Jackson si todos sus escuchas lo imitamos, si los chochenteros integramos una década aniñada que sobrevive sustituyendo los muñecos de Star Wars con iphones y blackberrys que de todos modos traen videojuegos. Cada vez me pregunto más si debemos estar orgullosos de todo eso.
Pero ahora me sumo a la generación, al fatalismo, a los honores que debemos rendirle al rey muerto. Despedir, en el fondo, al niño negro descontento consigo mismo. Despedir, en la superficie, al Rey de Plástico que gobernó a su Generación de Plástico. Hay una broma elaborada: si lo incineran, ¿se imaginan la humareda de tanto silicón quemado? ¿El plástico que se retuerce y queda como manchones de grasa? Extiendan la broma hacia lo tenebroso: ese mismo humo seremos, compañeros. Humo asfixiante, negro, abundante. Lamparones de grasa con olor a aceite. Y en el fondo, poca, de verdad muy poca, ceniza verdadera.

Y bueno, como era homenaje, vaya la rola que para mí vale el homenaje:


martes, 23 de junio de 2009

El consumo del voto

Es que ya me ha pasado, cuando estoy en uno de estos sitios vacacionales como de paquete McDonalds (¿Acapulco, suena?) y por todos lados aborda un pobre promotor jovencito angustiado pero con sonrisa optimista que quiere venderte un tiempo compartido, una membresía de club de golf, una promoción de tres tellas por el precio de dos y medias, que los oigo y que pienso, pues claro, pues pobres, me hablan de todas las bellezas de su producto porque en realidad quieren su comisión, me embrujan con el espejismo de despertar mirando la playa y tomar gin tonics hasta que amanece pero en el fondo están buscando su comisión; y neta que me gustaría ayudarles, firmarles el contrato y qué importa si después me esquilman, lo importante es que ellos tengan sus pesos para abundar el caldo de papas que tan miserablemente comen, pero al mismo tiempo -y aquí lo más angustiante-, pienso que yo no tengo nada que ver con su tiempo compartido, con sus tres tellas por el precio de dos ni con su campo de golf, que me venden algo donde yo no me reconozco, que me sentiría de lo más defraudado si les acepto la oferta y después los veo irse, gandallas y rapaces, sin importarles las estupideces truchas que me han vendido, a embaucar a algún estúpido más.
Eso pasa con los votos, con los que venden votos, con los que quieren convencerme para que actúe responsablemente y cruce el logo verde amarillo azul rojo naranja: que me hablan de cosas a las que yo no pertenezco, que aluden a seguridad ingresos oportunidades y pues uno sabe que eso no existe, que con el primer bono se olvida, que uno debe hallarse la vida con las propias garras, y que las propuestas políticas no son sino estorbos demagógicos que les sirve a los que después vivirán de eso, pero no a uno que más bien debe estar pensando en cómo eludir impuestos para no dejarles todo el dinero en sus bolsillos.
También me angustia que en su discurso externo me llamen ciudadano cuando en sus casas de campaña soy target, objetivo, porcentaje, voto-duro-voto-indeciso; que sus comentarios públicos sean esta atemperada recomendación para que uno asuma serenamente sus obligaciones ciudadanas pero que en sus casas de campaña solamente estén pensando en gráficas, porciones de poder, temores por los partiditos que desaparecerán y estrategias por los partidotes que carroñearán escaños, me hace pensar que mi voto sólo es importante para legitimar sus guerras privadas, o que ni siquiera les importa mi voto para legitimar sus guerras privadas: los lugares están asignados, sus intereses están claros, y más que mi voto les importa su discurso incluyente que justificaría que se les llame partidos.
Odio que una decisión personal, tomada de hace al menos tres años, de anular mi voto, se haya convertido en campaña a gran escala, aunque me consuela lo absurdo del cometido. También, acaso, sea el único remedo de actitud ciudadana, tan así que por eso tiene desconcertado a politólogos, promotores, estudiosos, representantes idealistas de la buena democracia. Lo carente de forma angustia y remueve; la carencia de forma de los anulistas o abstencionistas se aparece como una figura extraña para las porciones políticas bien demarcadas de la partidocracia; lo entusiasmante es su halo poético; lo angustioso es que las poesías épicas derivan en fascismo y temo el día en que aparezca un líder ciudadano que agandalle esa ambigüedad antipartidista. ¿Eso sería suficiente para considerar y cruzar el logo del menos pior? Tan mexicano, siempre aspirar aunque sea a lo menos pior.
Votar por los militares panistas, por la niñita perredista, por la experiencia príista o por las franquicias, es como si te invitaran a participar en la rifa de camionetas del Tec para que sus adorados niños hagan su viaje de graduación: es mirar de lejos una fiesta en la que no participas (¿y encima uno debe elegir quién de todos usará mejores trajes o beberá whiskys más caros?).
Prefiero votar por quién es más sexy, si Megan Fox o Jessica Biel. Ahí sí lo pienso largamente. Tampoco me toca tentarles sus partes íntimas, pero al menos las veo en las imágenes del google... imágenes más estimulante que un fulano de corbata intentando venderme su paquete político all inclusive que de seguro es trucho.

