No tenía muy claro por dónde entrarle al tema de La Marcha Contra la Delincuencia; el respeto a tanto asesinado y secuestrado se peleaba con el recelo de ver a todos esos personaje conmovidos -el Juan José Origel y la Claudia Lizaldi, la Hania Novell y los niños patéticos de la última Academia, las
lágrimas tan indescriptibles de Adal Ramones, las pelotas inmaculadas de los partidos de fut, las portadas con veladoras de todos los periódicos, el enorme listón blanco en el pretencioso edificio del periódico Reforma- tan oportunamente blanqueados de blanquísima blancura. El reclamo se me hace pertinente, desconfío mucho de su ejecución.
Tenía tanto resquemor que preferí evitar la ironía
in situ y, como dirían los P. Mosh, vi la revolución desde mi televisor. Después la tele me regañó y me dijo que
no se trataba de una revolución naca pinchona revoltosa perderrista, sino de unir voces en un grito desesperado (Cfr. Carlos Cuauhtémoc Sánchez) para expresar un contundente Ya Basta a la impunidad y a las ineficaces autoridades del país. Perdóname, tele, le dije arrepentido a la tele y me concentré en mirar.
Después me limité a leer las opiniones a favor o en contra, sin intención de abundar. Hasta que en la tarde del lunes, mientras comía unos tacos de guisado que están casi enfrente de la Cineteca, pasó un auto y desde su radio escuché esa voz inconfundible, de
micrófono trabado en la laringe. Los años setenta y ochenta mexicanos no pueden entenderse sin ella. Y sin la figura flemática, acartonada, de Jacobo Zabludowsky al frente de 24 Horas, su noticiero de Televisa.
Lo inmediato fue pensar qué habrá dicho sobre la marcha en su programa de radio. Y la otra pregunta, más especulativa: ¿cómo habría hecho la crónica de la marcha del sábado anterior?
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A Jacobo le tocó ser el periodista de la censura priísta, el entrevistador en exclusiva de los candidatos del partidazo, el fustigador de los movimientos políticos alternativos (PAN, PC, PSUM después derivado al Frente Cardenista del 88 y al PRD) al todopoderoso tricolor. Y no es casual que su estrella televisiva decayera al tiempo que la hegemonía priísta se desquebrajara. Después, desde la radio, ha intentado posturas críticas e incluso sorprendió cuando en las elecciones de hace dos años tuvo un claro sesgo proPeje. Quienes lo conocíamos de antes supusimos en esta postura una forma de
lavar culpas. Esta expiación también la ha mostrado en entrevistas, cuando ha declarado que su postura parcial era obligada por las políticas de la empresa donde trabajaba.
Por este periodismo sesgado fue víctima de las burlas y caricaturizaciones de los opuestos a su exempresa. Hasta Caifanes le hizo una rola que se quería ojete y les quedó más bien pinchona. Pero intentando justificarlo:
Jacobo no pudo ser mucho más de lo que su momento histórico le permitió. Y de ahí sigue un intento de apología: y con eso poco que podía hacer, logró convertirse en el cronista más solicitado del México que se vivió en la televisión. Hizo relatos emocionantes de diversos momentos de la vida mexicana: él declaró la muerte de Colosio, él hizo las crónicas de las visitas del Papa, él entrevistó a los santones de esos tiempos (Salvador Dalí, María Félix, Cantinflas, Octavio Paz), él siguió todos los informes de gobierno de todos los presidentes de su época (De Díaz Ordaz a Ernesto Zedillo: treinta años con seis sinvergüenzas no es poca cosa) y quien siga dudando de sus habilidades no podrá negarse a reconocer lo estremecedora de su crónica, en tiempo directo, del terremoto de septiembre del 85.
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Tras su salida de Televisa y con su incursión a la radio, la apuesta periodística de Jacobo se ha acentuado hacia la
remembranza (el cliché convertido en nicho) del
México que se fue. Jacobo entrevista taxistas, meseros, dueños de pequeños negocios, boleros o expertos de oficios vetustos que ahora sólo existen como rarezas. El intento es recuperar una
ciudad anterior a todas las crisis: las económicas, las políticas, las sociales, las policíacas y de justicia de ahora. Una ciudad anterior incluso a la nefasta influencia del propio Jacobo como comunicador.
