viernes, 23 de mayo de 2008

José José rules

Hace algunos días hablábamos de eso, de que ya no existían esos hombres patéticos que morían heroicamente en la raya de su mediocridad, que amaban sin esperanza hasta el extremo de vomitar los cacahuates y el ron con coca cola, que podían hacer un grandioso espectáculo de su hediondez afuera del multifamiliar de la amada desdeñosa, con un trío musical tan inútil como él. Que en su lugar hay sospechosos filósofos de la vida -como Reily-, o del TV Notas -como Arjona-, o del psicoanálisis soft -Aleks Sintex-, o niños boricuas o venezolanos que mean sus calzoncitos mientras cantan timideces como "todo es perfecto cuando te siento/ tan cerca aunque estés tan lejos." Y bueno, que José José, con todo y su alcoholismo y patetismo, y con los pésimos chistes en torno a su alcoholismo y patetismo, es la Verdadera Voz de la Conciencia (la de a de veras, no la que querrían de nosotros los panistas y los motivadores de recursos humanos; la Conciencia desnuda desquebrajada que ocultamos cuando mostramos nuestros curiculos profesionales, la Conciencia que se pasea en los ojos turbios mientras paladeamos la sexta cuba tibia y necesaria); pero uno no lo tiene muy claro hasta que son las cuatro de la mañana y se han ingerido dos patonas de bacardí y varias cajetillas de cigarro, hasta que resulta insoportable seguir pensando en esos ojos y esos labios y esas piernas tan imposibles y se hacen obligados los violines sin virtuosismo, la melodía básica y empalagosa, la voz sabia que refleja la autocompasión que uno ha aprendido a domesticar para poder aportar fatuidad al PIB nacional.
"Yo que fui un volcán soy un volcán apagado" reza el verso, que va más allá del vergonzoso tropiezo de virilidad sexual: tiene que ver con los pagos vencidos, con las jetas de los jefes explicando que no pueden subirle el sueldo a uno (aunque eso sí, uno siempre puede dar un esfuerzo mayor), con las retóricas feministas que lo quieren a uno fuerte-frágil-sensible-con-carácter-ambicioso-sencillo-caballero-cabrón, con expectativas convertidas en obligaciones implícitas de autos-refrigeradores-coñac-blackberrys que atormentan en la tele porque uno solo tiene pomada para el pie de atleta y mucha comezón. Ahí es cuando José José entiende, con su tono eterno de cuarentón inmaduro (Cortázar siempre pergeña cuentos adolescentes, Borges siempre se lee como anciano; José José siempre canta como cuarentón), sobre las necesidades básicas de la vida (amar y ser amado), con el desconsuelo cuando las cosas se desgastan, porque no siempre se es un espléndido amante, porque el tiempo tiene grietas y porque grietas tiene el alma.
Un ensayo que nunca escribiré sobre las baladas de los setenta tendría que situar a José José en un sitio especial, el que personifica y da voz a los burócratas y los oficinistas de medio pelo que están al borde de la despersonalización de la ciudad, justo en el momento que el DF bicicletero de los sesenta se expande y elimina el arraigo por los barrios, para convertirnos en fatigados viajeros de vías rápidas y vagones del metro que nos hace bueyes en rediles.
El ensayo tendría que diferenciar entre José Alfredo Jiménez y José José, en tanto el primero es el fracasado conocido por todos: el de los abarrotes que se perdió en el alcohol por un gran amor, el provinciano de la pensión que no soportó y se suicidó ayer en la tarde, los adúlteros de los que todos sabíamos la hora de sus citas pero nunca la revelamos porque no hay que meternos donde no nos importa.
Mientras, José José es el fracasado que ha perdido su personalidad. José José le canta a tarjetahabientes, a usuarios de los sistemas colectivos de transporte, a afiliados del Seguro Social, a muestras estadísticas a favor/en contra de la hegemonía priísta, a las masas que fingen prestigio con las baratas de las tiendas Suburbia. Esta impersonalidad pretenciosa y angustiada hace posible la fantochería sin sentido del príncipe, su amor, honesto y tímidamente mediocre, sus noches de romance con menos perfumes y estrellas y más incomprensión y lamento: "a veces te miro callada y ausente/ y sufro en silencio como tanta gente" "pobre tonto, ingenuo charlatán,/que fui paloma por querer ser gavilán"; "Me basta con un poco de tu amor (...) con el que tengas guardado, con el que hayan olvidado/ con eso me quedo yo"; "Me encadenaste a tu falda/ y enseñaste a mi alma a depender de ti"...
José José balbucea su exabrupto al mismo tiempo que Silvio y Pablo cortejan mujeres a las que les gusta "la canción que comprometa su pensar"; al mismo tiempo que Serrat "cerró su puerta una mañana y echó a andar"; cuando un jovencísimo Charly García proponía: "excavo hasta abrazarte y me sangra la mano/ pero que libres vamos a crecer"... Pero donde los otros dejaron sus lemas como legendarias luchas que fracasaron, el buen Príncipe sigue siendo actual por su fracaso constante. José José sabía que no existían revoluciones, ni compromisos, ni heroísmos, ni prados verdes, ni guerreras intelectuales: secretarias de medias corridas, esposas fastidiadas que calculan la hora en que pueden darse un encerrón con el sancho, solteronas alcohólicas y estridentes, el cuartito trasero que improvisó la ñora de la farmacia. José José siempre fue sabio porque siempre fue fracasado, por eso sus letras siguen vigentes, si no en las ideologías y las formas contemporáneas de los romances, sí en la angustia de alborada que solo adquiere sentido cuando nos dejamos herir por su voz.
Los hombres han cambiado: ahora los hombres negocian sus silencios, ejercitan sus abdómenes y su asertividad, llevan a sus hijos los domingos al McDonals y los miran jugar en las albercas de hule esponja mientras tararean alguna jotería de Chayanne. Pero siempre se llega a una noche de cantina, a la desesperanza con cacahuates, a la incertidumbre frente al mingitorio, y en esos momentos siempre se agradece la prédica desencantada, íntima, a pesar de todo honesta: "casi todos sabemos querer/ pero pocos sabemos amar"

