-Sí, claro que la marcha es política, y claro que es una mentada de madre frontal a Calderón -le dije a Aniuxa mientras comprábamos cigarros y coca colas y nos trepábamos al colectivo que nos llevaría al Vive Latino. Ana, salvadoreña, no entendía las parcialidades de las marchas mexicanas: años atrás una Marcha contra la Delincuencia convocada desde los medios monoctrónicos, ropa blanca, velitas en las manos y los cantantes de la tele llorando como recurso chantajista de promoción, relatos conmovedores de niños nice subiéndose por primera vez al metro de la ciudad -y descubrimos un mundo nuevo, registrarían azorados en sus blogs y foros de discusión-, con el resquemor de los otros -México cada vez se trata más de la descalificación de los otros-otros- decodificando intenciones de derechas maquiavélicas que querían abollar el carisma del líder de la izquierda. Y años después, copia calca en negativo, los que marchan no usan ropa blanca ni velitas -cursilerías de estudiantinas lasallistas- pero en su lugar reproducen esa ilustración tan efectista (lo siento: y tan horrorosa) No Más Sangre del monero Hernández, no pueden evitar que grupos golpeados por el régimen -SME, concretamente- quieran llevar agua a su hidroeléctrica y recurren al santoral que el perredismo querría vender como moral: que si el Peje, que si la Morena, que si olvidemos las tracalencias contra Juanito, que si la gritona de la Jesusa y el siempre incómodo ligador Bejarano, que si cuando la Poni y el Monsi (QElaicaPD) comen torta de aguacate logran sincretizar lo mejor de nosotros mismos. Las Marchas Por la Paz y Contra las Delincuencias en México tienen distintas lecturas, todas según desde el color del circulo que tachemos los días de votaciones. Las convocadas por Marti y la señora Wallace se van de picnic al campo semántico de los Valores según la TV, la IniciativaMx censora pero para hacer el país más bonito, los cheques que suelta la gente con plata (tan comprometidos, ellos) para apoyar tullidos o damnificados. Mientras que las otras marchas, las de los chairos y los nostálgicos de las viejas marchas democratizadoras, resuelven su protesta en lemas básicos y perentorios: la renuncia de Calderón, evidenciar el fracaso de su guerra como evidencia de su ineficacia política, su intención de militarizar el país como ambición soterrada de régimen totalitario, la división tajante que Felipín ha hecho entre ellos, los criminales, y nosotros, los ciudadanos de bien que deberíamos aguardar con paciencia a que amainen los asesinatos y mientras ocurre bien podríamos rezarle al nuevo beatito polaco. El discurso de las marchas se querría universal: paz, tranquilidad, justicia, memoria, no a la impunidad (y sí al gobierno del color que más nos late); cuando se lee más de cerca se reconoce la actualización de la pugna que se inventó a mediados de los años dosmiles y que, me temo, en mucho tiempo no sabremos superar: la caída del camaleónico priísmo -cuasimarxista en tiempos de Echeverría, neoliberal con el Villano Favorito Salinas- dejó indefensas (y mucho más: inexpertas) a las facciones de izquierda y derecha del país. Tan impresionante es la influencia del priísmo, que mucho se sabe: lo mismo PAN que PRD son mutaciones con quesque ideologías augustas del viejo PRI, la praxis de sus políticos no ha cambiado un ápice del que tendría el gabinete de López Portillo, pero esos dogmas beligerantes que llaman ideología bien se ha encargado de joder al país. Desde el año 2000 y hasta ahora, la política mexicana se ha tratado de tirarle mierda al PAN o al PRD, según la trinchera de la querencia de uno (el priísmo nomás se divierte); las manifestaciones populares no son sino expresiones de fuerza de cada facción. Y en este momento -ahora que se está desarrollando la Marcha Nacional que liderea Javier Sicilia-, la exhibición de fuerza es de izquierda, y el linchamiento va contra el legítimamente y de-a-pechito lincheable Felipe Calderón.
