
Cuando uno lee novelas encuentra paradojas como ésta: novelas entretenidas, llenas de chistes y con personajes de lo más pintorescos, de constantes estímulos, cuyo recuerdo apenas dura lo que dura su lectura; en contra, novelas densas, tediosas, de movimientos pausados y que apenas pueden contarse por lo anodino de su trama, pero que en la suma de su lentitud adquieren un peso y un recuerdo más valioso que lo divertido-light. Sin embargo, la conciencia de su opacidad o su falta de aventuras -más fácil: lo aburridas que son- impiden recomendarlas abiertamente, y entonces, privilegio extraño, se convierten en joyitas íntimas, lecturas en voz baja que realmente dialogan con uno en solitario. Lectura de individuos y no de grupos, que hasta podrían avergonzar si uno no estuviera orgulloso de ciertas noches de sofás, lámparas y cafes.
Esto me ocurre con Pánico o peligro, novela de María Luisa Puga, narradora de los ochenta que adquirió cierta fama por su primera novela, Las posibilidades del odio, que tenía la gracia de ser la primera novela sobre África escrita por una mexicana. Hasta Carlos Fuentes el dio el espaldarazo de ser su Gran Heredera, como suele hacerlo cada cinco o diez años (o cuando no tiene una declaración política qué hacer). Pero después la Puga hizo una fábula izquierdosa de güeva, Cuando el aire es azul, que la bajó del pedestal, y ya cuando abandonó el reflector y se dedicó a la escritura sorda y concentrada, logró esta, la que podría ser su mejor novela.
Pánico o peligro es la historia de Susana, una secretaría de la Ciudad de México, desde su infancia hasta sus casi-treinta-años, en las décadas de los sesenta y setenta. Ella escribe sus memorias, al principio con mucha simpleza, pero hacia la quinta página se va develando el motivo de su escritura: es un regalo para su novio-pareja-compañero (chale, esos terminajos trovocubanos que se usaban en los setenta), quien le ha propuesto que haga su autobiografía como una suerte de terapia. La historia empieza con la niñez, la descripción de una familia silenciosa y solemne, y el nacimiento de su amistad con tres chicas: Lourdes, la inquieta que se convertirá en escritora; Lola, más bien ñoña y que aspira a ama de casa y madre abnegada; y Socorro, la guapa del grupo que al paso de los años se convertirá en actriz. A Susana le toca ser la "pasmada", la más anodina de las cuatro, que solamente parece dejarse llevar por los acontecimientos. Las cuatro amigas se identifican y se dispersan, según sus historias de vida, al tiempo que Susana va reconociéndose en la soledad de un trabajo sin muchas emociones, un departamento solitario y la presencia de tres o cuatro novios esmerados pero grises.
En eso iba mientras seguía leyendo. Preferí regresar al post cuando terminara la novela, aunque estaba convencido de mucho de lo que dije arriba. Había que agregar la referencia mamona: que en un ensayo de Brianda Domecq sobre narradoras mexicanas, se alaba a esta novela por sus dos planos: el de la anécdota en sí (la avenida Insurgentes, la colonia Roma, los encuentros y desencuentros, San Ángel, los colectivos, el enamoramiento y el desamor, la ciudad que apenas revienta pero que todavía sabe ser amable), y el otro plano, el de la "conciencia de la escritura". No tengo el ensayo a la mano, pero recuerdo su argumentación: conforme Susana iba contando su vida, la trama se le hacía más compleja y le iba pidiendo más habilidades de escritura para descifrar su historia. Por eso, si el inicio es simple y hasta aniñado, hacia el segundo capítulo va afinando sus recursos de metáforas, simbolismos, interpretaciones, reformulaciones de su interioridad, que escarban más en la aparente sencillez de la anécdota. Aprender a escribir sería retarse a escribir: que en el deseo de contarse, uno se vaya obligando a que sus recursos narrativos se hagan más finos y complejos. No es que esta escritora incipiente acuda a un tallercito y ahí le enseñen a jugar al punto de vista o a evitar cacofonías; el impulso de su escritura le va pidiendo naturalmente crecer en sus reflexiones y mirar con más agudeza la vida que traslada a la escritura.
