jueves, 9 de junio de 2011

El colchón de refugiado

Hace diez años compré un colchón. De la marca del oso que duerme obscenamente, ronquido tras ronquido, sin consideraciones al mundo o al decoro. Tan bello, que parecía absurdo vestirlo con sábanas y colchas para hacerlo parecer hogareño. Durante dos días no tuvo sábanas ni colchas. Era verano. Luego recordé que debía armar una casa. Fui al Wal-Mart y compré un juego de sábanas verde-Issste que después Esha siempre odió. Porque hay que agregar, entonces estaba esperándola a Esha, justo por eso el nuevo colchón. Antes había otro, individual, miserable, al que le pertenecen otras historias. El colchón nuevo formaba parte de esa cursilería esperanzada que algunos llaman Vida Nueva: también había un sofá-cama tubular y un comedor de madera y cristal que los Champis me prestaron. Había dos estantes para discos y DVDs. Había un televisor nuevo, una cómoda enorme y fea pero muy útil, que arrastro desde la adolescencia; un librero que también en la adolescencia tardía le grafiteé la banda de entonces, que era U2. Renté un departamento en Tlalpan y Xola, le entraba luz por todos lados. En la cocina tenía una cacerola en la que ponía las Maruchan y las calentaba hasta darles consistencia de pasta. Pero el protagonista de todo el tinglado era el colchón: la promesa de la persona que llegaría. Ahí se esperaban sus caderas y sus piernas flacas, su figura menuda acurrucada en las mañanas, su ropa regada encima porque nunca sabría qué ponerse. Faltaba tiempo para que llegara, pero todas las noches que hablábamos por ICQ contábamos los 137, 85, 47 días y pretendíamos tranquilizarnos con ese fetiche regresivo. Mientras tanto, me tumbaba en el colchón. Prendía una lamparita de cono rojo. Leía. Si la ansiedad estaba puesta en el sur, releía todo lo sureño que me acercaba a Esha. García Márquez, de nuevo. Vargas Llosa, de nuevo. Rayuela, de nuevo. Arlt y Piglia por primera vez. Podía irse la jornada hasta las cuatro de la mañana, cigarro tras cigarro, leyendo y pensando que ya casi llegaría. Me acurrucaba en el colchón como imaginaba que después se acurrucaría ella.
En alguna de esas llegó mi madre, con esa fiscalización a los hijos recién mudados que suelen hacer las madres. Travesaños sin polvo: check; ropa bien doblada en el clóset: check; frutas y huevos en el refri: check. La certificación se arruinó en el cuarto:
-¿Y ese colchón sin base? Pareces refugiado.
Tres días después, regalo premarital, llegó una base de madera, simple, con cajoneras, que le daba formalidad al cuarto. “Ni modo que la estés acostando ahí en el suelo”, dijo mi madre. Esha y yo ya no éramos universitarios de trova e inciensos, la base elevaba el colchón y también el estatus de la relación. Cuando Esha llegó intenté explicar algunos simbolismos entre el colchón en el suelo y el colchón con la base; Esha no hizo demasiado caso porque le urgía más que nos tumbáramos en lo que ya era cama y cumplirnos todas las fanfarronadas que nos habíamos prometido antes en el chat. Lo que sigue mejor obviarlo. O describirlo con ritmo de hard rock inofensivo, como en comedia de Meg Ryan: noches calurosas sin cobijas. Películas rentadas. Gripes. Reconciliaciones. Pleitos. Elucubraciones crueles sobre nuestros amigos. Claro que yo no ronco. Juegos bobos que terminaban en revolcones sorpresivos. Yerba regada en las sábanas. Cuentas de deudas que nunca salían. Recriminaciones crueles. Uno leía y la otra miraba Laura de América. Las medias negras de red que le compré. La biografía de Diego Rivera que me regaló.
Tres mudanzas y tres años después se fue Esha. Un último año tan jodido que cuando volví a acostarme solo en la cama se sintió una infinita paz. La cama se llenó de bolsas del Oxxo. Hot Nuts fue premiada la Mejor Botana 2006. Libros, papeles, colillas, devedés, más papeles, latas de coca cola. Nuevas mudanzas. La base no pudo salir de la penúltima vivienda y debí comprar cama nueva. La primera, la más barata que se consiguiera en las mueblerías de Tacubaya. Tubular. Con garigoleos art decó muy poco logrados. Pero la entrega inmediata precipitó el tarjetazo y hora y media después descifraba un manual para apretar las tuercas de la cabecera. Quedo firme, cómoda. Jalé la primera novela de Kurt Wallander. A las tres semanas se empezó a mover. Con la llave inglesa apreté los tornillos. Tres semanas después, de nuevo el vaivén. Y de nuevo la llave inglesa. Así cuatro o cinco veces, hasta que apretar y calibrar la firmeza me aburrió.