martes, 16 de junio de 2009

Up, entre la aventura y la experiencia (contiene spoilers, córranle al cine antes de leer)



1: Donde el escribidor de necedades hace una introducción moninga para que el lector crea que esta composición vale la pena, aunque después descubra que nomás no,

Up (Docter y Petersen, 09) abre con un teaser conmovedor: los adolescentes Carl y Ellie que se conocen y se enamoran por la admiración compartida a Charles Muntz, un intrépido explorador semejante a Indiana Jones. Ellie ha planeado su vida en función de esas aventuras, que las apunta en un álbum: tener su casa al lado de las Cascadas Paraíso, experimentar el exotismo suramericano (¿?) y vivir rodeada de maravillas. La otra mitad del álbum está en blanco, con un enigmático título: Las cosas que me falta hacer. Carl se suma a la fantasía de Ellie, juntos confeccionan su vida alrededor de la casa y la cascada, y en imaginarlo se les van los años, no pueden tener hijos, envejecen modestamente, ahorran sin éxito para cumplir su sueño, Ellie muere, Carl se queda solo, con los proyectos sin cumplir.
Ahí empieza propiamente la película, con un anciano inofensivo y fastidiado, con un niño explorador inofensivo y fastidioso, con una casa que, para no ser demolida, se eleva con miles de globos y surca países hacia el Sur.
Up contiene casas que vuelan con globos, pájaros dodós con colores gays, perros que hablan, una cascada imposible de lo prodigiosa y las amarillentas fotos de Ellie. Ingredientes de obligado cuento infantil, pero Up traspasa el delirio anecdótico y (perdonando lo pomposo) habla de La Vida: la que se nos devela como experiencia o como aventura, la que dejamos ir, o la que agandallamos en plena curva, sin pedirle permiso. Claro, con enemigos y zepellines volando y corretizas emocionantes. Pero también:

