Puede parecer tan oportunista como azorado, pero vale hacer homenajes a quienes te han formado. Con Daniel Sada tomé taller durante cinco meses, más que darme elementos técnicos específicos sobre el arte de la novela, me dejó una visión y un espíritu que todavía ahora podría ser chocante, y es la de pensar en el oficio de novelista como un ejercicio de tramas, de historias, en las que la floritura del lenguaje podía ser agradecible pero no necesario. Y qué raro, que justamente un estilista tan puntilloso como él tuviera esa posición. Le gustaba hacer argumentos. "Tienes una pareja, tendrán un hijo, al mismo tiempo él es promovido a un cargo en su trabajo de dirección general que lo hace viajar. ¿Qué piensa la mujer de esto? ¿Qué sacrificio sería peor para él? ¿Dejar a la esposa y lanzarse a sus viajes, o renunciar al cargo y concentrarse en ser padre? En esas preguntas está la novela".
Se burlaba de los relatos breves, a pesar de que él también los hizo. Le parecían filigranas exquisitas, juegos de ingenio, pero que no aportaban mayor trascendencia al arte de contar historias. Su pasión era la novela: la trama, el argumento, escudriñar la condición humana y llevar ese escrutinio a sus últimas consecuencias. También me confirmó la fascinación hacia John Irving, "un Charles Dickens enriquecido por la introspección del siglo XX", algo así dijo.
Lo debí entrevistar hacia la primavera de 2002, cuando todavía estaba terminando su novela Luces artificiales. Fue en el Sanborns de los Azulejos. Más que generoso, estaba interesado en platicar de literatura, en insistir en sus dichos, en confirmar una poética personal --- de las más personales de la narrativa mexicana de todos los tiempos. Después me firmó Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y ahora me dio mucha vergüenza correr al librero y volver a revisar esa dedicatoria, esa sí más generosa que justa.
La entrevista se publicó en un portal que se llamó Literature World, no sé si siga existiendo. Ahora le doy vulgar copy-paste, sin revisar edición ni cuidar insensateces que uno hace al entrevista a alguien tan genial como Sada. Como suelen decir los escritores afectados: los errores de la entrevista son míos, si hay algún acierto, es del genio de Daniel. Y qué triste que se nos vaya una de las plumas más importantes de nuestra narrativa. Que no descanse en paz: que siga en la tensión enriquecedora de crear tramas, personajes, lenguaje, donde quiera que vaya.
Daniel
Sada: el deseo de poblar el desierto.
Con
Porque parece mentira la verdad nunca se sabe
(1998), Daniel Sada se ha convertido en el nuevo clásico de nuestra
narrativa. En su gran epopeya lingüística del pueblo de Remadrín
confluyen las más diversas escuelas: el lenguaje de Lezama Lima, los
temas de Rulfo, los personajes de Faulkner, las preocupaciones de una
literatura norteña que en autores como Cornejo, Croshwaite, Parra o
Toscana está dando sobradas muestras de su riqueza. Esta posición
de Sada como autor consagrado obliga a la relectura de su obra. De
ahí la pertinencia con que Tusquets reedita su novela Albedrío
(1989), y que motiva la siguiente charla.
El lector trashumante
—Cómo
inicia tu contacto con la literatura?
—En mi familia no se leía, un
libro era una rareza. Yo empecé a interesarme en la literatura
porque mi maestra de primaria tenía una biblioteca muy completa de
autores clásicos y a mí me apasionó. Por eso, al mismo tiempo que
aprendí a leer y escribir, aprendí literatura y sobre todo métrica.
En ese entonces componía poemas con métrica, tengo muchos cuadernos
de esa época.
—Pero también había una actitud
trashumante en tu familia, viviste en varios pueblos y ciudades del
norte.
—Viví en Coahuila hasta los
catorce años, después en Ciudad Victoria, Ciudad Mante, Sacramento,
General Zepeda (un pueblo de Coahuila) y finalmente México. A mi
padre le gustaba moverse.
—Era como los húngaros.
—Era un húngaro simulado. Después,
yo por mi cuenta seguí viajando. Estuve en Culiacán, Los Mochis,
México, París, Torreón, Zacatecas, San Miguel de Allende, y desde
1993 vivo permanentemente en México. Ha sido mi periodo más largo
en esta ciudad.