Supongo que el otro encanto de la novela tenía que ver con la experiencia personal: la leí por primera vez a los dieciocho años, con ese furor de beber novelas y abstraerse del mundo real; de esta lectura recuerdo una tarde en un parque de los rumbos de Morazán, arranado bajo un árbol durante varias horas. Participar del mundo anodino, pero cargado de sentido, de Susana, me concentraba en una hipnosis nostálgica. No le hacían falta reveses emocionantes a la trama, bastaba el murmullo sosegado de las reflexiones, las miradas espantadas hacia las transformaciones del mundo, esa sensación del paso del tiempo (uno está en la página 200 y regresa a la 15 y se sorprende de sentir el transcurso de horas, días, años, que han madurado en los personajes), que creo es la más grande virtud de una novela.
Me arrellané a disfrutar la lectura. Me pregunté por qué las reticencias para celebrarla como una Gran Novela. Seguí entusiasmado el primer tramo: la muerte del padre de Susana, el viaje con su madre a Nayarit, su primer novio, ansioso y atribulado, lo insoportable de su amiga Lourdes porque estaba en su formación de intelectualita aguzada. Pero entonces aparecen nuevos personajes, y entonces encuentro con gran decepción dónde se va al garete la novela.
María Luisa Puga, escritora de los setenta y ochenta, carga con el lenguaje y la ideología de esa izquierda recién salida de la clandestinidad, que crea referentes culturales pizcando a Barthes, los neofeminismos, Mario Benedetti, las izquierdas aún cheguevarianas y esa quisquillosa tendencia semiótica de desbrozar el menor significado hasta las últimas consecuencias. Y entonces invitan a Susana a una reunión de centroamericanos en rebeldía marxista-leninista, y la cuidadosa y bien templada reflexión de sí misma se transforma en horrendo panfleto.
Susana empieza a ser farragosa, a dar opiniones de la televisión como la caja idiota, de lo claras que son las palabras revolucionarias frente a lo nebulosas de las palabras de la oficina; pontifica sobre ricos y pobres, sobre clases medias inconscientes y con conciencia, sobre lo triste de una vida que no se cuestiona, sobre, sobre, bla bla bla. Y la novela se cae irremediablemente y uno se pregunta dónde estaba el buen recuerdo que había dejado. Sé donde: en toda la primera parte, y en un saltar de páginas y medio leer pésimos párrafos para recuperar las partes narrativas, donde la relación de las amigas, los novios, el trabajo, vuelven a hacer crecer el relato.
Ahora que la medio acabé, con el vergonzoso mecanismo de saltar párrafos expuesto antes, me quedo con dos angustias:
Angustia 1: ¿Por qué no se me quedó en el recuerdo esas partes panfletarias de tan triste ejecución? ¿Sería que entonces no me molestaron porque eran tiempos de sentirse izquierdoso de molde, leyendo las Histerietas de La Jornada y escuchando con falsa devoción los discos de Guillermo Briseño? Entonces, ¿uno madura como lector, o se hace más mamón?
Angustia 2: ¿Por qué estuvo María Luisa Puga al borde de escribir una gran novela y la mandó a la mierda? ¿La narradora de su época le ganó a la narradora que pudo haber trascendido? ¿Habrá sido consciente del enorme error de haber pertenecido demasiado a su tiempo, de no tener una perspectiva que le ayudara a rebasarlo? ¿Cómo se le hace para trascender el aquí y ahora, e intentar el buen añejamiento narrativo?
Dan ganas de buscar a la Puga (pero ya está muerta), convencerla de editar unas ochenta páginas de mamadas, y conseguir ese texto conmovedor que se le dispersa entre tanta mafufada ideológica. Al final, me quedo con una sensación ambigua: no puedo recomendar Pánico o peligro, pero tampoco puedo negar lo valioso de, digamos, la mitad de su total. Sólo que qué flojera estar buscando el oro de la paja (aunque quizá sería un buen ejercicio de lector macho, diría el machín lúdico de Cortázar). Mejor váyanse a leer a Murakami: también se le considerará maletón en el futuro, pero aún no le ha llegado el juicio del paso del tiempo.