2: Donde el escribidor de necedades aburre a sus ya aburridos lectores con alguna teoría teta del único libro de teoría literaria que ha leído en su vida
Quien quiera cometer la irresponsabilidad de escribir una novela, antes debería leer el libro La novela según Cervantes, de Stephen Gilman. Obvio que de centro habla de Don Quijote, la principal obra del español, pero que de ahí deriva en reflexiones sobre el género (aunque ese es chisme pa' después). Lo que ahora importa es su distingo entre aventura y experiencia.
Según Gelman (y él se apoya en el ensayo "La aventura" de Georg Simmel), lo que distingue a la aventura no es la sensación de peligro, sino su hermetismo. La aventura tiene un principio y un final, separados del discurrir consciente de la vida.
"Carece ésta de ese ensamblaje con los fragmentos contiguos de la vida que hacen de ella un todo. Es como una isla en la vida, cuyo comienzo y final viene determinados por sus propias fuerzas configuradoras".
Según Gelman, lo que distinguiría a esta aventura de la experiencia, es que la segunda es una acumulación de anécdotas que, hilándose, van dando la conciencia de nuestro existir:
"cada 'acontecimiento' o aventura por separado se vuelve, progresivamente, más consciente de sí misma. Como permanecen juntos [Don Quijote y Sancho], los dos hombres se sienten 'existir' en lo que acontece, y comunican de lleno ese sentimiento al lector. (...) la rápida y esquemática secuencia de antiaventuras a menudo nos sorprende, revelándonos de súbito un continuo subyacente de experiencia novelesca desacelerada y que se saborea dolorosamente en el acto de compartir"
O hablando en cristiano y (regresando al cine): las historias de James Bond (salvo la "reestructuración" de las últimas dos) o de Indiana Jones, son "aventuras" en tanto los personajes inician y terminan la historia sin que haya una conciencia sólida de lo que han vivido, acaso la satisfacción de haber logrado sus objetivos. Mientras que en una saga, aun maletona, como Star Wars, la secuencia de anécdotas infelices de Anakin Skywalker bien pueden conjuntar una "experiencia": el camino del personaje, desde su niñez hacia su muerte, hacia la experiencia del heroísmo, el mal y la redención.
Otra división semejante, y más contemporánea, la da el filósofo Galen Strawson en su trabajo "Against Narrative", que comentan brillantemente Alberto Fuguet y Franco Cavagnaro; sería imprudente sumarse a sus exposiciones. Pero en una explicación para dummies indicaría que la división de Strawson va entre las personas "episódicas" y las personas "narrativas". Las primeras sólo viven su presente; desdeñan interpretarse a partir de lo que han vivido, porque sólo el hoy es importante para reflejar conductas, identidades, formas de asumir la vida. Los narrativos, en cambio, aceptan y piden que su vida sea entendida a través de la suma de experiencias del pasado; sólo se encuentran tranquilos y sólidos a partir de esta interpretación del tiempo, que se refleja en las contradicciones, asunciones o renuncias que se hacen en el tiempo presente. Después se habla de episódicos que en realidad son narrativos y viceversa, que todos tenemos tiempos de vida episódicos o narrativos; después sigue una rebatinga que enaltece a unos sobre otros y al revés, y las discusiones pueden ramificarse tanto como se quiera.
Un silvestre comentario a una película de Pixar sólo quiere plantear la división: aventuraepisódicos vs. experiencia-narrativos. El viejo Carl se debate entre ambos polos mientras lleva su casa con globos a la Cascada Paraíso.

3: Donde el escribidor de necedades pretende cerrar su composición con cierto lirismo que roza peligrosamente con la cursilería, porque solamente así puede explicar por qué se le erizó el pellejo cuando...
Carl y Ellie se enamoran porque comparten el episodio, la aventura. Poco les importa que Carl sea demasiado tímido o Ellie hiperactiva. Las historias del intrépido Muntz les sorbe el seso y pueden contemplarse juntos durante décadas, si en el fondo de ellos permanece la cabaña al lado de la cascada. Tras la muerte de Ellie, tras el fracaso de la aventura deseada, es el viejo Carl, miope, solitario, disminuido en sus capacidades, quien se atreve a hacer lo que en su matrimonio no logró. Entonces viene la épica de la casa con globos, el odioso explorador patiño, que por acumulación de estupideces termina pareciendo tolerable; una selva Amazonas tan improbable como la imaginería gringa, pero eficiente en las necesidades argumentales de la aventura; perros que hablan, enormes pájaros de colores: una historia que se separa de la sosegada vida conyugal de Carl y se precipita al surrealismo realmaravilloso, donde lo latinoamericano sigue pareciendo territorio de aborígenes y misterio.
Por supuesto, en todo lo que ocurre mientras Carl cumple su objetivo (persecusiones, villanos, precipicios, rescates) se fraguan las maravillas y las sorpresas para los comedores de palomitas. Pero he aquí que en el momento cumbre de la peripecia, cuando todo está en contra de los héroes y parecería inminente su fracaso, que Carl vuelve a encontrarse con el álbum de Ellie. Entonces la aventura y la experiencia de Gelman, el episodio y la narrativa de Strawson, se funden y dan sentido a la historia: en el apartado de las "cosas que me faltan por hacer" de Ellie, Carl encuentra fotos amarillentas, mal encuadradas, de la vida matrimonial, de los dos en el auto, en el jardín, de los festejos de los cumpleaños. La aventura de Ellie fue la larga experiencia conyugal. Pero entonces, Carl también sabe que para honrar a la esposa muerte debe deshacerse del fardo del pasado, arrojar muebles y floreros y alcancías, incluso el mismo álbum, para poder continuar. La aventurera Ellie elige la experiencia. El narrativo Carl se inclina por lo episódico, por la experiencia del hoy.
Lo que sigue de la peli es aventura, riesgo, gringadas contra el abismo y un final obvio que no contaré. Me quedo con las dicotomías antes expuestas, que podrían trascenderse en un propósito superior: enriquecernos con las aventuras del hoy, pero sin perder de vista que su suma hacen la experiencia; tener momentos para ser islas pero también momentos para tender puentes entre episodio y episodio. Acaso, tener la sabiduría para saber cuándo optar por el episodio o por su perspectiva: saber abofetearse con la vida, también saber interpretar la vida, tiempos para acumular álbumes y tiempos para saber arrojarlos al vacío.
Entre todo eso debe crearse la identidad, que como dice Cavagnaro, "es un tema tan antiguo como el amor y la muerte"