—¿Cuándo empezaste a ejercer
formalmente la literatura?
—Yo siempre he tenido a la
literatura como una afición, nunca me propuse hacer una carrera de
escritor. Quizá ahora vivo un poco de esto por los cursos y los
talleres, pero para mí cada libro representa un nuevo reto, es como
si empezara desde el principio.
Obra de juventud
—Tu primera obra en prosa es Lampa
vida, de 1980 ¿cómo la ves a sus treinta años?
—Ahora no la reeditaría, para mí
es una obra de juventud. Es un libro que trabajé con Juan Rulfo y
Salvador Elizondo en el Centro Mexicano de Escritores. Allí todos le
dieron el visto bueno, pero me rechazaron en cinco editoriales,
incluso con sus recomendaciones. Finalmente Premià la aceptó, pero
aun Fernando Tola la publicó con dudas. El libro no circuló mucho,
pero sí tuvo mucho cuadro crítico.
—¿Qué se decía de Lampa vida?
—Que era poética, barroca,
imbricada, críptica y con un asunto muy sencillo; que estaba en
endecasílabos; pero llamó la atención porque era a contracorriente
de lo que se estaba haciendo, de hecho yo siempre le rehuyo a las
modas, me dan pavor.
—¿Y Rulfo y Elizondo qué
atributos le encontraban?
—Elizondo estaba deslumbrado y
Rulfo reconocía el esfuerzo literario, pero no estaba seguro de cómo
iba a recibirme la gente. Él dudaba mucho.
—Pero Rulfo y tú tienen mucha
afinidad.
—No, porque Rulfo es seco, árido,
despojado de ornamentos, y yo al revés, trato de poblar el desierto
de palabras, visiones y sensaciones. Rulfo quita palabras y limpia;
yo pongo y pongo palabras. En el espíritu tal vez podríamos
coincidir, nuestras sensibilidades son correspondientes, la
percepción y la lógica de pensamiento también, pero Rulfo es un
clásico de la literatura y yo ni por equivocación podría
equipararme con él.
El cuento y sus fórmulas
—Después viene el libro de cuentos
Juguete de nadie y otras historias. Noto que tus cuentos van a
contracorriente del canon, no pretenden circularidad, finales
sorpresas o cerrar expectativas. Tus cuentos más bien parecen
distenderse.
—Después de Lampa vida me
dediqué mucho al cuento, pero veía que cae en fórmulas
constantemente, ha tenido muy poca evolución, todos usan más o
menos las mismas premisas: planteamiento, desarrollo y final, la
fórmula típica de Maupaussant. Escribí Juguete de nadie por
influjo de estas lecturas, pero en realidad quería escribir novela,
porque me parece el territorio por excelencia para la
experimentación, pues cada nueva novela es una refutación contra el
arte de novelar. Aprecio mucho el cuento pero a veces tengo la
tentación de escribirlos buscando otra estructura, y siento que los
exégetas del cuento me van a vituperar.
La escritura en Albedrío
—¿En qué contexto escribiste
Albedrío?
—Yo tenía un trabajo burocrático
que me absorbía todo el tiempo. Entonces, si quería escribir una
novela, me tenía que inventar una disciplina, un sistema de
escritura: trabajé de madrugada, de lunes a jueves, no salía a
ninguna parte, era una vida muy sistemática, muy ascética, monacal.
Yo quiero Albedrío porque es el primer libro que escribí con
una disciplina férrea, haciendo un tour de force todos los
días.
—¿Sería la novela que marca el
inicio del escritor de oficio?
—Digamos que el escritor con
disciplina, con un sistema de trabajo ya muy acendrado.
—¿A qué fuentes literarias
recurriste?
—Literatura clásica, sobre todo.
La Odisea, evidentemente. La Divina Comedia, el
Quijote, porque en todos hay un viaje y un deseo. Los
personajes no están estáticos, siempre se lanzan a la búsqueda de
otras cosas. Siempre había querido escribir una novela que implicara
un viaje, pero en el sentido más puro del viaje: el viaje sin
regreso, que te lanza a descubrir el mundo y quién sabe si regreses.
Puede ser de tres días o de toda una vida, es la idea clásica más
genuina del viaje.
—Que tendría que ver con el mito
del húngaro...
