jueves, 15 de marzo de 2012

Esquema para un post que algún día escribiré sobre Luis Miguel

  • Iniciar que hace semanas hubo en tuiters un hashtag aguachentito celebrando los 30 años de carrera de Luis Miguel, que me di cuenta cuán hipster soy porque prácticamente nadie de mi TL lo usó, pero que la efeméride fue como una magdalena proustiana sabor grito destemplado de Malagueña Salerosa:
  • Después vendría ese párrafo insustancial pero evocativo que explica que todos en México, desde los nacidos en los setenta hacia delante, tenemos alguna relación con Luis Miguel.Odio y admiración, calzones de niñas mojaditos y desdenes de machos envidiosos, todos conocemos aunque sea la trivia básica de dos o tres de sus novias y por mucho que lo neguemos ciertas noche de briaga hemos cantado alguna de sus canciones.
  • Seguiría la descripción con risa loca de esos años pubertos en que Luismi usaba pantalones entubados ultragay muy Freddy Mercury, después el post debería amodorrarse en describir su evolución hasta llegar al personaje que es hoy, y que debe haber creado hacia finales de los ochenta e inicio de los noventa: el traje elegantísimo, los modales educados, contenidos, la sonrisa amplia, tan hueca como llena de esperanzas.
  • Para darle cierto gustito morboso, recordar aquellos rumores no confirmados y más bien diluidos (lo cual deben hacerlos enormemente ciertos) de la golpiza que mandó darle el presidente Salinas de Gortari porque se puso a galantear a su hijita, que supuestamente lo tuvo hospitalizado unas buenas semanas y que acaso sea lo que motivó su ostracismo posterior. No poner en el post (ni modo) otro bonito chisme: que en el Colegio de México está su biografía, la que escribió Claudia de Icaza, y que es de los libros que más sacan los colmequitas para hacerse los eclécticos.
  • Hasta acá empezaría la sustancia del post, pero acá también me trabaría porque qué chocante lanzar la pregunta tipo Historias Engarzadas: ¿Qué simboliza Luis Miguel? Desdeñar (¿o desarrollar?) la respuesta obvia: que es el crooner mexicano, el epígono mejor logrado en América Latina de Frank Sinatra, o Elvis Presley, o ya jodidos Julio Iglesias (y hasta hizo un videoclip donde parece su hijo no reconocido) (y aquí no viene al caso agregar que las alpargatas sin calcetines de Julio Iglesias siempre me han dado asquito). Insistir que ni la gran habilidad coreográfica de Ricky Martin o Chayanne, o la intuición animalesca de Sandro de América, cuantimenos los Jefes, pero siempre demasiado ñores, de José José, José Luis Rodríguez El Puma o el vanguardista de a mentiritas de Emmanuel, lograron reunir ese balance perfecto entre la elegancia, la gallardía, el virtuosismo vocal y su atractivo (dicen) superlativo (califican). 
  • Pasar rápido por su música pop, tan efectiva porque es justamente predecible y respetuosa del molde, como por sus boleros, asépticos y por eso tan recomendables para ambientar cualquier oficina. ¿Valdría la pena sugerir que la carrera de Luismi viene de la mano del desarrollo de la tecnocracia, más joven que los yuppies pero coetáneo de los panistas itameros, sonrisa de fluoruro trimestral, bronceado de weekends caribeños, cortes de pelo tan perfectos como la infalibilidad de sus valores y convicciones? ¿Y que de los distintos modelos-símbolos-estereotipos que se han seguido en México -Pedrito, tan campechano, Tin-Tán, tan gandalla; borrachín pero existencialista, el José Alfredo, borrachín pero sentimental, José José- Luis Miguel es quien más arriba deja la vara, porque los otros apelaban a la autocompasión, la bonhomía, la granujada, la mediocridad, el fatalismo, pero ninguno a la perfección por default?
  • Y sin embargo valdría hacer el contrapunto, resaltar que la apostura de Luis Miguel va acompañada de trágicos enigmas -el paradero de la madre, la ambigüedad de sus amoríos, lo reservado de sus aficiones (¿le gusta el futbol? ¿A qué equipo le va? ¿Qué música prefiere? ¿Tiene alguna opinión política? ¿Un grupo de rock favorito? ¿Algún escritor?)- que parecerían requisito para su éxito. Luis Miguel no participa de los programas de variedad habituales, solamente hace conferencia de prensa cuando saca un disco, y con preguntas debidamente tamizadas para evitar meterlo en aprietos; Y aquí  podría deslizarse la cizañosa cizaña: ¿y qué tal que más que enigma, lo que Luis Miguel cuida es una carcaza detrás de la cual no hay absolutamente nada? 
  • Y en este momento el post debería encarnizarse en la pobreza de personalidad que se esconde tras el fasto de personalidad que exhibe Luis Miguel. Hay que revisar en youtube sus entrevistas para reconocer a un interlocutor pobre, de frases acartonadas y poco inteligentes, sin mucha idea de un concepto musical (porque las trompetas de sus arreglos, estilo comercial de la Secretaría de Turismo de Guerrero, nomás no da para armar demasiadas ideas), cariños y bendiciones al público pero rara vez una reflexión que trascienda su compromiso de maniquí cantante. No importa, dirían sus fanses, canta como los dioses y puede hacer lo que sea porque finalmente es Luis Miguel. Puede sentarse cómodamente en sillones de ratán, cruzar la piernita con casimir de lo más cuco, eludir preguntas y escoger las que combinen con el diseño de su enigma, porque eso es Luis Miguel: como en pocos cantantes, en el se decanta al máximo el concepto de diseñar un artista. Es la perfección que conjunta músicos, compositores, cirujanos plásticos, dermatólogos, expertos en modas y en técnicas de bronceado, nutriólogos, estrategas de la comunicación, escenógrafos e ingenieros de sonido, moldeando y afinando con detalle un objeto hueco, sonriente, tan afinado como impersonal en su ejecución vocal, incapaz de tropezarse pero diestro en alzar la patita salvajemente (¡nomás no te me descoyuntes, Luis Miguel!) cuando cierra su show espectacular con No Culpes A La Noche Será Que No Me Amas. 
  • Y sin embargo, cuando está forzado a participar con un interlocutor más maleable, hagamos de cuenta Adal Ramones en entrevista que se quería chispa y quedó más bien sosa, Luis Miguel no sabe cómo hacer crecer los chistes que el otro siembra: mira nervioso al lado, seguro preguntándole a algún asistente cómo salir elegante del reto (tampoco sobresaliente) que le impone el entrevistador. Y se ríe exagerado, y juega la mano sobre la rodilla ansioso, no sabe cómo seguir siendo él ni cómo complacer la necesidad de humor del otro. Entonces describir cómo, cuando por fin recupera cierta calma, lo único que se alcanza a reconocer en su mirada es angustia. 
  • Y aquí creo que se desviaría el post a cosas que no tienen que ver pero me quedaría con la espinita de no mencionarlo: Luis Miguel como centro -o actualización- de esa figura reconocible en las clases altas: el lagartijo, el junior, el pirrurris, el niño Ibero, que no por nada se ha rebautizado como el Mirrey (de Luis Mirrey), con página que ha evolucionado de la burla al orgullo y vuelve (oh, los giritos posmodernos) jactancia lo que se quería mostrar como grotesco. Comentario que podría pasar por frívolo de no ser porque el candidato del PRI a la presidencia de México es justamente otro producto decantado del mirreyazgo. Si se quiere interpretar los errores personales, pero el éxito mercadotécnico que será Peña Nieto, deberá espejearse constantemente con el ídolo de Las Incondicionales (y ya sería rizar mucho el rizo hacer la equivalencia: entre aquella Incondicional que Luis Miguel "no supo amar no sé por qué" y la disculpa desdeñosa del candidato por "no ser la señora de la casa"). (ya luego aviéntate otro post: los electores de Peña Nieto como Las Incondicionales, las mismas de ayer, las que no esperan nada, etc.)
  • Más romántico evocativo -por ser lo más humano que he sabido del artista- alguna anécdota que ya no recuerdo dónde me contaron: que en las madrugadas, en el estacionamiento de un centro comercial de Acapulco, el divo le pedía permiso al vigilante para andar un rato en bicicleta. Llegaba de sudadera con capucha para no ser reconocido, por supuesto que el vigilante pronto se hizo cómplice y permitió que el otro diera vueltas, solo, entre los cajones vacíos de los autos.    
Y ya, por puro morbazo, terminaría con el que creo el producto más decantado (aunque es cierto, ya un poco cliché) del síndrome Luis Miguel:


Algo así sería el post. Un día me pondré.


viernes, 10 de febrero de 2012

HI5, Facebook, Twitter, Blog. Debrayes de madrugada.

En la madrugada me serví un whisky, prendí otro cigarro, cantaba Spinetta, siguió lo habitual, tuitear. Y entonces fueron saliendo algunas ondas interesantes. Ahora las junto, y bueno, ya se ve en ellas de qué tratan.

Rufián Melancólico

a veces creo que Facebook, Tuiter y todas esas zarandajas influyeron negativamente para la decadencia de los chats sexosos

Rufián Melancólico

en los lejanos 90 se creía que los internautas eran solitarios gordos salvajes oscuros. No lo éramos en real pero nos gustaba pensarnos así
hace 7 horas
Rufián Melancólico

uno se conectaba y entraba a un tugurio, con los clichés que le siguen: lo tenebroso, prohibido, temerario, solitario, íntimo
hace 7 horas
Rufián Melancólico

las redes sociales transformaron el callejón oscuro en plaza pública,
hace 7 horas

Rufián Melancólico

el HI5 todavía era buen lugar: congal de mal gusto con nenorras impúdicas mostrando sus carnes
hace 7 horas

Rufián Melancólico

el HI5 todavía tenía el cochambre del gozo irresponsable, la falta de etiqueta, el piropo gandalla, el privado para armar hotelazo
 
Rufián Melancólico

la simple cláusula de Facebook de decidir a quien aceptas o no como amigo cambió todo: obligó a la civilidad
hace 7 horas

Rufián Melancólico

Con el Facebook llegó la etiqueta a la red. Y la ostentación. Y la doble moral. Y la obsesión de ser.

Rufián Melancólico

la evolución del chat populachero al HI5 vulgarzón al Facebook pretencioso, es como transformar una aldea en ciudad en salón de tertulia
hace 7 horas

Rufián Melancólico

en medio de todo eso está un momento idílico, casi hippie, un breve ateneo: los blogueros.

Rufián Melancólico

el bloguero tenía algo qué decir: su borrachera, su vacío, su película, su domingo, su amor mal llevado, su paseo callejero
hace 7 horas  

Rufián Melancólico

leíamos, comentábamos, nos coqueteábamos entre halagos excesivos. Pero leíamos y creíamos que era importante lo que escribía el otro

Rufián Melancólico

ninguna arrogancia más sustanciosa que la de un club de blogueros. Cuando llegaban los primeros tuiteros parecían demasiado simples.
hace 7 horas


Rufián Melancólico

El tuitero no piensa mucho pero se le ocurren demasiadas cosas. El bloguero se hizo lento ante la fascinación del reconocimiento inmediato.
hace 7 horas

Rufián Melancólico

el blog debió especializarse. Ya no interesa otro post de una borrachera, un paseo en el centro, un amor malhabido. Ahora eso se tuitea

Rufián Melancólico

El blog se volvió autopromoción de habilidades, obsesiones: cine, gadgets, literatura. Se murió el blog vivencial.

Rufián Melancólico

pero con la muerte del blog vivencial, murió la expresión meditada de su autor. Capaz y es mejor, llegó a hartar tanto confesionario

Rufián Melancólico

aunque puedo asegurar que entusiasmaba más , la jefa del blog vivencial, que lo que ahora nos causa alguna tuitera maso guapa
hace 7 horas
 

Rufián Melancólico

yo sigo más intrigado por saber dónde comía sus tortas de queso blanco, que de los check-in de forsquare de cualquiera
hace 7 horas
 
Rufián Melancólico

en tuiter hacemos los mismos posts que en el blog, pero fragmentado, inmediato, puntual. De hecho, todo esto que escribo es un post de blog
hace 7 horas

Rufián Melancólico

pero es un mañoso y vergonzoso post que vive al pendiente del mention de cada 140 caracteres, por eso carece de sustancia. Caza lo inmediato
hace 7 horas
 
Rufián Melancólico

Tuiter no mató al blog. Lo mataron los favs. Y el mito del favstar. Una frase acertada, 569 favs, fotos de niñas guapas que me califican
 
Rufián Melancólico

para qué quiero meditar dos horas una idea de blog, cuando en medio minuto puedo conseguir las sonrisas de 30 tuiterilas?
hace 7 horas

Rufián Melancólico

Y ahora es tumbrl. Ilustraciones, mucha forma, sorpresa visual. Textos cortos, en otro idioma porque ostento más.
hace 7 horas
 
Rufián Melancólico

El tumbrl es forma. Es adivinanza. Es eclecticismo cínico. Es comercial sin marca.
hace 7 horas


Alguna vez le dije a Alberto Chimal que bien se podría escribir una novela sobre el mundo virtual, pero sin ostentaciones cyber o trampas de contraseñas para descubrir misterios. Una novela sobre cómo han ido transitando las experiencias de alguien en internet, cómo ha transcurrido el tiempo y evolucionan las relaciones. Si hubiera que hacer un esquema rápido y a vuelo, sería lo anterior, con algunas ideas más. A lo mejor ya vamos llegando al tiempo que la experiencia personal, subjetiva, del internet, va permitiendo el experimento proustiano. O no. A seguirlo imaginando.

