1. La forma obvia de comentar a
Sherlock Holmes, la película reciente de Guy Ritchie, es situándonos desde nuestro arrogante púlpito de lector inmaculado, y con el gordo tomo de Conan Doyle en el regazo despotricar porque: a) transformaron al maravilloso "detective asesor" (Sherlock dixit) en pinche muñequito de acción articulado; b) permitieron que Robert Downey Jr. siga interpretando a su genial personaje Robert Downey Jr., que en
Iron Man está de güevos pero acá hacía falta otro tono; c) exageraron el protagonismo amanerado de un Doctor Watson (Jude Law) que nunca entiende la grandeza del tono menor del cronista original (la puta madre: qué mierda hace Watson cagando cada tres diálogos a Sherlock); d) apelmazaron buticantidad de gags cínicos resnatch que diluyeron el humor flemático del hombre de Baker Street 221B hasta hacerlo parecerse a Jim Carrey protagonizando
Sin ton ni Sonia; e) se regodearon en corretizas, madrazos, explosiones y un romancito gratuito con Irene Adler, que se quería apasionado y terminó siendo cliché de cualquier crossover de
Lara Croft vs. G. I. Joe y f) crearon soluciones muy sacadas de la manga (qué cazuelas que las claves de TODO estaban en el mismo laboratorio), que habrían hecho retorcerse de la impotencia al mismo Sir Conan Doyle.
Pero Guy Ritchie seguro que ya estaba preparado para críticas tan memas y ya tendría la respuesta obvia: que su Sherlock es una actualización del mito para la chaviza de hoy, que el hieratismo de Basil Rathbone poco tiene que decirle a los niños del internez y el post-punk-indie gooeeei, que mejor relájense y diviértanse y zoquen el hocico con puñados de palomitas. Bien valdría advertirle al tal Ritchie que al menos diez generaciones de lectores de Holmes lo vigilan. O sea: que se ande con cuidado. Aunque también:
2. Lo que sigue es doloroso (y más para un
fan from hell del gran Sherlock) pero debe decirse: el personaje de Conan Doyle es el equivalente, en el entresiglo
XIX-XX, al Harry Potter del entresiglo
XX-XXI. Y si ya empecé con herejías, le sigo: ambos personajes comparten la representación episódica, el maniqueísmo entre el bien y el mal, la narrativa esquemática y sin riesgos formales, el confort pequeño burgués (odio los términos izquierdosos pero fue el que mejor le quedaba) que no se atreve a la épica absoluta, los valores conservadores sobre cualquier trasgresión incómoda. Conan Doyle y Rowling consiguen lecturas fascinantes pero sin peligro; no reinventaron ni reinventan las escrituras de sus tiempos, pero supieron recrear escenarios y personajes conmovedores para sus lectores, y aunque no remuevan drásticamente los sistemas literarios que les rodean, pueden y podrán presumirse como esas primeras lecturas que después nos hicieron indagar hacia autores más sustanciosos.
A Harry Potter le tocará el juicio del tiempo en algunas décadas más, a Sherlock Holmes ya se le puede pasar ingrata factura. La principal: que lo fascinante de sus deducciones, que seguramente asombraron a sus primeros lectores y todavía puede impresionar a dos que tres adolescentes, ha perdido fuerza frente a historias de enigma de mayor complejidad. Todavía siento el frío de los quince años, cuando leo que en
Estudio en escarlata Sherlock revisa la casa de los Jardines de Lauriston mientras deja fanfarronear a los policías Lestrade y Gregson, para después dejarlos con un palmo de narices, describiendo al asesino, los cigarros que fumaba, el tipo de carruaje en el que llegó y su arma letal. Pero en una segunda lectura, varios años después, es imposible no esbozar una sonrisa por ciertas sorpresas que ya parecen ingenuas. ¿Dónde envejeció la maravilla de Holmes? En la novela negra gringa, que evidenció que nadie es criminal o delincuente del todo; en los thrillers kafkianos y su empeño en mostrarnos que el mal es una abstracción burocrática; en las conjuras de la vida real (Kennedy, Olaf Palme, Colosio, ¿les suena?) y la certeza de que el crimen obvio solamente es la punta del iceberg de más siniestros lodazales. Las deducciones precisas de Sherlock sólo eran posibles en una Europa orgullosa del positivismo y la fe en la ciencia; con el mugrero de la Gran Guerra se hizo imposible resolver el acertijo perfecto del crimen perfecto. Tal vez por eso, el personaje más inquietante del mundo de Holmes sea el oscuro Dr. Moriarty, que acaso prefigura a ese mal evasivo, difuso, que la lógica es incapaz de desmembrar.
¿Lo rebasado del original es, entonces, el motivo de que la reinvención de Ritchie sea tan fallida?

3.
Aquí en realidad quería hablar de cómo se reinventó el mito de Sherlock Holmes en el doctor en diagnósticos Gregory House, pero entonces el texto se iba a alargar mucho e iba a parecer demasiado jalado de los pelos (¿no que el tema era la peli?). Que además ya todo mundo ha leído sobre esa influencia manifiesta de Sherlock Holmes en David Shore, el creador de la serie de TV, y sobre cómo lo ha reformulado en el insoportable doctor cojo que interpreta Hugh Laurie. Nomás pa' no perder el pretexto, sugeriré: que en
Dr. House, tan importante es el ejercicio de la deducción, como el conflicto del genio científico rodeado de tanta gente cursi. Que el acento en
Dr. House está en la confrontación del saber, como empeño y como fatalidad, contra la corrección política de un hospital y su misión de "salvar vidas". Lo que agrega House al arquetipo de Holmes es el carácter atormentado del personaje: que Conan Doyle lo sugiere cuando Holmes le entra a la morfina, pero no lo destaca como su tema mayor. No me atrevería a decir que House supera a Holmes, pero sí se valdría sugerir que House es una reformulación más afortunada del detective, contra el mamarracho que se inventó Guy Ritchie y que payaseó con tanto esmero Robert Downey Jr.
O sean francos: ¿cuántos no quisieron ver a Hugh Laurie con el gorro y la capa a cuadros, en vez del dandy mamón de Tony Stark?
4. Y bueno, a eso hay que agregar las limitaciones, orgullosamente asumidas, de Guy Ritchie, quien ha conseguido con gran empeño convertirse en algo así como un Tarantino sin el genio de Tarantino. Entonces valen las corretizas, los balazos, los putazos, los diálogos ingeniositos de matón de a tres pesos. Nomás como sugerencia: aun con lo cándido y predecible que pueda parecer ahora, sigue valiendo más la pena regresar al original de Arthur Conan Doyle. Y se puede conseguir en ediciones relativamente baratas. Corran por él, y de paso compren la novela de Pocahontas, antes de que alguien les invente que es flaca como anoréxica, verde como lagartija y que vive en un excitante mundo llamado Pandora. Y pues ya, me fui.