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Pero Felipe Calderón tiene la obligación de aguantar vara, por la simple razón de que legítimo o fraudulento, él se supone que es el Presidente de la Nación. Y él es quien dicta las políticas de seguridad en el país. Y su éxito o su fracaso lo debe asumir él. ¿Por qué no extender la protesta al crimen organizado? Porque no votamos por ellos, ni ellos han establecido con nosotros un compromiso explícito de gobernabilidad vía cualquier mecanismo democrático, ni tienen la obligación de preservar la unidad ciudadana. Pero hay un apunte más: tampoco debemos olvidar que Felipe Calderón inició esta guerra como un golpe mediático para asentar su institucionalidad, que hacia el mes de diciembre de 2006 sólo se la creía su familia y su querido amigo Mouriño. Las formas en que Calderón asumió el poder fueron muy parecidas a las de Salinas de Gortari a finales de los ochenta. Después de una jornada electoral llena de suspicacias (la caída del sistema y esas linduras del priísmo ochentero en plenitud), la institucionalidad de Salinas estaba en entredicho y debía buscar una forma definitiva, tajante, de demostrar que, legal o no, él era el muchacho que concentraría el poder. A Salinas no le temblaron ni medio las manos. A las pocas semanas de llegar a Los Pinos operó aquello que se llamó el Quinazo, la aprehensión del poderosísimo líder sindical petrolero Joaquín Hernández La Quina, una ostentación de fuerza y poder tan maravillosamente bien llevada que después de eso a nadie se le ocurrió cuestionar la legitimidad de su presidencia. Como buen villano favorito, una vez legitimada su autoridad, Salinas desplegó un sutil mecanismo de represión contra sus opositores (los incipientes perredistas a los que "ni oía ni veía"), a la vez que deslumbraba en esos artificios económicos y políticos que le permitieron ser visto como estadista cuando iniciaban los noventa. Calderón quería repetir la peli ante una situación similar (la mitad del país seguíamos y seguimos sin creer en la legitimidad de su triunfo electoral), pero sin el genio de su antecesor. A Calderón le urgía parecer presidente y opacar a la figura terca pero influyentísima de López Obrador; el enfrentamiento contra el narco le significó ese genial recurso mediático que lo asentara y lo volviera el héroe postergado que debíamos reconocer. El lío fue que La Quina era un objetivo mucho más fácil que todo el enjambre económico y criminal de los cárteles de la droga. Y que agitar el avispero criminal excedía en mucho las capacidades de su ejército y su policía. No es que no se deba enfrentar al crimen organizado, es que esto requería un trabajo de inteligencia quirúrgico, y no una ostentación tan grosera y burda de poder, que derivó en masacres, enfrentamientos, desquebrajamiento de las instituciones de seguridad, vejaciones a los derechos humanos: la transformación de un México enfrentado políticamente en otro angustiado por la violencia disparatada y caótica. Y esa elección SÍ se la debemos a las decisiones políticas de Calderón. Esta elección de poder y mano dura para afianzar su legitimidad, es la que se le reclama. Y el Renuncia Calderón entonces cobra sentido: representa el juicio de la sociedad contra una decisión de gobierno que va más allá de lo impopular, que representó el desbordamiento de la violencia por decreto, un régimen sistemático de inseguridad -y en consecuencia, de control- como forma de apuntalar la legitimidad. Esto también explica la parcialidad de la Marcha, la politización del mensaje que se da entre quienes la ejecutan, y la virulencia con la que los partidarios del régimen la atacan. En el fondo, la Marcha Nacional sigue debatiendo el 2006, aunque también van marcando las pautas de 2012, en las que la figura del Sr. Presidente queda como la más trágica, la más pusilánime, la más desgraciada. La Marcha Nacional marca el inicio del declive de Felipe Calderón como presidente; a partir de aquí las izquierdas afianzarán su poder e influencia y recobrarán la creación de múltiples y variados grupos de organización -la famosa sociedad civil de los años ochenta-; las derechas deberán reconsiderar su discurso y paulatinamente se irán alejando de la bravuconería calderonista si es que quieren ser rentables en el electorado del próximo año. No es que se dejará de enfrentar al crimen organizado: la guerra se ha iniciado y en la agenda de cualquier partido político se deberá agregar el apartado de confrontación y seguridad que pide la batalla contra los carteles, pero forzosamente deberá matizarse y modularse con cruzadas de corte social y político, que de verdad vuelva a este enfrentamiento en un compromiso de la sociedad contra los criminales, y no en el capricho autoritario de una cúpula gobernante, sin considerar la opinión de sus gobernados. ¿Esa agenda, ese programa a futuro, lo tiene el PRD o el PAN? Mientras tanto el PRI contrata diseñadores de interiores para remodelar la casita de Constituyentes. Los que saben de política presidencial dicen que el quinto, el penúltimo año, es el más solitario del habitante de Los Pinos; los grupos políticos se acercan a los nuevos candidatos y del presidente sólo se pide mesura y contención -autoridad altamente discrecional- en el devenir de los acontecimientos. La soledad de Calderón se acentuará con su figura torpe, limitada, que nunca supo leer la política nacional más allá del enfrentamiento y la polarización. Porque si algo no supo hacer Calderón en estos años de gobierno, fue intentar la unidad. O la logró, pero no cómo el quería: porque consiguió una unidad opositora, frontalmente crítica a sus decisiones y que no ve el momento de que se marche, para ver si entonces se puede intentar la reconstrucción del país.