El agradecimiento va para Jordy que sugirió juntar estas necedades en un post. Creo que hasta se ve chido, jefe. Y ya, comenten, como en los viejos tiempos.


sábado, 19 de noviembre de 2011

Daniel Sada y el deseo de poblar el desierto


Puede parecer tan oportunista como azorado, pero vale hacer homenajes a quienes te han formado. Con Daniel Sada tomé taller durante cinco meses, más que darme elementos técnicos específicos sobre el arte de la novela, me dejó una visión y un espíritu que todavía ahora podría ser chocante, y es la de pensar en el oficio de novelista como un ejercicio de tramas, de historias, en las que la floritura del lenguaje podía ser agradecible pero no necesario. Y qué raro, que justamente un estilista tan puntilloso como él tuviera esa posición. Le gustaba hacer argumentos. "Tienes una pareja, tendrán un hijo, al mismo tiempo él es promovido a un cargo en su trabajo de dirección general que lo hace viajar. ¿Qué piensa la mujer de esto? ¿Qué sacrificio sería peor para él? ¿Dejar a la esposa y lanzarse a sus viajes, o renunciar al cargo y concentrarse en ser padre? En esas preguntas está la novela".
Se burlaba de los relatos breves, a pesar de que él también los hizo. Le parecían filigranas exquisitas, juegos de ingenio, pero que no aportaban mayor trascendencia al arte de contar historias. Su pasión era la novela: la trama, el argumento, escudriñar la condición humana y llevar ese escrutinio a sus últimas consecuencias. También me confirmó la fascinación hacia John Irving, "un Charles Dickens enriquecido por la introspección del siglo XX", algo así dijo. 
Lo debí entrevistar hacia la primavera de 2002, cuando todavía estaba terminando su novela Luces artificiales. Fue en el Sanborns de los Azulejos. Más que generoso, estaba interesado en platicar de literatura, en insistir en sus dichos, en confirmar una poética personal --- de las más personales de la narrativa mexicana de todos los tiempos. Después me firmó Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y ahora me dio mucha vergüenza correr al librero y volver a revisar esa dedicatoria, esa sí más generosa que justa. 
La entrevista se publicó en un portal que se llamó Literature World, no sé si siga existiendo. Ahora le doy vulgar copy-paste, sin revisar edición ni cuidar insensateces que uno hace al entrevista a alguien tan genial como Sada. Como suelen decir los escritores afectados: los errores de la entrevista son míos, si hay algún acierto, es del genio de Daniel. Y qué triste que se nos vaya una de las plumas más importantes de nuestra narrativa. Que no descanse en paz: que siga en la tensión enriquecedora de crear tramas, personajes, lenguaje, donde quiera que vaya.

Daniel Sada: el deseo de poblar el desierto.

Con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1998), Daniel Sada se ha convertido en el nuevo clásico de nuestra narrativa. En su gran epopeya lingüística del pueblo de Remadrín confluyen las más diversas escuelas: el lenguaje de Lezama Lima, los temas de Rulfo, los personajes de Faulkner, las preocupaciones de una literatura norteña que en autores como Cornejo, Croshwaite, Parra o Toscana está dando sobradas muestras de su riqueza. Esta posición de Sada como autor consagrado obliga a la relectura de su obra. De ahí la pertinencia con que Tusquets reedita su novela Albedrío (1989), y que motiva la siguiente charla.

El lector trashumante
Cómo inicia tu contacto con la literatura?
—En mi familia no se leía, un libro era una rareza. Yo empecé a interesarme en la literatura porque mi maestra de primaria tenía una biblioteca muy completa de autores clásicos y a mí me apasionó. Por eso, al mismo tiempo que aprendí a leer y escribir, aprendí literatura y sobre todo métrica. En ese entonces componía poemas con métrica, tengo muchos cuadernos de esa época.
—Pero también había una actitud trashumante en tu familia, viviste en varios pueblos y ciudades del norte.
—Viví en Coahuila hasta los catorce años, después en Ciudad Victoria, Ciudad Mante, Sacramento, General Zepeda (un pueblo de Coahuila) y finalmente México. A mi padre le gustaba moverse.
—Era como los húngaros.
—Era un húngaro simulado. Después, yo por mi cuenta seguí viajando. Estuve en Culiacán, Los Mochis, México, París, Torreón, Zacatecas, San Miguel de Allende, y desde 1993 vivo permanentemente en México. Ha sido mi periodo más largo en esta ciudad.
—¿Cuándo empezaste a ejercer formalmente la literatura?
—Yo siempre he tenido a la literatura como una afición, nunca me propuse hacer una carrera de escritor. Quizá ahora vivo un poco de esto por los cursos y los talleres, pero para mí cada libro representa un nuevo reto, es como si empezara desde el principio.

Obra de juventud
—Tu primera obra en prosa es Lampa vida, de 1980 ¿cómo la ves a sus treinta años?
—Ahora no la reeditaría, para mí es una obra de juventud. Es un libro que trabajé con Juan Rulfo y Salvador Elizondo en el Centro Mexicano de Escritores. Allí todos le dieron el visto bueno, pero me rechazaron en cinco editoriales, incluso con sus recomendaciones. Finalmente Premià la aceptó, pero aun Fernando Tola la publicó con dudas. El libro no circuló mucho, pero sí tuvo mucho cuadro crítico.
—¿Qué se decía de Lampa vida?
—Que era poética, barroca, imbricada, críptica y con un asunto muy sencillo; que estaba en endecasílabos; pero llamó la atención porque era a contracorriente de lo que se estaba haciendo, de hecho yo siempre le rehuyo a las modas, me dan pavor.
—¿Y Rulfo y Elizondo qué atributos le encontraban?
—Elizondo estaba deslumbrado y Rulfo reconocía el esfuerzo literario, pero no estaba seguro de cómo iba a recibirme la gente. Él dudaba mucho.
—Pero Rulfo y tú tienen mucha afinidad.
—No, porque Rulfo es seco, árido, despojado de ornamentos, y yo al revés, trato de poblar el desierto de palabras, visiones y sensaciones. Rulfo quita palabras y limpia; yo pongo y pongo palabras. En el espíritu tal vez podríamos coincidir, nuestras sensibilidades son correspondientes, la percepción y la lógica de pensamiento también, pero Rulfo es un clásico de la literatura y yo ni por equivocación podría equipararme con él.