Se volvió en una suerte de colchón de agua, sin vaivén morboso, ni agua. Molestísimo leer, mirar tele, delirar angustias. Pero la casa completa era molesta. Por supuesto que siglos atrás devolví el sofá-cama y el comedor a los Champis, con el paso de los años aparecieron muebles nuevos: el comedor que siempre había querido porque es simple, de madera pura, se presta para amontonar cervezas y botanas, sillas suficientes para los amigos. El nuevo sofá cama, más consistente, tenía un propósito idiota: en su foto promocional había tres adolescentes en shorcitos que parecían divertirse mucho en él. Recién comprado, me sentaba frente a él y calculaba si en efecto cabría yo con las tres niñas. Cuando el primer borracho lo vomitó se diluyó la fantasía: durante tres meses olió a cloro y todavía conserva un manchón conmemorativo. Por suerte, fácil de esconder.
Los nuevos departamentos han sido más oscuros. Ya no esperan a nadie específico, pero siempre se puede fanfarronear que en realidad esperan a quien sea. Y tal vez por lo indeterminado de esa espera es que no ha adquirido fisonomía de nada. Hay libros regados. Toallas secándose. Sobrecitos de Canderel. La taza-termo del café frío. Por supuesto, papeles. Tiene su mojo polvoso, celebró Isabel. Muchos envases vacíos, aguzó Natalia. Talla las paredes del baño, insiste Ana. “Es que el departamento debe parecer miserable, improvisado, todo en cajas o arrumbado, que se note que al personaje dejó de importarle la vida y sólo va dando tumbos y sobreviviendo a lo que sea… ¡Exacto! ¡Exactamente como tu depto!”, imaginaba un guión Martín y luego fue por el ron para hacerse otra cuba.
Pero lo peor del departamento seguía siendo la cama. Me amargaba con Isabel, desbrozaba teorías que iban entre el feng shui y Thomas Bernhard: el lugar donde uno duerme, el que en realidad debería ser el más tranquilo, la cápsula de serenidad y relajamiento tan recomendadas por los blogs de reikis, en mi caso estaba fatigado por los demonios de las tuercas. El monstruo no vivía bajo la cama, fastidiaba en los pésimos ensambles, que pasaron por todas las manifestaciones posibles: de los rechinidos suaves a los fuertes, del vaivén intimidante a sentir que la cabecera se viene sobre uno, de incorporarse con la espalda jodida porque nunca se sabe a dónde voló la cama mientras uno dormía, a tener miedo de acomodarse de lado porque el sismo doméstico puede desbordarse y qué pereza dar el sentón al suelo a plenas tres de la madrugada. Después, es fácil alargar el lamento a las necedades existenciales: los pendientes por resolver, la soledad y la falta de plata, los años y el ensimismamiento, las motas de polvo y la timba chelera que ni cómo reducir.
Hace cinco semanas iba a tener una visita. Había que limpiar, ordenar el baño, tirar el jamón descompuesto y las manzanas podridas. Pero la principal preocupación era la cama: lo básico hospitalario era cederla y ocupar yo el sofá-cama, pero lo vergonzoso hospitalario era ofrecer ese armatoste tembeleque que, simbolismo de nuevo, era como ceder neurosis, reflujos y desguances. Acudí con la llave inglesa, aquella olvidada amiga, decidido al Ajuste Final. Los tornillos se barrerían pero yo sería más fuerte: tuercas, rondanas, cuerdas, alambres, todo estaba de mi lado para vencerle a una inercia que ya se había excedido demasiado. El enfrentamiento fue breve y contundente: al primer giro se rompió una pata y la cama quedó inservible para siempre. Aun había alternativas, como conseguir un soldador, improvisar apuntalamientos con ladrillos o dormir con los pilotos del gas abiertos.
Pero llegó una visión añeja, brumosa, insólitamente olvidada: el colchón de refugiado, que una década atrás era tan nuevo y tan bello que tardó dos días en ser vestido con sábanas y colcha. De inmediato vino otro recuerdo, aquel en el que yo esperaba a alguien, fumar tras fumar toda la madrugada. Y también el tiempo en que dejé de esperar porque podría llegar cualquiera, y la cama se volvió una canoa incierta. Llegó como alivio la insolencia: para qué esperar a alguien, si lo único real era yo, los cigarros, la lámpara, leyendo novelas. Separé los fierros de la horrenda cama, se los encargué al portero para que los vendiera con el primer ropavejero.
Me acosté en el colchón viejo, como universitario de trova e incienso. Jalé La novela de Genji, leí un ligue malsano, pronto me ganó el sueño. Como oso que duerme obscenamente, ronquido tras ronquido, sin consideración al mundo o al decoro.

