viernes, 22 de enero de 2010

Adventureland: la aventura de la historia simple

Aventúrense al encanto de las historias simples; dije simples y no previsibles; las simples muestran todas sus cartas desde la primera jugada, las previsibles se hacen las tontas aunque sepamos que ocultan su as bajo la manga; la historia simple se solaza en su ligereza, la previsible carga pesados clichés que sacará de la chistera para asombrar con espectaculares giros de tuerca; la historia simple es un churrasco jugoso con papas fritas, la previsible se promueve como ExtraHiperMegaChingón sabor, aunque nunca queda claro si se trata de res auténtica o de ratas procesadas.
Inicia Adventureland (Mottola, 09) y a los diez minutos ya sabemos qué ocurrirá: el adolescente James Brennan (Jesse Eisenberg) quería hacer su viaje iniciático a Europa, pero por un lío laboral del padre debe refundirse con su familia en el rancho acerero de Pittsburgh y tener una existencia opaca; necio con hacer su viaje, empieza a trabajar en Adventureland, un parque de diversiones. Se me fue poner antes que todo ocurre en los años ochenta, que es como decir que todo ocurre en un parque de diversiones. Y es de lo más fácil completar la trama: en este lugar, James tendrá un aprendizaje de vida superior al que hubiera vivido al cruzar el Atlántico. Porque claro, se agregan los personajes que ya imaginan: Em (qué bella es Kristen Stewart), una niña bonita de comportamiento huidizo; y Joel, el amigo rusófilo y repelente, y Lisa, la buenota excesiva con la que todos quieren, y Connell, mayor que el resto del grupo, mítico por haber tocado junto a Lou Reed, viril, casado y con tanta doble vida como Em (y ni por el spoiler protesten: insisto que todo es obvio desde la presentación de cada quien).
Ya pueden calcular los romances, los secretos, las revelaciones y las peripecias, cómo reaccionará cada personaje ante los conflictos y cómo los resolverán. Pero eso importa poco: lo hipnótico es el trazo tan detallado que Mottola le da a cada personaje. Es cierto que parte del estereotipo, pero desde ahí los borda hasta conseguir riqueza en los matices, y antes de darnos cuenta, los personajes cándidos se han vuelto mezquinos, los de aspecto torvo revelaron fragilidad y el rol esperado (el aprendiz, la bonita, el experto, la buenota) se resuelven desde una ambigüedad que, esa sí, lleva al asombro. La sencillez en la trama de Adventureland permite prever qué ocurrirá con cada personaje, pero la complejidad en el trazo de cada uno de ellos obliga a la sorpresa por los gestos, los silencios en suspenso, los diálogos que saltan como acertijos morales, las disyuntivas que sólo tienen sentido al interior de esta historia.
Chéjov pedía que el final de un cuento no sorprendiera por lo inesperado, sino por la naturalidad con la que se va decantando. Así parece obedecer Greg Mottola, al darle el tempo, la frescura a la solución de cada personaje. Y entonces se intuye: el director ha filmado con más emoción que estrategia, con más necesidad de Verdad que de reconocimiento por su habilidad narrativa. El resultado es una película suave y sugerente; divertida, nostálgica, incluso para quienes ahora mismo se están debatiendo en sus conflictos de los diecitantos.
Adventureland es un cine que no cuenta, muestra; en consecuencia, un cine menos astuto, pero con una materia más cercana a la epifanía.


PD: Ah, y el soundtrack está de güevos, chéquense sino esta rola nomás

miércoles, 13 de enero de 2010

Sherlock Holmes y la aventura del detective, el mago y el doctor

1. La forma obvia de comentar a Sherlock Holmes, la película reciente de Guy Ritchie, es situándonos desde nuestro arrogante púlpito de lector inmaculado, y con el gordo tomo de Conan Doyle en el regazo despotricar porque: a) transformaron al maravilloso "detective asesor" (Sherlock dixit) en pinche muñequito de acción articulado; b) permitieron que Robert Downey Jr. siga interpretando a su genial personaje Robert Downey Jr., que en Iron Man está de güevos pero acá hacía falta otro tono; c) exageraron el protagonismo amanerado de un Doctor Watson (Jude Law) que nunca entiende la grandeza del tono menor del cronista original (la puta madre: qué mierda hace Watson cagando cada tres diálogos a Sherlock); d) apelmazaron buticantidad de gags cínicos resnatch que diluyeron el humor flemático del hombre de Baker Street 221B hasta hacerlo parecerse a Jim Carrey protagonizando Sin ton ni Sonia; e) se regodearon en corretizas, madrazos, explosiones y un romancito gratuito con Irene Adler, que se quería apasionado y terminó siendo cliché de cualquier crossover de Lara Croft vs. G. I. Joe y f) crearon soluciones muy sacadas de la manga (qué cazuelas que las claves de TODO estaban en el mismo laboratorio), que habrían hecho retorcerse de la impotencia al mismo Sir Conan Doyle.
Pero Guy Ritchie seguro que ya estaba preparado para críticas tan memas y ya tendría la respuesta obvia: que su Sherlock es una actualización del mito para la chaviza de hoy, que el hieratismo de Basil Rathbone poco tiene que decirle a los niños del internez y el post-punk-indie gooeeei, que mejor relájense y diviértanse y zoquen el hocico con puñados de palomitas. Bien valdría advertirle al tal Ritchie que al menos diez generaciones de lectores de Holmes lo vigilan. O sea: que se ande con cuidado. Aunque también:


2. Lo que sigue es doloroso (y más para un fan from hell del gran Sherlock) pero debe decirse: el personaje de Conan Doyle es el equivalente, en el entresiglo XIX-XX, al Harry Potter del entresiglo XX-XXI. Y si ya empecé con herejías, le sigo: ambos personajes comparten la representación episódica, el maniqueísmo entre el bien y el mal, la narrativa esquemática y sin riesgos formales, el confort pequeño burgués (odio los términos izquierdosos pero fue el que mejor le quedaba) que no se atreve a la épica absoluta, los valores conservadores sobre cualquier trasgresión incómoda. Conan Doyle y Rowling consiguen lecturas fascinantes pero sin peligro; no reinventaron ni reinventan las escrituras de sus tiempos, pero supieron recrear escenarios y personajes conmovedores para sus lectores, y aunque no remuevan drásticamente los sistemas literarios que les rodean, pueden y podrán presumirse como esas primeras lecturas que después nos hicieron indagar hacia autores más sustanciosos.
A Harry Potter le tocará el juicio del tiempo en algunas décadas más, a Sherlock Holmes ya se le puede pasar ingrata factura. La principal: que lo fascinante de sus deducciones, que seguramente asombraron a sus primeros lectores y todavía puede impresionar a dos que tres adolescentes, ha perdido fuerza frente a historias de enigma de mayor complejidad. Todavía siento el frío de los quince años, cuando leo que en Estudio en escarlata Sherlock revisa la casa de los Jardines de Lauriston mientras deja fanfarronear a los policías Lestrade y Gregson, para después dejarlos con un palmo de narices, describiendo al asesino, los cigarros que fumaba, el tipo de carruaje en el que llegó y su arma letal. Pero en una segunda lectura, varios años después, es imposible no esbozar una sonrisa por ciertas sorpresas que ya parecen ingenuas. ¿Dónde envejeció la maravilla de Holmes? En la novela negra gringa, que evidenció que nadie es criminal o delincuente del todo; en los thrillers kafkianos y su empeño en mostrarnos que el mal es una abstracción burocrática; en las conjuras de la vida real (Kennedy, Olaf Palme, Colosio, ¿les suena?) y la certeza de que el crimen obvio solamente es la punta del iceberg de más siniestros lodazales. Las deducciones precisas de Sherlock sólo eran posibles en una Europa orgullosa del positivismo y la fe en la ciencia; con el mugrero de la Gran Guerra se hizo imposible resolver el acertijo perfecto del crimen perfecto. Tal vez por eso, el personaje más inquietante del mundo de Holmes sea el oscuro Dr. Moriarty, que acaso prefigura a ese mal evasivo, difuso, que la lógica es incapaz de desmembrar.
¿Lo rebasado del original es, entonces, el motivo de que la reinvención de Ritchie sea tan fallida?

3. Aquí en realidad quería hablar de cómo se reinventó el mito de Sherlock Holmes en el doctor en diagnósticos Gregory House, pero entonces el texto se iba a alargar mucho e iba a parecer demasiado jalado de los pelos (¿no que el tema era la peli?). Que además ya todo mundo ha leído sobre esa influencia manifiesta de Sherlock Holmes en David Shore, el creador de la serie de TV, y sobre cómo lo ha reformulado en el insoportable doctor cojo que interpreta Hugh Laurie. Nomás pa' no perder el pretexto, sugeriré: que en Dr. House, tan importante es el ejercicio de la deducción, como el conflicto del genio científico rodeado de tanta gente cursi. Que el acento en Dr. House está en la confrontación del saber, como empeño y como fatalidad, contra la corrección política de un hospital y su misión de "salvar vidas". Lo que agrega House al arquetipo de Holmes es el carácter atormentado del personaje: que Conan Doyle lo sugiere cuando Holmes le entra a la morfina, pero no lo destaca como su tema mayor. No me atrevería a decir que House supera a Holmes, pero sí se valdría sugerir que House es una reformulación más afortunada del detective, contra el mamarracho que se inventó Guy Ritchie y que payaseó con tanto esmero Robert Downey Jr.
O sean francos: ¿cuántos no quisieron ver a Hugh Laurie con el gorro y la capa a cuadros, en vez del dandy mamón de Tony Stark?