Los Huaraches de Zapata está en la calle de Flores, atrás del Walmart de Plaza Universidad. Venden -obviamente- huaraches, pero también tacos, gorditas, quesadillas, sincronizadas, refrescos y aguas de frutas naturales. Es un lugar barato, apreciable para quienes perseveramos en el hambreado oficio del free lance. Hasta hace poco lo atendía un tipo desgarbado, de preguntas hurañas y ejecución pronta. Apuntaba los pedidos con una letra atormentada, se los pasaba a la fritanguera y tachaba con furia las comandas atendidas. El equipo total de Los Huaraches de Zapata era de tres personas: este amigo desgarbado, la diligente fritanguera y una tercera muchacha que pelaba tomate verde con mucha lentitud porque la televisión le exigía su concentración total. Era un buen equipo. Me causaba curiosidad, sobre todo, el amigo desgarbado y su gran eficiencia al tomar la orden, cortar limones, rellenar las cazuelitas de salsa, hacer las aguas de melón, sandía, naranja y alfalfa con piña y guayaba. Tenía el pragmatismo de quien ha perdido toda esperanza: por eso se movía mecánicamente, echaba agua y fruta en el vaso de la licuadora casi sin fijarse y se sonrojaba con las clientas bien maquilladas, vendedoras nerviosas de ropa de niño en Suburbia. A mí me tocó presenciar justo el parteaguas en Los Huaraches de Zapata. Alguna tarde que pedí mi religioso huarache con huevos rancheros -estrellados, uno con salsa verde y el otro con salsa roja, para darle sabrosura y vistosidad-, el amigo desgarbado estaba con una señora: fácil deducir que era su mamá. Bien maquillada y con el pelo color jamaica, tenso en un chongo de Señorita México cuando buscan respetabilidad. Era de ese tipo de señoras que desde jóvenes habían querido ser guapas y, aunque nunca lo consiguieron, al menos habían aprendido a sonreir con cierta gracia. El hijo, a trompicones, le explicaba lo importante de la comanda, de tachar lo ya entregado, de cómo envolver las quesadillas para llevar en papel aluminio. La señora lo oía a medias y a todo contestaba: sí, cielo, sí, cielo, entiendo, cielo, así se hará, cielo. Cielo inició una explicación muy complicada sobre las cubetas para las salsas y las cubetas para las frutas, que de ninguna manera debían confundirse porque la mezcla de los sabores podría ser funesta, a medio lamento por los hipotéticos comensales agraviados, la señora lo atajó, enfatizó: -Yo voy a salir adelante, cielo. Tú no te preocupes. Tú asoléate y haz jogging en la playa. Acá todo va a estar bien. Y Cielo bajó los ojos con fatalismo y su mamá, como si se sintiera obligada a darme explicaciones, abundó: -Se va a trabajar a Puerto Escondido. Seis meses, por lo pronto. Yo le digo que le eche ganas para que se quede más. Al instante, Cielo me preguntó si necesitaba otra cosa. Mi cuenta. Garabateó sus números desesperados, saqué el billete, me dio cambio, eso ocurrió hace cuatro meses y desde entonces las cosas han cambiado dramáticamente. Ahora la señora te recibe con una sonrisa que parece canción de Save Ferris, muestra un menú que ella misma habrá confeccionado: con un Zapata de lentes new wave, piñas y guayabas contentísimas, un Cantinflas satisfecho que muestra el pulgar porque qué encabronadamente bien se come aquí. La señora pregunta qué tal te ha ido, te hace opinar sobre lo hermoso que está el día y entrega su menú como si fuera su boleta de calificaciones. El problema es que con todos hace lo mismo y, según el juego que le haga cada persona -yo le hago poco- se extiende en más o menos chácharas -por lo común más- antes de que uno pueda ordenar. La mujer que antes pelaba tomates verdes, ahora mira catálogos de zapatos Andrea y suele interrumpir a la señora para indicarle: "mire, mire estos huarachitos, qué lindos están". Con la misma concentración con que saluda, la señora voltea a ver el catálogo y dictamina: "pero esos los vi más baratos y más bonitos en el mercadito que te conté". La del catálogo entonces le explica que en realidad le gustan más los huarachitos del otro catálogo, lo busca y se lo enseña, la señora compara y precisa: "también hay de estos en el mercadito, el domingo vamos"; con la misma se acuerda que saludaba y tomaba las órdenes, y como si no estuviera segura de haber saludado antes, vuelve a sonreír, a comentar lo sabroso que se siente el calor. Por suerte, la fritanguera sigue siendo tan fría y eficiente como antes. Se ha converido en el factor secreto para que no termine de caerse el lugar.