domingo, 8 de mayo de 2011

La Marcha Nacional explicada a las Maras

-Sí, claro que la marcha es política, y claro que es una mentada de madre frontal a Calderón -le dije a Aniuxa mientras comprábamos cigarros y coca colas y nos trepábamos al colectivo que nos llevaría al Vive Latino.
Ana, salvadoreña, no entendía las parcialidades de las marchas mexicanas: años atrás una Marcha contra la Delincuencia convocada desde los medios monoctrónicos, ropa blanca, velitas en las manos y los cantantes de la tele llorando como recurso chantajista de promoción, relatos conmovedores de niños nice subiéndose por primera vez al metro de la ciudad -y descubrimos un mundo nuevo, registrarían azorados en sus blogs y foros de discusión-, con el resquemor de los otros -México cada vez se trata más de la descalificación de los otros-otros- decodificando intenciones de derechas maquiavélicas que querían abollar el carisma del líder de la izquierda.
Y años después, copia calca en negativo, los que marchan no usan ropa blanca ni velitas -cursilerías de estudiantinas lasallistas- pero en su lugar reproducen esa ilustración tan efectista (lo siento: y tan horrorosa) No Más Sangre del monero Hernández, no pueden evitar que grupos golpeados por el régimen -SME, concretamente- quieran llevar agua a su hidroeléctrica y recurren al santoral que el perredismo querría vender como moral: que si el Peje, que si la Morena, que si olvidemos las tracalencias contra Juanito, que si la gritona de la Jesusa y el siempre incómodo ligador Bejarano, que si
cuando la Poni y el Monsi (QElaicaPD) comen torta de aguacate logran sincretizar lo mejor de nosotros mismos.
Las Marchas Por la Paz y Contra las Delincuencias en México tienen distintas lecturas, todas según desde el color del circulo que tachemos los días de votaciones. Las convocadas por Marti y la señora Wallace se van de picnic al campo semántico de los Valores según la TV, la IniciativaMx censora pero para hacer el país más bonito, los cheques que suelta la gente con plata (tan comprometidos, ellos) para apoyar tullidos o damnificados. Mientras que las otras marchas, las de los chairos y los nostálgicos de las viejas marchas democratizadoras, resuelven su protesta en lemas básicos y perentorios: la renuncia de Calderón, evidenciar el fracaso de su guerra como evidencia de su ineficacia política, su intención de militarizar el país como ambición soterrada de régimen totalitario, la división tajante que Felipín ha hecho entre ellos, los criminales, y nosotros, los ciudadanos de bien que deberíamos aguardar con paciencia a que amainen los asesinatos y mientras ocurre bien podríamos rezarle al nuevo beatito polaco.
El discurso de las marchas se querría universal: paz, tranquilidad, justicia, memoria, no a la impunidad (y sí al gobierno del color que más nos late); cuando se lee más de cerca se reconoce la actualización de la pugna que se inventó a mediados de los años dosmiles y que, me temo, en mucho tiempo no sabremos superar: la caída del camaleónico priísmo -cuasimarxista en tiempos de Echeverría, neoliberal con el Villano Favorito Salinas- dejó indefensas (y mucho más: inexpertas) a las facciones de izquierda y derecha del país. Tan impresionante es la influencia del priísmo, que mucho se sabe: lo mismo PAN que PRD son mutaciones con quesque ideologías augustas del viejo PRI, la praxis de sus políticos no ha cambiado un ápice del que tendría el gabinete de López Portillo, pero esos dogmas beligerantes que llaman ideología bien se ha encargado de joder al país.
Desde el año 2000 y hasta ahora, la política mexicana se ha tratado de tirarle mierda al PAN o al PRD, según la trinchera de la querencia de uno (el priísmo nomás se divierte); las manifestaciones populares no son sino expresiones de fuerza de cada facción. Y en este momento -ahora que se está desarrollando la Marcha Nacional que liderea Javier Sicilia-, la exhibición de fuerza es de izquierda, y el linchamiento va contra el legítimamente y de-a-pechito lincheable Felipe Calderón.