—En Albedrío nadie sabe de
dónde vienen los personajes ni a dónde van, ni por qué se llaman
húngaros. Andan viajando, viven de dar cine y vender cosas, hacen
trueques o roban y la gente les teme. Además, para los húngaros,
arraigarse en un lugar es señal de mala suerte. Dom Seb Tab, el
filósofo de los gitanos en España, decía que el mundo está regido
por el cambio: como el mundo se mueve, también el hombre debe
moverse y modificar sus deseos, sus situaciones, sus percepciones; no
puede quedarse un mundo estático porque lo vuelve un poco lerdo, sin
dinámica ni magia en el pensamiento.
—¿Y el movimiento implicaría
llegar a algún conocimiento?
—Los personajes adquieren poder: el
poder del talismán, de la rama de güindía; pero estos objetos
solamente tiene poder mientras estén en ese lugar, si se mueven se
desdibujan todos los poderes. Otra circunstancia es que los húngaros
van siempre juntos, y si alguien, como Policarpio, se separa de
ellos, automáticamente está muerto, y si regresa no lo reconocen,
piensan que es un espíritu. Al vivir esta experiencia, Chuyito sabe
que cuando se separe de los húngaros va a morir para ellos, y al
mismo tiempo se da cuenta de los poderes que puede tener una piedra
con que solamente él lo decida; por eso cuando se aleja al final de
la novela, y se queda perdido al ver una piedra, ésta le otorga
poderes.
—¿Y entonces Chuyito conquista el
albedrío?
—Yo le pondría un complemento
contundente al albedrío: el deseo. Pero un deseo que se modifica,
que nunca es el mismo: el deseo de llegar a un estadio superior de
cosas.
—En la novela hay un interés
formal por las palabras, pero también como tema: a Chuyito le gusta
la caligrafía, Olga Nidia y Chuyito tienen prohibido hablar,
Manducho imagina los diálogos de la enana barbuda; todos parecen
tener una relación especial con la palabra...
—Más que una relación, una
prohibición. Una limitante. Todo lo dejan a la espontaneidad.
Chuyito va a ser enana barbuda pero él va a inventar los diálogos,
no tiene guión, entonces es el libre albedrío en la representación
de las obras, pero dejándole mucho margen a la espontaneidad.
—Pero las prohibiciones a las que
obligan a los niños también parecería contradecir la conquista de
este albedrío...
—Los niños aprenden que pertenecer
a ese mundo significa tener muchas ataduras. A pesar de que se van
desplazando, de que hay un albedrío, un deseo renovado, también
aprenden que no todo es libertad, que esa libertad tiene muchos
cotos.
De cirqueros y matrimonios
—Noto dos constantes en tus
relatos: una es la presencia de cirqueros, húngaros, titiriteros;
gente viajera, pero también proclive a la representación... hay
algo de teatro...
—Es que para mí la novela, el
cuento y los personajes no dejan de ser una representación. Con
estos personajes se evidencia mucho más, pero incluso los personajes
que no son saltimbanquis están representando un papel para el lector
o el espectador. Para mí el lector cumple las funciones de un
espectador. Y el narrador, es como un espectador que de pronto se
pone a escribir.
—¿También sería el narrador un
anunciante de circo?
—También: es alguien que está con
un micrófono, o el altavoz, hablando. Mi narrador es muy metiche, es
como la conciencia de los personajes, y de alguna forma, al utilizar
la métrica, se vuelve un merolico que no sólo cuenta los hechos,
sino que también los interpreta. Yo nunca he creído en el narrador
omnisciente; mi narrador duda de muchas cosas, incluso de lo que está
contando: hace especulaciones, conjetura constantemente. El merolico
no tiene límites, siempre da pie a una espontaneidad muy grande y
muy elástica.
—La otra constante son los
matrimonios.
—Siempre están muy bien
constituidos. En el Norte, por lo menos en los pueblos, está muy mal
visto el divorcio. Aunque el matrimonio sea cruel y tremendo, de
todos modos hay unidad: el matrimonio es una tragedia, puro phatos...
y la ruptura en el matrimonio es inconcebible. Por ejemplo, en Porque
parece mentira..., pueden irse los hijos, puede haber broncas,
pero la pareja no se va a disolver. Y los solteros, o las mujeres
solteras, no tienen mucha cabida en los pueblos...
—Es el caso de las gemelas de Una
de dos...