La señora se ríe, apunta la orden, se ríe, descubre que se le está cayendo el barniz de las uñas, se ríe, arregla su chongo color jamaica y vuelve a reírse. En ineptitud total. Y la comida que uno antes despachaba en 20 minutos ahora se ha extendido hasta los tres cuartos de hora; es como comida con show incluido: comedia de dislates y digresiones con efectos desesperantes. Mientras le doy al huarache y al refresco -renuncié al agua de melón desde que la señora tarda poco más de media hora para hacerla- suelo pensar qué tal le estará yendo a Cielo en Puerto Escondido. la primera idea, la irónica, parece ruego: ojalá en verdad se haya asoleado y esté haciendo jogging en la playa todas las mañanas, es más: ojalá me lo esté zarandeando una turista europea, rubia y colorada, para que valga la pena la decadencia de su negocio en la ciudad. Pero la segunda idea es pesimista: lo imagino arrumbado tras la barra de un bar cutre, sirviendo margaritas y martinis con su pragmatismo desolado, incapaz de sostenerle la mirada a cualquier cliente con tono de rumba. Incluso concluyo mientras rompo la yema fría -quince minutos en llegar- del huevo estrellado del huarache: quien de verdad debía estar en la playa, sonriendo y recibiendo clientes, riéndose de sus chistes e improvisando otros para corresponderles, debería ser la madre y no él. Y entonces odio mi determinismo social, tan de naturalismo decimonónico, pero cuando la cuenta tarda diez minutos porque la divina señora está haciéndole gestos y aplausos al niñito que llevó un cliente, la sentencia es inevitable: que hay gente gris y desgraciada, que nunca debería moverse del sitio oscuro donde su monotonía funciona más. La incompetencia social de Cielo se traducía en servicio eficiente y satisfacción de sus clientes; su dramática transformación como persona, tan improbable, tampoco ha traído beneficios en los hambrientos y angustiados comensales que colmamos nuestra paciencia con el show de la madre. Se me ocurre otra certeza, que ya se escapa del propósito de esta historia: que la madre y su pelo jamaica en chongo, y su distracción y su amabilidad circense, es la única de todo el cuadro que sería feliz aquí, en los Huaraches de Zapata, o en el bar de Puerto Escondido, o en Las Vegas, o en Montecarlo, o en Ctulhú. Y que quizá todos los demás deberíamos aprenderle algo a ella.
Aprendamos algo de la señora del pelo color jamaica:
Que trata del Ciudadano Kane y donde hace comparaciones jugosas con la literatura, otras películas y hasta el comic. Si alguien necesita dar una clase sobre Orson Welles y su Ciudadano Kane, no pierda el tiempo en el Rincón de vago, agandallen este artículo con todo y sus referencias al youtube y lampareen a sus alumnitos (y no sean cínicos, denle crédito al jefe Ruvalcaba que hizo un trabajazo sensacional). Sin más, el link:
-Todavía joven -así comentó Sprandell la noche-. Joven un tanto insípida. Las noches son como los seres humanos: no son nunca interesantes hasta que llegan a la edad adulta. Hacia medianoche llegan a la pubertad. Un poco después de la una alcanzan la mayoría de edad. Su apogeo corre de las dos a las dos y media. Una hora después se hallan en vías de desesperación, como esas mujeres devoradoras de hombres y esos hombres cuesta abajo que se lanzan al devaneo con redoblada violencia, esperando persuadirse de que no son viejos. Después de las cuatro se halla en plena descomposición. Y su muerte es horrible. Verdaderamente horrible al rayar el sol, cuando las botellas están vacías y las personas se parecen a cadáveres, y el deseo, exhaustivo, se ha vuelto repugnancia. Yo tengo cierta debilidad por los espectáculos mortuorios, debo confesarlo -añadió Sprandell.
La cena estaba buena con Jorge y Lotte, pero Cinthya me había invitado a su cumpleaños y debí despedirme antes de tiempo. En la ruta por la Condesa, pasé por la Rosario Castellanos. En la mesa de novedades alcancé a ver, más desaliñada que desgarbada, la espalda de Martín. Dudé en llamarle, ya presentía el resto de la jornada, terminar borrachos a las cuatro de la mañana en algún lugar desangelado, profiriendo sandeces. Pero también suelo hacer caso de los simbolismos, incluyendo los que deben evitarse. Le lancé el grito, le dije del cumpleaños, estaba el plus de encontrarnos con Julián Pensamiento, hacía varios años que no nos encontrábamos los tres juntos para compartir las chelas. Como estoy en casa de Martín escribiendo este post (y en efecto, ya son más de las cuatro de la mañana) (y traemos varios rones encima), procuraré brevedad y no me distraeré contando que entre finales de los ochenta y casi todos los noventa, Julián, Martín y yo entrenábamos el ocio en casa de alguno de los tres escuchando música, comentando películas y recalibrando el hoy y el ahora que no sé por qué diablos nos resultaba tan importante. Tampoco me extenderé explicando que juntos discutimos