La PD anticlimática: ¿Por qué no fueron capaces de ponerle a la peli un título en español? Ya sé, para no correr el riesgo que la titularan: "Las increíbles aventuras de un viejito loco"

La PD que propone: ¿Sería buen momento de irse armando un top ten de los Grandes Momentos del cine de animación por computadora? Entre ellos debe estar: El viejo Carl, jalando con una cuerda su casa que flota con globos. ¿Qué otros se deben agregar?



martes, 9 de junio de 2009

Yo digo que Wolverine es una comedia musical


Pero antes también digo que es fallida, como casi toda adaptación de comic, por las mismas razones de las otras: la complacencia con los fans from hell, que procura un embarrado "ingenioso" (por llamarlo de alguna forma) de las distintas historias que conforman la mitología Wolverine, y que si bien al inicio parecen convivir armónicas, al final se evidencian las capas de incongruencia, la inconsistencia para cerrar tramas, el apresuramiento para que putazo por acá, desgarre de adamantio por allá, se termine con los malos malotes más con oficio que con pasión. Y sin embargo también digo: si algo salva a Wolverine es la enorme dignidad que le da Hugh Jackman al personaje, y que no viene de la lectura fanática del comic, sino -sorpresa- de la formación de Jackman como actor de comedia musical, que le hace construir a sus personajes desde escenas individuales, en la que cada una es una canción, un despliegue coreográfico y un motivo diferenciado; Jackman no hace a Wolverine como Christian Bale hace a Batman (¿con hieratismo?) o Tobey McGuire a Spiderman (con patetismo); Hugh Jackman acaso compartirá la ironía de Robert Downey Jr. con Ironman, pero además agrega las tablas del despliegue escénico; de ahí que las escenas sean poderosas y provocadoras, aun pese al pobre remiendo de guión: es gran overture bélica cuando participa en las guerras del siglo XX junto al hermano Victor Creed (Liev Schreiber); es canción romántica (¿I don't know how to love him?) cuando Logan charla con Kayla Silverfox (Lynn Collins) y ella lo bautiza con su nombre de héroe; es remedo de West Side Story (I like to be in America) su pelea con Gambit (aunque ahí es una pena, desperdiciar tanto a tan delicioso personaje) y es atribulación de Jean Valjean de Los miserables cuando se ve traicionado por Kayla y se descubre marioneta de una intriga mucho mayor. Wolverine es una película de actor y solamente se salva por eso, por el cuidado con el que Jackman transformó, un superhéroe atormentado, en un personaje de dimensiones humanas y épicas, precisamente por su esmero musical. Eso no evita el final apelmazado, las resoluciones casi gratuitas, la sensación de desperdicio que queda al acabar la peli. Pero el buen sabor de boca lo deja Jackman, actor más importante que los papeles que ha interpretado, y que ya se le antoja verlo haciendo lo suyo (el baile, la canción engolada) en alguna adaptación cinematográfica de comedia musical (que dicen ya va armando algo con -mis suspiros visten Prada- Anne Hathaway).
No tomarse tan en serio algo tan (últimamente) amargo como los comics oscuros de los personajes oscuros puede dar resultados. En Wolverine lo da la interpretación de Hugh Jackman.

