sábado, 19 de noviembre de 2011

Daniel Sada y el deseo de poblar el desierto


Puede parecer tan oportunista como azorado, pero vale hacer homenajes a quienes te han formado. Con Daniel Sada tomé taller durante cinco meses, más que darme elementos técnicos específicos sobre el arte de la novela, me dejó una visión y un espíritu que todavía ahora podría ser chocante, y es la de pensar en el oficio de novelista como un ejercicio de tramas, de historias, en las que la floritura del lenguaje podía ser agradecible pero no necesario. Y qué raro, que justamente un estilista tan puntilloso como él tuviera esa posición. Le gustaba hacer argumentos. "Tienes una pareja, tendrán un hijo, al mismo tiempo él es promovido a un cargo en su trabajo de dirección general que lo hace viajar. ¿Qué piensa la mujer de esto? ¿Qué sacrificio sería peor para él? ¿Dejar a la esposa y lanzarse a sus viajes, o renunciar al cargo y concentrarse en ser padre? En esas preguntas está la novela".
Se burlaba de los relatos breves, a pesar de que él también los hizo. Le parecían filigranas exquisitas, juegos de ingenio, pero que no aportaban mayor trascendencia al arte de contar historias. Su pasión era la novela: la trama, el argumento, escudriñar la condición humana y llevar ese escrutinio a sus últimas consecuencias. También me confirmó la fascinación hacia John Irving, "un Charles Dickens enriquecido por la introspección del siglo XX", algo así dijo. 
Lo debí entrevistar hacia la primavera de 2002, cuando todavía estaba terminando su novela Luces artificiales. Fue en el Sanborns de los Azulejos. Más que generoso, estaba interesado en platicar de literatura, en insistir en sus dichos, en confirmar una poética personal --- de las más personales de la narrativa mexicana de todos los tiempos. Después me firmó Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y ahora me dio mucha vergüenza correr al librero y volver a revisar esa dedicatoria, esa sí más generosa que justa. 
La entrevista se publicó en un portal que se llamó Literature World, no sé si siga existiendo. Ahora le doy vulgar copy-paste, sin revisar edición ni cuidar insensateces que uno hace al entrevista a alguien tan genial como Sada. Como suelen decir los escritores afectados: los errores de la entrevista son míos, si hay algún acierto, es del genio de Daniel. Y qué triste que se nos vaya una de las plumas más importantes de nuestra narrativa. Que no descanse en paz: que siga en la tensión enriquecedora de crear tramas, personajes, lenguaje, donde quiera que vaya.

Daniel Sada: el deseo de poblar el desierto.

Con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1998), Daniel Sada se ha convertido en el nuevo clásico de nuestra narrativa. En su gran epopeya lingüística del pueblo de Remadrín confluyen las más diversas escuelas: el lenguaje de Lezama Lima, los temas de Rulfo, los personajes de Faulkner, las preocupaciones de una literatura norteña que en autores como Cornejo, Croshwaite, Parra o Toscana está dando sobradas muestras de su riqueza. Esta posición de Sada como autor consagrado obliga a la relectura de su obra. De ahí la pertinencia con que Tusquets reedita su novela Albedrío (1989), y que motiva la siguiente charla.

El lector trashumante
Cómo inicia tu contacto con la literatura?
—En mi familia no se leía, un libro era una rareza. Yo empecé a interesarme en la literatura porque mi maestra de primaria tenía una biblioteca muy completa de autores clásicos y a mí me apasionó. Por eso, al mismo tiempo que aprendí a leer y escribir, aprendí literatura y sobre todo métrica. En ese entonces componía poemas con métrica, tengo muchos cuadernos de esa época.
—Pero también había una actitud trashumante en tu familia, viviste en varios pueblos y ciudades del norte.
—Viví en Coahuila hasta los catorce años, después en Ciudad Victoria, Ciudad Mante, Sacramento, General Zepeda (un pueblo de Coahuila) y finalmente México. A mi padre le gustaba moverse.
—Era como los húngaros.
—Era un húngaro simulado. Después, yo por mi cuenta seguí viajando. Estuve en Culiacán, Los Mochis, México, París, Torreón, Zacatecas, San Miguel de Allende, y desde 1993 vivo permanentemente en México. Ha sido mi periodo más largo en esta ciudad.
—¿Cuándo empezaste a ejercer formalmente la literatura?
—Yo siempre he tenido a la literatura como una afición, nunca me propuse hacer una carrera de escritor. Quizá ahora vivo un poco de esto por los cursos y los talleres, pero para mí cada libro representa un nuevo reto, es como si empezara desde el principio.

Obra de juventud
—Tu primera obra en prosa es Lampa vida, de 1980 ¿cómo la ves a sus treinta años?
—Ahora no la reeditaría, para mí es una obra de juventud. Es un libro que trabajé con Juan Rulfo y Salvador Elizondo en el Centro Mexicano de Escritores. Allí todos le dieron el visto bueno, pero me rechazaron en cinco editoriales, incluso con sus recomendaciones. Finalmente Premià la aceptó, pero aun Fernando Tola la publicó con dudas. El libro no circuló mucho, pero sí tuvo mucho cuadro crítico.
—¿Qué se decía de Lampa vida?
—Que era poética, barroca, imbricada, críptica y con un asunto muy sencillo; que estaba en endecasílabos; pero llamó la atención porque era a contracorriente de lo que se estaba haciendo, de hecho yo siempre le rehuyo a las modas, me dan pavor.
—¿Y Rulfo y Elizondo qué atributos le encontraban?
—Elizondo estaba deslumbrado y Rulfo reconocía el esfuerzo literario, pero no estaba seguro de cómo iba a recibirme la gente. Él dudaba mucho.
—Pero Rulfo y tú tienen mucha afinidad.
—No, porque Rulfo es seco, árido, despojado de ornamentos, y yo al revés, trato de poblar el desierto de palabras, visiones y sensaciones. Rulfo quita palabras y limpia; yo pongo y pongo palabras. En el espíritu tal vez podríamos coincidir, nuestras sensibilidades son correspondientes, la percepción y la lógica de pensamiento también, pero Rulfo es un clásico de la literatura y yo ni por equivocación podría equipararme con él.

El cuento y sus fórmulas
—Después viene el libro de cuentos Juguete de nadie y otras historias. Noto que tus cuentos van a contracorriente del canon, no pretenden circularidad, finales sorpresas o cerrar expectativas. Tus cuentos más bien parecen distenderse.
—Después de Lampa vida me dediqué mucho al cuento, pero veía que cae en fórmulas constantemente, ha tenido muy poca evolución, todos usan más o menos las mismas premisas: planteamiento, desarrollo y final, la fórmula típica de Maupaussant. Escribí Juguete de nadie por influjo de estas lecturas, pero en realidad quería escribir novela, porque me parece el territorio por excelencia para la experimentación, pues cada nueva novela es una refutación contra el arte de novelar. Aprecio mucho el cuento pero a veces tengo la tentación de escribirlos buscando otra estructura, y siento que los exégetas del cuento me van a vituperar.