a Wenders cuando apenas les enseñaba a volar a sus ángeles de gabardina, que disertamos sobre los impostergables mensajes generacionales que lanzaba U2 desde su Zooropa, y que Julián contaba mejor la trama de Twin Peaks de lo que se veía en la serie. Ahora, el aquí y el ahora era El Depósito y el cumpleaños de Cintya, donde estábamos los tres más desubicados que alternativos en reino de indies, dándole a las chelas artesanales -"me gustan pero me cagan que les guste a los hipsters", cató Martín- y alargando la desidia con frases de hace veinte años. Los televisores pasaban videos de Aerosmith, Blondie e Inxs, que veíamos sin mucho interés. Desde hace dos décadas, los mismos videos de siempre. "No hemos aprendido nada", les dije con ganas de hacerme el interesante. Martín y Julián me dijeron que no mamara, con ganas de hacerme ver ridículo. Unos tipos se agarraron a golpes, uno cayó inconsciente y algunas mujeres lloraban. "No hemos aprendido nada", insistí mientras los polis no atendían a los golpeados y yo me hacía el mustio con los cigarros para que no se terminaran. "Ps los últimos tragos, ¿no?", vino la invitación temible al amanecer. Caímos en casa de Martín hablando de guiones, de lo insufrible que es intentar una trama desde el corsé de su premisa, de que Julián debería acelerarle a algún guión para que pueda presentarlo el concurso de óperas primas del Cuec. Alguna de las formas más fáciles de detestar al Martín es dejar que él ponga la música y siempre te diga que ahora escucharás lo que es lo de hoy. Prendió su itunes y generosamente se dio a odiar: -No mamen, escuchen esto, es lo de hoy:
Y concluimos que no habíamos aprendido nada. Por supuesto que nos explayamos en lo reina que es la vocalista, lo poco reinas que son las chilangas, nos contó de los israelitas que no querían ir a la guerra y se hacían encarcelar como hippies contestatarios, que mientras tanto pinches chilangos, acá siguen en el hoyo porque no faltan los imbéciles que creen en la guerra estúpida del quesque Presi Calderón
-Pero no mamen, escuchen esto, es lo de hoy:
Por supuesto, concluimos que no habíamos aprendido nada. Como Mano Negra pero sin globalización chaira. Uruguayos, por lo que el tema, por supuesto, fue armar una estrategia para hacer patria enamorando uruguayas, tan espectaculares como las argentinas pero sin esa sobrexposición de tantos charlys garcías y neurosis mesereando la Condesa. Hicimos propósitos de Año Nuevo: avionazo con los charrúas y engatuzar gurisas nomás por el ánimo de renovar la emoción.
Pero entonces se plantó de nuevo, a buscar en su itunes, de nuevo dijo: -No mamen, oigan esto, es lo de hoy.
Aquí me gustaría estar en mi casa para detenerme. Fumar con calma y que no estén chingando este par de borrachos con exclamaciones presuntuosas de condechis de segunda generación. Pero si logro describir algo, quiero decir que con este video de Kanye West volví a tener ese estremecimiento que hubo en 1983, cuando vi por primera vez el Thriller de Michael Jackson. O la sensación de urgencia y movimiento al que obligaba el inicio metálico y caótico del Achtung Baby de U2. El mamón de Martín solía aderezar ese azoro describiendo: "los noventa, baby, los noventa". Y ahora, a 20 minutos de ver esta belleza, lo volvió a decir: "¿Te quedó claro así o cómo carajos entiendes que estamos terminando 2010?". Y es que el video de Kanye West se excede de lo que antes conocíamos como videoclip. Martín dice que es como ópera rock, a mí se me hace semejante al The Wall que alguna vez marcó el desconcierto de finales de los setenta. Que además, el angelito afro se ve increíble:
Debo insistir que por lo regular tolero poco tiempo a Martín, pero que en el breve lapso de tolerancia, con él suelo recuperar el sentido de lo contemporáneo, de vivir este día, de sentirme parte de algo más grande que mi mediocre circunstancia. Hace diez minutos terminamos de ver el video, mientras servía el quinto ron le pedí chance de postear desde su compu (está honrada tu compu, mamón). Nomás quería compartir esto mientras se acaba la década, mientras empieza la década. Y por supuesto, resolvimos que no habíamos aprendido nada.
En algún momento de la peda no sé por qué apareció Italo Calvino, Martín lo trajo de su recámara, enseñó sus subrayados de marcador fosforescente, se lamentó de que no hubiéramos sabido esto desde 1987, cuando empezó la migraña de la amistad. Encontramos que la primera edición era de 1989, Martín se lamentó: ¿por qué diablos supo de este libro hasta ahora? Y leyó:
Si quisiera escoger un símbolo propicio para asomarnos a un nuevo milenio, optaría por éste: el ágil salto repentino del poeta filósofo que se alza sobre la pesadez del mundo, demostrando que su gravedad contiene el secreto de la levedad (...) suspiros, rayos luminosos, imágenes ópticas, y sobre todo esos impulsos o mensajes inmateriales que él llama espíritus.