La ciudad que no se cansa de evocar Jacobo en columnas, entrevistas y crónicas radiales: un Centro Histórico sin vendedores ambulantes, una Zona Rosa con intelectuales y artistas en innovación continua, clases medias dignas que habitaban las colonias Narvarte y Del Valle, los ricachos de Polanco y Las Lomas como emprendedores suertudos que consiguieron amasar fortuna gracias a su esfuerzo y a que les hizo justicia la
Revolución. Una ciudad movida con una
doble moral eficiente, bien engrasada, en la que pobres y ricos conviven en una
injusta pero
armónica fraternidad. Sólo eso hace posible que el Jefe Jacobo llegara todas las mañanas a las afueras de Televicentro y platicara animadamente con quien le bolea los zapatos; Jacobo le habla del clima y el bolerito de las changuitas del dancing club donde él baila; Jacobo le promete que le conseguirá un autógrafo del mismísimo Chente Fernández y el bolerito le presumirá que también le bolea los zapatos a él.
La utopía tiene forma de ciudad: existen ricos y pobres, pero unos y otros están muy satisfechos de su condición. El distingo entre
Nosotros los pobres y
Ustedes los ricos nomás sirve para que un hijo del pueblo como Pedrito le cante a su chorreada con un miserabilismo conmovedor. Porque hay que aceptarlo,
el nivel social va acompañado del nivel moral: el rico es fruto de su esfuerzo, su tesón, alguna simpática trampilla que tiene más que ver con su astucia (el lobo de los negocios) que con su probable (Dios nos libre) infamia. El pobre no sólo es pobre porque quiere, además se siente muy contento de serlo. ¿Huelgas de ferrocarrileros, campesinos? Gente ignorante que se deja llevar por ideologías extranjerizantes. ¿Partido Comunista, guerrilla? Impacientes que no permiten que la riqueza y las oportunidades lleguen a ellos cuando naturalmente se desborde la economía hacia abajo. Por fortuna, la gran mayoría de la sociedad mexicana es eso que llaman
gente buena, sencilla, generosa, trabajadora, que describe con su
inigualable picardía la guapura de López Mateos y la fealdad de Díaz Ordaz.
Jacobo ha ilustrado ese edén citadino, imperfecto pero entrañable, cuando presume su infancia en La Merced, cuando jugaba futbol con el hijito del arbano tendero Slim (sí, jugaba con Carlitos) y otros peladitos que ya no se recuerda el nombre pero eran de lo más simpáticos.
Después, cuando le tocó hacer la crónica de los setenta y ochenta mexicanos, mucho de su acartonamiento iba permeado por el azoro de no entender ese país y esa ciudad que se le estaba yendo de las manos entre devaluaciones, explosiones demográficas, oposiciones al priísmo idílico cada vez más nutridas y sólidas, y voces que ya no se conformaban con su hermosa ciudad armónica.
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Jacobo contempló sin entenderlo la transformación de una ciudad-un país- degradados por la mala distribución de la riqueza, con gobiernos ilegítimos que
se esfuerzan en justificarse (pensaba en Salinas, incapaz de imaginar otros fraudes), con desdén hacia los esfuerzos de sobrevivencia de las clases medias lumperizadas, las cuales encontraron
vías de escape en dobles empleos-subempleos-mercados-negros que originaron
poderes paralelos (y he ahí el origen de las mafias, Cfr.
Historia de la Mafia, de Guiseppe Carlo Marino), con clientelismo tricolor y amarillo (los azulitos no le hacen a
prácticas tan nacas, prefieren negocios chonchos y legales aunque no éticos, Cfr. el metrosexy Mouriño), con matanzas como Acteal, Ciudad Juárez o Aguas Blancas convertidas en
panfletos culturales de nuestros artistas consentidos (tan bonita la Bauché interpretando a una asesinada comprometida), con monopolios de
globos aeroestáticos (y la ostentación imperialista: Todo México es territorio Slimcel), con
accidentes que evidencian la indefensión de cualquier trasnochador común y corriente, con el recelo contra el otro, con estilos de vida contra vidas sin estilo y el
cinismo disfrazado de declaración oficial. En ese contexto, ¿cómo carajos no se va a dar el secuestro, el asesinato, el narcotráfico, la impunidad, la vulnerabilidad? ¿Qué tejido social sano existe para impedir la bonanza del crimen organizado?