La escritura en Albedrío
—¿En qué contexto escribiste Albedrío?
—Yo tenía un trabajo burocrático que me absorbía todo el tiempo. Entonces, si quería escribir una novela, me tenía que inventar una disciplina, un sistema de escritura: trabajé de madrugada, de lunes a jueves, no salía a ninguna parte, era una vida muy sistemática, muy ascética, monacal. Yo quiero Albedrío porque es el primer libro que escribí con una disciplina férrea, haciendo un tour de force todos los días.
—¿Sería la novela que marca el inicio del escritor de oficio?
—Digamos que el escritor con disciplina, con un sistema de trabajo ya muy acendrado.
—¿A qué fuentes literarias recurriste?
—Literatura clásica, sobre todo. La Odisea, evidentemente. La Divina Comedia, el Quijote, porque en todos hay un viaje y un deseo. Los personajes no están estáticos, siempre se lanzan a la búsqueda de otras cosas. Siempre había querido escribir una novela que implicara un viaje, pero en el sentido más puro del viaje: el viaje sin regreso, que te lanza a descubrir el mundo y quién sabe si regreses. Puede ser de tres días o de toda una vida, es la idea clásica más genuina del viaje.
—Que tendría que ver con el mito del húngaro...
—En Albedrío nadie sabe de dónde vienen los personajes ni a dónde van, ni por qué se llaman húngaros. Andan viajando, viven de dar cine y vender cosas, hacen trueques o roban y la gente les teme. Además, para los húngaros, arraigarse en un lugar es señal de mala suerte. Dom Seb Tab, el filósofo de los gitanos en España, decía que el mundo está regido por el cambio: como el mundo se mueve, también el hombre debe moverse y modificar sus deseos, sus situaciones, sus percepciones; no puede quedarse un mundo estático porque lo vuelve un poco lerdo, sin dinámica ni magia en el pensamiento.
—¿Y el movimiento implicaría llegar a algún conocimiento?
—Los personajes adquieren poder: el poder del talismán, de la rama de güindía; pero estos objetos solamente tiene poder mientras estén en ese lugar, si se mueven se desdibujan todos los poderes. Otra circunstancia es que los húngaros van siempre juntos, y si alguien, como Policarpio, se separa de ellos, automáticamente está muerto, y si regresa no lo reconocen, piensan que es un espíritu. Al vivir esta experiencia, Chuyito sabe que cuando se separe de los húngaros va a morir para ellos, y al mismo tiempo se da cuenta de los poderes que puede tener una piedra con que solamente él lo decida; por eso cuando se aleja al final de la novela, y se queda perdido al ver una piedra, ésta le otorga poderes.
—¿Y entonces Chuyito conquista el albedrío?
—Yo le pondría un complemento contundente al albedrío: el deseo. Pero un deseo que se modifica, que nunca es el mismo: el deseo de llegar a un estadio superior de cosas.
—En la novela hay un interés formal por las palabras, pero también como tema: a Chuyito le gusta la caligrafía, Olga Nidia y Chuyito tienen prohibido hablar, Manducho imagina los diálogos de la enana barbuda; todos parecen tener una relación especial con la palabra...
—Más que una relación, una prohibición. Una limitante. Todo lo dejan a la espontaneidad. Chuyito va a ser enana barbuda pero él va a inventar los diálogos, no tiene guión, entonces es el libre albedrío en la representación de las obras, pero dejándole mucho margen a la espontaneidad.
—Pero las prohibiciones a las que obligan a los niños también parecería contradecir la conquista de este albedrío...
—Los niños aprenden que pertenecer a ese mundo significa tener muchas ataduras. A pesar de que se van desplazando, de que hay un albedrío, un deseo renovado, también aprenden que no todo es libertad, que esa libertad tiene muchos cotos.

De cirqueros y matrimonios
—Noto dos constantes en tus relatos: una es la presencia de cirqueros, húngaros, titiriteros; gente viajera, pero también proclive a la representación... hay algo de teatro...
—Es que para mí la novela, el cuento y los personajes no dejan de ser una representación. Con estos personajes se evidencia mucho más, pero incluso los personajes que no son saltimbanquis están representando un papel para el lector o el espectador. Para mí el lector cumple las funciones de un espectador. Y el narrador, es como un espectador que de pronto se pone a escribir.
—¿También sería el narrador un anunciante de circo?
—También: es alguien que está con un micrófono, o el altavoz, hablando. Mi narrador es muy metiche, es como la conciencia de los personajes, y de alguna forma, al utilizar la métrica, se vuelve un merolico que no sólo cuenta los hechos, sino que también los interpreta. Yo nunca he creído en el narrador omnisciente; mi narrador duda de muchas cosas, incluso de lo que está contando: hace especulaciones, conjetura constantemente. El merolico no tiene límites, siempre da pie a una espontaneidad muy grande y muy elástica.
—La otra constante son los matrimonios.
—Siempre están muy bien constituidos. En el Norte, por lo menos en los pueblos, está muy mal visto el divorcio. Aunque el matrimonio sea cruel y tremendo, de todos modos hay unidad: el matrimonio es una tragedia, puro phatos... y la ruptura en el matrimonio es inconcebible. Por ejemplo, en Porque parece mentira..., pueden irse los hijos, puede haber broncas, pero la pareja no se va a disolver. Y los solteros, o las mujeres solteras, no tienen mucha cabida en los pueblos...
—Es el caso de las gemelas de Una de dos...
—Sí, que pese a estar considerada como novela, para mí es un cuento largo. Ahí la gente les insiste a las hermanas en que se casen y ellas se niegan. Entonces es la ruptura con una tradición muy gregaria.
—Por su argumento: las gemelas que cada vez es más difícil diferenciar, enamoradas de este hombre que de pronto se les aparece, parecería tener nexos con el realismo mágico...
—Yo no sé en qué consiste el realismo mágico, cuáles son sus constantes; mis historias están basadas en la realidad: mis personajes no vuelan, no hacen milagros, no adivinan cosas, son muy reales y muy simples. Siempre me propuse escribir de personas comunes y corrientes; pero las historias que conozco de los pueblos son tan increíbles que parecieran fantásticas, entonces más bien son inverosímiles, y lo inverosímil es lo que ocurre en la realidad pero que no se repite, que no es cotidiano y entonces parece milagroso; esa característica podrían tener mis personajes: la inverosimilitud, pero no el realismo mágico.
—¿Esta inverosimilitud sería lo que haría trascender a tus relatos del realismo a secas?
—A mí no me gusta escribir ni leer lo que vivo; entonces, si escribo un libro no voy a copiar la realidad, le voy a meter ingredientes insólitos o increíbles. Los escritores más realistas siempre tienen algo de inverosímiles, o vuelven la realidad demasiado ampulosa, o la miran desde muchas facetas y entonces pareciera que no es real, sino absurda o fantástica. No quiero ejercer labor de cronista en la novela, yo más bien iría por la cuestión juglaresca.
—De ahí que en algunas ocasiones te hayas caracterizado como un fabulador.
—Podría ser. Pero mis personajes son sobre todo tragicómicos, y aquí quiero ser enfático: el personaje tragicómico lucha, y cuando consigue aquello que se han propuesto se decepcionan y vuelve a empezar. No es un imbécil, va consiguiendo metas y de repente no le satisfacen, o bien lo tiene todo y lo desprecia, como el caso de Trinidad, el personaje de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe.

El narrador socarrón
—En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, el robo de urnas y el fraude electoral disparan la anécdota de la novela, pero no son necesariamente su tema; no es por completo una novela política.
—El leiv motiv es el robo de urnas y el fraude electoral, pero realmente trata de la cadena de subtramas que rodean esto. Tiene 90 personajes, es muy balzaciana, pues toca todas las esferas sociales.
—¿Desde el principio estaba concebida como una novela de largo aliento?
—No, incluso nació de un cuento, lo ubicaba en una época de revuelta donde hay un fraude electoral, y los hijos se van y los matan, pero la mujer todavía tiene otros pequeños y sabe que cuando crezcan también irán a pelear. A partir de esta madre apareció Cecilia, que es el núcleo de la novela, porque ella tiene que acoplar la huida: seguir siendo fiel a su pareja y apoyar a los hijos.
—Se ha dicho que otro de los temas es la mentira.
—Cuando escribí la novela, las elecciones para mí eran una farsa. Después se demostró que sí se respetó el voto, pero yo no estoy seguro si se va a seguir haciendo. Además, en México estamos acostumbrados a la mentira, que es como un vehículo de poder. Un político que habla con la verdad no tiene futuro, de una manera u otra tiene que mentir. La verdad tiende a ser contundente, se pueden escribir en una sola frase, y como dice Nietzsche, es terriblemente simple. En cambio, la mentira es infinita: desde los pretextos, que son las semillas de la mentira, y las mentiras piadosas, hasta grados inconmensurables de la mentira. Al final llega un grado en el que uno no sabe exactamente dónde están las verdades, y cuando las encuentras te parecen una mentira; de ahí el título, que es una frase que escuché en una central de autobuses.
—Pero entonces la mentira, además de ser una cuestión de pensamiento, también es una cuestión del lenguaje, y esto ya tiene que ver con el uso tan peculiar de narrador. ¿Se trata de un narrador mentiroso?
—Yo quería utilizar en esta novela un lenguaje de distorsión: que extrapole y neceé. El narrador es equívoco, no sabe si está diciendo verdades o mentiras, se mete muchos autogoles, da revelaciones muy sesgadas, las mentiras no son muy grandes pero las verdades tampoco son estentóreas, entonces hay un juego balanceado entre la verdad y la mentira. El narrador duda, conjetura, a veces es desmesurado, inconexo, puede unir ideas que no tienen relación. Como diría Hugo Hiriart, es un narrador socarrón, que no se toma en serio ni toma en serio lo que está diciendo, entonces se trata de un narrador muy dinámico y por eso el lenguaje tiene todo un refuerzo.
—¿En esto reside la complejidad de su lectura?
—Acerca de la complejidad, te voy a manifestar varias opiniones: un escritor me dijo que la leyó en una semana y no le entendió nada. Otros no se dejaron distraer por el lenguaje o el ritmo y la han entendido muy bien. Lo que sí es una constante, es que se deben vencer los primeros obstáculos de la novela; ya vencidos, se accede a ella sin problemas.

