Siempre que me encuentro ante una vida ajena y desconocida, me asalta la misma emoción que ante el telón a punto de abrirse y dar paso a la representación de una obra de Shakespeare, y en ambos casos prefiero que se trate de una tragedia, ya que, aparte de la auténtica seriedad, sólo disfruto la gracia trágica, y a los bufones, como en El rey Lear, precisamente porque ellos son los verdaderos irreverentes, practican la farsa en gros y no respetan ningún aspecto de la vida humana. Por el contrario, los pequeños graciosos y los autores cómicos bienintencionados, que se acantonan en las historias de la familia, y que no se atreven a burlarse de los dioses mismos, como lo hiciera Aristófanes, me repugnan cordialmente, al igual que las almas débiles y sensibles que, en lugar de destruir la vida de un hombre para que la humanidad se eleve con su ejemplo, aplican sólo pequeños tormentos, y tienen al médico listo a un lado del supliciado para que les indique con precisión el grado de tortura que puede soportar, con el fin de que el pobre diablo, si bien destrozado, pueda salir de ahí con vida; como si la vida fuese el bien más preciado, y no el hombre, que por supuesto sobrepasa la vida, ya que ésta no es más que el primer acto y el inferno en la Divina Comedia, lugares por los que debe pasar antes de llegar a su ideal...
Las vigilias de Bonaventura
martes, 13 de noviembre de 2007
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