Aventó el libro, el azar quiso que no tirara ninguno de los rones. El tamaño de la peda nos ha obligado a decir:
¿Por qué no aprendimos esto desde entonces?
Y el corolario:
NO APRENDIMOS NADA
Perdonarán el deshilacho del post, andamos pedos. Pero presiento que con el video y las cubas, el 2011 me acaba de empezar. Voy por más hielos.
PD: Frases de Martín mientras intento redactar esta madre:
-Sí sí, educa a tus lectores, que dejen de oír a Fernando Delgadillo y esas cosas que les pones cuando estás de pinche cursi.
-Diles a tus lectores que Madonna es una pendeja, que ya no está haciendo música, que es una vieja de ochenta años, una pobre anciana que no tiene nada que ver con nosotros. Que aunque vayan a su gym te vas a ver como se ve ahora Madonna a sus setenta años. Y que Bjork va para allá.
-¿Quieren seguir oyendo mamadas de hace veinte años o les pongo New Disc?
-Algo que te hará mover las entrañas: el Indie Dance.
-No les pongas música de Mike Patton, todavía no lo van a entender.
El sentimiento de botepronto es de compasión: porque Roger Waters, pinkfloydiano disidente, terminó quedándose con una porción pequeña del corpus impresionante que es Pink Floyd, y aunque nadie le podrá negar su influencia decisiva en los mejores años de la banda -los que irían del Ummagumma a The Wall-, lo que reconocemos como La Banda es aquello que lidera David Guilmour y que aún merece honores por dos discos -A Momentary Lapse of Reason y The Division Bell- , si no impresionantes, por lo menos meritorios; de tal modo que si en este mismo momento, en una misma ciudad, se presentara un concierto de Pink Floyd y el show Roger Waters The Wall Live, la inmensa mayoría elegiría a la banda; porque mal que nos pese, con todo y que The Wall sea disco emblemático, convocatoria generacional, rito de iniciación, tratado pop de existencialismo, no deja de estar reformulado como un show de nostalgia mediática: si me permiten la impertinencia, del estilo del Mamma Mia y su colección de rolas de Abba, o el Hoy no me quiero levantar que recopila los éxitos de Mecano. Pero es Roger Waters, pero es The Wall, y no mames Rufián, ya te han dicho que dejes de estar de quisquilloso y que disfrutes los simples placeres de la vida simple. Si además te acompaña ese prodigio de emoción, gritos y saltos desesperados que es Bellota, pues qué más se puede pedir. Y hay que aceptar: el espectáculo impresiona, los juegos multimedia con títeres colosales y videos con toda la pertinencia dramática; el despliegue de luces, fuegos artificiales y escenas efectistas hacen abrir la boca alelado; ni qué decir de la genialidad del disco, que uno va canturreando fervorosamente, una rola detrás de la otra, es fácil recitar el orden y los momentos en que las guitarras, las baterías, los gustos a balada o los rompimientos al hard rock detonan giros dramáticos y las emociones propias de la angustiante vida de Pinky. Porque le cuento a Bellota -y me extraña que no lo conozca-: dos años después del disco The Wall de Pink Floyd (1980) apareció la película (1982), dirigida por un joven Alan Parker, con muchas ganas de provocar. Lo que el álbum The Wall tenía de autobiográfico (nunca se dejó de ocultar que contenía muchos elementos de la vida del mismo Waters) se resolvió en el filme con la creación del personaje Pinky, interpretado por un Bob Geldof que después se habrá espantado tanto, que por eso se habrá dedicado a armar conciertos filantrópicos. El hecho es que para muchos, la película Pink Floyd's The Wall y el disco The Wall son un ente indisoluble, la historia de Pinky encarna en las rolas de Waters; describir alguna de las canciones muchas veces significa describir una secuencia de la película. Muestra de esta alianza es que en el espectáculo de Roger Waters la gran mayoría de las escenas son tomadas del filme de Parker, e incluso las animaciones de Gerald Scarfe siguen siendo la base de la puesta en escena de 2010. Es decir, ver el espectáculo Roger Waters The Wall Live es remitirse al disco de Pink Floyd que se escuchó por primera vez hace treinta años y a la película que se mira desde hace 28. La pregunta sería por qué sigue siendo efectivo este combo disco-película que ahora se recicla en espectáculo. La clave llega cuando Waters canta "Goodbye Cruel World", mientras se termina de construir el enorme muro que separará al protagonista del mundo y los aplausos llegan a su punto más alto, pues todos reconocemos el dramatismo del momento: quienes ahí escuchábamos el final del lado B del primer LP, quienes ahí cambiaban el segundo CD, los que veían este momento en la película y sabían que se acercaban al momento más escalofriante de la historia. Todos conocemos la historia de Pinky: los sarcasmos vulgares del maestro, la sobreprotección asfixiante de la madre, lo desesperante de la novia que se maravilla de las guitarras de Pinky, la televisión que el protagonista rompe porque se encuentra en uno de sus malos días. La historia de The Wall podemos