Desierto barroco
—¿Por qué usar un lenguaje barroco en un contexto tan árido como el desierto?
—Justo por eso, porque está despoblado, porque se tiene la sensación de que el mundo está en otra parte. La gente del Norte tiene mucha libertad para inventar su vocabulario, porque no tiene bibliotecas ni conglomerados sociales. Se desmarcan de las reglas del lenguaje y adquiere una lógica de pensamiento que no está supeditada a ninguna preceptiva, de ahí el uso de los dos puntos: un recurso de retórica latina, que es la aposiopesis: una frase intencionalmente recorta, la otra complementa, y así pueden haber muchos complementos o residuos de la frase inicial, incompletos: una idea que se va diluyendo. Y volviendo al barroco, dominó casi tres siglos nuestro país, fue la primera influencia en América Latina y perduró mucho tiempo, además la lengua se ofrece para eso, para la abstracción.
—Ahora, la tendencia de los jóvenes escritores es evitar a toda costa la voz de autor, los juegos sintácticos o léxicos, procurar una lengua aséptica, un español estándar.
—Es muy legítimo, pero yo apuesto por las cualidades de la lengua. El español es enfático, utiliza muchas perífrasis, o muchas frases expeletivas, incidentales. En el inglés puedes unir tres palabras en una, cosa que en español es prácticamente imposible; puedes eliminar todas las preposiciones en el inglés, porque semánticamente el inglés es más completo, pero el español, si alguna característica tiene, es que es mucho más expresivo.
—Has anunciado que con Parece mentira... cerrarías el ciclo de los temas del Norte y empezarías a escribir sobre la Ciudad de México, ¿ya estás haciendo algo?
—Estoy escribiendo algo de la ciudad, sin métrica. No puedo dejar de ser yo, sigo pensando que estoy utilizando el español, que es una lengua que continuamente cae en la expansión, pero si yo utilizara un lenguaje de jerga defeño, aunque no tendría problemas de ritmo, sí entraría en la grandilocuencia, entonces quiero hacer otra invención del lenguaje urbano, sin ritmo, sin esa intención taladrada. Podría usar un lenguaje híbrido pero realmente estaría imitando a los gringos, y actualmente casi toda la literatura del mundo imita a los gringos.
—¿Sería buscar un lenguaje que escapara del español esterilizado?
—Creo que nosotros somos demasiado descalificadores. Por ejemplo, los poetas tienen demasiadas prohibiciones; no pueden decir quihubole o híjoles, y a veces los narradores también se lo prohiben, cuando es parte de su realidad. Si uno no aprovecha literariamente estas expresiones, está descontextualizado: ni hablas de la Ciudad de México, ni de Nueva York. El hecho de despojar a la lengua de los quihuboles ya es una fantasía del lenguaje, aun cuando estés escueto y sin ningún juego: es fantasía del lenguaje porque no corresponde a la realidad. En mi caso yo extrapolo, para mí no hay prohibición de palabras. Puedo decir caleidoscopio en un contexto del desierto, y puedo usar el quihúbole sin ningún impedimento.
—¿Y qué tal va la novela?
—Pos ahí va...
(publicado en la revista virtual Literate World)


lunes, 7 de noviembre de 2011

Las partículas elementales o la masturbación aguachentita

Michel Houellebecq es de estos autores que mientras menos tersos son con sus lectores más se les aprecia porque "no hacen concesiones" y dicen su veldá, aunque harto duela. En el caso de Las partículas elementales (98) su porción de veldá está en la descripción de una sociedad postmoderna, individualista al extremo, más hedonista que ética, lampareada por la multiplicidad de opciones de bienestar que terminan traduciéndose en el vacío existencial (el cliché de la frase obedece al cliché del argumento). La anécdota de este andamiaje sigue la vida de dos medios hermanos, hijos de una hippie loca que los dejó criándose por sus abuelas paternas, y que a falta de un modelo familiar se perdieron en la disfuncionalidad emocional: Michel tan absorto en sí mismo como si se hubiera comprado un Síndrome de Asperger para amueblar su vida; Bruno en perpetua angustia por su necesidad enfermiza de sexo. Y sigue una forma peculiar de contar estas desgraciadas historias: antecediendo las vivencias con un apunte sociológico, que es como espolvorear de contexto la vida de dos mentecatos, bien avituallados de becas y salarios académicos para no preocuparse por más cosa que por su inanidad.
"Una novela aburrida de un novelista diestro, interesado en aburrir", se me ocurrió cuando llevaba el tercio de la lectura y comprendía la diferencia entre contar dos existencias desvaídas y la destreza del autor para enfatizar tal modorra. El patetismo es mayor en Bruno, gordito y miserable, obsesivo con los escotes de las muchachas y agobiado por su incapacidad de hacerse unas cubanitas con ellos. Su fantasía erótica, por lo demás, es que alguna chica le chupe bien la polla -la traducción gachupa colabora con lo chocante- y puede llevarse un buen número de páginas persiguiendo esta proeza. La novela crece hacia el final, cuando aparecen Christiane y Anabelle, esbozos de parejas de los medios hermanos, si bien el autor se cuida de no desbordar los afectos y diseccionar la creación de las parejas en fríos argumentos de conveniencia conyugal. Tal vez la contención potencia los destinos infelices, que cuando ocurren dejan al lector en una orfandad mayor: poca redención en un par de personajes que por otro lado no interesa mucho que sean redimidos.
El patetismo de los medios hermanos sería más genuino y desconcertante si no tuvieran ese origen, melodramático a pesar del autor, que los hace hijos de Janine, la hippie desvergonzada. El recurso no deja de tener una carga moralina -los excesos sexuales llevan a la soledad de sus descendientes- que alcanza a simbolismo generacional -los años sesenta como un desborde irresponsable que derivó en los tristísimos alienados protagonistas de la novela- y más bien se presiente como conmovedor lloriqueo del autor. Los guiños autobiográficos, no como ostentación de vida ejemplar, ni como reflejo de una inteligencia en construcción, sino como reclamo balbuceante de un niñez infeliz. De botepronto se recuerdan los balbuceos de otro niño caprichudito, el tal Marcel que hacía berrinche porque su madre estaba de tertulia en vez de atenderlo a él. Sólo que mientras Marcel sabe hacer de esa experiencia un ejercicio introspectivo que después lo lleva a ocho tomos de reflexión sobre el recuerdo y la escritura, en Houellebecq apenas alcanza al panfleto gimoteante del representante de una generación pinchita que reclama los grandes atrevimientos de la generación sesentera, contradictorios, decepcionantes, irresponsables, pero que finalmente supieron hacer lo que quisieron (en ese mismo reclamo se inscriben novelas como Generación X de Douglas Coupland, Pastoral Americana de Philip Roth, y también me recuerdo el inicio de la peli Pump up the Volume (Moyle, 90) con el tenebroso Mark (Christian Slater) mentando madres a la generación que lo defraudó en cada canción de protesta).
Frente a los escandalosos excesos de Janine, la asepsia sexual de Michel y el accidentado merodeo erótico de Bruno resultan lastímeros, y en vez de provocar la compañía compasiva causan el acto reflejo de buscar a los patanes excesivos de En el camino, Ponche de ácido lisérgico o cualquier otra de esas épicas lúdicas e irresponsables.
La novela trata de más cosas: hay alguna reflexión sobre la obra de Aldous Huxley como punto de inflexión de la sociedad hedonista, consideraciones científicas que cierran la obra en un guiño irónico que hizo antes Vonnegut en Galápagos, una revisión del pensamiento occidental que culmina en una certeza desalentadora: "a fin de cuentas", dice el científico en retirada Desplechin, "Occidente ha terminado sacrificándolo todo (su religión, su felicidad, sus esperanzas y, en definitiva, su vida) a esa necesidad de certeza racional. El algo que habrá que reordar a la hora de juzgar al conjunto de la civilización occidental." Pero sobre la inteligencia queda el berrinche: el ajuste de cuentas con una generación que derrumbó los valores clásicos del género humano, pero que sus descendientes fueron incapaces de hacer algo con la fundación de ese desorden vitalista.