domingo, 24 de mayo de 2009

La sonrisa beatífica de Sammy

El chisme se olvidará en dos semanas: en el programa de concursos de humor "Hazme reír" que pasan los domingos en las tardes en el canal 2, las actrices buenotas Galilea Montijo y Roxana Castellanos le hacen una broma al cándido y torpe de Sammy, un personaje que surgió de los programas de Eugenio Derbez y que su "encanto" radica en su torpeza para hablar, su incapacidad para relacionar dos ideas y lo simples y trastabilleantes de sus comentarios. El chiste repetido de Derbez era enviar a Sammy a hacer entrevistas que estaban más allá de su habilidad intelectual, y que lo hacían decir una cantidad de dislates impresionantes, que provocaban la risa.
En consonancia con esa torpeza ya reconocible de Sammy, ahora la broma consistió en encerrarlo con las dos actrices, quienes fingiendo hacerle un casting para conducir un programa, en realidad lo provocaban con ropas menudas y roces envidiables (maldito Sammy). Después llegaba un fingido elemento de seguridad de Televisa que reprendía a Sammy, él se ponía nervioso, después del nerviosismo de ver tanta carne y tan buena y tan cercana, y después se le revelaba la broma, risas y aplausos y se regresaba al estudio.
La polémica inició cuando Rafael Inclán, jurado del concurso, dijo que era una falta de respeto tratar así a una persona con discapacidades mentales. Galilea respondió que la falta de respeto era de Inclán, por considerar como discapacitado a alguien como Sammy, a quien ella considera una persona "cándida" pero "normal". La discusión siguió un par de minutos mientras Sammy, entre el público, con su playera del Chapulín Colorado, sonreía beatíficamente.
La broma se habría quedado en chismorreo para programas de Televisa, de no ser porque el viernes pasado, un grupo de buenas conciencias mandó una carta a Televisa donde manifestaban su protesta por la broma:

porque en dicha “broma” se falta el respeto y a la dignidad de una persona con signos visibles de discapacidad intelectual moderada, y porque hay una utilización deliberada y un abuso de su discapacidad para provocar lo que el programa pretende que sea un asunto cómico, una “broma”, cuando en realidad no es sino una burla ofensiva y humillante.

