Ok, el debate viene de los excesos: la publicidad y las revistas
light de cine saludan a
Avatar (James Cameron, 09) como lo más más de lo más revolucionario del cine gringo de los últimos años, que deja como pendejos a Clint Eastwood, Gus Van Sant y David Fincher (que con
El antioxidante caso de Benjamin Button Fincher sí quedó como pendejo, pero esa es otra historia); en contra, los críticos bien formados y de a de veras no le perdonan ni medio segundo de parque de atracciones al juguetito éste tan IMAX y 3D y GPS y hartos gadgets harto techies, que hacen de
Avatar más videojuego que película rial. La pregunta que subyace es dónde situar a la filmografía de Cameron, si reconocerle innovación, originalidad, personalidad; o relegarlo a maquilador de lujo para vender vasos y palomitas. Por su espectacularidad y su rentabilidad, James Cameron parecería el hijo virtuoso de George Lucas y Steven Spielberg, pero no estoy seguro que eso sea un halago.
Si se vale agitar el gallinero, podría sugerirse que Cameron se sitúa en la incómoda bisagra entre el maquilador hiperdotado y el autor menor, y que ambas definiciones deben tomarse con reserva. Sobre el maquilador ni vale la pena hablar, en un goglazo se encuentras listas, estadísticas, porcentajes, que evidencian la enorme rentabilidad del director canadiense, así como su vanguardia en cuanto al uso de los recursos técnicos más acá para la puesta en escena de sus pelis. Desde el primer
Terminator hasta los mafufos musguitos de
Avatar (pasando, por mentar lo más memorable, por
Terminator 2,
Aliens y ese betún tan romanticoso y tan
fin du siècle que fue
Titanic), parte imprescindible del cine de Cameron es revisar sus
making offs, que a veces pueden resultar más interesante que el mismo filme.
Pero al autor Cameron no hay que tomarlo tan a la ligera, y ahí la incomodidad. De un plumazo podría burlarme de lo ramplón de sus escenas, de su distingo acartonado entre el bien y el mal, de sus giros de tuerca predecibles, y de su persuasivo regaño-moralino final, que parecería contradecir a su mismo cine (al rato regreso con esta paradoja); pero basta darse una vuelta por las memorabilias, las pasiones, las defensas furibundas de los espectadores, para presentir que en Cameron hay más que un realizador soso con juguetes demasiado nuevos. Lo más interesante: lo que se va filtrando de él no es su enorme despliegue tecnológico, sino las pequeñas escenas cotidianas y de intimidad.
Los Terminators impresionan por sus correteadas, sus explosiones y sus esqueletos de
cyborg fundido, pero la gente se ha quedado con el rudo amor filial de Sarah y John Connor;
Aliens no es nada sin su impresionante andamiaje techie-lóbrego, pero es mucho menos sin la bravura de Ellen Ripley; y lo que se ha choteado hasta el exceso no es el majestuoso naufragio del Titanic, sino el romance oceánico de Jack y Rose, ambos situados en la proa del transantlántico, brazos extendidos al infinito, él declarándose The King Of The World, y al lado la indescriptible cancioncita de Celine Dione que el buen
Albertos supo renombrar como "Mi amor se hundirá contigo".
Sarah, John, Ellen, Jack, Rose; aunque la primera imagen del cine de Cameron es de ráfagas, inmensidades y excesos, en la memoria se han logrado arraigar personajes anodinos que crecen hasta lo épico, mucho más complejos que los (esos sí) estereotipos de las películas de Emmerich (por mencionar otro hacedor de catástrofes); aun desde su argumento predecible, Cameron logra relieves y tejidos finos en sus atormentados protagonistas, quienes aprenden el heroísmo a fuerza de sudar contra robots-mala-onda, bichos extraterrestres o naufragios hiperbólicos.
Y ahí viene el segundo tema en el que Cameron ha insistido: los mundos al borde del cataclismo, justo los que necesitan de este tipo de héroes. El planeta Tierra dominado por Skynet, la colonia extraterrestre LV-426 plagada de aliens, y hasta la sociedad decimonónica que vive sus últimas francachelas a bordo del Titanic, no se limitan a escenarios sombríos para alguna coreografía de violencia gratuita. No tienen sentidos los O'Connors o las Ripleys sin estos mundos al borde del colapso para rescatar, y más aún: la dimensión trágica de los personajes se consigue cuando, incluso con sus mayores esfuerzos, no lograrán del todo que estos mundos desquebrajados sigan avanzando hacia su decrepitud. Si alguna enseñanza quedara de sus épicas desesperadas, es la intuición de que los personajes camerianos, llamados a una aventura que al inicio parece sobrepasar sus capacidades, con su enorme bravura hacen posible seguir habitando mundos desesperanzados. No Fate, acuña el lema Sarah Connor (acaso el personaje más cameriano) y desde ahí sugiere que el heroísmo no es una virtud de iniciados, sino un esfuerzo frustrante e irremediable. Ideología que le quedaba de lo más bien a los ochenta reaganianos en que fueron posibles varias de estas películas; ¿sigue teniendo efecto en el siglo XXI que le toca a
Avatar?