contarlar y recontarla desde hace treinta años a la fecha, ha dejado de ser un argumento que sorprenda por sus giro imprevisibles y más bien se contempla con ese carácter irreversible de los mitos. Podría incluso decirse que con The Wall estamos ante uno de los grandes mitos pop de los últimos tiempos. Y como buen mito, con su carga simbólica y la riqueza de sus interpretaciones. Pero también: con su carácter fatalista por lo irremediable de la trama. Si en el Viacrucis católico tenemos perfectamente diferenciadas las tres caídas de Cristo, la pecadora que le limpia el sudor a Jesús, el hombre compasivo que le ayuda a cargar la cruz durante un tramo, y aún así nunca se podrá evitar la crucifixión, la muerte y la resurrección en tres días, en esta caso también reconocemos la historia del niño incomprendido que se convierte en rockstar alienado hasta que, harto de su vida, construye un muro para aislarse de las amenazas del mundo. Y podemos seguir recitando: la enajenación del encierro, los recuerdos de la guerra, los lloriqueos frente a la tele, la droga y su cómodo aturdimiento, la experiencia neonazi para esconder los sentimientos, el juicio que evidencia la fragilidad del personaje, la condena de tirar la pared y regresar al mundo. Lo que sorprende de The Wall es la culminación de lo previsto, la constatación de lo irremediable, la revisión de un argumento esperado: la sorpresa de volver a presenciar la pasión de Pinky, alterego de Roger Waters, por lo que asistir a este concierto-espectáculo también significa asistir a una nueva representación de la oscura historia del exlíder de Pink Floyd. Ahí entraría la salvedad: que una historia en su origen pesimista, se ha dulcificado al paso de los años, primero bajo pretexto de darle un contexto político-libertario, cuando se representó con motivo de la caída del Muro de Berlín, después porque las necesidades dramáticas pedirían un final amable, en el que Pinky se redima una vez que salga de la pared, como si fuera fácil resolver los horrores que ha vivido entre las influencias perniciosas de las instituciones y la visita al abismo que significa su reclusión. Aún y con esa reformulación optimista (el padre de Jacobo Deza, en Tu rostro mañana, fustiga contra esa propensión a hacer versiones blandengues de las historias para no herir susceptibilidades de personas que se espantan fácilmente), The Wall sigue siendo un rito de iniciación, un manual de la desesperación y el ensimismamiento, con el tono adulto, abismal, que Pink Floyd siempre intentó conservar. La versión de Waters, si bien no logra ser fiel a ese espíritu original, por lo menos recuerda la espectacularidad, el azoro de una pasión que se despliega entre rock bravo y baladas reflexivas.
Así termina la torpe e inspiradora peli de culto Pump up the volume (Moyle, 1990): cuando los polis detienen al insidioso-estudiante-promedio-locutor-pirata Mark Hunter (Christian Slater descubriendo al enfant terrible que después ya nunca será) por alebrestar con su programa de radio aficionado a un cándido pueblo gringote de Arizona. Mark hace su última transmisión invitando a la banda high school de la comarca a sublevarse, a no dejarse llevar por el stablishment, a ser ellos mismos, a enamorarse de la autenticidad de su voz. Después vienen los créditos y una panorámica del pueblote muestra cómo se encienden luces en las casas y cómo distintos locutores amateurs van dando testimonios de sí mismos: programas de niñas emo, de geeks y su pasión por los videojuegos, de individuos tristes y sin carisma pero con todo el derecho de expresar su simplonería. Era 1990, vimos la película, imaginamos que el futuro de cualquier fraternidad generacional se fundaría en la atomización: aldeas de intereses compartidos que se regodean en su incapacidad de comunicarse más allá de su propia comarca. Faltaban cinco años para los internez y al menos diez más para que el homo 2.0 se consolidara desde el protagonismo fantoche que le ha conferido las redes sociales. Veinte años después, así empieza la canalla y ya casi peli de culto The Social Network (Fincher, 2010): cuando un gris y malcayente Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg en enorme papel de contención mediocre) desenamora a su novia Erica Albright (qué bonita es Rooney Mara) con sus más bien vulgares ganas de figurar en los clubes sociales de Harvard. Desde que vomita consideraciones sobre su IQ, su torpeza social, su urgencia de pertenecer y su misoginia simplona hacia la desconcertada Erica, queda claro que Mark es sumamente inteligente y atrozmente imbécil. Después lo cortan y ni la menor idea de cómo superarlo, Despechito Zuckerberg se lanza a proferir insultos en su blog, sigue el despliegue de su genio y, desde el chiste misógino a la visión generacional, va naciendo The Facebook. Con la creación fílmica de Mark Zuckerberg, Fincher regresa a un tema constante en su filmografía: la marginalidad y la necesidad de pertenencia, que se resuelve mediante