La carta la firman instituciones de derechos humanos, asociaciones que trabajan con individuos con discapacidades y las buenas conciencias de siempre. Por alguna razón que todavía no acabo de encontrar, en las notas del periódico se señala a Katia D'Artigues como alguna de las líderes de los abajofirmantes. No sé porque me queda la sensación que tanto denigra a Sammy la broma de Galilea y Roxana, como la carta defensora de Katia e intelectuales que la acompañan. Es entrar en una polémica ociosa pero incómoda de medir en Sammy qué tanto es o no un discapacitado mental, evidenciar su "(a)normalidad" y ponerlo en el centro de una discusión de intereses televisivos o político-sociales que lo rebasan, pero que irremediablemente lo sitúan como la rata de laboratorio a diseccionar. Quisiera creer que él se mantiene con la sonrisa beatífica del programa, que ha cobrado un cheque por su participación en este chismito y que ya lo ha convertido en tortas, vodkas o boletos para el cine.
Lo que sí me provoca, es pensar qué tanto es esto muestra de un sentido del humor a la mexicana, que me parece mucho más horrendo que la anécdota del programa. Un humor que se basa en el escarnio, el racismo y el clacismo, el horror mexicano de reflejarnos como esos mestizos prietos y gordinflones que a muchos nos ha tocado ser. Consecuencia obligada de este fenotipo, estos personajes populares de clases bajas deben ser brutos, esquemáticos, incapaces de reconocer las Buenas Formas de la clase media que sí ha prosperado y sí ha aprendido a ser nice.
El humor de la televisión mexicana es un ejercicio de distanciamiento, evidenciar la brecha entre nosotros, los lindos participantes de los medios de comunicación, contra ustedes, los prietos telespectadores comedores de sabritas. Y algo de urgencia debe haber en marcar esa distancia, cuando todos los programas de revista matutinos o de chismes del corazón (que ya vienen siendo lo mismo) tienen al menos un "personaje popular", de hablar cantadito e ideas retrógradas, buenos salvajes ocurrentes que hacen de su estupidez el motivo del chiste. Teiboleras vulgares, viene-vienes cancherones, trasvestis de peluquerías, choferes de microbuses, lancheros de hablar aspirao, teporochas, imitaciones (una peor que otra) de Cantinflas, ñoras con mandiles y bolsas del mandado, secretarias de medias con encajes que sólo saben estar en el chisme. El sketch recurrente contrapuntea a este personaje pintoresco contra las "normalidades" agraciadas, bien vestidas y bien habladas de los conductores centrales. Ante la asepsia de estos galanes y estas nenas buenonas, los haigas y los sonsonetes chilangos deslumbran por su vulgaridad.
La idea no es nueva, ya le tocó hacerlo a Cantinflas, Tin-Tán, Clavillazo, Resortes, Capulina y varios más de los cómicos nacionales que se me olvidan. Si nos ponemos poéticos y trascendentes, hasta el Charlot de Chaplin arranca de ahí (pero ojo: sólo arranca de ahí) para después deslumbrar con su poética melancólica del clochard a la gringa. La decepción de Cantinflas ocurrió porque en sus primeras películas se ayuda del pelado para evidenciar la farsa de todas las clases sociales, pero cuando le llegó la fama se dedicó a ser bombero, maistro, diputado y barrendero al servicio dócil de aquellos a quienes antes timaba. Capaz y por eso ahora se aprecia tanto a Tin-Tán, porque él, metido en su ácido particular, nunca toma más posición que la de su acelerado protagonismo.
Quizá lo que distinguió a los mejores momentos de estos personajes, es que eran capaces de tener más complejidad que las caricaturas de ahora: podían ser vulgares, torpes, cándidos, pero también sabían darle la vuelta a su condición, sugerir el ingenio como forma de revertir adversidades, tener una postura crítica que sabía evidenciar a aquellos que intentaban degradarlos. Los personajes cómicos actuales sólo se quedan con la primera parte, con aceptar risueños y regocijados el escarnio. Bajo el lema conformista del "así soy y qué", se regodean en su estupidez de clase y su presencia sólo sirve para mostrar lo refinados e inalcanzables que son los otros, las galileas, los pepillos origel, personajes mundanos que más lucen mientras más contrastan con las clases bajas, a las que toleran humorísticamente.
Por ahí estuvo la incomodidad que me causó Rudo y cursi, y que en tiempos de la peli no pude explicar bien: en la configuración de dos personajes populares que sólo serían humorísticos por sus visiones limitadas y su estupidez. Si me costaba "defender" este juicio, era porque también pesaba fuerte el contrargumento que califica a la película de divertimento ligero, y que azotarse con réplicas clasistas era condenarse por denso y resentido (y más con lo pegadora que fue la cantaleta esa del "quero que me queras" del vulgar a güevo de Gael).
Lo más triste es que las mismas personas denigradas por estos personajes, son quienes más se ríen y se identifican. En un ensayo que Monsiváis hizo sobre el personaje del Pirrurris de Luis de Alba (está en el libro Escenas de pudor y liviandad), el cronista se sorprendía de que un personaje tan violento en su racismo, fuera el más querido por el populacho que lo veía en un auditorio de Neza. Y que mientras el Pirrurris más ridiculizaba los usos y costumbres de la clase baja, el público más deliraba, reconociendo al compadre, al hermano, a la cuñada.
¿De qué se reirán los pueblos? ¿De aquello que temen, de lo que les horroriza, de lo que no les gusta ver de sí mismos? Hay un nerviosismo angustioso en estas sonrisas que podemos tener ante las gracias del Vítor o La Chupitos. Pero si nos estamos riendo de esto, debe ser que tenemos una risa muy agria, mezcla de resentimiento y discriminación, diseminada entre lo político, lo social, lo económico y lo histórico. Por eso, es más un ejercicio amargo que de diversión, el ver un programa de televisión cómico mexicano. También por eso deben ser válvulas de escape ideales las declaraciones antimexicanas de extranjeros (las mujeres bigotonas de Tiziano Ferro, el anuncio del mexicano panzón de Burger King); más fácil reprocharles todo a ellos, que al cómico vernáculo televisivo, de alcances limitados, aun cuando sea más cruel en su exposición.
Lo que más me temo es que al final todos debemos estar viendo esto como lo vio el mismo Sammy: con la playera del Chapulín Colorado, con la sonrisa extensa y apacible, sin que se nos mueva la dignidad o el orgullo porque, simplemente, nomás se trata de hacer reír.