En
Avatar, el mundo al borde de la extinción se llama Pandora, un planeta de grandes riquezas naturales, que los típicos explotadores malosos querrán dinamitar para extraer unobtainium, mineral de resonancias míticas en la literatura de ciencia ficción. El héroe ahora es el lisiado Jake Sully (Sam Worthington), quien sustituye al hermano muerto en un proyecto científico, que consiste en dirigir mentalmente a un avatar, réplica de los Na'vis, nativos del planeta. Y el método es como de un
Matrix mariguano: Jake se encierra en una cámara, y con ayuda de sondas o algo así puede manejar, como marioneta, a su bicho avatar de más de dos metros de altura. Así como en
Terminator se requiere de un cyborg de acero y carne para las empresas destructoras de Skynet, aquí se necesita de estos replicantes orgánicos para infiltrarse entre los nativos de Pandora y "civilizarlos", para que se porten blanditos a la hora de mercar con su mineral.
Así como el anodino böer Wikus van de Merwe debe hacer su proceso de mestizaje para reconocer lo "humano" en los extraterrestres confinados al
Distrito 9 (Blomkamp, 09), así Sully tiene que servirse de su alterego verdoso para reconocer en los na'vis valores perdidos por el occidentalismo voraz (disculpad la izquierdosada); curioso que dos películas tan recientes insistan en el mestizaje entre el occidental y el extraterrestre para lograr la redención, tema que quizá sólo puede ser posible en tiempos del gobierno mestizo de Obama. Pero se hablaba de Cameron y entonces se debe destacar la constante autorreferencia a su filmografía: el uso de androides mecánicos como emisores del mal; los incipientes grupos revolucionarios -los Na'vis y los rebeldes a Skynet- para enfrentar a los poderosos corporativos; las burbujas románticas -Sarah Connor y Kyle Reese en
Terminator, Jake y Rose en
Titanic, y aquí Jake y Neytiri- que hacen posible el crecimiento de los héroes; las grandes guerreras -Sarah Connor, Ellen Ripley, más
nice pero no menos rabiosa la Rose DeWitt de
Titanic, y en
Avatar Neytiri, Trudy Chacón o la sacerdotisa Mo'at-, con su función doble de gladiadoras y maestras de las siguientes generaciones. Acaso la referencia más conmovedora sea la presencia de la doctora Grace Augustine: una Sigourney Weaver madura, que de antigua alienbuster deviene aguerrida científica y pasa la estafeta a una nueva generación de héroes camerianos. Si agregamos los recursos tecnológicos para la filmación de la película, el banquete está más que hecho para hacer una cinta más que memorable. ¿Y dónde falla, entonces,
Avatar?
En que James Cameron aspira con
Avatar a ser
auteaur, pero está anclado en las obligaciones del entretenimiento. Y donde apenas se vislumbra alguna premisa ambiciosa, le gana la corrección política (el mensaje ecológico, la crítica al capitalismo irresponsable), la concesión al juego de feria, la complacencia en el virtuosismo tecnológico, el descuido en el bordado de personajes que apenas alcanzan a ser esquemas.
Pero más: la mayor virtud de Cameron también es su principal limitante, y ahí viene la paradoja que mencionaba antes: el gran tecnoartesano del cine gringo ha hecho suyo el tema del desprecio a la tecnología como única posibilidad de rescatar a la humanidad. Lo mismo el cyborg de
Terminator, que la arrogancia bélica de
Aliens, que la ultramodernidad fastuosa del trasatlántico Titanic, son los antagonistas naturales de sus empeñosos héroes. Mientras que en
Avatar, los avatares y los Na'vi son alardes tecnológicos, y el espectador nunca logra superar esta conciencia: Na'vis y Avatares impresionan, pero no conmueven; la indefensión que se sublima en gloria de las Connor y Ripley no tiene equivalencia en los muppets sofisticados de Pandora, más parecidos a monigotes de George Lucas que a héroes trágicos de Cameron; si en sus películas anteriores, Cameron logró crear zonas de identificación entre personajes y espectadores, aquí sólo existe una compasión semejante a la que nos causan las ballenas sacrificadas por los enemigos de Greenpeace.
Avatar evidencia más al Cameron ingeniero de ferias que al Cameron autor menor, y desde estas coordenadas deja el efecto justo de las montañas rusas: expectación, miedo, adrenalina, cimas y simas, pero no el asombro del heroísmo memorable.
Es cierto que el cine tiene ambas vertientes: la de expresión artística y la de feria de atracciones. Cameron había logrado acercarse al arte desde la feria. Pero en
Avatar ganó la adrenalina salvaje sobre la emoción sutil. Que tampoco es malo, pero sí sitúa al canadiense en su modesta casilla: rentable para la industria, memorable para la trivia, conmovedor y limitado para quien busca en el cine ese pretencioso "algo más". Ese algo más no lo tiene
Avatar. Salvo su tecnología, que esa sí está de güevos.