la creación de sociedades alternas -criminales, lúdicas, herméticas- que permiten la expresión enfermiza de sus personajes, obsesivos hasta el dostoyevskismo. La teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver) debe raparse y participar de la vida de un monasterio intergaláctico para enfrentar a su viejo amigo el alien (Alien 3, 92), el yuppie Nicholas Van Orton (Michael Douglas) es inscrito a un perverso juego que lo destruye para redimirlo de su ojetez (El juego, 97), ni qué decir del anónimo amigo (Edward Norton) de Tyler Durden (Brad Pitt) y su creación de ese mítico club de la pelea que lo subsana de su mediocridad oficinesca (El club de la pelea, 99), y aunque investigadores y cazadores de serial killers, el detective David Mills (Brad Pitt en Seven) y el periodista Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal en Zodiac) se ven obligados a aceptar dinámicas lúdicas -acertijos, crucigramas, juguetes mentales- por parte de sus presas para desentrañar misterios que terminan competiéndoles directamente. La primera gran secuencia de The Social Network -la posterior a la desafortunada cena de Mark y Érica- es fiel a esta premisa: mientras el nerdazo Zuckerberg va intuyendo su poderosa red virtual, a pocos metros de su cuchitril se vive the real life: el acceso al Phoenix, el club más prestigiado de Harvard, la fascinación iniciática y erótica de unos cuantos, el ánimo exclusivo -excluyente- de las tribus glamorosas. Y a partir de entonces no deja de marcarse una oposición que permea gran parte de la película: Zuckerberg y sus aliados como grupo emergente que reinventará la socialización desde las computadoras -el triunfo del nerd que nunca se hubiera imaginado en La venganza de los nerds (Kanew, 84)- frente a una aristocracia universitaria rebasada, que con fascinación aprende en Facebook a hacer vida mundana como si fuera videojuego de Atari. Dos personajes apuntalan la aventura de Zuckerberg, ambos símbolos del antes y el después de la experiencia Facebook. El amigo universitario, Eduardo Saverin (Andrew Garfield), con métodos convencionales hacia las impensables posibilidades financieras de la red social, y el fáustico creador del Napster, Sean Parker (Justin Timberlake), geekstar de precoz protagonismo, visionario y destructor de su propia trayectoria. La disyuntiva que ambos aliados imponen a Zuckerberg rebasa los códigos de la lealtad o la confianza: crear y hacer crecer a la Red Social también implica reinventarse bajo coordenadas nuevas -el hoy está en las computadoras y no en la aburrida venta de negocios de Saverin-, apenas intuidas por una generación postadolescente tan poderosa como inconsciente de sí misma, que aprenden a situarse en el mundo de los negocios desde la improvisación y el azoro, un poco como ya lo había sugerido otro teenager empoderado, el narrador David Eggers en su excesiva novela Una historia conmovedora, asombrosa y genial (2000). The Social Network entonces no puede verse como la clásica película de un juicio, con las triquiñuelas de abogacía que demanda el género; tampoco se trata del biopic triunfal de un geek y negociante genio, pues Fincher y el guionista Aaron Sorkin se cuidan muy bien de presentar a Zuckerberg como un baduleque solitario y sin habilidades sobresalientes; The Social Network mucho menos es la reflexión sobre la amistad o la traición, pues la película conjura el melodrama con sarcasmos light que no revelan pasión ni genio en los personajes; si acaso, The Social Network es la fábula de una empresa creada más allá de los parámetros antes conocidos, y por extensión, la crónica de una generación emergente, tan influyente como limitada: jóvenes emprendedores que erigen imperios desde la ocurrencia, que de una manera precoz aprenden los códigos de los negocios, pero también son incapaces de crecer como individuos al ritmo de sus alegres cuentas bancarias. Parecería contradictorio que, con menos poder económico o social, el insidioso Mark Hunter de Pump up the volume se revele como un teenager más explosivo que el inteligente pero abúlico Mark Zuckerberg; el arbitrario distingo revela un diagnóstico poco halagüeño para los Y: generación hiperinformada pero trastabillante cuando se trata de ser conscientes de sí mismos; hiperdotados en su potencial para erigir emporios, discapacitados en la mirada interna que les permita preguntarse cuándo y cómo carajos se va adquiriendo la madurez. Como un Rosebud diluido, al final de la película Mark Zuckerberg da refresh repetidamente a la solicitud de amistad que le hace a la imposible Erica Albright. Entonces la película se revela como el cuento de cómo se erige un emporio entre postadolescentes que siguen sin entender de qué se trata el mundo 1.0. Y que como los gladiadores de El club de la lucha, deben crear otro mundo, sudoroso, oscuro, con sus propias reglas, para que sea posible habitarlo. Y en el que sin embargo también fracasarán, como suele ocurrirle a los personajes fincherianos.