-o-

Pero Felipe Calderón tiene la obligación de aguantar vara, por la simple razón de que legítimo o fraudulento, él se supone que es el Presidente de la Nación. Y él es quien dicta las políticas de seguridad en el país. Y su éxito o su fracaso lo debe asumir él. ¿Por qué no extender la protesta al crimen organizado? Porque no votamos por ellos, ni ellos han establecido con nosotros un compromiso explícito de gobernabilidad vía cualquier mecanismo democrático, ni tienen la obligación de preservar la unidad ciudadana.
Pero hay un apunte más: tampoco debemos olvidar que Felipe Calderón inició esta guerra como un golpe mediático para asentar su institucionalidad, que hacia el mes de diciembre de 2006 sólo se la creía su familia y su querido amigo Mouriño. Las formas en que Calderón asumió el poder fueron muy parecidas a las de Salinas de Gortari a finales de los ochenta.
Después de una jornada electoral llena de suspicacias (la caída del sistema y esas linduras del priísmo ochentero en plenitud), la institucionalidad de Salinas estaba en entredicho y debía buscar una forma definitiva, tajante, de demostrar que, legal o no, él era el muchacho que concentraría el poder. A Salinas no le temblaron ni medio las manos. A las pocas semanas de llegar a Los Pinos operó aquello que se llamó el Quinazo, la aprehensión del poderosísimo líder sindical petrolero Joaquín Hernández La Quina, una ostentación de fuerza y poder tan maravillosamente bien llevada que después de eso a nadie se le ocurrió cuestionar la legitimidad de su presidencia. Como buen villano favorito, una vez legitimada su autoridad, Salinas desplegó un sutil mecanismo de represión contra sus opositores (los incipientes perredistas a los que "ni oía ni veía"), a la vez que deslumbraba en esos artificios económicos y políticos que le permitieron ser visto como estadista cuando iniciaban los noventa.
Calderón quería repetir la peli ante una situación similar (la mitad del país seguíamos y seguimos sin creer en la legitimidad de su triunfo electoral), pero sin el genio de su antecesor. A Calderón le urgía parecer presidente y opacar a la figura terca pero influyentísima de López Obrador; el enfrentamiento contra el narco le significó ese genial recurso mediático que lo asentara y lo volviera el héroe postergado que debíamos reconocer. El lío fue que La Quina era un objetivo mucho más fácil que todo el enjambre económico y criminal de los cárteles de la droga. Y que agitar el avispero criminal excedía en mucho las capacidades de su ejército y su policía. No es que no se deba enfrentar al crimen organizado, es que esto requería un trabajo de inteligencia quirúrgico, y no una ostentación tan grosera y burda de poder, que derivó en masacres, enfrentamientos, desquebrajamiento de las instituciones de seguridad, vejaciones a los derechos humanos: la transformación de un México enfrentado políticamente en otro angustiado por la violencia disparatada y caótica. Y esa elección SÍ se la debemos a las decisiones políticas de Calderón.
Esta elección de poder y mano dura para afianzar su legitimidad, es la que se le reclama. Y el Renuncia Calderón entonces cobra sentido: representa el juicio de la sociedad contra una decisión de gobierno que va más allá de lo impopular, que representó el desbordamiento de la violencia por decreto, un régimen sistemático de inseguridad -y en consecuencia, de control- como forma de apuntalar la legitimidad.
Esto también explica la parcialidad de la Marcha, la politización del mensaje que se da entre quienes la ejecutan, y la virulencia con la que los partidarios del régimen la atacan. En el fondo, la Marcha Nacional sigue debatiendo el 2006, aunque también van marcando las pautas de 2012, en las que la figura del Sr. Presidente queda como la más trágica, la más pusilánime, la más desgraciada. La Marcha Nacional marca el inicio del declive de Felipe Calderón como presidente; a partir de aquí las izquierdas afianzarán su poder e influencia y recobrarán la creación de múltiples y variados grupos de organización -la famosa sociedad civil de los años ochenta-; las derechas deberán reconsiderar su discurso y paulatinamente se irán alejando de la bravuconería calderonista si es que quieren ser rentables en el electorado del próximo año. No es que se dejará de enfrentar al crimen organizado: la guerra se ha iniciado y en la agenda de cualquier partido político se deberá agregar el apartado de confrontación y seguridad que pide la batalla contra los carteles, pero forzosamente deberá matizarse y modularse con cruzadas de corte social y político, que de verdad vuelva a este enfrentamiento en un compromiso de la sociedad contra los criminales, y no en el capricho autoritario de una cúpula gobernante, sin considerar la opinión de sus gobernados. ¿Esa agenda, ese programa a futuro, lo tiene el PRD o el PAN? Mientras tanto el PRI contrata diseñadores de interiores para remodelar la casita de Constituyentes.
Los que saben de política presidencial dicen que el quinto, el penúltimo año, es el más solitario del habitante de Los Pinos; los grupos políticos se acercan a los nuevos candidatos y del presidente sólo se pide mesura y contención -autoridad altamente discrecional- en el devenir de los acontecimientos. La soledad de Calderón se acentuará con su figura torpe, limitada, que nunca supo leer la política nacional más allá del enfrentamiento y la polarización. Porque si algo no supo hacer Calderón en estos años de gobierno, fue intentar la unidad. O la logró, pero no cómo el quería: porque consiguió una unidad opositora, frontalmente crítica a sus decisiones y que no ve el momento de que se marche, para ver si entonces se puede intentar la reconstrucción del país.