El cuento y sus fórmulas
—Después viene el libro de cuentos Juguete de nadie y otras historias. Noto que tus cuentos van a contracorriente del canon, no pretenden circularidad, finales sorpresas o cerrar expectativas. Tus cuentos más bien parecen distenderse.
—Después de Lampa vida me dediqué mucho al cuento, pero veía que cae en fórmulas constantemente, ha tenido muy poca evolución, todos usan más o menos las mismas premisas: planteamiento, desarrollo y final, la fórmula típica de Maupaussant. Escribí Juguete de nadie por influjo de estas lecturas, pero en realidad quería escribir novela, porque me parece el territorio por excelencia para la experimentación, pues cada nueva novela es una refutación contra el arte de novelar. Aprecio mucho el cuento pero a veces tengo la tentación de escribirlos buscando otra estructura, y siento que los exégetas del cuento me van a vituperar.

La escritura en Albedrío
—¿En qué contexto escribiste Albedrío?
—Yo tenía un trabajo burocrático que me absorbía todo el tiempo. Entonces, si quería escribir una novela, me tenía que inventar una disciplina, un sistema de escritura: trabajé de madrugada, de lunes a jueves, no salía a ninguna parte, era una vida muy sistemática, muy ascética, monacal. Yo quiero Albedrío porque es el primer libro que escribí con una disciplina férrea, haciendo un tour de force todos los días.
—¿Sería la novela que marca el inicio del escritor de oficio?
—Digamos que el escritor con disciplina, con un sistema de trabajo ya muy acendrado.
—¿A qué fuentes literarias recurriste?
—Literatura clásica, sobre todo. La Odisea, evidentemente. La Divina Comedia, el Quijote, porque en todos hay un viaje y un deseo. Los personajes no están estáticos, siempre se lanzan a la búsqueda de otras cosas. Siempre había querido escribir una novela que implicara un viaje, pero en el sentido más puro del viaje: el viaje sin regreso, que te lanza a descubrir el mundo y quién sabe si regreses. Puede ser de tres días o de toda una vida, es la idea clásica más genuina del viaje.
—Que tendría que ver con el mito del húngaro...
—En Albedrío nadie sabe de dónde vienen los personajes ni a dónde van, ni por qué se llaman húngaros. Andan viajando, viven de dar cine y vender cosas, hacen trueques o roban y la gente les teme. Además, para los húngaros, arraigarse en un lugar es señal de mala suerte. Dom Seb Tab, el filósofo de los gitanos en España, decía que el mundo está regido por el cambio: como el mundo se mueve, también el hombre debe moverse y modificar sus deseos, sus situaciones, sus percepciones; no puede quedarse un mundo estático porque lo vuelve un poco lerdo, sin dinámica ni magia en el pensamiento.
—¿Y el movimiento implicaría llegar a algún conocimiento?
—Los personajes adquieren poder: el poder del talismán, de la rama de güindía; pero estos objetos solamente tiene poder mientras estén en ese lugar, si se mueven se desdibujan todos los poderes. Otra circunstancia es que los húngaros van siempre juntos, y si alguien, como Policarpio, se separa de ellos, automáticamente está muerto, y si regresa no lo reconocen, piensan que es un espíritu. Al vivir esta experiencia, Chuyito sabe que cuando se separe de los húngaros va a morir para ellos, y al mismo tiempo se da cuenta de los poderes que puede tener una piedra con que solamente él lo decida; por eso cuando se aleja al final de la novela, y se queda perdido al ver una piedra, ésta le otorga poderes.
—¿Y entonces Chuyito conquista el albedrío?
—Yo le pondría un complemento contundente al albedrío: el deseo. Pero un deseo que se modifica, que nunca es el mismo: el deseo de llegar a un estadio superior de cosas.
—En la novela hay un interés formal por las palabras, pero también como tema: a Chuyito le gusta la caligrafía, Olga Nidia y Chuyito tienen prohibido hablar, Manducho imagina los diálogos de la enana barbuda; todos parecen tener una relación especial con la palabra...
—Más que una relación, una prohibición. Una limitante. Todo lo dejan a la espontaneidad. Chuyito va a ser enana barbuda pero él va a inventar los diálogos, no tiene guión, entonces es el libre albedrío en la representación de las obras, pero dejándole mucho margen a la espontaneidad.
—Pero las prohibiciones a las que obligan a los niños también parecería contradecir la conquista de este albedrío...
—Los niños aprenden que pertenecer a ese mundo significa tener muchas ataduras. A pesar de que se van desplazando, de que hay un albedrío, un deseo renovado, también aprenden que no todo es libertad, que esa libertad tiene muchos cotos.