viernes, 16 de mayo de 2008

Cásate conmigo otra vez: a mirar ya, urgente!!!

Hace dos años me tocó ver en el Festival de Puerto Vallarta una película "independiente", de producción modesta y ejecución alucinante. Se llamaba Ira & Abby, estaba escrita y actuada por Jennifer Westfeldt, quien tuvo una efímera fama por la comedia romántica soft-lesb Besando a Jessica Stein. Ahora, Ira & Abby se exhibe comercialmente bajo el poco apetitoso título de Cásate conmigo otra vez. Lo pobre del título ahuyentará a muchas personas (su título original tampoco es de lo más atractivo), lo cual es una lástima porque debe ser de las comedias románticas más nerviosas y graciosas los últimos tiempos. A dos años no recuerdo todos los detalles, pero sí que abre con un psicólogo diciéndole a su paciente que ya no puede tratarlo porque es insoportable y lo odia. Entonces el paciente, Ira, busca otras formas de remediar sus líos emocionales, y se encuentra con los servicios aeróbicos relajantes de Abby, desparpajada y ligera, y fácilmente se da el romance, que deciden consumarlo en matrimonio el mismo día que se conocen. Entonces aparecen los suegros de ambos bandos, que son como los Byrnes y los Fockers de lMeet the Parents y Meet the Fockers (aquello con Ben Stiller, Robert DeNiro, Dustin Hoffman y Barbra Streisand), pero infinitamente más graciosos. Recuerdo que los diálogos eran punzantes y agilísimos, y el ritmo de la puesta en escena vertiginoso, tan así que a los veinte minutos de la película dudaba que pudieran mantener el ritmazo de su inicio, y en efecto, hacia la segunda mitad se cae un poco (era obligado, no se podía tanto), pero eso no impide que en su conjunto se trate de una cinta de carcajada, de parlamentos incisivos y sutiles, de actuaciones efectivas. Para decirlo rápido: es como si Woody Allen se hubiera metido un ácido speed y luego se hubiera puesto a escribir.
Si por acá hay algún amante de la comedia romántica, debe dejar todo lo que está haciendo y lanzarse. Imagino que va a durar medio día en cartelera, entonces hay que apurarse a verla. Total: el Iron Man y el Meteoro durarán mucho más, y después se podrá comprar en Mix Up. Pero está va a ser más difícil encontrarla después. Entonces, corran, corran.