4. Y bueno, a eso hay que agregar las limitaciones, orgullosamente asumidas, de Guy Ritchie, quien ha conseguido con gran empeño convertirse en algo así como un Tarantino sin el genio de Tarantino. Entonces valen las corretizas, los balazos, los putazos, los diálogos ingeniositos de matón de a tres pesos. Nomás como sugerencia: aun con lo cándido y predecible que pueda parecer ahora, sigue valiendo más la pena regresar al original de Arthur Conan Doyle. Y se puede conseguir en ediciones relativamente baratas. Corran por él, y de paso compren la novela de Pocahontas, antes de que alguien les invente que es flaca como anoréxica, verde como lagartija y que vive en un excitante mundo llamado Pandora. Y pues ya, me fui.

viernes, 1 de enero de 2010

Parque MacArthur

Me voy a ahorrar las payasadas esas de especificar que por comprar un disco gay uno no es gay, aunque lo sea. Lo que no me ahorraré será explicar que a veces intuyo que ser gay y ser homosexual no es lo mismo, que al homosexual le gustan los hombres y el gay jotea, es decir, se apropia de ciertos elementos de una cultura que supuestamente no es "para hombres", como ropas chillantes, músicas festivas, afeminadísimos despliegues dancísticos en el escenario que rompen plaza y hacen trizas el tablado. El hombre hombre, por el contrario, desprecia los movimientos estrafalarios, a menos que sea Chuck Norris y deba salvar al mundo o a su hija; se mantiene grave, estoico, en la fortaleza meditabunda de su cuerpo, con ojos agudos de estratega, es un cavernícola al acoso del mamut, aun cuando el mamut contemporáneo use tacones e insista en pesar menos de 50 kilos (y quiera parecerse -horror de los horrores- a Carrie Bradshaw).
Pero ese tampoco es el tema. El tema estaba maso bien redactado en alguna libreta de hace seis años, que reencontraré justo cuando ya no la necesite --es decir, cuando haya terminado de escribir este post--. Intentaré el recuerdo: también empezaba conque compré un cd doble con los éxitos de Dona Summer, que me daba un poco de vergüenza, pero que lo puse en la casa y fui el más feliz. En ese entonces acababa de ver la peli de Studio 54, acababa de divorciarme y tenía claro que mi vida necesitaba mucha jarana. Los excesos de una generación setentera previa al sida, que bailaban, se drogaban y cogían con desesperante felicidad, era el mood que me gustaba. Aunque también me fascinaban los despliegues musicales, más orquestados que con bits, de ese estilo discoteque que todavía no era lo suficientemente electrónico y debía compensar los samplers con cajas de ritmos primitivas, violines, trompetas y guitarras. Estaban a tres meses de la despersonalización robótica (que también tiene su chiste pero es otra historia) de la música electrónica, y el bit rupestre debía compensarse con instrumentaciones fastuosas, que venían un poco del progre y otro poco del glam rock. Oigan el piano con el que inicia "I Will Survive" de Gloria Gaynor, las trompetas de Earth Wind & Fire, los coros agudos hasta la diabetes sonora de los Bee Gees.
Esta orquestación le daba un tono muy especial al sonido discoteque de los setenta. Convengamos que entonces se le trataba tan pésimamente como ahora al reaggeton, porque la gente entendida prefería a Pink Floyd, Led Zepellin o David Bowie. El desdén era rigorista, al menos hasta que era sábado y daban las diez de la noche, entonces se podía evadir el distingo tan radical y escabullirse a la típica discoteca de pisos de colores y esferas de espejos.
La gente que oía rock pensaba rudamente, todavía le pesaba la represión postAvándaro y se refugiaba en hoyos fonquis muy gruesos, donde corría la mota, la promiscuidad y la falta de estilo. Los nices iban a las discos donde también corría la mota, la promiscuidad y la falta de estilo, aunque esto último apenas se advertía, usar traje blanco y camisa negra con el cuello de fuera estaba de lo más in. Lo que debo decir: si el rock era el compromiso, la música disco era evasión. Si el rock confrontaba y no daba soluciones sencillas, la música disco se elevaba al sueño frívolo y sonriente. Si el rock era un viaje a una oscuridad que fortalecía tras pesadillas estridentes, la música disco transportaba a la belleza, la elegancia, el ligue glamoroso y la emoción fútil.
Pasión de cueros y demonios, era el rock; romancillo de gasas y luces, el de la música disco. Pero ambas manifestaciones en realidad resolvían una larguísima resaca que duró toda una década, que inició con aquel famoso Dream is Over de Lennon. Cuando se fue a la mierda la utopía sesentera, la música debió camuflajarse en máscaras de distinto pelaje: heavy metal, punk, glam rock, sonido Motown, todo teatral y excesivo. Los setenta son una cruda, una evasión que no mira frontalmente lo que ocurre, un aquí y ahora que no pretendía crear discurso. Y sin embargo, no sólo de dogmas se hacen los recuerdos; tal vez la memoria más dolorosa sea aquella que proviene de lo imperceptible, lo que no pudo aprehenderse, lo que no tuvo documentales o manifiestos que dejaran constancia de la gente, los bailes, los revolcones que se dieron ahí.

