
Si se vale agitar el gallinero, podría sugerirse que Cameron se sitúa en la incómoda bisagra entre el maquilador hiperdotado y el autor menor, y que ambas definiciones deben tomarse con reserva. Sobre el maquilador ni vale la pena hablar, en un goglazo se encuentras listas, estadísticas, porcentajes, que evidencian la enorme rentabilidad del director canadiense, así como su vanguardia en cuanto al uso de los recursos técnicos más acá para la puesta en escena de sus pelis. Desde el primer Terminator hasta los mafufos musguitos de Avatar (pasando, por mentar lo más memorable, por Terminator 2, Aliens y ese betún tan romanticoso y tan fin du siècle que fue Titanic), parte imprescindible del cine de Cameron es revisar sus making offs, que a veces pueden resultar más interesante que el mismo filme.
Pero al autor Cameron no hay que tomarlo tan a la ligera, y ahí la incomodidad. De un plumazo podría burlarme de lo ramplón de sus escenas, de su distingo acartonado entre el bien y el mal, de sus giros de tuerca predecibles, y de su persuasivo regaño-moralino final, que parecería contradecir a su mismo cine (al rato regreso con esta paradoja); pero basta darse una vuelta por las memorabilias, las pasiones, las defensas furibundas de los espectadores, para presentir que en Cameron hay más que un realizador soso con juguetes demasiado nuevos. Lo más interesante: lo que se va filtrando de él no es su enorme despliegue tecnológico, sino las pequeñas escenas cotidianas y de intimidad.

Sarah, John, Ellen, Jack, Rose; aunque la primera imagen del cine de Cameron es de ráfagas, inmensidades y excesos, en la memoria se han logrado arraigar personajes anodinos que crecen hasta lo épico, mucho más complejos que los (esos sí) estereotipos de las películas de Emmerich (por mencionar otro hacedor de catástrofes); aun desde su argumento predecible, Cameron logra relieves y tejidos finos en sus atormentados protagonistas, quienes aprenden el heroísmo a fuerza de sudar contra robots-mala-onda, bichos extraterrestres o naufragios hiperbólicos.


Así como el anodino böer Wikus van de Merwe debe hacer su proceso de mestizaje para reconocer lo "humano" en los extraterrestres confinados al Distrito 9 (Blomkamp, 09), así Sully tiene que servirse de su alterego verdoso para reconocer en los na'vis valores perdidos por el occidentalismo voraz (disculpad la izquierdosada); curioso que dos películas tan recientes insistan en el mestizaje entre el occidental y el extraterrestre para lograr la redención, tema que quizá sólo puede ser posible en tiempos del gobierno mestizo de Obama. Pero se hablaba de Cameron y entonces se debe destacar la constante autorreferencia a su filmografía: el uso de androides mecánicos como emisores del mal; los incipientes grupos revolucionarios -los Na'vis y los rebeldes a Skynet- para enfrentar a los poderosos corporativos; las burbujas románticas -Sarah Connor y Kyle Reese en Terminator, Jake y Rose en Titanic, y aquí Jake y Neytiri- que hacen posible el crecimiento de los héroes; las grandes guerreras -Sarah Connor, Ellen Ripley, más nice pero no menos rabiosa la Rose DeWitt de Titanic, y en Avatar Neytiri, Trudy Chacón o la sacerdotisa Mo'at-, con su función doble de gladiadoras y maestras de las siguientes generaciones. Acaso la referencia más conmovedora sea la presencia de la doctora Grace Augustine: una Sigourney Weaver madura, que de antigua alienbuster deviene aguerrida científica y pasa la estafeta a una nueva generación de héroes camerianos. Si agregamos los recursos tecnológicos para la filmación de la película, el banquete está más que hecho para hacer una cinta más que memorable. ¿Y dónde falla, entonces, Avatar?
En que James Cameron aspira con Avatar a ser auteaur, pero está anclado en las obligaciones del entretenimiento. Y donde apenas se vislumbra alguna premisa ambiciosa, le gana la corrección política (el mensaje ecológico, la crítica al capitalismo irresponsable), la concesión al juego de feria, la complacencia en el virtuosismo tecnológico, el descuido en el bordado de personajes que apenas alcanzan a ser esquemas.
Pero más: la mayor virtud de Cameron también es su principal limitante, y ahí viene la paradoja que mencionaba antes: el gran tecnoartesano del cine gringo ha hecho suyo el tema del desprecio a la tecnología como única posibilidad de rescatar a la humanidad. Lo mismo el cyborg de Terminator, que la arrogancia bélica de Aliens, que la ultramodernidad fastuosa del trasatlántico Titanic, son los antagonistas naturales de sus empeñosos héroes. Mientras que en Avatar, los avatares y los Na'vi son alardes tecnológicos, y el espectador nunca logra superar esta conciencia: Na'vis y Avatares impresionan, pero no conmueven; la indefensión que se sublima en gloria de las Connor y Ripley no tiene equivalencia en los muppets sofisticados de Pandora, más parecidos a monigotes de George Lucas que a héroes trágicos de Cameron; si en sus películas anteriores, Cameron logró crear zonas de identificación entre personajes y espectadores, aquí sólo existe una compasión semejante a la que nos causan las ballenas sacrificadas por los enemigos de Greenpeace. Avatar evidencia más al Cameron ingeniero de ferias que al Cameron autor menor, y desde estas coordenadas deja el efecto justo de las montañas rusas: expectación, miedo, adrenalina, cimas y simas, pero no el asombro del heroísmo memorable.
Es cierto que el cine tiene ambas vertientes: la de expresión artística y la de feria de atracciones. Cameron había logrado acercarse al arte desde la feria. Pero en Avatar ganó la adrenalina salvaje sobre la emoción sutil. Que tampoco es malo, pero sí sitúa al canadiense en su modesta casilla: rentable para la industria, memorable para la trivia, conmovedor y limitado para quien busca en el cine ese pretencioso "algo más". Ese algo más no lo tiene Avatar. Salvo su tecnología, que esa sí está de güevos.