lunes, 12 de mayo de 2008

Escepticismo optimista

Llevo tres años sumido en una apacible depresión. Nada terrible: ni obsesión por colgarme de una lámpara, ni descenso precipitado al abismo, ni fantochadas excesivas de lloriqueos y lamentos. Simple desgano, desinterés, inercia, rutinas autocompasivas y noches de pasmo frente al internet. No faltará quien diga que todo mundo está casi igual y que son los signos de los tiempos, pero bien me doy cuenta que estoy un poco más afectado que, por ejemplo, mis amigos: mientras ellos aún pueden entusiasmarse por algún proyecto, alguna conocencia amistosa o erótica interesante, o una experiencia de vida sabrosa (léase viaje, festival, peda, literatura, música), yo decido que no hay nada nuevo bajo el sol, decido que aquello es la repetición de bla bla bla y enfrento el evento sin grandes expectativas. Insisto en describir esta depresión como apacible, porque no estalla en esos espectaculares azotes de la secundaria y la preparatoria. Supongo que un médico lo distinguiría entre depresión aguda (borracheras iracundas, poemas enfebrecidos, golpes a las paredes) y depresión crónica (televisión, internet, que no falten los cigarros).
En realidad extraño la depresión aguda. Para ser franco, mucha de esa depresión en realidad era una postura poética, que en su tristeza sugería tonos, temas, lemas, actitudes, rabias y melancolías que transmutaban en escritura. Por eso me simpatizan tanto los emos: encarnan de forma explícita los azotes que muchos tuvimos y que tanto nos ayudó a disparar la creación y las decisiones de vida. Yo creo que a mi nomás me faltó el copete de caricatura de Beatle, los pantalones entubados y el maquillaje para ser emo. En el resto no habría la menor diferencia. A veces paso por la Glorieta de los Insurgentes y se me antoja acercarme, explicarles que soy como su abuelito emo, probárselos con textos de mis 17 años y pedirles que me hagan canchita para plantarme con el ipod y vegetar mi inanidad.
La depresión crónica/apacible que en realidad cargo, es mucho menos emocionante. Le ayuda la rutina, la edad, el escepticismo ante las cosas nuevas, la falta de interés en cosas por los que muchos otros morirían de emoción. Ejemplo: mañana me voy a Ciudad Juárez, entrevistaré a Ana de la Reguera. Tengo clarísimo que a cualquiera lo pondría hormonal, excedido, nervioso. Yo ya la entrevisté antes: estaba rodeada de gays que la maquillaban y tanto mariposeo estorbaba a su belleza. Ella miraba directamente y con misterio. Yo sólo pensaba que estaba demasiado producida, y que me urgía terminar rápido con eso para irme a un café a leer y fumar (aún se podía). Otro ejemplo: parece que voy al Vive Latino gratis, con la única consigna de hacer una crónica para un portal de internet. Cinco que cuatro personas han envidiado la chambita. Yo sólo estoy pensando en el barullo de la gente, los diez grupos que pasarán antes de que lleguen los interesantes, la obligación de estar ahí toda la jornada todo el día, la preocupación de deslindar qué vale la pena escribirse y qué se debe desechar.
De inmediato pienso en gente que, con justa razón, protestaría y se indignaría porque un absoluto bulto de rencores como yo tenga estas oportunidades, que varios considerarían impresionantes. Por supuesto, muchos de ellos harían un mejor trabajo que yo, porque agregarían la devoción, el nervio, el interés, la vitalidad. Incluso pienso que la persona que fui hace diez años (por ejemplo) querría patearme el culo por mi falta de emoción. Pero chamba es chamba, sonrío sardónicamente y me lanzo a estos eventos que, para mi, solamente son promesas de cheques. Y esto es un ejemplo de muchas cosas más: los nuevos autores, la planeación de revistas literarias que ahora sí estarán poca madre, los proyectos de tele que reinventarán todo lo ya reinventado, hasta las citas con alguna nueva chica con quien sí te vas a entender de lo más bien. Lo más absurdo es que acudo a todo, como recetita, justamente porque en el manual del perfecto deprimido recomienda que uno debe optar por el movimiento en vez de la holgazanería, entonces me lanzo a absolutamente todo lo que la excitante vida ofrece, aunque al cabo de un rato regreso a la descalificación: no va a funcionar, menos impactante de lo esperado, ya sabía que era así de chafa, pues no, no me impresionó.
El único momento que se vuelve preocupante de esta actitud, es cuando intuyo que puede ser, ya, una forma normal de vida. Entonces algo de mí se revela: desde el fondo de la memoria me digo que todavía debe haber algo que conmueva, que lo más terrible sería acostumbrarme a esta inercia, que hasta las peores pelis tienen un giro de tuerca inusitado, en el que se recupera el sentido de las cosas y se llega a cierta revelación. Curiosamente, sería el momento en que la depre aguda se impone a la crónica; el azote a la inercia; el exceso lírico a la apacible contención. La sorpresa y el escepticismo luchan: la sorpresa se avienta una combinación absurda de lo más idiota, el escepticismo se burla inclementemente; la sorpresa prueba con una frase naif-cronopia, el escepticismo le sopla y la hace paja; la sorpresa lanza un dardo hiriente y revulsivo, el escepticismo le presume listo el frasco de vick vaporub. Pero justo cuando el escepticismo tiene a la sorpresa contra las cuerdas, sangrante y herida, desfigurada, irreconocible, la sorpresa le sugiere que cuando menos se espere le podría sugerir algo más. El escepticismo duda, en efecto duda, y su duda es el más glorioso de los fracasos: aunque se va más fuerte, más triunfante, se marcha con el virus inoculado de algo que lo podría desquebrajar. Pero en vez de combatirlo, el escepticismo lo consiente, lo cuida, lo protege. El escepticismo es duda; en esa duda está la sorpresa. Entonces recupero algo mío, cuando me siento cargando este lastre complementario y contradictorio: como no creo en nada, dudo de todo; como dudo de todo, aún tengo activado el chip de las preguntas; el solo hecho de tener preguntas me hace intuir que se siguen buscando respuestas. De ahí deduzco que tras esta depresión apacible se encuentra cierto optimismo medroso. Tal vez mañana, con Ana. Tal vez el fin de semana del Vive Latino. Aunque más seguro no, aunque quizá sí, aunque, aunque... me voy a preparar maletas.