De cirqueros y matrimonios
—Noto dos constantes en tus relatos: una es la presencia de cirqueros, húngaros, titiriteros; gente viajera, pero también proclive a la representación... hay algo de teatro...
—Es que para mí la novela, el cuento y los personajes no dejan de ser una representación. Con estos personajes se evidencia mucho más, pero incluso los personajes que no son saltimbanquis están representando un papel para el lector o el espectador. Para mí el lector cumple las funciones de un espectador. Y el narrador, es como un espectador que de pronto se pone a escribir.
—¿También sería el narrador un anunciante de circo?
—También: es alguien que está con un micrófono, o el altavoz, hablando. Mi narrador es muy metiche, es como la conciencia de los personajes, y de alguna forma, al utilizar la métrica, se vuelve un merolico que no sólo cuenta los hechos, sino que también los interpreta. Yo nunca he creído en el narrador omnisciente; mi narrador duda de muchas cosas, incluso de lo que está contando: hace especulaciones, conjetura constantemente. El merolico no tiene límites, siempre da pie a una espontaneidad muy grande y muy elástica.
—La otra constante son los matrimonios.
—Siempre están muy bien constituidos. En el Norte, por lo menos en los pueblos, está muy mal visto el divorcio. Aunque el matrimonio sea cruel y tremendo, de todos modos hay unidad: el matrimonio es una tragedia, puro phatos... y la ruptura en el matrimonio es inconcebible. Por ejemplo, en Porque parece mentira..., pueden irse los hijos, puede haber broncas, pero la pareja no se va a disolver. Y los solteros, o las mujeres solteras, no tienen mucha cabida en los pueblos...
—Es el caso de las gemelas de Una de dos...
—Sí, que pese a estar considerada como novela, para mí es un cuento largo. Ahí la gente les insiste a las hermanas en que se casen y ellas se niegan. Entonces es la ruptura con una tradición muy gregaria.
—Por su argumento: las gemelas que cada vez es más difícil diferenciar, enamoradas de este hombre que de pronto se les aparece, parecería tener nexos con el realismo mágico...
—Yo no sé en qué consiste el realismo mágico, cuáles son sus constantes; mis historias están basadas en la realidad: mis personajes no vuelan, no hacen milagros, no adivinan cosas, son muy reales y muy simples. Siempre me propuse escribir de personas comunes y corrientes; pero las historias que conozco de los pueblos son tan increíbles que parecieran fantásticas, entonces más bien son inverosímiles, y lo inverosímil es lo que ocurre en la realidad pero que no se repite, que no es cotidiano y entonces parece milagroso; esa característica podrían tener mis personajes: la inverosimilitud, pero no el realismo mágico.
—¿Esta inverosimilitud sería lo que haría trascender a tus relatos del realismo a secas?
—A mí no me gusta escribir ni leer lo que vivo; entonces, si escribo un libro no voy a copiar la realidad, le voy a meter ingredientes insólitos o increíbles. Los escritores más realistas siempre tienen algo de inverosímiles, o vuelven la realidad demasiado ampulosa, o la miran desde muchas facetas y entonces pareciera que no es real, sino absurda o fantástica. No quiero ejercer labor de cronista en la novela, yo más bien iría por la cuestión juglaresca.
—De ahí que en algunas ocasiones te hayas caracterizado como un fabulador.
—Podría ser. Pero mis personajes son sobre todo tragicómicos, y aquí quiero ser enfático: el personaje tragicómico lucha, y cuando consigue aquello que se han propuesto se decepcionan y vuelve a empezar. No es un imbécil, va consiguiendo metas y de repente no le satisfacen, o bien lo tiene todo y lo desprecia, como el caso de Trinidad, el personaje de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe.

El narrador socarrón
—En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, el robo de urnas y el fraude electoral disparan la anécdota de la novela, pero no son necesariamente su tema; no es por completo una novela política.
—El leiv motiv es el robo de urnas y el fraude electoral, pero realmente trata de la cadena de subtramas que rodean esto. Tiene 90 personajes, es muy balzaciana, pues toca todas las esferas sociales.
—¿Desde el principio estaba concebida como una novela de largo aliento?
—No, incluso nació de un cuento, lo ubicaba en una época de revuelta donde hay un fraude electoral, y los hijos se van y los matan, pero la mujer todavía tiene otros pequeños y sabe que cuando crezcan también irán a pelear. A partir de esta madre apareció Cecilia, que es el núcleo de la novela, porque ella tiene que acoplar la huida: seguir siendo fiel a su pareja y apoyar a los hijos.
—Se ha dicho que otro de los temas es la mentira.
—Cuando escribí la novela, las elecciones para mí eran una farsa. Después se demostró que sí se respetó el voto, pero yo no estoy seguro si se va a seguir haciendo. Además, en México estamos acostumbrados a la mentira, que es como un vehículo de poder. Un político que habla con la verdad no tiene futuro, de una manera u otra tiene que mentir. La verdad tiende a ser contundente, se pueden escribir en una sola frase, y como dice Nietzsche, es terriblemente simple. En cambio, la mentira es infinita: desde los pretextos, que son las semillas de la mentira, y las mentiras piadosas, hasta grados inconmensurables de la mentira. Al final llega un grado en el que uno no sabe exactamente dónde están las verdades, y cuando las encuentras te parecen una mentira; de ahí el título, que es una frase que escuché en una central de autobuses.
—Pero entonces la mentira, además de ser una cuestión de pensamiento, también es una cuestión del lenguaje, y esto ya tiene que ver con el uso tan peculiar de narrador. ¿Se trata de un narrador mentiroso?
—Yo quería utilizar en esta novela un lenguaje de distorsión: que extrapole y neceé. El narrador es equívoco, no sabe si está diciendo verdades o mentiras, se mete muchos autogoles, da revelaciones muy sesgadas, las mentiras no son muy grandes pero las verdades tampoco son estentóreas, entonces hay un juego balanceado entre la verdad y la mentira. El narrador duda, conjetura, a veces es desmesurado, inconexo, puede unir ideas que no tienen relación. Como diría Hugo Hiriart, es un narrador socarrón, que no se toma en serio ni toma en serio lo que está diciendo, entonces se trata de un narrador muy dinámico y por eso el lenguaje tiene todo un refuerzo.
—¿En esto reside la complejidad de su lectura?
—Acerca de la complejidad, te voy a manifestar varias opiniones: un escritor me dijo que la leyó en una semana y no le entendió nada. Otros no se dejaron distraer por el lenguaje o el ritmo y la han entendido muy bien. Lo que sí es una constante, es que se deben vencer los primeros obstáculos de la novela; ya vencidos, se accede a ella sin problemas.