martes, 18 de octubre de 2011

Tabucchi, Pitol, simios y muchas otras cosas

La semana pasada estuvo movidita, no era buen momento para ponerse a leer una novela. Por eso elegí un libro de cuentos que heredé hace siglos de una novia y nunca le había hecho mucho caso. El juego del revés, de Antonio Tabucchi. Leí tres cuentos, después lo he abandonado por otros asuntos. Pero los tres cuentos que leí eran bastante buenos. El segundo, "Cartas desde Casablanca", tiene un final espectacular, que me recordó las novelas de Sergio Pitol. Recordé que Tabucchi y Pitol son amiguitos de piquete de ombligo, es común encontrar elogios recíprocos en prólogos, ensayos, conferencias. En los cuentos encontré, también, afinidad de temas. El personaje bien portado o pudoroso que las circunstancias lo obligan a manifestar alguna identidad oculta, y entonces salta la cabaretera en el cuento, así como saltan los ritualistas snob-escatológicos del novelista al final de Domar a la divina garza. Pero además, coinciden en la descripción de una alta burguesía en decadencia que se hace la discreta hasta que estallan por cualquier absurdo, dejando de manifiesto la fragilidad de una clase social que quisiera ser aristocracia, que aborrecería reconocerse en la miseria y evaden sus horrores entre migrañas y lamentos afectados. Es el mentado grotesco bajtiniano que le achacan a Pitol, como recurso natural para hablar de ciertos personajes que se revelan desde lo aparente-sublime y la vergüenza de su condición real.
Vino otro recuerdo, cuando hace diez años estaba embobado con El desfile del amor de Pitol y pensaba en una novela que emulara su estructura. Esto es: presentación episódica de personajes a través de una indagación seudodetectivesca, lo que ocurrió con uno se va sumando al testimonio del siguiente, puntos de vista contradictorios, que complementan pero no como lo quisieran los personajes, porque lo más importante, lo "real" de los acontecimientos no está en lo contado, sino en el cómo se cuenta: en las opiniones maldicientes de unos y otros, en los desdenes elegantes, en las justificaciones para las mezquindades propias, en la fragilidad que el personaje nunca quisiera mostrar pero el narrador la desliza con cierta malaleche. Para que pudiera darse este doble nivel de los discursos -que sea tan importante lo que se cuenta y el cómo se cuenta- Pitol eligió el estilo libre indirecto, que permite campechanear opiniones casi textuales de los personajes con algún comentario más "impersonal" o "elegante" del narrador. La maleabilidad de la prosa se hace entonces espléndida, las primeras páginas piden cierto esfuerzo del lector, pero ya entrados en las reglas pitolianas se vuelve de un humor y una versatilidad impresionantes. ¿Quién no quiere experimentar con un recurso así?
Y ahí voy, a las eternas novelas inconclusas, treinta páginas de un grupo de treintones neuróticos abrumados porque acabaron a gritos y sombrerazos su periodo de preparatoria, con cierre de la escuela, sacrificio simbólico de su líder, resquemores acendrados (saludos, loyolos) (abrazo, pero no de priísta, jefe Job) (ok, saludines también al @martiniseco) y un chismerío sabrosón que terminaría cuando esta decena de ridículos saltara al edificio abandonado de la escuela para descubrirse a sí mismos como cadáveres patéticos. El proyecto apenas llegó a su quinta parte, lo que escribí se perdió entre archivos de Word 97, 2000 y XP, y hasta hace poco quise releer alguna parte que según yo, era de los mejores momentos: cuando un tipo rudo, jugador de futbol americano, va eligiendo volverse gay porque piensa que es más divertido el carnaval homosexual que el compromiso arisco y desconfiado de los heterosexuales (pésimo argumento, ya sé, pero déjenme terminar). Hallé el texto, releí, fue una enorme decepción por lo afectado de las frases, el manierismo de los diálogos, la forma prefabricada de ir agregando anécdotas en el relato central. Pensé en treinta y cinco cosas, treinta y cuatro tienen que ver con mi fracaso y la mejor forma de suicidarme, la treinta y cinco es la que importa: que por alguna razón, esta técnica de Pitol, este prodigio de excesos expresivos; muletillas, requiebros pudorosos en las referencias, justificaciones absurdas, elegancia en los insultos, aparente objetividad en el escarnio -joterías, pues- le quedaban bien al mundo narrativo, entre aburguesado y decadente, de Pitol, donde el aprendizaje de los buenos modales y la diplomacia se presta para un habla sinuoso, que pide varias interpretaciones ("escribe esta carta pero con mucha mano izquierda", me pedía Anamari, tan pitoliana como jefa mía en el INBA, cuando debía redactar rechazos o negativas pero con buena-ondita); pero no funcionaba con mis oficinistas de sobacos sudados que se vuelven locos cuando consiguen un descuento 2x1 en un bar rascuache de gomicheladas.
Me quedé con una intuición incómoda, más porque sería ir en contra de todas las clases de creación literaria que tan bonitamente nos enseñan el arte del buen escribir: es que la elección de una técnica narrativa también procede de una visión del mundo, y que es falso que todo se puede escribir de todas las maneras posibles, siempre y cuando seas "dueño de tus herramientas" (el McGyver narrativo, pues). Hay otra idea más fácil: que Pitol es Pitol y uno, pues malamente es uno, pero con esa idea simplista se terminan las averiguatas sobre el dominio del propio oficio. Compongamos: Pitol tenía más claro qué quería contar y eso lo llevó con cierta naturalidad a crear el artificio que le permitiría hacerlo; yo estaba en la copia de un estilo, y aunque él mismo dice al inicio de El mago de Viena que: "El futuro escritor debía transformarse en un simio con alta capacidad de imitación", más adelante aclara que este mono mimético debe saber cuándo desligarse del estilo elegido para intentar el propio.
Supongo que desligarse de la imitación para hallar la escritura personal implicaría reconocerse en los temas, los espacios, la originalidad, el fraseo, las inflexiones que uno ha tenido desde siempre, pero este cliché tan como de libro de Coehlo suena huequísimo, y suena así porque el "reconocerse" quisiera ser poética de plenitudes cuando, menos resplandeciente, también podría asumirse como inventario de miserias. Lejos de armar leyendas prodigiosas de escrituras, exquisitas cuando son burguesas, desgarradas y salvajes cuando provienen de la insubordinación y el resentimiento social, me reconozco en silencios pasmosos, en el reciclaje de un mundo más bien pueril: más cercano de El libro vacío de Josefina Vicens que de cualquier gesta, impresionante o prescindible, de los novelistas que ahora importan.
Aunque no parezca, el párrafo anterior era optimista, reconocía personajes más chejovianos que de altos vuelos, aunque el medio tono de los universos suele confundirse con una ejecución menor. Ahí es cuando de nuevo se reciclan las angustias: ¿sigue valiendo la pena intentar la historia de un oficinista promedio, bebiendo en un bar de Sanborns, cuando las moditas literarias hablan de "novelas intelectuales" de "científicos atormentados" "alemanes" "que se llaman Klingsor" "por ejemplo"? El taller literario dice que sí porque le gusta reclutar cronopios; yo me pierdo entre temas y estilos porque también avizoro -aunque esto ya se alargó demasiado- que la lectura contemporánea no tiene mucho que ver con una escritura aprehendida aprendida en esa engañosa edad de oro de los noventa, con jornadas semanales y construcciones tardías de hombres nuevos, y que a las nuevas lecturas les urgen subgéneros no importa si parodiados chafamente, polémicas narcopolíticas, ardides cosmopolitas-hipsters, metarreferencias de novelistas que hacen novelas, y entonces me angustia no tener claro en qué espacio de todos esos ubicarme.
Menos azote: este post se trataba de que: leí a Tabucchi, pensé en Pitol, lo recordé como modelo y entendí que ya no me hallo mucho en él. Y que, imagino, eso debe ser una evolucion. Y el inicio de una toma de posturas. Rayos, todo cabía mejor en un tuit. Ese es otro tema: lo breve, lo efímero, lo inmediato, el desencuentro de todo lo que ya no se queda en nosotros. Y lo anquilosado que muchas veces me siento. Ya me enredaré con eso en otro post.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Medianoche en Paris, ¿Quién engañó a Woody Allen?