—Sí, que pese a estar considerada
como novela, para mí es un cuento largo. Ahí la gente les insiste a
las hermanas en que se casen y ellas se niegan. Entonces es la
ruptura con una tradición muy gregaria.
—Por su argumento: las gemelas que
cada vez es más difícil diferenciar, enamoradas de este hombre que
de pronto se les aparece, parecería tener nexos con el realismo
mágico...
—Yo no sé en qué consiste el
realismo mágico, cuáles son sus constantes; mis historias están
basadas en la realidad: mis personajes no vuelan, no hacen milagros,
no adivinan cosas, son muy reales y muy simples. Siempre me propuse
escribir de personas comunes y corrientes; pero las historias que
conozco de los pueblos son tan increíbles que parecieran
fantásticas, entonces más bien son inverosímiles, y lo inverosímil
es lo que ocurre en la realidad pero que no se repite, que no es
cotidiano y entonces parece milagroso; esa característica podrían
tener mis personajes: la inverosimilitud, pero no el realismo mágico.
—¿Esta inverosimilitud sería lo
que haría trascender a tus relatos del realismo a secas?
—A mí no me gusta escribir ni leer
lo que vivo; entonces, si escribo un libro no voy a copiar la
realidad, le voy a meter ingredientes insólitos o increíbles. Los
escritores más realistas siempre tienen algo de inverosímiles, o
vuelven la realidad demasiado ampulosa, o la miran desde muchas
facetas y entonces pareciera que no es real, sino absurda o
fantástica. No quiero ejercer labor de cronista en la novela, yo más
bien iría por la cuestión juglaresca.
—De ahí que en algunas ocasiones
te hayas caracterizado como un fabulador.
—Podría ser. Pero mis personajes
son sobre todo tragicómicos, y aquí quiero ser enfático: el
personaje tragicómico lucha, y cuando consigue aquello que se han
propuesto se decepcionan y vuelve a empezar. No es un imbécil, va
consiguiendo metas y de repente no le satisfacen, o bien lo tiene
todo y lo desprecia, como el caso de Trinidad, el personaje de Porque
parece mentira la verdad nunca se sabe.
El narrador socarrón
—En Porque parece mentira la
verdad nunca se sabe, el robo de urnas y el fraude electoral
disparan la anécdota de la novela, pero no son necesariamente su
tema; no es por completo una novela política.
—El leiv motiv es el robo de
urnas y el fraude electoral, pero realmente trata de la cadena de
subtramas que rodean esto. Tiene 90 personajes, es muy balzaciana,
pues toca todas las esferas sociales.
—¿Desde el principio estaba
concebida como una novela de largo aliento?
—No, incluso nació de un cuento,
lo ubicaba en una época de revuelta donde hay un fraude electoral, y
los hijos se van y los matan, pero la mujer todavía tiene otros
pequeños y sabe que cuando crezcan también irán a pelear. A partir
de esta madre apareció Cecilia, que es el núcleo de la novela,
porque ella tiene que acoplar la huida: seguir siendo fiel a su
pareja y apoyar a los hijos.
—Se ha dicho que otro de los temas
es la mentira.
—Cuando escribí la novela, las
elecciones para mí eran una farsa. Después se demostró que sí se
respetó el voto, pero yo no estoy seguro si se va a seguir haciendo.
Además, en México estamos acostumbrados a la mentira, que es como
un vehículo de poder. Un político que habla con la verdad no tiene
futuro, de una manera u otra tiene que mentir. La verdad tiende a ser
contundente, se pueden escribir en una sola frase, y como dice
Nietzsche, es terriblemente simple. En cambio, la mentira es
infinita: desde los pretextos, que son las semillas de la mentira, y
las mentiras piadosas, hasta grados inconmensurables de la mentira.
Al final llega un grado en el que uno no sabe exactamente dónde
están las verdades, y cuando las encuentras te parecen una mentira;
de ahí el título, que es una frase que escuché en una central de
autobuses.
—Pero entonces la mentira, además
de ser una cuestión de pensamiento, también es una cuestión del
lenguaje, y esto ya tiene que ver con el uso tan peculiar de
narrador. ¿Se trata de un narrador mentiroso?