sábado, 26 de marzo de 2011

Los Huaraches de Zapata


Los Huaraches de Zapata está en la calle de Flores, atrás del Walmart de Plaza Universidad. Venden -obviamente- huaraches, pero también tacos, gorditas, quesadillas, sincronizadas, refrescos y aguas de frutas naturales. Es un lugar barato, apreciable para quienes perseveramos en el hambreado oficio del free lance. Hasta hace poco lo atendía un tipo desgarbado, de preguntas hurañas y ejecución pronta. Apuntaba los pedidos con una letra atormentada, se los pasaba a la fritanguera y tachaba con furia las comandas atendidas. El equipo total de Los Huaraches de Zapata era de tres personas: este amigo desgarbado, la diligente fritanguera y una tercera muchacha que pelaba tomate verde con mucha lentitud porque la televisión le exigía su concentración total.
Era un buen equipo. Me causaba curiosidad, sobre todo, el amigo desgarbado y su gran eficiencia al tomar la orden, cortar limones, rellenar las cazuelitas de salsa, hacer las aguas de melón, sandía, naranja y alfalfa con piña y guayaba. Tenía el pragmatismo de quien ha perdido toda esperanza: por eso se movía mecánicamente, echaba agua y fruta en el vaso de la licuadora casi sin fijarse y se sonrojaba con las clientas bien maquilladas, vendedoras nerviosas de ropa de niño en Suburbia.
A mí me tocó presenciar justo el parteaguas en Los Huaraches de Zapata. Alguna tarde que pedí mi religioso huarache con huevos rancheros -estrellados, uno con salsa verde y el otro con salsa roja, para darle sabrosura y vistosidad-, el amigo desgarbado estaba con una señora: fácil deducir que era su mamá. Bien maquillada y con el pelo color jamaica, tenso en un chongo de Señorita México cuando buscan respetabilidad. Era de ese tipo de señoras que desde jóvenes habían querido ser guapas y, aunque nunca lo consiguieron, al menos habían aprendido a sonreir con cierta gracia. El hijo, a trompicones, le explicaba lo importante de la comanda, de tachar lo ya entregado, de cómo envolver las quesadillas para llevar en papel aluminio. La señora lo oía a medias y a todo contestaba: sí, cielo, sí, cielo, entiendo, cielo, así se hará, cielo. Cielo inició una explicación muy complicada sobre las cubetas para las salsas y las cubetas para las frutas, que de ninguna manera debían confundirse porque la mezcla de los sabores podría ser funesta, a medio lamento por los hipotéticos comensales agraviados, la señora lo atajó, enfatizó:
-Yo voy a salir adelante, cielo. Tú no te preocupes. Tú asoléate y haz jogging en la playa. Acá todo va a estar bien.
Y Cielo bajó los ojos con fatalismo y su mamá, como si se sintiera obligada a darme explicaciones, abundó:
-Se va a trabajar a Puerto Escondido. Seis meses, por lo pronto. Yo le digo que le eche ganas para que se quede más.
Al instante, Cielo me preguntó si necesitaba otra cosa. Mi cuenta. Garabateó sus números desesperados, saqué el billete, me dio cambio, eso ocurrió hace cuatro meses y desde entonces las cosas han cambiado dramáticamente. Ahora la señora te recibe con una sonrisa que parece canción de Save Ferris, muestra un menú que ella misma habrá confeccionado: con un Zapata de lentes new wave, piñas y guayabas contentísimas, un Cantinflas satisfecho que muestra el pulgar porque qué encabronadamente bien se come aquí. La señora pregunta qué tal te ha ido, te hace opinar sobre lo hermoso que está el día y entrega su menú como si fuera su boleta de calificaciones. El problema es que con todos hace lo mismo y, según el juego que le haga cada persona -yo le hago poco- se extiende en más o menos chácharas -por lo común más- antes de que uno pueda ordenar. La mujer que antes pelaba tomates verdes, ahora mira catálogos de zapatos Andrea y suele interrumpir a la señora para indicarle: "mire, mire estos huarachitos, qué lindos están". Con la misma concentración con que saluda, la señora voltea a ver el catálogo y dictamina: "pero esos los vi más baratos y más bonitos en el mercadito que te conté". La del catálogo entonces le explica que en realidad le gustan más los huarachitos del otro catálogo, lo busca y se lo enseña, la señora compara y precisa: "también hay de estos en el mercadito, el domingo vamos"; con la misma se acuerda que saludaba y tomaba las órdenes, y como si no estuviera segura de haber saludado antes, vuelve a sonreír, a comentar lo sabroso que se siente el calor. Por suerte, la fritanguera sigue siendo tan fría y eficiente como antes. Se ha converido en el factor secreto para que no termine de caerse el lugar.



La señora se ríe, apunta la orden, se ríe, descubre que se le está cayendo el barniz de las uñas, se ríe, arregla su chongo color jamaica y vuelve a reírse. En ineptitud total. Y la comida que uno antes despachaba en 20 minutos ahora se ha extendido hasta los tres cuartos de hora; es como comida con show incluido: comedia de dislates y digresiones con efectos desesperantes.
Mientras le doy al huarache y al refresco -renuncié al agua de melón desde que la señora tarda poco más de media hora para hacerla- suelo pensar qué tal le estará yendo a Cielo en Puerto Escondido. la primera idea, la irónica, parece ruego: ojalá en verdad se haya asoleado y esté haciendo jogging en la playa todas las mañanas, es más: ojalá me lo esté zarandeando una turista europea, rubia y colorada, para que valga la pena la decadencia de su negocio en la ciudad. Pero la segunda idea es pesimista: lo imagino arrumbado tras la barra de un bar cutre, sirviendo margaritas y martinis con su pragmatismo desolado, incapaz de sostenerle la mirada a cualquier cliente con tono de rumba. Incluso concluyo mientras rompo la yema fría -quince minutos en llegar- del huevo estrellado del huarache: quien de verdad debía estar en la playa, sonriendo y recibiendo clientes, riéndose de sus chistes e improvisando otros para corresponderles, debería ser la madre y no él. Y entonces odio mi determinismo social, tan de naturalismo decimonónico, pero cuando la cuenta tarda diez minutos porque la divina señora está haciéndole gestos y aplausos al niñito que llevó un cliente, la sentencia es inevitable: que hay gente gris y desgraciada, que nunca debería moverse del sitio oscuro donde su monotonía
funciona más. La incompetencia social de Cielo se traducía en servicio eficiente y satisfacción de sus clientes; su dramática transformación como persona, tan improbable, tampoco ha traído beneficios en los hambrientos y angustiados comensales que colmamos nuestra paciencia con el show de la madre.
Se me ocurre otra certeza, que ya se escapa del propósito de esta historia: que la madre y su pelo jamaica en chongo, y su distracción y su amabilidad circense, es la única de todo el cuadro que sería feliz aquí, en los Huaraches de Zapata, o en el bar de Puerto Escondido, o en Las Vegas, o en Montecarlo, o en Ctulhú. Y que quizá todos los demás deberíamos aprenderle algo a ella.