El Woody Allen crepuscular debe suponer agotada su comedia de reveses conyugales y adulterios bufos; de ahí la decisión de filmar en ciudades europeas, donde trata de sugerir su embelesamiento por cada una de ellas. Pero su opinión nunca deja de ser neoyorkina, por lo que sus películas del Viejo Continente deben tratarse de sus películas más norteamericanas: si a Londres lo convirtió en un lacónico ajedrez sentimental (God Save the Queen) en Match Point, en Vicky Cristinta Barcelona deja constancia del azoro yankee ante la pasión mediterránea y pone a temblar de miedo a Scarlett Johansson y Rebecca Hall cuando Javier Bardem y Penélope Cruz se insultan de tan enamorados . En el caso de Medianoche en París, recupera a la Ciudad Luz desde el Retrato del Escritor Postadolescente que debe hacer su peregrinación iniciática bohemia, y confronta al pragmatismo gringo (republicano, para que apriete más la vara) contra el Mundo del Arte y la Creación (París como el Disneylandia de los bohemios) con Fitzgerald, Hemingway, Picasso y los surrealistas como versión para adulto contemporáno de Pluto, Donald, Mickey Mouse y Tribilín.
Ahora es Owen Wilson quien representa el papel de Woody Allen con el nombre de Gil Prender, aburrido guionista hollywoodense que insiste en hacer una Novela de Literatura de Verdad. Está comprometido con Inez (Rachel McAdams), tan bonita como la próxima portada de Vogue, y tan frívola como lo pide el contraste de lo que ocurrirá más adelante. Encima viajan a París con los padres de Inez, versiones sutiles de los suegros protofachos que en otras pelis de simplona memoria atormentaron a Ben Stiller. Gil es nostálgico de los años veinte parisienses y la Generación Perdida, y su añoranza choca contra la apropiación elitista de la cultura que hace su novia y su familia política. Luego se agrega el pseudoerudito Paul a darles clases sobre Rodin y el Palacio de Versalles, con esa información de trivia que aparece en libros tipo Mil Quinientas Cosas De Arte Que Debes Saber Para Ser Bien Chingón. Y aquí viene el traslape fantástico que Allen ya había practicado en La rosa púrpura del Cairo o Alice, cuando el escritor sensible camina solo por Paris y se le aparece un DeLorean (Back to the Future) de los años veinte que me lo lleva a su pasado feliz.
A partir de aquí emocionan y conmueven unos años veinte que más bien parecen telenovela histórica producida por Televisa; con un Hemingway que verborrea sentencias de escritor viril como si fuera Mariano Osorio en la madrugada, con un matrimonio Fitzgerald encantador y peligroso, extraído de las comedias románticas de amor fou que podría protagonizar Ashton Kushner y Cameron Diaz, con el maravilloso trio surrealista -Salvador Dalí, Luis Buñuel y Man Ray- haciendo sofisticado homenaje a los Animaniacs. Y es que antes de ser un homenaje a los años locos, al París bohemio, a la vocación de la escritura y el imperio delirante de la creación, Allen crea un pastiche involuntario de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, en el que lo importante es artificiar un locus amenus en el que nuestro protagonista entrañable se interrelaciona con nuestros escritores favoritos, transfigurados en clichés desaforados de Monty Phyton o Saturday Night Live. ¿Debería preocupar esto? No, porque a la chochez de Woody Allen se le puede perdonar todo, incluso que se permita recuperar al comediante de los sesenta, sin más ambición de llevar al extremo su feria del cliché. Aquí lo hace con el desparpajo de quien ya no tiene necesidad de demostrar nada, aunque con el irónico guiño para que quieren quieran tomárselo en serio diluciden dilemas como lo ilusorio del pasado, lo inaprehensible del presente, el acto creativo que ocurre mientras creemos que nuestra época -como todas las épocas- ya se ha agotado.
Como un Inception zemeckiano para hipsters, los personajes saltan del presente a los años veinte al siglo XIX impresionista y parnasiano. Todo para entender que la creación, que la escritura, incluso que el cine, es lo que tenemos alrededor, cuando tomamos perspectiva de lo que ocurre en las calles, en los bares, y lo hacemos propio desde una emoción lírica. ¿Alguien irá a añorar esta época en que el arte y la vida ocurren desde las redes sociales y los networkings como pretextos para el filtreo? Woody Allen lo deja de tarea, con una película tramposa, sin grandes ambiciones, pero hay que aceptarlo, con enormes dosis de empatía.

martes, 16 de agosto de 2011

El Cuatro y la envidia como acicate creativo

Alguien me ha mostrado (y me trae en chinga con) los eneagramas, una tipología de las personalidades que tiene su origen en la filosofía sufí y que la psicología contemporánea ha retomado para estudiar cómo se conforma el comportamiento de los individuos: sus rasgos fuertes, sus debilidades, sus retos esenciales. Se divide en nueve tipos, es largo de describir, si a alguien le interesa asómese por acá. El "traerme en chinga" ha consistido en querer hacerme consciente de que soy un Cinco, es decir, una persona observadora, analítica, encerrada en sus pensamientos y un tanto insensible, que prefiere la soledad y se siente incómodo en grandes grupos porque su hiperpensadera le vuelve torpe para desplegar rasgos sociales prácticos, como comentar acertadamente sobre política, convencer a un jefe de que soy La Mejor Opción o saber guiñarle el ojo a la muchacha que se alisa con nervios su faldita. Me obviaré la discusión que tuve -rabieta, me dijeron- por negarme a ser algo tan repelente -por lo autista- como un Cinco, ni siquiera la lista de los Grandes Cincos de la historia me conmueve -que si Nietzche, que si Einstein, que si Kafka.... -¡Puro maldito asocial atormentado!, reclamé; -¡Kubrick, we, Kubrick!; -¡Siempre me ha cagado la Frialdad Perfeccionista Inconmovible de Kubrick!, volví a pelear (y de paso siento alivio de soltar un exabrupto tan hereje y honesto, así es, no me hallo mucho con Kubrick y qué y qué y qué). Al cabo de los días me he ido conciliando con el famoso Cinco, más a partir de -vergüenza- dos Cincos más bien pop que sí me gustan para reflejarme. Uno es Sherlock Holmes y el otro, su actualización médica, Gregory House. Apenas me confirmaron que ellos eran Cincos, se me desplegó todo un mundo de personalidad y glamour: jalé mi lupa, mi gorra de cuadros con lengüetas, mi bastón wild on, mis Vicodín y mi sarcasmo socarrón que dicen es hasta sexy. 

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Pero el espejeo con los eneagramas ha continuado, reconocerse como un Ocho, un Tres o un Siete no es fácil, todos tenemos un poco de todos los tipos, y también, los matices en los comportamientos hacen que un Uno pueda confundirse con un Tres, o un Siete con un Dos (ya les dije, quien quiera entrarle al tema vaya acá). De modo que: quien me atormentó con el Cinco de pronto me soltó que muy probablemente podía ser un Seis ¿?, ansioso, escéptico, indeciso, cauteloso; lo cual suena pior que el autista analítico visionario del Cinco.
La lectura del libro El eneagrama. ¿Quién soy? de Andrea Vargas me ha hecho llegar antes al eneatipo Cuatro, "creativo, emotivo, romántico, temperamental". Sonaría tan cliché que casi se elimina de inmediato. Pero sigo leyendo y me cosquillea malsanamente el Cuatro, no por sus virtudes y puntos fuertes, sino por sus defectos y mucho más, su Punto Ciego, el rasgo de personalidad que lo jode esencialmente, que en este caso es La Envidia. 
Como magdalena de Proust, con la palabra de inmediato se me vino encima un inventario vergonzoso de personas, situaciones, pensamientos, que he interpretado desde la envidia. Novias que no tuve, talentos que no exploté, casas que jamás habitaré, ideas que por qué carajos no se me ocurrieron antes, habilidades sociales que caricaturizo porque a mí no me sale ni la mitad de la gran sonrisa embaucadora del pelafustán aquél. De ninguna manera consuela reconocerse como envidioso, es como tirar por la borda una infraestructura de supuesta modestia, generosidad, empatía, comunión con los otros; pero el libro sabe explicar cómo es el proceso de esta envidia. De inicio, hay un convencimiento profundo de que uno es diferente a los demás. Que la ropa excéntrica, las ideas delirante, los libros leídos o los conceptos engullidos, dan un plus con respecto a otras personas menos interesadas en resaltar sus diferencias. Y mientras quede en un convencimiento íntimo no hay lío. El tema es cuando a esas otras personas, las comunes, que en un arranque de soberbia hasta podrían considerarse inferiores, les va mejor que a uno. ¿Por qué mierda ese imbécil de chistes idiotas gana más plata que yo? ¿Por qué ese tipo que lo vi redactar oraciones sin pericia, ahora hace novelas visionarias y hasta se le considera un prospecto de Gran Literato? Y luego había un fulano aburridísimo, sí claro, con toda la plata, pero aburridísimo, que traía de pareja a una rubia divertida, delgada y perfecta, se asoleaba en Tepoztlán en casa de Carlota y la rubia era tan bella que la risa boba del novio agraviaba al universo entero. ¿Por qué no se daba cuenta que mi figura desgarbada, torpe, titubeante pero sagaz cuando menos se espera, podía dejar como incapacitado mental a su badulaque financiero?