martes, 19 de mayo de 2009

Pánico o peligro, de María Luisa Puga

Uno que es atrabancado, apenas iba en las primeras cinco páginas de la relectura de Pánico o peligro, cuando emocionado y grandilocuente, empecé a escribir un post que iba así:

Cuando uno lee novelas encuentra paradojas como ésta: novelas entretenidas, llenas de chistes y con personajes de lo más pintorescos, de constantes estímulos, cuyo recuerdo apenas dura lo que dura su lectura; en contra, novelas densas, tediosas, de movimientos pausados y que apenas pueden contarse por lo anodino de su trama, pero que en la suma de su lentitud adquieren un peso y un recuerdo más valioso que lo divertido-light. Sin embargo, la conciencia de su opacidad o su falta de aventuras -más fácil: lo aburridas que son- impiden recomendarlas abiertamente, y entonces, privilegio extraño, se convierten en joyitas íntimas, lecturas en voz baja que realmente dialogan con uno en solitario. Lectura de individuos y no de grupos, que hasta podrían avergonzar si uno no estuviera orgulloso de ciertas noches de sofás, lámparas y cafes.
Esto me ocurre con Pánico o peligro, novela de María Luisa Puga, narradora de los ochenta que adquirió cierta fama por su primera novela, Las posibilidades del odio, que tenía la gracia de ser la primera novela sobre África escrita por una mexicana. Hasta Carlos Fuentes el dio el espaldarazo de ser su Gran Heredera, como suele hacerlo cada cinco o diez años (o cuando no tiene una declaración política qué hacer). Pero después la Puga hizo una fábula izquierdosa de güeva, Cuando el aire es azul, que la bajó del pedestal, y ya cuando abandonó el reflector y se dedicó a la escritura sorda y concentrada, logró esta, la que podría ser su mejor novela.
Pánico o peligro es la historia de Susana, una secretaría de la Ciudad de México, desde su infancia hasta sus casi-treinta-años, en las décadas de los sesenta y setenta. Ella escribe sus memorias, al principio con mucha simpleza, pero hacia la quinta página se va develando el motivo de su escritura: es un regalo para su novio-pareja-compañero (chale, esos terminajos trovocubanos que se usaban en los setenta), quien le ha propuesto que haga su autobiografía como una suerte de terapia. La historia empieza con la niñez, la descripción de una familia silenciosa y solemne, y el nacimiento de su amistad con tres chicas: Lourdes, la inquieta que se convertirá en escritora; Lola, más bien ñoña y que aspira a ama de casa y madre abnegada; y Socorro, la guapa del grupo que al paso de los años se convertirá en actriz. A Susana le toca ser la "pasmada", la más anodina de las cuatro, que solamente parece dejarse llevar por los acontecimientos. Las cuatro amigas se identifican y se dispersan, según sus historias de vida, al tiempo que Susana va reconociéndose en la soledad de un trabajo sin muchas emociones, un departamento solitario y la presencia de tres o cuatro novios esmerados pero grises.