Desierto barroco
—¿Por qué usar un lenguaje barroco en un contexto tan árido como el desierto?
—Justo por eso, porque está despoblado, porque se tiene la sensación de que el mundo está en otra parte. La gente del Norte tiene mucha libertad para inventar su vocabulario, porque no tiene bibliotecas ni conglomerados sociales. Se desmarcan de las reglas del lenguaje y adquiere una lógica de pensamiento que no está supeditada a ninguna preceptiva, de ahí el uso de los dos puntos: un recurso de retórica latina, que es la aposiopesis: una frase intencionalmente recorta, la otra complementa, y así pueden haber muchos complementos o residuos de la frase inicial, incompletos: una idea que se va diluyendo. Y volviendo al barroco, dominó casi tres siglos nuestro país, fue la primera influencia en América Latina y perduró mucho tiempo, además la lengua se ofrece para eso, para la abstracción.
—Ahora, la tendencia de los jóvenes escritores es evitar a toda costa la voz de autor, los juegos sintácticos o léxicos, procurar una lengua aséptica, un español estándar.
—Es muy legítimo, pero yo apuesto por las cualidades de la lengua. El español es enfático, utiliza muchas perífrasis, o muchas frases expeletivas, incidentales. En el inglés puedes unir tres palabras en una, cosa que en español es prácticamente imposible; puedes eliminar todas las preposiciones en el inglés, porque semánticamente el inglés es más completo, pero el español, si alguna característica tiene, es que es mucho más expresivo.
—Has anunciado que con Parece mentira... cerrarías el ciclo de los temas del Norte y empezarías a escribir sobre la Ciudad de México, ¿ya estás haciendo algo?
—Estoy escribiendo algo de la ciudad, sin métrica. No puedo dejar de ser yo, sigo pensando que estoy utilizando el español, que es una lengua que continuamente cae en la expansión, pero si yo utilizara un lenguaje de jerga defeño, aunque no tendría problemas de ritmo, sí entraría en la grandilocuencia, entonces quiero hacer otra invención del lenguaje urbano, sin ritmo, sin esa intención taladrada. Podría usar un lenguaje híbrido pero realmente estaría imitando a los gringos, y actualmente casi toda la literatura del mundo imita a los gringos.
—¿Sería buscar un lenguaje que escapara del español esterilizado?
—Creo que nosotros somos demasiado descalificadores. Por ejemplo, los poetas tienen demasiadas prohibiciones; no pueden decir quihubole o híjoles, y a veces los narradores también se lo prohiben, cuando es parte de su realidad. Si uno no aprovecha literariamente estas expresiones, está descontextualizado: ni hablas de la Ciudad de México, ni de Nueva York. El hecho de despojar a la lengua de los quihuboles ya es una fantasía del lenguaje, aun cuando estés escueto y sin ningún juego: es fantasía del lenguaje porque no corresponde a la realidad. En mi caso yo extrapolo, para mí no hay prohibición de palabras. Puedo decir caleidoscopio en un contexto del desierto, y puedo usar el quihúbole sin ningún impedimento.
—¿Y qué tal va la novela?
—Pos ahí va...
(publicado en la revista virtual Literate World)


lunes, 7 de noviembre de 2011

Las partículas elementales o la masturbación aguachentita

Michel Houellebecq es de estos autores que mientras menos tersos son con sus lectores más se les aprecia porque "no hacen concesiones" y dicen su veldá, aunque harto duela. En el caso de Las partículas elementales (98) su porción de veldá está en la descripción de una sociedad postmoderna, individualista al extremo, más hedonista que ética, lampareada por la multiplicidad de opciones de bienestar que terminan traduciéndose en el vacío existencial (el cliché de la frase obedece al cliché del argumento). La anécdota de este andamiaje sigue la vida de dos medios hermanos, hijos de una hippie loca que los dejó criándose por sus abuelas paternas, y que a falta de un modelo familiar se perdieron en la disfuncionalidad emocional: Michel tan absorto en sí mismo como si se hubiera comprado un Síndrome de Asperger para amueblar su vida; Bruno en perpetua angustia por su necesidad enfermiza de sexo. Y sigue una forma peculiar de contar estas desgraciadas historias: antecediendo las vivencias con un apunte sociológico, que es como espolvorear de contexto la vida de dos mentecatos, bien avituallados de becas y salarios académicos para no preocuparse por más cosa que por su inanidad.
"Una novela aburrida de un novelista diestro, interesado en aburrir", se me ocurrió cuando llevaba el tercio de la lectura y comprendía la diferencia entre contar dos existencias desvaídas y la destreza del autor para enfatizar tal modorra. El patetismo es mayor en Bruno, gordito y miserable, obsesivo con los escotes de las muchachas y agobiado por su incapacidad de hacerse unas cubanitas con ellos. Su fantasía erótica, por lo demás, es que alguna chica le chupe bien la polla -la traducción gachupa colabora con lo chocante- y puede llevarse un buen número de páginas persiguiendo esta proeza. La novela crece hacia el final, cuando aparecen Christiane y Anabelle, esbozos de parejas de los medios hermanos, si bien el autor se cuida de no desbordar los afectos y diseccionar la creación de las parejas en fríos argumentos de conveniencia conyugal. Tal vez la contención potencia los destinos infelices, que cuando ocurren dejan al lector en una orfandad mayor: poca redención en un par de personajes que por otro lado no interesa mucho que sean redimidos.
El patetismo de los medios hermanos sería más genuino y desconcertante si no tuvieran ese origen, melodramático a pesar del autor, que los hace hijos de Janine, la hippie desvergonzada. El recurso no deja de tener una carga moralina -los excesos sexuales llevan a la soledad de sus descendientes- que alcanza a simbolismo generacional -los años sesenta como un desborde irresponsable que derivó en los tristísimos alienados protagonistas de la novela- y más bien se presiente como conmovedor lloriqueo del autor. Los guiños autobiográficos, no como ostentación de vida ejemplar, ni como reflejo de una inteligencia en construcción, sino como reclamo balbuceante de un niñez infeliz. De botepronto se recuerdan los balbuceos de otro niño caprichudito, el tal Marcel que hacía berrinche porque su madre estaba de tertulia en vez de atenderlo a él. Sólo que mientras Marcel sabe hacer de esa experiencia un ejercicio introspectivo que después lo lleva a ocho tomos de reflexión sobre el recuerdo y la escritura, en Houellebecq apenas alcanza al panfleto gimoteante del representante de una generación pinchita que reclama los grandes atrevimientos de la generación sesentera, contradictorios, decepcionantes, irresponsables, pero que finalmente supieron hacer lo que quisieron (en ese mismo reclamo se inscriben novelas como Generación X de Douglas Coupland, Pastoral Americana de Philip Roth, y también me recuerdo el inicio de la peli Pump up the Volume (Moyle, 90) con el tenebroso Mark (Christian Slater) mentando madres a la generación que lo defraudó en cada canción de protesta).
Frente a los escandalosos excesos de Janine, la asepsia sexual de Michel y el accidentado merodeo erótico de Bruno resultan lastímeros, y en vez de provocar la compañía compasiva causan el acto reflejo de buscar a los patanes excesivos de En el camino, Ponche de ácido lisérgico o cualquier otra de esas épicas lúdicas e irresponsables.
La novela trata de más cosas: hay alguna reflexión sobre la obra de Aldous Huxley como punto de inflexión de la sociedad hedonista, consideraciones científicas que cierran la obra en un guiño irónico que hizo antes Vonnegut en Galápagos, una revisión del pensamiento occidental que culmina en una certeza desalentadora: "a fin de cuentas", dice el científico en retirada Desplechin, "Occidente ha terminado sacrificándolo todo (su religión, su felicidad, sus esperanzas y, en definitiva, su vida) a esa necesidad de certeza racional. El algo que habrá que reordar a la hora de juzgar al conjunto de la civilización occidental." Pero sobre la inteligencia queda el berrinche: el ajuste de cuentas con una generación que derrumbó los valores clásicos del género humano, pero que sus descendientes fueron incapaces de hacer algo con la fundación de ese desorden vitalista.