Aprendamos algo de la señora del pelo color jamaica:

miércoles, 9 de marzo de 2011

No es post, es nomás pa' no perder el link de este artículo-conferencia tan lindo que hizo Alonso Ruvalcaba

Que trata del Ciudadano Kane y donde hace comparaciones jugosas con la literatura, otras películas y hasta el comic.
Si alguien necesita dar una clase sobre Orson Welles y su
Ciudadano Kane, no pierda el tiempo en el Rincón de vago, agandallen este artículo con todo y sus referencias al youtube y lampareen a sus alumnitos (y no sean cínicos, denle crédito al jefe Ruvalcaba que hizo un trabajazo sensacional).
Sin más, el link:

http://www.letraslibres.com/beta/blogs/ciudadano-kane-visita-guiada?page=full

(pronto post, prometo prometo. Hasta después)

jueves, 6 de enero de 2011

La noche, según Sprandell

-Todavía joven -así comentó Sprandell la noche-. Joven un tanto insípida. Las noches son como los seres humanos: no son nunca interesantes hasta que llegan a la edad adulta. Hacia medianoche llegan a la pubertad. Un poco después de la una alcanzan la mayoría de edad. Su apogeo corre de las dos a las dos y media. Una hora después se hallan en vías de desesperación, como esas mujeres devoradoras de hombres y esos hombres cuesta abajo que se lanzan al devaneo con redoblada violencia, esperando persuadirse de que no son viejos. Después de las cuatro se halla en plena descomposición. Y su muerte es horrible. Verdaderamente horrible al rayar el sol, cuando las botellas están vacías y las personas se parecen a cadáveres, y el deseo, exhaustivo, se ha vuelto repugnancia. Yo tengo cierta debilidad por los espectáculos mortuorios, debo confesarlo -añadió Sprandell.

Aldous Huxley
Contrapunto

viernes, 31 de diciembre de 2010

No aprendimos nada, o cómo debería ser el 2011 según el pinche Martín

La cena estaba buena con Jorge y Lotte, pero Cinthya me había invitado a su cumpleaños y debí despedirme antes de tiempo.
En la ruta por la Condesa, pasé por la Rosario Castellanos. En la mesa de novedades alcancé a ver, más desaliñada que desgarbada, la espalda de Martín. Dudé en llamarle, ya presentía el resto de la jornada, terminar borrachos a las cuatro de la mañana en algún lugar desangelado, profiriendo sandeces. Pero también suelo hacer caso de los simbolismos, incluyendo los que deben evitarse. Le lancé el grito, le dije del cumpleaños, estaba el plus de encontrarnos con Julián Pensamiento, hacía varios años que no nos encontrábamos los tres juntos para compartir las chelas.
Como estoy en casa de Martín escribiendo este post (y en efecto, ya son más de las cuatro de la mañana) (y traemos varios rones encima), procuraré brevedad y no me distraeré contando que entre finales de los ochenta y casi todos los noventa, Julián, Martín y yo entrenábamos el ocio en casa de alguno de los tres escuchando música, comentando películas y recalibrando el hoy y el ahora que no sé por qué diablos nos resultaba tan importante. Tampoco me extenderé explicando que juntos discutimos a Wenders cuando apenas les enseñaba a volar a sus ángeles de gabardina, que disertamos sobre los impostergables mensajes generacionales que lanzaba U2 desde su
Zooropa, y que Julián contaba mejor la trama de Twin Peaks de lo que se veía en la serie.
Ahora, el aquí y el ahora era El Depósito y el cumpleaños de Cintya, donde estábamos los tres más desubicados que alternativos en reino de indies, dándole a las chelas artesanales -"me gustan pero me cagan que les guste a los hipsters", cató Martín- y alargando la desidia con frases de hace veinte años. Los televisores pasaban videos de Aerosmith, Blondie e Inxs, que veíamos sin mucho interés. Desde hace dos décadas, los mismos videos de siempre. "No hemos aprendido nada", les dije con ganas de hacerme el interesante. Martín y Julián me dijeron que no mamara, con ganas de hacerme ver ridículo. Unos tipos se agarraron a golpes, uno cayó inconsciente y algunas mujeres lloraban. "No hemos aprendido nada", insistí mientras los polis no atendían a los golpeados y yo me hacía el mustio con los cigarros para que no se terminaran.
"Ps los últimos tragos, ¿no?", vino la invitación temible al amanecer. Caímos en casa de Martín hablando de guiones, de lo insufrible que es intentar una trama desde el corsé de su premisa, de que Julián debería acelerarle a algún guión para que pueda presentarlo el concurso de óperas primas del Cuec.
Alguna de las formas más fáciles de detestar al Martín es dejar que él ponga la música y siempre te diga que ahora escucharás lo que es lo de hoy. Prendió su itunes y generosamente se dio a odiar:
-No mamen, escuchen esto, es lo de hoy:



Y concluimos que no habíamos aprendido nada.
Por supuesto que nos explayamos en lo reina que es la vocalista, lo poco reinas que son las chilangas, nos contó de los israelitas que no querían ir a la guerra y se hacían encarcelar como hippies contestatarios, que mientras tanto pinches chilangos, acá siguen en el hoyo porque no faltan los imbéciles que creen en la guerra estúpida del quesque Presi Calderón

-Pero no mamen, escuchen esto, es lo de hoy:



Por supuesto, concluimos que no habíamos aprendido nada.
Como Mano Negra pero sin globalización chaira. Uruguayos, por lo que el tema, por supuesto, fue armar una estrategia para hacer patria enamorando uruguayas, tan espectaculares como las argentinas pero sin esa sobrexposición de tantos charlys garcías y neurosis mesereando la Condesa. Hicimos propósitos de Año Nuevo: avionazo con los charrúas y engatuzar gurisas nomás por el ánimo de renovar la emoción.

