lunes, 8 de agosto de 2011

Los tacos de la culpa

Hay de bisteck, chorizo y carne enchilada. Se pone en Av. Cuauhtémoc, frente a la Cineteca, afuera de la entrada a Urgencias del Hospital del Xoco. Están ahí desde las siete de la noche y terminan hacia las seis o siete de la mañana. Su principal clientela son personas que tienen que ver con la parte de urgencias: doctores, practicantes y enfermeros, pero también familiares de los pacientes, camilleros y conductores, periodistas que le dan seguimiento a una nota roja, policías de tránsito, preventivos y uno que otro judicial. Yo no tengo nada que hacer con ellos pero es lo único que hay en la noche, cerca de casa. Y cuando el hambre estruja, qué mejor que saciarlo con un delicatessen de real (por lo miserable) minimalismo.
Tacos de bisteck, chorizo y carne enchilada hay muchos en la ciudad, su éxito radica en su sencillez. No hay gran elaboración, es la carne asada, la salsa espesa y picosa, nopales o papas al gusto, cebolla y jalapeños acitronados que parecerían hacer más salvaje al platillo. Pero donde otras taquerías han convertido en industria la sobriedad, en los tacos del Xoco se preserva desde el puesto, sin interés de agradar, apenas el anafre y una mesa con refrescos, sopas maruchan y café instantáneo para quienes deben permanecer en vela; se sabe que lo esencial es la comida y no el discurso empachador de otra taquería mejor plantada. Y después vienen los tacos, suculentos no por lo fotogénicos como por lo sustanciosos: las tortillas tostadas como por descuido, las salsas y el puré de papas en trozos grandes, a medio elaborar; las tiras de nopal toscas y sin ganas de ser estéticas, y los trozos de carne, ¡oh, carne primigenia!, casi se siente a las vacas mugiendo mientras se arroja la mordida.
Demasiada floritura para decir que los tacos están buenísimos y que lo están no por su elaboración sino por su sencillez, parecerían los tacos que hace una tía apapachadora para agasajarnos después de haber pasado por un día muy agitado. 
Porque la gente come así los tacos, en ese lugar. No existe la urgencia del metronauta que corre a la chamba pero antes se echa el taco que suple una buena comida, tampoco los pedidos excesivos de la gran familia bovina, mucho menos las exigencias de los niños antreros que se creen con derecho a todo porque traen quince chelas encima y corearon hasta el hartazgo el Should I Stay or Should I Go de The Clash. En los tacos del Xoco los comensales comemos pacientes, en silencio, ligeramente cansados. Se entiende que el pariente internado, la pesquisa del ministerio público o el enfrentamiento del practicante con los brazos de amputación urgente no pueden sino derivar en agotamiento y fraternidad. Cuando estamos en los tacos no competimos ni urgimos: la jornada ha sido tan extenuante que al menos en ese lugar se busca el descanso vía la mirada hipnótica de cómo se asan las carnes y cómo las tortillas adquieren su consistencia semiquemada.
Porque hay que resaltar que los tacos están fuera de un hospital de urgencias, no de la clínica del cáncer largo o el parto amorosamente planeado. En el Xoco ocurre lo extraodinario: desde tonterías como los deportistas que se tuercen el tobillo por un mal brinco, hasta el vendedor de seguros que chocó, el niño que bebió esa cosa verde suculenta sin saber que era veneno, el operario que descuidó un movimiento y la máquina le tasajeó la mano, quienes iniciaron una riña y no entendieron cuándo salió la fusca y llegaron al hospital con cortejo intrigoso de familiares, abogados y policías. Cada uno de los que ingresan despertaron en la mañana pensando en la rutina de otro día más y nunca imaginarían que un movimiento en falso o un impulso desmedido los traería aquí, a saldar cuentas con la fragilidad del cuerpo, algunos con la muerte; por extensión, sus parientes comen los tacos con el shock de no asimilar lo que ha ocurrido: se despidieron tan sonrientes, la discusión parecía tan poco importante, esa noche deberían estar en el cine y por eso no se entiende verlos con sueros y monitores, con escayolas o tubos de oxígeno, como extraños porque no usan la ropa de siempre, y como extraños porque no están rodeados de la gente de siempre: médicos, enfermeras, camilleros, caras nuevas, aprender nombres, reconocer al internista buena onda del ojete, y con ello las burocracias admonitorias: se llenan formularios de ingresos, estudios socioeconómicos, solicitudes de medicinas y de sangre como si se expiaran las culpas de los descuidos; los administrativos deben ver a los familiares entre aburridos y severos: quien les manda a no ocultar el enchufe, por qué lo dejó comer esos mariscos si le parecieron tan malos, déjese de lloriqueos, los lloriqueos no valen, debió haber previsto, aconsejado, impedido: usted también es causante de lo que le ocurre a quien está tumbado en aquella cama, llene el formulario rapidito y haga acopio de estoicismo que esta historia todavía va para largo.
Imagino que cuando estamos en los tacos los parientes ya pasaron por todos los desconciertos, todas las negaciones, todos los dolores en el interior del hospital y sólo les queda asimilar su culpa, de ahí el tono desvaído, como drogado -ojos hinchado de llorar o estar en vela-, de quien ya gastó sus energías y sólo quiere comer algo para recuperar fuerzas -la noche aún será muy larga. Si lo de su pacientito no es tan grave, de pronto se permiten inventar los chistes que contarán durante el resto de sus vidas sobre este día calamitoso y sorprendente. En contraste, los doctores y enfermeros comen con indiferencia: tan desgastante sería compadecerse a todos, que la salud mental -incluso, la buena práctica profesional- les exige distanciamiento. Y le dan al taco sin remilgos y hasta como certificándolos: un doctor pidiendo otro de carne enchilada se vuelve mejor garantía salubre que cualquier  ISO 22000:2005.
Pero los clientes que más me atraen son los policías: barrigones (y sin cliché: las campañas institucionales de dieta poco pueden con sus comilonas callejeras), malencarados hasta que uno les pide el trastecito de los limones y lo pasan con diligencia, siempre contándose una historia encriptada, que el exceso de buena conciencia imaginaría llena de corruptela. La primera reacción ante ellos suele ser de repudio. Tanta tradición de mordidas y arreglos turbios los hacen, al menos, despreciables. Pero ellos no hacen nada por cambiar la imagen: están cansados, la chinga fue dura, comen y eructan, la carne se desborda del taco sin elegancia, miran de soslayo, no sé si con arrogancia de fregar o miedo de ser fregados. Se saben los responsables de todo, a ellos les tocó dar testimonio del atropellado, de los baleados en las riñas, ellos abrieron bruscamente la puerta del suicida y coprotagonizaron la incertidumbre del evento extraordinario. Y en ese tiempo de llamadas al celular, de llantos absurdos y rabias incontenibles, buscaron su sitio para ampararse: lavarse las manos, salir lo menos escaldados posible, hacer variaciones de la declaración ministerial según los tratos previos lo hayan acordado. Seguiría el panfleto progresista que los caracterizaría como los eslabones más frágiles de una gran cadena de impunidad e infamias, seguirá la reconvención: no todos debe ser iguales, y los pobres polis honestos aguantan tan mala vara como los que sí aprovechan las oportunidades. Pero ya habrá otro momento para redactar reclamos y precisiones: acá le dan a los tacos con el mismo cansancio de los otros, pero con la fatalidad acumulada de tanto herido y muerte que tramitan desde su humilde cinismo. Los polis desprecian las tragedias del hospital como se desprecian a sí mismos. "Le hizo chico tajote con la navaja, le desgració todita la vida". "Hasta pendejos para los arrancones. ¿Le viste las piernas rotas? Ese ya va a andar en ruedas para siempre". Entonces se ríen. "Hijo de la chingada", le suelta uno al otro, después consideran comer otro taco y, cosa insólita, el segundo se niega porque tiene el colesterol alto y hay que durarle a los morritos. Hasta eso que son considerados: ven llegar a un pariente de un hospitalizado y guardan silencio, seguro han tenido regaños por imprudentes y eso fastidia, han visto tanto pleito durante el día que lo que menos quieren ahora es pelearse más.
Son discretos pero socarrones. Solamente los he visto adoptar el hermetismo más férreo alguna ocasión que apareció en los tacos un insospechado reportero de TV. Muchacho bien trajeado que con saco de reportero de periódico habría causado más respeto; su micrófono con logo y su celular siempre sonando lo hace digno de toda suspicacia. Lo ven como un roedor sagaz que los husmea y a priori los enjuicia. Ante él se hacen ceños impenetrables. Los polis se saben amenazados, a medio comentario de ser exhibidos: nunca como entonces son ejemplo de impunidad, lacras sociales, servidores corruptos sin la menor moral. Y así nomás no saben los tacos, parecen decirme mientras me piden que les acerque la salsa. Intuyo que los polis saben algo que el reportero, tan camarógrafo y vagoneta al lado, nunca entendería: que ninguna negligencia pudo nunca prevenirse, que el consejo y el regaño son paliativos de una realidad más desolada, que la protesta no dice nada cuando ellos ven a diario asesinatos, rencores que devienen desgracias, la epopeya del ingenuo que no supo resolver su bronca y terminó entubado en una cama de urgencias.
Cuando al otro día aparece la nota, los comentaristas del noticiero están escandalizados, mueven la cabeza conmovidos y se preguntan qué puede hacer la gente, la sociedad en su conjunto, para paliar tanta desgracia. Por supuesto que crean conciencia y por supuesto que uno corre a leer manuales preventivos y también los que enseñan a ser buenos ciudadanos. Pero llega la noche, uno va a los tacos, ve a los parientes, los doctores, los polis, sobre todo a los polis. Se sabe que ellos entienden las cosas de otra manera, más turbia, más entreverada. Comen sus tacos, se limpian los dientes con un palillo, eructan. Uno sabe que ellos saben. Lo saben más triste, pero lo saben mejor.