***

Menos rollo, mejor escuchen:



Una entrada bastante generosa de wikipedia para una canción revela que "MacArthur Park" existía desde 1968, que fue escrita por Jimmy Webb y ha tenido muchos cover, el más prestigioso en voz de Frank Sinatra, aunque el más famoso sea el de la "reina de la disco". Pero su estructura es por completo el estilo de Donna Summer, quien al menos en tres rola más (ésta, "On The Radio" y "Enough is Enough", con Barbra Streisand) repiten un esquema semejante. Un principio suave, de balada dulzona con violines, un piano de fantasía y coros alambicados, que detalla con enorme melancolía el recuerdo de dos amantes que por cualquier razón no siguen juntos. Apenas al minuto, Summer sostiene un agudo que se vuelve grito de batalla, se incorporan percusiones, trompetas e inicia la fiesta discoteque. Pero la canción conserva la misma melodía.
A pesar del ritmo bailable, del énfasis de los violines y de la voz que se ha hecho más firme que al principio, subyace la tristeza del inicio. Escuchen bien, dense cuenta que pueden contonearse, girar las patitas, levantar brazos e imitar la alharaca de la fiesta, pero ahí sigue el dolor del amor perdido, y claro, la falsa promesa de la vida que sigue adelante, porque eso es un mal chiste ante esa voz que se descifra en desesperanza. ¿Cómo puede entonces bailarse al mismo tiempo que dolerse tanto? O tal vez se baila por eso, porque el baile es la única respuesta al desasogiego, a no entender por qué terminaron esos años dorados. La historia habla de amantes, pero bien pueden ser la generación toda, buscando a San Francisco, el submarino amarillo de los Beatles, las consignas disueltas, mucho menos por las represiones institucionales como por el simple paso de la vida.
Por ahí viene el siguiente debraye: MacArthur Park no puede referirse a un amor adolescente; la pareja que se canta ha pasado las duras y las maduras, no tienen el candor del dolor primero, sino la suave pesadumbre del desamor crónico, y justamente por eso es tan urgente ser bailada; tiene el peso, la gravedad, de quien ha dejado su último esfuerzo en ese baile y que solamente le queda el invierno de refugio.
Y entonces vale extenderse a las canciones de esos setenta tardíos: "I Will Survive" o "Staying Alive" aluden al fracasado que busca su última oportunidad; podría ser el mismo hippie de hace diez años, que divorcios, cárceles o corbatas mediante, ya no puede promover las utopías que cantó con Grateful Dead y ahora apenas va buscando recodos nostálgicos donde pueda pernoctar lo que resta de su vida ("Now I need a place to hide away" cantaría, visionario, Paul McCartney quince años atrás).
Las canciones de los setenta parecen el consuelo para quienes se atrevieron a enfrentar el edicto de Mick Jagger, de crecer más allá de los treinta años. Por eso la evasión, aunque no el desparpajo; por eso su ligereza aérea, aunque no su posibilidad de consigna. Los setenteros tendrían que desaparecer pocos años después, cuando los Buggles mataran con el video a las estrellas de radio. Entraría una nueva generación educada para los juguetes de Star Wars, para los cubos de rubik, para cambiar el existencialismo por las trivias de TV. Historia menos compleja, también de colores más brillantes. Mamase mamasa mamacusa.

PD: Y esto es otra jotería pero, ¿ya vieron qué chido se ve el primer post acomodadito en su casillita de enero de 2010? Cumplan los propósitos esos que se dijeron, al menos los primeros quince días.