Pero entonces se plantó de nuevo, a buscar en su itunes, de nuevo dijo:
-No mamen, oigan esto, es lo de hoy.

Aquí me gustaría estar en mi casa para detenerme. Fumar con calma y que no estén chingando este par de borrachos con exclamaciones presuntuosas de condechis de segunda generación. Pero si logro describir algo, quiero decir que con este video de Kanye West volví a tener ese estremecimiento que hubo en 1983, cuando vi por primera vez el Thriller de Michael Jackson. O la sensación de urgencia y movimiento al que obligaba el inicio metálico y caótico del Achtung Baby de U2. El mamón de Martín solía aderezar ese azoro describiendo: "los noventa, baby, los noventa". Y ahora, a 20 minutos de ver esta belleza, lo volvió a decir: "¿Te quedó claro así o cómo carajos entiendes que estamos terminando 2010?". Y es que el video de Kanye West se excede de lo que antes conocíamos como videoclip. Martín dice que es como ópera rock, a mí se me hace semejante al The Wall que alguna vez marcó el desconcierto de finales de los setenta. Que además, el angelito afro se ve increíble:



Debo insistir que por lo regular tolero poco tiempo a Martín, pero que en el breve lapso de tolerancia, con él suelo recuperar el sentido de lo contemporáneo, de vivir este día, de sentirme parte de algo más grande que mi mediocre circunstancia. Hace diez minutos terminamos de ver el video, mientras servía el quinto ron le pedí chance de postear desde su compu (está honrada tu compu, mamón). Nomás quería compartir esto mientras se acaba la década, mientras empieza la década.
Y por supuesto, resolvimos que no habíamos aprendido nada.

En algún momento de la peda no sé por qué apareció Italo Calvino, Martín lo trajo de su recámara, enseñó sus subrayados de marcador fosforescente, se lamentó de que no hubiéramos sabido esto desde 1987, cuando empezó la migraña de la amistad. Encontramos que la primera edición era de 1989, Martín se lamentó: ¿por qué diablos supo de este libro hasta ahora? Y leyó:

Si quisiera escoger un símbolo propicio para asomarnos a un nuevo milenio, optaría por éste: el ágil salto repentino del poeta filósofo que se alza sobre la pesadez del mundo, demostrando que su gravedad contiene el secreto de la levedad (...) suspiros, rayos luminosos, imágenes ópticas, y sobre todo esos impulsos o mensajes inmateriales que él llama espíritus.

Aventó el libro, el azar quiso que no tirara ninguno de los rones. El tamaño de la peda nos ha obligado a decir:

¿Por qué no aprendimos esto desde entonces?

Y el corolario:

NO APRENDIMOS NADA

Perdonarán el deshilacho del post, andamos pedos. Pero presiento que con el video y las cubas, el 2011 me acaba de empezar. Voy por más hielos.

PD: Frases de Martín mientras intento redactar esta madre:

-Sí sí, educa a tus lectores, que dejen de oír a Fernando Delgadillo y esas cosas que les pones cuando estás de pinche cursi.

-Diles a tus lectores que Madonna es una pendeja, que ya no está haciendo música, que es una vieja de ochenta años, una pobre anciana que no tiene nada que ver con nosotros. Que aunque vayan a su gym te vas a ver como se ve ahora Madonna a sus setenta años. Y que Bjork va para allá.

-¿Quieren seguir oyendo mamadas de hace veinte años o les pongo New Disc?

-Algo que te hará mover las entrañas: el Indie Dance.

-No les pongas música de Mike Patton, todavía no lo van a entender.

-Vamos a flipear a tu audiencia cabrón.

Reitero las disculpas. Es la peda.