Agregado uno: la inseguridad de revelar el sitio de los tacos, ya los veo luego llenos de hipsterillos cinetucos que van a la experiencia miserable después de haber visto a Lars Von Trier o Kar Wai Wong 

Agregado dos: que todo este post inútil se parece mucho más a esta rola: larga vida a Cecilia, a su banda de Arpía y al compositor José Elorza.

6 comentarios:

Unknown dijo...

Bonito post como siempre, pero no vuelvo a hacer el ejercicio de pegarlo en word (porque no soporto leer sobre fondos oscuros) si no me ponés en la sidebar jijiji.

Yo nunca comería en frente de un hospital, soy tan maniática que no podría.

Dib dijo...

Sólo usted, señor, podría obtener un texto así de algo como unos tacos.

Mis felicitaciones.

Schneewittchen dijo...

Es el primer Post que leo completo.. me gusto bastante, por cierto creo que sí a partir de mañana vera ese puesto lleno de "hipsterillos " por curiosidad, yo iría lastima estoy muy lejos

La Rosy dijo...

¡Quita tus putos fondos negros!


juajuajua sólo estoy chingando :P


Los doctores son unos carniceros insensibles. Gran post, ahora me retiro a comerme un taco de aire, snif.

Anónimo dijo...

Me gustó mucho el post, pero me trae recuerdos horribles. Creo que nunca podría volver a comer ahí. En fin. Chale.

Borchácalas dijo...

Procrastiné demasiado esta lectura.