martes, 18 de octubre de 2011

Tabucchi, Pitol, simios y muchas otras cosas

La semana pasada estuvo movidita, no era buen momento para ponerse a leer una novela. Por eso elegí un libro de cuentos que heredé hace siglos de una novia y nunca le había hecho mucho caso. El juego del revés, de Antonio Tabucchi. Leí tres cuentos, después lo he abandonado por otros asuntos. Pero los tres cuentos que leí eran bastante buenos. El segundo, "Cartas desde Casablanca", tiene un final espectacular, que me recordó las novelas de Sergio Pitol. Recordé que Tabucchi y Pitol son amiguitos de piquete de ombligo, es común encontrar elogios recíprocos en prólogos, ensayos, conferencias. En los cuentos encontré, también, afinidad de temas. El personaje bien portado o pudoroso que las circunstancias lo obligan a manifestar alguna identidad oculta, y entonces salta la cabaretera en el cuento, así como saltan los ritualistas snob-escatológicos del novelista al final de Domar a la divina garza. Pero además, coinciden en la descripción de una alta burguesía en decadencia que se hace la discreta hasta que estallan por cualquier absurdo, dejando de manifiesto la fragilidad de una clase social que quisiera ser aristocracia, que aborrecería reconocerse en la miseria y evaden sus horrores entre migrañas y lamentos afectados. Es el mentado grotesco bajtiniano que le achacan a Pitol, como recurso natural para hablar de ciertos personajes que se revelan desde lo aparente-sublime y la vergüenza de su condición real.
Vino otro recuerdo, cuando hace diez años estaba embobado con El desfile del amor de Pitol y pensaba en una novela que emulara su estructura. Esto es: presentación episódica de personajes a través de una indagación seudodetectivesca, lo que ocurrió con uno se va sumando al testimonio del siguiente, puntos de vista contradictorios, que complementan pero no como lo quisieran los personajes, porque lo más importante, lo "real" de los acontecimientos no está en lo contado, sino en el cómo se cuenta: en las opiniones maldicientes de unos y otros, en los desdenes elegantes, en las justificaciones para las mezquindades propias, en la fragilidad que el personaje nunca quisiera mostrar pero el narrador la desliza con cierta malaleche. Para que pudiera darse este doble nivel de los discursos -que sea tan importante lo que se cuenta y el cómo se cuenta- Pitol eligió el estilo libre indirecto, que permite campechanear opiniones casi textuales de los personajes con algún comentario más "impersonal" o "elegante" del narrador. La maleabilidad de la prosa se hace entonces espléndida, las primeras páginas piden cierto esfuerzo del lector, pero ya entrados en las reglas pitolianas se vuelve de un humor y una versatilidad impresionantes. ¿Quién no quiere experimentar con un recurso así?
Y ahí voy, a las eternas novelas inconclusas, treinta páginas de un grupo de treintones neuróticos abrumados porque acabaron a gritos y sombrerazos su periodo de preparatoria, con cierre de la escuela, sacrificio simbólico de su líder, resquemores acendrados (saludos, loyolos) (abrazo, pero no de priísta, jefe Job) (ok, saludines también al @martiniseco) y un chismerío sabrosón que terminaría cuando esta decena de ridículos saltara al edificio abandonado de la escuela para descubrirse a sí mismos como cadáveres patéticos. El proyecto apenas llegó a su quinta parte, lo que escribí se perdió entre archivos de Word 97, 2000 y XP, y hasta hace poco quise releer alguna parte que según yo, era de los mejores momentos: cuando un tipo rudo, jugador de futbol americano, va eligiendo volverse gay porque piensa que es más divertido el carnaval homosexual que el compromiso arisco y desconfiado de los heterosexuales (pésimo argumento, ya sé, pero déjenme terminar). Hallé el texto, releí, fue una enorme decepción por lo afectado de las frases, el manierismo de los diálogos, la forma prefabricada de ir agregando anécdotas en el relato central. Pensé en treinta y cinco cosas, treinta y cuatro tienen que ver con mi fracaso y la mejor forma de suicidarme, la treinta y cinco es la que importa: que por alguna razón, esta técnica de Pitol, este prodigio de excesos expresivos; muletillas, requiebros pudorosos en las referencias, justificaciones absurdas, elegancia en los insultos, aparente objetividad en el escarnio -joterías, pues- le quedaban bien al mundo narrativo, entre aburguesado y decadente, de Pitol, donde el aprendizaje de los buenos modales y la diplomacia se presta para un habla sinuoso, que pide varias interpretaciones ("escribe esta carta pero con mucha mano izquierda", me pedía Anamari, tan pitoliana como jefa mía en el INBA, cuando debía redactar rechazos o negativas pero con buena-ondita); pero no funcionaba con mis oficinistas de sobacos sudados que se vuelven locos cuando consiguen un descuento 2x1 en un bar rascuache de gomicheladas.
Me quedé con una intuición incómoda, más porque sería ir en contra de todas las clases de creación literaria que tan bonitamente nos enseñan el arte del buen escribir: es que la elección de una técnica narrativa también procede de una visión del mundo, y que es falso que todo se puede escribir de todas las maneras posibles, siempre y cuando seas "dueño de tus herramientas" (el McGyver narrativo, pues). Hay otra idea más fácil: que Pitol es Pitol y uno, pues malamente es uno, pero con esa idea simplista se terminan las averiguatas sobre el dominio del propio oficio. Compongamos: Pitol tenía más claro qué quería contar y eso lo llevó con cierta naturalidad a crear el artificio que le permitiría hacerlo; yo estaba en la copia de un estilo, y aunque él mismo dice al inicio de El mago de Viena que: "El futuro escritor debía transformarse en un simio con alta capacidad de imitación", más adelante aclara que este mono mimético debe saber cuándo desligarse del estilo elegido para intentar el propio.
Supongo que desligarse de la imitación para hallar la escritura personal implicaría reconocerse en los temas, los espacios, la originalidad, el fraseo, las inflexiones que uno ha tenido desde siempre, pero este cliché tan como de libro de Coehlo suena huequísimo, y suena así porque el "reconocerse" quisiera ser poética de plenitudes cuando, menos resplandeciente, también podría asumirse como inventario de miserias. Lejos de armar leyendas prodigiosas de escrituras, exquisitas cuando son burguesas, desgarradas y salvajes cuando provienen de la insubordinación y el resentimiento social, me reconozco en silencios pasmosos, en el reciclaje de un mundo más bien pueril: más cercano de El libro vacío de Josefina Vicens que de cualquier gesta, impresionante o prescindible, de los novelistas que ahora importan.
Aunque no parezca, el párrafo anterior era optimista, reconocía personajes más chejovianos que de altos vuelos, aunque el medio tono de los universos suele confundirse con una ejecución menor. Ahí es cuando de nuevo se reciclan las angustias: ¿sigue valiendo la pena intentar la historia de un oficinista promedio, bebiendo en un bar de Sanborns, cuando las moditas literarias hablan de "novelas intelectuales" de "científicos atormentados" "alemanes" "que se llaman Klingsor" "por ejemplo"? El taller literario dice que sí porque le gusta reclutar cronopios; yo me pierdo entre temas y estilos porque también avizoro -aunque esto ya se alargó demasiado- que la lectura contemporánea no tiene mucho que ver con una escritura aprehendida aprendida en esa engañosa edad de oro de los noventa, con jornadas semanales y construcciones tardías de hombres nuevos, y que a las nuevas lecturas les urgen subgéneros no importa si parodiados chafamente, polémicas narcopolíticas, ardides cosmopolitas-hipsters, metarreferencias de novelistas que hacen novelas, y entonces me angustia no tener claro en qué espacio de todos esos ubicarme.
Menos azote: este post se trataba de que: leí a Tabucchi, pensé en Pitol, lo recordé como modelo y entendí que ya no me hallo mucho en él. Y que, imagino, eso debe ser una evolucion. Y el inicio de una toma de posturas. Rayos, todo cabía mejor en un tuit. Ese es otro tema: lo breve, lo efímero, lo inmediato, el desencuentro de todo lo que ya no se queda en nosotros. Y lo anquilosado que muchas veces me siento. Ya me enredaré con eso en otro post.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Medianoche en Paris, ¿Quién engañó a Woody Allen?