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Lo que sigue es más penoso de confesar: durante varios años tuve mucha envidia de mi amigo Juan Manuel. No me pondré a contar con detalle porque esto no es ningún diván para despepitar monstruosidades, me quedo con una imagen que de tanto en tanto se me viene a la cabeza, y en la que han de basarse un par de cosas insospechadas: y éramos todos de veintimedios años, y correteábamos por alguna estación del metro, debíamos ir: Rafa con Mireya, Ramsés (neta, así se llamaba), yo con mi nube negra de introspección especuladora, y por supuesto, en primera fila Juan Manuel y la novia en turno, María Luisa. Juan Manuel es un tipo sobresalientemente atractivo, los ojos profundos, la nariz fina, labios sensuales, el copetito le caía a un costado como protoemo que le tomó prestada filosofía de a de veras a Kundera y a otros existencialistas tardíos. Pero no sólo era atractivo, también inteligente y sabía usar su inteligencia como arma de seducción. Lograba embaucar de verdad. Miraba a la muchacha a conquistar con ojos entrecerrados, le preguntaba dos cosas insignificantes, la tercera pregunta era directa e incómoda, la resolvía con una interpretación amable y media sonrisa perfectamente estudiada, para entonces la muchacha ya tenía mojados sus calzoncitos y ya le urgía que Juan se los quitara y los pusiera a secar. Luego él se hacía el atormentado y la muchacha lo compadecía y lo salvaba; luego Juan leía en secreto un libro que "le estaba revelando cosas importantes" y a los tres días la muchacha ya estaba con el libro, en un intento por descifrar los secretos de Juan Manuel. Claro, ahora que escribo voy entendiendo: lo que cautivaba de Juan era el misterio que prometía de sí mismo, las muchachas se enamoraban por su interés en descifrarlo, lo más peligroso es que, en contra del cliché que diría que al mirar al fondo encontraban algo vacío, con Juan Manuel no era así: tenía la suficiente sensibilidad, inteligencia, contradicción poética, para que la muchacha en turno quedara gratificada de sus merodeos. 
Pero pierdo la imagen: la estación del metro, Rafa, Mireya, Ramsés, Juan Manuel, María Luisa, yo y mi nube negra de introspección. Corríamos por el metro Chilpancingo como los personajes de Bande à part de Godard por el Museo de Louvre. Y la escena en concreto se resolvería mejor en cine que en limitada narrativa: Juan dio un brinco ostentoso en los torniquetes del metro, jalaba de la mano a María Luisa, pero ella traía vestido y no había forma de brincar, se quedó trabada, torpemente, entre los tubos. Juan volteó. El copetito poético voló con un viento que no existía, los movimientos para salvar a María Luisa fueron finos, perfectos. Movió el torniquete con delicadeza, logró que María Luisa pasara. Ella, como acto reflejo, apenas se sintió liberada, lo abrazó. Su falda se movió con el mismo viento inexistente, tensó sus pantorrillas cuando se puso en puntillas para alcanzar los labios de él. Porque obvio, junto con el abrazo vino un beso, pequeño, que hasta para ellos debió parecer imperceptible, una imagen que si leyeran Juan y María Luisa les sorprendería que alguien la hubiera recordado. Como escena objetiva no tiene sentido, fue la torpeza de Juan haciéndose el atlético y saltando mientras llevaba como trapo a la otra pobre, después rectificar el error, voltear, gentilmente ayudarla a pasar. Pero atrás iba yo y veía la escena como metáfora de algo extraordinario, el bravo caballero que corre sin saber que deja atrás a su dama, que de pronto lo recuerda y va por ella y la salva, el beso como culminación de una gesta heroica entre la pericia, la salvación, la ternura compartida, e insisto, en colores de Amelie y con personajes así causaría aplausos, júbilo y conmoción. 
Lo que mi nube negra transformó en envidia fue la certeza de que yo nunca podría representar una escena similar. Porque de hecho la he intentado: correr por el metro con la novia hasta donde me permite el tabaquismo, intentar el salto por el torniquete arrojando por la boca mis chiclosos pulmones, dejar a la pobre muchacha atorada, "liberarla" mientras ella protesta, estás loco, qué te pasa, en vez del beso su ceño emputado y la justa mueca por mi desconsideración. 

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No a todos les toca la suerte de ser Juan Manuel y María Luisa. Podría agregar que a casi nadie le toca la suerte de ser Juan Manuel y María Luisa. Y más allá -y perdonen la soberbia-: ni siquiera ellos mismos supieron que fueron tanto Juan Manuel y María Luisa: fue mi mirada la que los hizo ser tan ellos, la imagen que habrán olvidado y yo a veces pienso, y una lástima que se configure desde la envidia, porque desde una mirada menos perniciosa podría quedarse en la poesía y su inefabilidad. Pero lo que sigue es revelador: si envidié a Juan y María Luisa, es que ellos me representaron una imagen de cierta, al menos, ensoñación; y entonces se va descubriendo que esta envidia malsana ocurre porque también es un ejercicio creativo. No se envidia sin imaginación, no se exagera la maravilla del lugar donde no se ha estado, del éxito que no se ha tenido, de la oportunidad que se ha perdido, sin esa imagen seductora que uno fraguó con detalles morosos, en la cual hay perfección, grandeza, plenitud -y que probablemente, si uno la viviera realmente se le volvería común y hasta pedestre; la envidia es asumir como grandeza lo que en los otros es normalidad. Y ese relato que uno se hace de los otros es un cuento insano pero vívido, de todos los que podría ser, de todo lo que yo podría tener o crecer, si fuera un poco más semejante a los otros.
La envidia entonces se revela como la diversidad de los yos que no soy y quisiera ser yo: el del trabajo gratificante, el de la economía holgada, el de la novia guapa, el de los viajes constantes. No evado la parte horrenda de la envidia, el retortijón angustioso cuando uno se pregunta, por qué no soy esta otra persona, y también queda claro que estas malformaciones de la imaginación se despliegan en cosas horrendas, el resentimiento social, el orgullo, la inflexibilidad, todas primas hermanas de la estupidez. Pero si valiera regodearse en la envidia, ¿no hay en ella, también, un juego sugestivo de creación? ¿Un entrenamiento de imaginar otros mundos, otras realidades, de anhelarlos, desearlos, de fijarnos en una búsqueda, capaz infructuosa, pero que en su camino deja alguna certeza, al menos alguna intuición? Acá es donde viene el terapeuta y me pide que deje de especular tanto y me plante en mi realidad, le haré caso pero que antes me dé chance de acabar el poust. En el que la envidia, consciente, asumida, "autorregulada", puede ser una maliciosa cómplice para armar tramas, escenas; que una envidia domesticada, contenida, podría ser incluso condición necesaria para crear, la delectación morosa que sublimada podría funcionar como acicate para la imaginación. 
De tan poético, a veces hasta podría perderse que el lamento de Pessoa -He soñado más que lo que hizo Napoleón./ He estrechado contra el pecho hipotético más humanidades que Cristo,/ he pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito./ Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla- podría ser una envidia serena, cansada, ontológica de todo lo que existe dentro de mí pero por alguna razón no soy yo.
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Además, ¿cuál envidia?, si soy Cinco. O -dicen- Seis. Sigo investigando.