—Yo quería utilizar en esta novela
un lenguaje de distorsión: que extrapole y neceé. El narrador es
equívoco, no sabe si está diciendo verdades o mentiras, se mete
muchos autogoles, da revelaciones muy sesgadas, las mentiras no son
muy grandes pero las verdades tampoco son estentóreas, entonces hay
un juego balanceado entre la verdad y la mentira. El narrador duda,
conjetura, a veces es desmesurado, inconexo, puede unir ideas que no
tienen relación. Como diría Hugo Hiriart, es un narrador socarrón,
que no se toma en serio ni toma en serio lo que está diciendo,
entonces se trata de un narrador muy dinámico y por eso el lenguaje
tiene todo un refuerzo.
—¿En esto reside la complejidad de
su lectura?
—Acerca de la complejidad, te voy a
manifestar varias opiniones: un escritor me dijo que la leyó en una
semana y no le entendió nada. Otros no se dejaron distraer por el
lenguaje o el ritmo y la han entendido muy bien. Lo que sí es una
constante, es que se deben vencer los primeros obstáculos de la
novela; ya vencidos, se accede a ella sin problemas.
Desierto barroco
—¿Por qué usar un lenguaje
barroco en un contexto tan árido como el desierto?
—Justo por eso, porque está
despoblado, porque se tiene la sensación de que el mundo está en
otra parte. La gente del Norte tiene mucha libertad para inventar su
vocabulario, porque no tiene bibliotecas ni conglomerados sociales.
Se desmarcan de las reglas del lenguaje y adquiere una lógica de
pensamiento que no está supeditada a ninguna preceptiva, de ahí el
uso de los dos puntos: un recurso de retórica latina, que es la
aposiopesis: una frase intencionalmente recorta, la otra complementa,
y así pueden haber muchos complementos o residuos de la frase
inicial, incompletos: una idea que se va diluyendo. Y volviendo al
barroco, dominó casi tres siglos nuestro país, fue la primera
influencia en América Latina y perduró mucho tiempo, además la
lengua se ofrece para eso, para la abstracción.
—Ahora, la tendencia de los jóvenes
escritores es evitar a toda costa la voz de autor, los juegos
sintácticos o léxicos, procurar una lengua aséptica, un español
estándar.
—Es muy legítimo, pero yo apuesto
por las cualidades de la lengua. El español es enfático, utiliza
muchas perífrasis, o muchas frases expeletivas, incidentales. En el
inglés puedes unir tres palabras en una, cosa que en español es
prácticamente imposible; puedes eliminar todas las preposiciones en
el inglés, porque semánticamente el inglés es más completo, pero
el español, si alguna característica tiene, es que es mucho más
expresivo.
—Has anunciado que con Parece
mentira... cerrarías el ciclo de los temas del Norte y
empezarías a escribir sobre la Ciudad de México, ¿ya estás
haciendo algo?
—Estoy escribiendo algo de la
ciudad, sin métrica. No puedo dejar de ser yo, sigo pensando que
estoy utilizando el español, que es una lengua que continuamente cae
en la expansión, pero si yo utilizara un lenguaje de jerga defeño,
aunque no tendría problemas de ritmo, sí entraría en la
grandilocuencia, entonces quiero hacer otra invención del lenguaje
urbano, sin ritmo, sin esa intención taladrada. Podría usar un
lenguaje híbrido pero realmente estaría imitando a los gringos, y
actualmente casi toda la literatura del mundo imita a los gringos.
—¿Sería buscar un lenguaje que
escapara del español esterilizado?
—Creo que nosotros somos demasiado
descalificadores. Por ejemplo, los poetas tienen demasiadas
prohibiciones; no pueden decir quihubole o híjoles, y a veces los
narradores también se lo prohiben, cuando es parte de su realidad.
Si uno no aprovecha literariamente estas expresiones, está
descontextualizado: ni hablas de la Ciudad de México, ni de Nueva
York. El hecho de despojar a la lengua de los quihuboles ya es una
fantasía del lenguaje, aun cuando estés escueto y sin ningún
juego: es fantasía del lenguaje porque no corresponde a la realidad.
En mi caso yo extrapolo, para mí no hay prohibición de palabras.
Puedo decir caleidoscopio en un contexto del desierto, y puedo usar
el quihúbole sin ningún impedimento.
—¿Y qué tal va la novela?
—Pos ahí va...
(publicado en la revista virtual
Literate World)