lunes, 20 de diciembre de 2010

The Wall: la pasión según Roger Waters

El sentimiento de botepronto es de compasión: porque Roger Waters, pinkfloydiano disidente, terminó quedándose con una porción pequeña del corpus impresionante que es Pink Floyd, y aunque nadie le podrá negar su influencia decisiva en los mejores años de la banda -los que irían del Ummagumma a The Wall-, lo que reconocemos como La Banda es aquello que lidera David Guilmour y que aún merece honores por dos discos -A Momentary Lapse of Reason y The Division Bell- , si no impresionantes, por lo menos meritorios; de tal modo que si en este mismo momento, en una misma ciudad, se presentara un concierto de Pink Floyd y el show Roger Waters The Wall Live, la inmensa mayoría elegiría a la banda; porque mal que nos pese, con todo y que The Wall sea disco emblemático, convocatoria generacional, rito de iniciación, tratado pop de existencialismo, no deja de estar reformulado como un show de nostalgia mediática: si me permiten la impertinencia, del estilo del Mamma Mia y su colección de rolas de Abba, o el Hoy no me quiero levantar que recopila los éxitos de Mecano.
Pero es Roger Waters, pero es
The Wall, y no mames Rufián, ya te han dicho que dejes de estar de quisquilloso y que disfrutes los simples placeres de la vida simple. Si además te acompaña ese prodigio de emoción, gritos y saltos desesperados que es Bellota, pues qué más se puede pedir. Y hay que aceptar: el espectáculo impresiona, los juegos multimedia con títeres colosales y videos con toda la pertinencia dramática; el despliegue de luces, fuegos artificiales y escenas efectistas hacen abrir la boca alelado; ni qué decir de la genialidad del disco, que uno va canturreando fervorosamente, una rola detrás de la otra, es fácil recitar el orden y los momentos en que las guitarras, las baterías, los gustos a balada o los rompimientos al hard rock detonan giros dramáticos y las emociones propias de la angustiante vida de Pinky.
Porque le cuento a Bellota -y me extraña que no lo conozca-: dos años después del disco The Wall de Pink Floyd (1980) apareció la película (1982), dirigida por un joven Alan Parker, con muchas ganas de provocar. Lo que el álbum The Wall tenía de autobiográfico (nunca se dejó de ocultar que contenía muchos elementos de la vida del mismo Waters) se resolvió en el filme con la creación del personaje Pinky, interpretado por un Bob Geldof que después se habrá espantado tanto, que por eso se habrá dedicado a armar conciertos filantrópicos. El hecho es que para muchos, la película Pink Floyd's The Wall y el disco The Wall son un ente indisoluble, la historia de Pinky encarna en las rolas de Waters; describir alguna de las canciones muchas veces significa describir una secuencia de la película. Muestra de esta alianza es que en el espectáculo de Roger Waters la gran mayoría de las escenas son tomadas del filme de Parker, e incluso las animaciones de Gerald Scarfe siguen siendo la base de la puesta en escena de 2010. Es decir, ver el espectáculo Roger Waters The Wall Live es remitirse al disco de Pink Floyd que se escuchó por primera vez hace treinta años y a la película que se mira desde hace 28.
La pregunta sería por qué sigue siendo efectivo este combo disco-película que ahora se recicla en espectáculo. La clave llega cuando Waters canta "Goodbye Cruel World", mientras se termina de construir el enorme muro que separará al protagonista del mundo y los aplausos llegan a su punto más alto, pues todos reconocemos el dramatismo del momento: quienes ahí escuchábamos el final del lado B del primer LP, quienes ahí cambiaban el segundo CD, los que veían este momento en la película y sabían que se acercaban al momento más escalofriante de la historia. Todos conocemos la historia de Pinky: los sarcasmos vulgares del maestro, la sobreprotección asfixiante de la madre, lo desesperante de la novia que se maravilla de las guitarras de Pinky, la televisión que el protagonista rompe porque se encuentra en uno de sus malos días.
La historia de The Wall podemos contarlar y recontarla desde hace treinta años a la fecha, ha dejado de ser un argumento que sorprenda por sus giro imprevisibles y más bien se contempla con ese carácter irreversible de los mitos. Podría incluso decirse que con The Wall estamos ante uno de los grandes mitos pop de los últimos tiempos. Y como buen mito, con su carga simbólica y la riqueza de sus interpretaciones. Pero también: con su carácter fatalista por lo irremediable de la trama.
Si en el Viacrucis católico tenemos perfectamente diferenciadas las tres caídas de Cristo, la pecadora que le limpia el sudor a Jesús, el hombre compasivo que le ayuda a cargar la cruz durante un tramo, y aún así nunca se podrá evitar la crucifixión, la muerte y la resurrección en tres días, en esta caso también reconocemos la historia del niño incomprendido que se convierte en rockstar alienado hasta que, harto de su vida, construye un muro para aislarse de las amenazas del mundo. Y podemos seguir recitando: la enajenación del encierro, los recuerdos de la guerra, los lloriqueos frente a la tele, la droga y su cómodo aturdimiento, la experiencia neonazi para esconder los sentimientos, el juicio que evidencia la fragilidad del personaje, la condena de tirar la pared y regresar al mundo.
Lo que sorprende de The Wall es la culminación de lo previsto, la constatación de lo irremediable, la revisión de un argumento esperado: la sorpresa de volver a presenciar la pasión de Pinky, alterego de Roger Waters, por lo que asistir a este concierto-espectáculo también significa asistir a una nueva representación de la oscura historia del exlíder de Pink Floyd. Ahí entraría la salvedad: que una historia en su origen pesimista, se ha dulcificado al paso de los años, primero bajo pretexto de darle un contexto político-libertario, cuando se representó con motivo de la caída del Muro de Berlín, después porque las necesidades dramáticas pedirían un final amable, en el que Pinky se redima una vez que salga de la pared, como si fuera fácil resolver los horrores que ha vivido entre las influencias perniciosas de las instituciones y la visita al abismo que significa su reclusión.
Aún y con esa reformulación optimista (el padre de Jacobo Deza, en Tu rostro mañana, fustiga contra esa propensión a hacer versiones blandengues de las historias para no herir susceptibilidades de personas que se espantan fácilmente), The Wall sigue siendo un rito de iniciación, un manual de la desesperación y el ensimismamiento, con el tono adulto, abismal, que Pink Floyd siempre intentó conservar. La versión de Waters, si bien no logra ser fiel a ese espíritu original, por lo menos recuerda la espectacularidad, el azoro de una pasión que se despliega entre rock bravo y baladas reflexivas.