En eso iba mientras seguía leyendo. Preferí regresar al post cuando terminara la novela, aunque estaba convencido de mucho de lo que dije arriba. Había que agregar la referencia mamona: que en un ensayo de Brianda Domecq sobre narradoras mexicanas, se alaba a esta novela por sus dos planos: el de la anécdota en sí (la avenida Insurgentes, la colonia Roma, los encuentros y desencuentros, San Ángel, los colectivos, el enamoramiento y el desamor, la ciudad que apenas revienta pero que todavía sabe ser amable), y el otro plano, el de la "conciencia de la escritura". No tengo el ensayo a la mano, pero recuerdo su argumentación: conforme Susana iba contando su vida, la trama se le hacía más compleja y le iba pidiendo más habilidades de escritura para descifrar su historia. Por eso, si el inicio es simple y hasta aniñado, hacia el segundo capítulo va afinando sus recursos de metáforas, simbolismos, interpretaciones, reformulaciones de su interioridad, que escarban más en la aparente sencillez de la anécdota. Aprender a escribir sería retarse a escribir: que en el deseo de contarse, uno se vaya obligando a que sus recursos narrativos se hagan más finos y complejos. No es que esta escritora incipiente acuda a un tallercito y ahí le enseñen a jugar al punto de vista o a evitar cacofonías; el impulso de su escritura le va pidiendo naturalmente crecer en sus reflexiones y mirar con más agudeza la vida que traslada a la escritura.
Supongo que el otro encanto de la novela tenía que ver con la experiencia personal: la leí por primera vez a los dieciocho años, con ese furor de beber novelas y abstraerse del mundo real; de esta lectura recuerdo una tarde en un parque de los rumbos de Morazán, arranado bajo un árbol durante varias horas. Participar del mundo anodino, pero cargado de sentido, de Susana, me concentraba en una hipnosis nostálgica. No le hacían falta reveses emocionantes a la trama, bastaba el murmullo sosegado de las reflexiones, las miradas espantadas hacia las transformaciones del mundo, esa sensación del paso del tiempo (uno está en la página 200 y regresa a la 15 y se sorprende de sentir el transcurso de horas, días, años, que han madurado en los personajes), que creo es la más grande virtud de una novela.
Me arrellané a disfrutar la lectura. Me pregunté por qué las reticencias para celebrarla como una Gran Novela. Seguí entusiasmado el primer tramo: la muerte del padre de Susana, el viaje con su madre a Nayarit, su primer novio, ansioso y atribulado, lo insoportable de su amiga Lourdes porque estaba en su formación de intelectualita aguzada. Pero entonces aparecen nuevos personajes, y entonces encuentro con gran decepción dónde se va al garete la novela.
María Luisa Puga, escritora de los setenta y ochenta, carga con el lenguaje y la ideología de esa izquierda recién salida de la clandestinidad, que crea referentes culturales pizcando a Barthes, los neofeminismos, Mario Benedetti, las izquierdas aún cheguevarianas y esa quisquillosa tendencia semiótica de desbrozar el menor significado hasta las últimas consecuencias. Y entonces invitan a Susana a una reunión de centroamericanos en rebeldía marxista-leninista, y la cuidadosa y bien templada reflexión de sí misma se transforma en horrendo panfleto.
Susana empieza a ser farragosa, a dar opiniones de la televisión como la caja idiota, de lo claras que son las palabras revolucionarias frente a lo nebulosas de las palabras de la oficina; pontifica sobre ricos y pobres, sobre clases medias inconscientes y con conciencia, sobre lo triste de una vida que no se cuestiona, sobre, sobre, bla bla bla. Y la novela se cae irremediablemente y uno se pregunta dónde estaba el buen recuerdo que había dejado. Sé donde: en toda la primera parte, y en un saltar de páginas y medio leer pésimos párrafos para recuperar las partes narrativas, donde la relación de las amigas, los novios, el trabajo, vuelven a hacer crecer el relato.
Ahora que la medio acabé, con el vergonzoso mecanismo de saltar párrafos expuesto antes, me quedo con dos angustias:

Angustia 1: ¿Por qué no se me quedó en el recuerdo esas partes panfletarias de tan triste ejecución? ¿Sería que entonces no me molestaron porque eran tiempos de sentirse izquierdoso de molde, leyendo las Histerietas de La Jornada y escuchando con falsa devoción los discos de Guillermo Briseño? Entonces, ¿uno madura como lector, o se hace más mamón?

Angustia 2: ¿Por qué estuvo María Luisa Puga al borde de escribir una gran novela y la mandó a la mierda? ¿La narradora de su época le ganó a la narradora que pudo haber trascendido? ¿Habrá sido consciente del enorme error de haber pertenecido demasiado a su tiempo, de no tener una perspectiva que le ayudara a rebasarlo? ¿Cómo se le hace para trascender el aquí y ahora, e intentar el buen añejamiento narrativo?

Dan ganas de buscar a la Puga (pero ya está muerta), convencerla de editar unas ochenta páginas de mamadas, y conseguir ese texto conmovedor que se le dispersa entre tanta mafufada ideológica. Al final, me quedo con una sensación ambigua: no puedo recomendar Pánico o peligro, pero tampoco puedo negar lo valioso de, digamos, la mitad de su total. Sólo que qué flojera estar buscando el oro de la paja (aunque quizá sería un buen ejercicio de lector macho, diría el machín lúdico de Cortázar). Mejor váyanse a leer a Murakami: también se le considerará maletón en el futuro, pero aún no le ha llegado el juicio del paso del tiempo.