La pobreza no es causa de la criminalidad, explica el sociólogo ITAM que sopesa la posibilidad de la pena de muerte. Y no, la pobreza no lo es, pero sí lo es el
tejido social destruido, que obviamente abarca la pobreza, pero también la indiferencia, la polarización, la farsa política que se finge gobierno, el enriquecimiento ambiguo que no irradia a toda la población, la tolerancia a capos circenses como Ulises Ruiz o el gober precioso, la hipocresía doblemoralina de los medios que hace más conmovedora la muerte del niño Martí que la de los niños New's Divine, la martirización que hace de Fernando Martí su conscientizador-padre al lanzar sus frases tan brillantemente ochocolumneras ("si no pueden renuncien" me gusta para camiseta, pero "tenía una misión: despertar a México" me choca (asusta) (si fuera Fernando Martí vuelvo a morirme) por su
oportunismo redentor).
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Este... ya me enredé, ¿qué tenía que ver Jacobo con todo esto? Ah, ya. Que el lunes, mientras comía tacos, lo escuché y lo pensé describiendo la marcha. Y lo pensé reencontrando ese México idílico de tanta gente unida,
ropita blanca y veladora mística, en el grito perentorio del Ya Basta. Y pensaba que ahí él volvería a contemplar su niñez variopinta en La Merced, el Mexiquito bucólico de ricos y pobres conviviendo como en comedia musical, el monolito revolucionario institucional que
no se desquebraja (es un decir) en corrupción y racismo, la expresión genuina y ciudadana de frases sencillas (pero qué miedo: también lapidarias) pidiendo mano dura y orden y justicia, el cursi acompañamiento de las televisoras llorosas y un poco
regañonas a quienes no asistimos al acto.
Pero también pensé que se encontraría con una ficción. Un montaje mediático basado en el
chantaje sentimental. Una teatralización de ciudadanía que se cuida de no parecer partidista aunque sus reclamos tengan trasfondos
anti-lo-que-no-soy-yo. Un espectáculo de luz y sonido perfectamente fotografiado, con mensajes sucintos, pero que por eso se niegan a interpretaciones más complejas. Un festival de la indignación sublimada en velas y ecos religiosos. La
prefabricación televisiva de un momento histórico, como el final de La Academia, la presentación del hijo de Luismi o el inicio de la séptima temporada de 24.
Artificial de tantas ganas de ser
auténtico.
Sospechoso de tanto énfasis en hacerlo
bonito.
Si Jacobo validara emocionado esta marcha, ¿tendría que validar la menos linda de los 500 pueblos encuerados? ¿La de los oaxaqueños revoltosos? ¿La del otro
reality show, tan menoscabado, del sup Marcos y sus encapuchados? ¿O esas pertenecen al México que no entiende, aunque sean de un México que
corre paralelo a este México blanco? ¿Qué hace esta marcha superior a las otras? ¿Por qué esta sí merece cobertura especial y otras no? ¿Por qué esta marcha es
ciudadana y la otra de
acarreados, de raza, del pueblo, de nacos? ¿Por qué las otras son de acarreados si ésta tuvo el
acarreo más sutil (ni siquiera tortas y refrescos, chale) de los medios y el alcahuete feisbuk? ¿Qué hizo de esta marcha prefabricada, higienizada, un acontecimiento tan especial?
Me atrevo a decir: no la
mercadotecnia tan efectiva que aplicaron sus organizadores, ni la pertinencia política de quienes tienen intereses en "dar mensajes", pero tampoco (mucho menos) su
tan mentada espontaneidad. Esta marcha funcionó por la
nostalgia. La nostalgia de un México que ya no existe, que quizá
nunca ha existido. El México Huapango de Moncayo que se estiliza en ropa blanca y veladoras como si fuera un ballet folklórico, un videoclip de los muralistas mexicanos, un rebozo de bolita que puede pasarse por un
anillo. La nostalgia de ese México de estampita, y no otra cosa, fue la que iluminó tan artificiosamente el centro del país.