lunes, 8 de agosto de 2011

Los tacos de la culpa

Hay de bisteck, chorizo y carne enchilada. Se pone en Av. Cuauhtémoc, frente a la Cineteca, afuera de la entrada a Urgencias del Hospital del Xoco. Están ahí desde las siete de la noche y terminan hacia las seis o siete de la mañana. Su principal clientela son personas que tienen que ver con la parte de urgencias: doctores, practicantes y enfermeros, pero también familiares de los pacientes, camilleros y conductores, periodistas que le dan seguimiento a una nota roja, policías de tránsito, preventivos y uno que otro judicial. Yo no tengo nada que hacer con ellos pero es lo único que hay en la noche, cerca de casa. Y cuando el hambre estruja, qué mejor que saciarlo con un delicatessen de real (por lo miserable) minimalismo.
Tacos de bisteck, chorizo y carne enchilada hay muchos en la ciudad, su éxito radica en su sencillez. No hay gran elaboración, es la carne asada, la salsa espesa y picosa, nopales o papas al gusto, cebolla y jalapeños acitronados que parecerían hacer más salvaje al platillo. Pero donde otras taquerías han convertido en industria la sobriedad, en los tacos del Xoco se preserva desde el puesto, sin interés de agradar, apenas el anafre y una mesa con refrescos, sopas maruchan y café instantáneo para quienes deben permanecer en vela; se sabe que lo esencial es la comida y no el discurso empachador de otra taquería mejor plantada. Y después vienen los tacos, suculentos no por lo fotogénicos como por lo sustanciosos: las tortillas tostadas como por descuido, las salsas y el puré de papas en trozos grandes, a medio elaborar; las tiras de nopal toscas y sin ganas de ser estéticas, y los trozos de carne, ¡oh, carne primigenia!, casi se siente a las vacas mugiendo mientras se arroja la mordida.
Demasiada floritura para decir que los tacos están buenísimos y que lo están no por su elaboración sino por su sencillez, parecerían los tacos que hace una tía apapachadora para agasajarnos después de haber pasado por un día muy agitado. 
Porque la gente come así los tacos, en ese lugar. No existe la urgencia del metronauta que corre a la chamba pero antes se echa el taco que suple una buena comida, tampoco los pedidos excesivos de la gran familia bovina, mucho menos las exigencias de los niños antreros que se creen con derecho a todo porque traen quince chelas encima y corearon hasta el hartazgo el Should I Stay or Should I Go de The Clash. En los tacos del Xoco los comensales comemos pacientes, en silencio, ligeramente cansados. Se entiende que el pariente internado, la pesquisa del ministerio público o el enfrentamiento del practicante con los brazos de amputación urgente no pueden sino derivar en agotamiento y fraternidad. Cuando estamos en los tacos no competimos ni urgimos: la jornada ha sido tan extenuante que al menos en ese lugar se busca el descanso vía la mirada hipnótica de cómo se asan las carnes y cómo las tortillas adquieren su consistencia semiquemada.
Porque hay que resaltar que los tacos están fuera de un hospital de urgencias, no de la clínica del cáncer largo o el parto amorosamente planeado. En el Xoco ocurre lo extraodinario: desde tonterías como los deportistas que se tuercen el tobillo por un mal brinco, hasta el vendedor de seguros que chocó, el niño que bebió esa cosa verde suculenta sin saber que era veneno, el operario que descuidó un movimiento y la máquina le tasajeó la mano, quienes iniciaron una riña y no entendieron cuándo salió la fusca y llegaron al hospital con cortejo intrigoso de familiares, abogados y policías. Cada uno de los que ingresan despertaron en la mañana pensando en la rutina de otro día más y nunca imaginarían que un movimiento en falso o un impulso desmedido los traería aquí, a saldar cuentas con la fragilidad del cuerpo, algunos con la muerte; por extensión, sus parientes comen los tacos con el shock de no asimilar lo que ha ocurrido: se despidieron tan sonrientes, la discusión parecía tan poco importante, esa noche deberían estar en el cine y por eso no se entiende verlos con sueros y monitores, con escayolas o tubos de oxígeno, como extraños porque no usan la ropa de siempre, y como extraños porque no están rodeados de la gente de siempre: médicos, enfermeras, camilleros, caras nuevas, aprender nombres, reconocer al internista buena onda del ojete, y con ello las burocracias admonitorias: se llenan formularios de ingresos, estudios socioeconómicos, solicitudes de medicinas y de sangre como si se expiaran las culpas de los descuidos; los administrativos deben ver a los familiares entre aburridos y severos: quien les manda a no ocultar el enchufe, por qué lo dejó comer esos mariscos si le parecieron tan malos, déjese de lloriqueos, los lloriqueos no valen, debió haber previsto, aconsejado, impedido: usted también es causante de lo que le ocurre a quien está tumbado en aquella cama, llene el formulario rapidito y haga acopio de estoicismo que esta historia todavía va para largo.
Imagino que cuando estamos en los tacos los parientes ya pasaron por todos los desconciertos, todas las negaciones, todos los dolores en el interior del hospital y sólo les queda asimilar su culpa, de ahí el tono desvaído, como drogado -ojos hinchado de llorar o estar en vela-, de quien ya gastó sus energías y sólo quiere comer algo para recuperar fuerzas -la noche aún será muy larga. Si lo de su pacientito no es tan grave, de pronto se permiten inventar los chistes que contarán durante el resto de sus vidas sobre este día calamitoso y sorprendente. En contraste, los doctores y enfermeros comen con indiferencia: tan desgastante sería compadecerse a todos, que la salud mental -incluso, la buena práctica profesional- les exige distanciamiento. Y le dan al taco sin remilgos y hasta como certificándolos: un doctor pidiendo otro de carne enchilada se vuelve mejor garantía salubre que cualquier  ISO 22000:2005.
Pero los clientes que más me atraen son los policías: barrigones (y sin cliché: las campañas institucionales de dieta poco pueden con sus comilonas callejeras), malencarados hasta que uno les pide el trastecito de los limones y lo pasan con diligencia, siempre contándose una historia encriptada, que el exceso de buena conciencia imaginaría llena de corruptela. La primera reacción ante ellos suele ser de repudio. Tanta tradición de mordidas y arreglos turbios los hacen, al menos, despreciables. Pero ellos no hacen nada por cambiar la imagen: están cansados, la chinga fue dura, comen y eructan, la carne se desborda del taco sin elegancia, miran de soslayo, no sé si con arrogancia de fregar o miedo de ser fregados. Se saben los responsables de todo, a ellos les tocó dar testimonio del atropellado, de los baleados en las riñas, ellos abrieron bruscamente la puerta del suicida y coprotagonizaron la incertidumbre del evento extraordinario. Y en ese tiempo de llamadas al celular, de llantos absurdos y rabias incontenibles, buscaron su sitio para ampararse: lavarse las manos, salir lo menos escaldados posible, hacer variaciones de la declaración ministerial según los tratos previos lo hayan acordado. Seguiría el panfleto progresista que los caracterizaría como los eslabones más frágiles de una gran cadena de impunidad e infamias, seguirá la reconvención: no todos debe ser iguales, y los pobres polis honestos aguantan tan mala vara como los que sí aprovechan las oportunidades. Pero ya habrá otro momento para redactar reclamos y precisiones: acá le dan a los tacos con el mismo cansancio de los otros, pero con la fatalidad acumulada de tanto herido y muerte que tramitan desde su humilde cinismo. Los polis desprecian las tragedias del hospital como se desprecian a sí mismos. "Le hizo chico tajote con la navaja, le desgració todita la vida". "Hasta pendejos para los arrancones. ¿Le viste las piernas rotas? Ese ya va a andar en ruedas para siempre". Entonces se ríen. "Hijo de la chingada", le suelta uno al otro, después consideran comer otro taco y, cosa insólita, el segundo se niega porque tiene el colesterol alto y hay que durarle a los morritos. Hasta eso que son considerados: ven llegar a un pariente de un hospitalizado y guardan silencio, seguro han tenido regaños por imprudentes y eso fastidia, han visto tanto pleito durante el día que lo que menos quieren ahora es pelearse más.
Son discretos pero socarrones. Solamente los he visto adoptar el hermetismo más férreo alguna ocasión que apareció en los tacos un insospechado reportero de TV. Muchacho bien trajeado que con saco de reportero de periódico habría causado más respeto; su micrófono con logo y su celular siempre sonando lo hace digno de toda suspicacia. Lo ven como un roedor sagaz que los husmea y a priori los enjuicia. Ante él se hacen ceños impenetrables. Los polis se saben amenazados, a medio comentario de ser exhibidos: nunca como entonces son ejemplo de impunidad, lacras sociales, servidores corruptos sin la menor moral. Y así nomás no saben los tacos, parecen decirme mientras me piden que les acerque la salsa. Intuyo que los polis saben algo que el reportero, tan camarógrafo y vagoneta al lado, nunca entendería: que ninguna negligencia pudo nunca prevenirse, que el consejo y el regaño son paliativos de una realidad más desolada, que la protesta no dice nada cuando ellos ven a diario asesinatos, rencores que devienen desgracias, la epopeya del ingenuo que no supo resolver su bronca y terminó entubado en una cama de urgencias.
Cuando al otro día aparece la nota, los comentaristas del noticiero están escandalizados, mueven la cabeza conmovidos y se preguntan qué puede hacer la gente, la sociedad en su conjunto, para paliar tanta desgracia. Por supuesto que crean conciencia y por supuesto que uno corre a leer manuales preventivos y también los que enseñan a ser buenos ciudadanos. Pero llega la noche, uno va a los tacos, ve a los parientes, los doctores, los polis, sobre todo a los polis. Se sabe que ellos entienden las cosas de otra manera, más turbia, más entreverada. Comen sus tacos, se limpian los dientes con un palillo, eructan. Uno sabe que ellos saben. Lo saben más triste, pero lo saben mejor.

Agregado uno: la inseguridad de revelar el sitio de los tacos, ya los veo luego llenos de hipsterillos cinetucos que van a la experiencia miserable después de haber visto a Lars Von Trier o Kar Wai Wong 

Agregado dos: que todo este post inútil se parece mucho más a esta rola: larga vida a Cecilia, a su banda de Arpía y al compositor José Elorza.