El Woody Allen crepuscular debe suponer agotada su comedia de reveses conyugales y adulterios bufos; de ahí la decisión de filmar en ciudades europeas, donde trata de sugerir su embelesamiento por cada una de ellas. Pero su opinión nunca deja de ser neoyorkina, por lo que sus películas del Viejo Continente deben tratarse de sus películas más norteamericanas: si a Londres lo convirtió en un lacónico ajedrez sentimental (God Save the Queen) en Match Point, en Vicky Cristinta Barcelona deja constancia del azoro yankee ante la pasión mediterránea y pone a temblar de miedo a Scarlett Johansson y Rebecca Hall cuando Javier Bardem y Penélope Cruz se insultan de tan enamorados . En el caso de Medianoche en París, recupera a la Ciudad Luz desde el Retrato del Escritor Postadolescente que debe hacer su peregrinación iniciática bohemia, y confronta al pragmatismo gringo (republicano, para que apriete más la vara) contra el Mundo del Arte y la Creación (París como el Disneylandia de los bohemios) con Fitzgerald, Hemingway, Picasso y los surrealistas como versión para adulto contemporáno de Pluto, Donald, Mickey Mouse y Tribilín.
Ahora es Owen Wilson quien representa el papel de Woody Allen con el nombre de Gil Prender, aburrido guionista hollywoodense que insiste en hacer una Novela de Literatura de Verdad. Está comprometido con Inez (Rachel McAdams), tan bonita como la próxima portada de Vogue, y tan frívola como lo pide el contraste de lo que ocurrirá más adelante. Encima viajan a París con los padres de Inez, versiones sutiles de los suegros protofachos que en otras pelis de simplona memoria atormentaron a Ben Stiller. Gil es nostálgico de los años veinte parisienses y la Generación Perdida, y su añoranza choca contra la apropiación elitista de la cultura que hace su novia y su familia política. Luego se agrega el pseudoerudito Paul a darles clases sobre Rodin y el Palacio de Versalles, con esa información de trivia que aparece en libros tipo Mil Quinientas Cosas De Arte Que Debes Saber Para Ser Bien Chingón. Y aquí viene el traslape fantástico que Allen ya había practicado en La rosa púrpura del Cairo o Alice, cuando el escritor sensible camina solo por Paris y se le aparece un DeLorean (Back to the Future) de los años veinte que me lo lleva a su pasado feliz.
A partir de aquí emocionan y conmueven unos años veinte que más bien parecen telenovela histórica producida por Televisa; con un Hemingway que verborrea sentencias de escritor viril como si fuera Mariano Osorio en la madrugada, con un matrimonio Fitzgerald encantador y peligroso, extraído de las comedias románticas de amor fou que podría protagonizar Ashton Kushner y Cameron Diaz, con el maravilloso trio surrealista -Salvador Dalí, Luis Buñuel y Man Ray- haciendo sofisticado homenaje a los Animaniacs. Y es que antes de ser un homenaje a los años locos, al París bohemio, a la vocación de la escritura y el imperio delirante de la creación, Allen crea un pastiche involuntario de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, en el que lo importante es artificiar un locus amenus en el que nuestro protagonista entrañable se interrelaciona con nuestros escritores favoritos, transfigurados en clichés desaforados de Monty Phyton o Saturday Night Live. ¿Debería preocupar esto? No, porque a la chochez de Woody Allen se le puede perdonar todo, incluso que se permita recuperar al comediante de los sesenta, sin más ambición de llevar al extremo su feria del cliché. Aquí lo hace con el desparpajo de quien ya no tiene necesidad de demostrar nada, aunque con el irónico guiño para que quieren quieran tomárselo en serio diluciden dilemas como lo ilusorio del pasado, lo inaprehensible del presente, el acto creativo que ocurre mientras creemos que nuestra época -como todas las épocas- ya se ha agotado.
Como un Inception zemeckiano para hipsters, los personajes saltan del presente a los años veinte al siglo XIX impresionista y parnasiano. Todo para entender que la creación, que la escritura, incluso que el cine, es lo que tenemos alrededor, cuando tomamos perspectiva de lo que ocurre en las calles, en los bares, y lo hacemos propio desde una emoción lírica. ¿Alguien irá a añorar esta época en que el arte y la vida ocurren desde las redes sociales y los networkings como pretextos para el filtreo? Woody Allen lo deja de tarea, con una película tramposa, sin grandes ambiciones, pero hay que aceptarlo, con enormes dosis de empatía.