domingo, 3 de julio de 2011

Elba Esther y mi papá


La semana pasada mi madre se fue a Veracruz a atender a una tía enferma y de paso se le cruzó un velorio, una boda, unos quince años y no tengo claro cuántos festejos más. Por eso el domingo tocó atender a mi papá. La rutina fue sencilla: mi hermano lo llevó a resolver pendiente y medio al Centro, hacia las dos de la tarde los alcancé en el Corona y vimos el empate a ceros de Venezuela y Brasil.
Cuando venían a dejarme a la casa, mi hermano (pinche crudo) cabeceó en un cruce y el auto rozó con un camellón, se nos hizo peligroso que siguiera manejando así. Sugerí que durmiera media hora en mi casa. Me puso incómodo saber que entrarían a este bastión impenetrable de cucarachas y manzanas podridas que es mi casa, pero no se podía hacer otra cosa. Mi hermano tardó
más en tirarse en el sofá-cama que en roncar. Yo hice café para mi padre y para mí. Venía lo incómodo: que me preguntara sobre mis perspectivas de vida y mis negocios audaces (ja). Serví las tazas, tomé aire. Él le dio un sorbo a su taza, revisó que el café hubiera quedado bueno (quedó bueno), empezó a preguntar:
-¿Qué te parecieron las declaraciones de Elba Esther?
Fue como preguntar mi opinión sobre la selección nacional de squash de Eslovequia. Ni siquiera sabía que recientemente hubiera hecho declaraciones importantes. Improvisé lo obvio: deleznable su capacidad de intriga, ambiciosa, voraz y acomodaticia, el siniestro parecido con Chucky que le había dejado tanto bisturí estético, sus artes maquiavélicas que ayudaron con el fraude de Calderón han destruido sistemáticamente al país. Mi padre le dio otro sorbo al café y miró unos cincuenta años hacia atrás.
-Pinche Elba. Es una cabrona la Elba.
Esperé la historia que siempre sigue a cualquier evocación de Elba: ella adolescente, en la fiesta de graduación de sexto año, en Comitán, Chiapas, hacía una espléndida ejecución oratoria y justo recitaba algunos versos de "México creo en ti" cuando todo el auditorio la vio escupir su dentadura postiza (semanas antes había oído decir a otra persona que los chiapanecos sufrían mucho con su dentadura, quisiera imaginar que en aquellos años cincuenta más tempranamente debían recurrir a los postizos). Con el mismo temple que ahora arrea a miles de sindicalizados del SNTE, Elba Esther interrumpió el poema, recogió sus dientes del suelo y terminó de recitar con gran convicción. Y es que Elba Esther Gordillo y mi padre estuvieron juntos en la misma primaria, y aunque mi padre interrumpió los estudios de secundaria, siguió viéndola en Comitán mientras ella cursó la secundaria, la vio irse a la capital para estudiar en la Normal y la vio regresar de tanto en tanto a la ciudad.
Después mi padre intenta demostrarme con toda su evidencia posible -la de las palabras y la memoria- cuán cercano estuvo de Elba Esther en la niñez y la adolescencia. Mi abuelo y su padre compartieron alipuces. El padre de Elba Esther tenía una alberca donde iban toda la chamaquera a nadar y tirar rostro, Elba vendía cuartitos de jabón zote y refrescos, y a los que no llevaban dinero les fiaba (después era tenaz para cobrar los créditos). Para más: mi padre me describe una genealogía enredada en la que yo podría ser sobrino en segundo grado de la lideresa, aunque siendo más honestos, recompone mi padre, los Gordillo de Elba Esther no son los mismos Gordillo de tu abuela, aunque nunca se sabe, "las formas en que se relacionaron las personas en Comitán son formas que... vete tú a saber".
-Pero estoy seguro que si consiguiera el teléfono de Elba y le llamara y le dijera quien soy, me respondía a la llamada y me hablaría con mucho gusto. Porque Elba será lo que quieras pero siempre se portó bien conmigo.
Y siguió la otra historia que siempre cuenta de Elba: cuando ya mi padre bien afianzado en el DF, a finales de los años setenta, trabajaba en una empresa de telas y dirigía en alguna calle de Polanco a unos cargadores para que trasladaran mercancía de un camión a una bodega. En pleno trajín escuchó que gritaban su nombre, volteó y la sorpresa fue ver a Elba caminando muy eufórica hacia él.
-Ella fue quien me gritó, no yo a ella. Para entonces ya traía unos señores tras ella, imagino que guaruras, ya debía de andar de novia de Jongitud, pero todavía no estaba tan cabrona como ahorita.
Se saludaron, se abrazaron, se dijeron que no habían cambiado nada, se preguntaron qué era de sus vidas. Mi padre le habló de su matrimonio, de los dos hijos; Elba contó cosas vagas: "la política, paisa, ya sabes, la política".
Elba le dio una tarjeta con sus teléfonos. "Todavía la tengo por ahí. Ya no debe tener los mismos teléfonos, pero probar es probar".
-¿Y si llamas y te atiende qué vas a hacer?
Mi hermano dio uno de esos ronquidos salvajes que parecerían destruir todo su aparato respiratorio. Mi papá jugaba con hojitas de apuntes que estaban regadas en mi mesa. Encontró un boucher de Gandhi. Alzó las cejas como cuando no entiende que se puedan gastar 600 pesos en libros y no en zapatos.
-Pues.. platicar, recordar esos tiempos, yo creo que a ella le gustaría. ¿A poco a ti no te gustaría conocer a Elba Esther?
Imaginé los bonitos linchamientos procrastinadores del Tuiter. El tal @rufianmelancoli sube su foto al lado de Elba Esther y de inmediato se le evidencia su amistad infame con Kahwagi, Salinas, Peña Nieto y PauRubio. Pero también imaginé cuánto no daría cualquier periodista profesional por tener un encuentro así, con El Monstruo: lejos de las coyunturas políticas y las obligaciones a ser crítico, escudriñando el perfil más privado del personaje controvertido. Si se permite la comparación y la distancia: la crónica semejante que hubiera querido hacerse de Hitler, Videla, Pablo Escobar, El Chapo. ¿Qué le preguntaría a Elba Esther si la tuviera de frente, sin reflectores ni necesidad de defensas políticas, con un café como el que ahora tomábamos con mi padre, ella olvidada por unas horas de sus parcelas de poder, de sus felonías, de sus argucias políticas, de la joda que le ha puesto a la educación nacional, entregada a los recuerdos infantiles de una ciudad entre cerros y marimbas?
Terminamos el café, mi padre necesitaba comprar medicinas en Wal-Mart y podíamos ir al de Zapata, darle veinte minutos más de jeta al crudo. Y suele ocurrir que cuando se cambia de ambientes se cambia de charlas. Ora sí vienen mis planes de vida y mis fabulosos negocios fracasados. Pero cruzamos Cuauhtémoc y mi padre seguía ya se verá dónde:
-En una de esas le caes bien y te da una chamba.
-¿Una chamba? ¿De Elba Esther? Papá, no jodas...
-No una chamba-chamba de esas vergonzosas. Pero pensaba: que te vendieras bien y le hicieras una biografía.
-Ya hay mil biografías de ella.
-¿Y qué cuentan esas biografías? Lo de Jongitud. Lo del sindicato. Sus chingaderas. No no no, yo pensaba una biografía distinta. Que la humanizara.
-Una biografía oficial. Justificar las chingaderas. Además, seguro ya tiene quién se la haga. Y un enjuague así, ps nomás no.
-Es que mira, hijo. Yo sé todo, oigo el radio, no me hago pendejo. Sé lo que hace. Pero siempre que lo hace nomás pienso, Pinche Elba. Porque me acuerdo de quién era. Y de quién es ahora. Se me hace raro. Pensar quiénes fuimos y quienes llegamos a ser.
El Wal-Mart los domingos es insufrible. Estuvo fácil comprar las medicinas, más complicado saltar las colas y salir. De regreso a casa empecé a explicar lo conveniente y no de hacer la despensa en un super tan cercano: ruta muy corta como para tomar un taxi con ocho bolsas llenas, pero si las cargas caminando se vuelve eterno. Mi padre entendió pero recobró.
-¿Sí sabes que Elba tiene un solo riñón? En todo Comitán se supo. Estaba casada con un maestro, en Puebla. El hombre se enfermó y le urgía la donación. Elba de inmediato se hizo operar. Pero el cuerpo del esposo rechazó el riñón de Elba y murió. Luego Elba quiso cobrar la pensión y no pudo porque apareció otra esposa del maestro, la única y verdadera. Y fue como en las películas. Que cuando pasan esas cosas, te cambia la personalidad.
-La falta de un riñón la llevó al lado oscuro... -hice el chiste Star Wars pero mi padre no lo entendió.
-Elba nunca fue guapa, en aquellos tiempos había muchachas más guapas y ella lo sabía. Pero creo que lo compensaba siendo dura. Haciéndose la mujer de gran temple. Y mira al paso del tiempo, cómo son las cosas. También a qué costos. No sé cómo sea eso de escribir historias, pero échale una pensadita a esa. Yo no sé. Cuando pienso en ella y las cosas que se escriben, siempre pienso que por ahí debe haber algo.
Para entonces ya estábamos en mi casa, mi hermano sentando a la mesa, apenas llegamos me dijo que no mamara, que gastar seiscientos pesos en libros era una barbaridad. Ofrecí más café pero les entró la prisa, se venía la lluvia y mejor manejar en calma. Todavía cuando fui a despedirlos mi papá insistió: "Si te interesa vemos cómo y la buscamos. Seguro que le digo quien soy y le da gusto y me da una cita. Y a ver qué ocurre, nunca sabes donde salta algo que valga la pena".
Al otro día empezaron los dimes y diretes de Elba Esther Gordillo con Miguel Ángel Yunes. Mientras los tuiteros despotricaban por el cinismo de ambos contrincantes, yo quería imaginar a la Elba que conoció mi padre, la que le hace esbozar media sonrisa culpable y le hace decir Pinche Elba. Regiones insospechadas en las que ella debe seguir vendiendo cuartos de jabón zote, recogiendo su dentadura que cae al suelo, cometiendo el épico disparate de donarle su riñón a un marido fraudulento.

*La foto es de la revista Vértigo. Si tienen líos que la use la cambio por otra. Total que de la maistra hay mogollón.