jueves, 16 de diciembre de 2010
The Social Network
Veinte años después, así empieza la canalla y ya casi peli de culto The Social Network (Fincher, 2010): cuando un gris y malcayente Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg en enorme papel de contención mediocre) desenamora a su novia Erica Albright (qué bonita es Rooney Mara) con sus más bien vulgares ganas de figurar en los clubes sociales de Harvard. Desde que vomita consideraciones sobre su IQ, su torpeza social, su urgencia de pertenecer y su misoginia simplona hacia la desconcertada Erica, queda claro que Mark es sumamente inteligente y atrozmente imbécil. Después lo cortan y ni la menor idea de cómo superarlo, Despechito Zuckerberg se lanza a proferir insultos en su blog, sigue el despliegue de su genio y, desde el chiste misógino a la visión generacional, va naciendo The Facebook.
Con la creación fílmica de Mark Zuckerberg, Fincher regresa a un tema constante en su filmografía: la marginalidad y la necesidad de pertenencia, que se resuelve mediante la creación de sociedades alternas -criminales, lúdicas, herméticas- que permiten la expresión enfermiza de sus personajes, obsesivos hasta el dostoyevskismo. La teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver) debe raparse y participar de la vida de un monasterio intergaláctico para enfrentar a su viejo amigo el alien (Alien 3, 92), el yuppie Nicholas Van Orton (Michael Douglas) es inscrito a un perverso juego que lo destruye para redimirlo de su ojetez (El juego, 97), ni qué decir del anónimo amigo (Edward Norton) de Tyler Durden (Brad Pitt) y su creación de ese mítico club de la pelea que lo subsana de su mediocridad oficinesca (El club de la pelea, 99), y aunque investigadores y cazadores de serial killers, el detective David Mills (Brad Pitt en Seven) y el periodista Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal en Zodiac) se ven obligados a aceptar dinámicas lúdicas -acertijos, crucigramas, juguetes mentales- por parte de sus presas para desentrañar misterios que terminan competiéndoles directamente.
La primera gran secuencia de The Social Network -la posterior a la desafortunada cena de Mark y Érica- es fiel a esta premisa: mientras el nerdazo Zuckerberg va intuyendo su poderosa red virtual, a pocos metros de su cuchitril se vive the real life: el acceso al Phoenix, el club más prestigiado de Harvard, la fascinación iniciática y erótica de unos cuantos, el ánimo exclusivo -excluyente- de las tribus glamorosas. Y a partir de entonces no deja de marcarse una oposición que permea gran parte de la película: Zuckerberg y sus aliados como grupo emergente que reinventará la socialización desde las computadoras -el triunfo del nerd que nunca se hubiera imaginado en La venganza de los nerds (Kanew, 84)- frente a una aristocracia universitaria rebasada, que con fascinación aprende en Facebook a hacer vida mundana como si fuera videojuego de Atari.
Dos personajes apuntalan la aventura de Zuckerberg, ambos símbolos del antes y el después de la experiencia Facebook. El amigo universitario, Eduardo Saverin (Andrew Garfield), con métodos convencionales hacia las impensables posibilidades financieras de la red social, y el fáustico creador del Napster, Sean Parker (Justin Timberlake), geekstar de precoz protagonismo, visionario y destructor de su propia trayectoria. La disyuntiva que ambos aliados imponen a Zuckerberg rebasa los códigos de la lealtad o la confianza: crear y hacer crecer a la Red Social también implica reinventarse bajo coordenadas nuevas -el hoy está en las computadoras y no en la aburrida venta de negocios de Saverin-, apenas intuidas por una generación postadolescente tan poderosa como inconsciente de sí misma, que aprenden a situarse en el mundo de los negocios desde la improvisación y el azoro, un poco como ya lo había sugerido otro teenager empoderado, el narrador David Eggers en su excesiva novela Una historia conmovedora, asombrosa y genial (2000).
The Social Network entonces no puede verse como la clásica película de un juicio, con las triquiñuelas de abogacía que demanda el género; tampoco se trata del biopic triunfal de un geek y negociante genio, pues Fincher y el guionista Aaron Sorkin se cuidan muy bien de presentar a Zuckerberg como un baduleque solitario y sin habilidades sobresalientes; The Social Network mucho menos es la reflexión sobre la amistad o la traición, pues la película conjura el melodrama con sarcasmos light que no revelan pasión ni genio en los personajes; si acaso, The Social Network es la fábula de una empresa creada más allá de los parámetros antes conocidos, y por extensión, la crónica de una generación emergente, tan influyente como limitada: jóvenes emprendedores que erigen imperios desde la ocurrencia, que de una manera precoz aprenden los códigos de los negocios, pero también son incapaces de crecer como individuos al ritmo de sus alegres cuentas bancarias.
Parecería contradictorio que, con menos poder económico o social, el insidioso Mark Hunter de Pump up the volume se revele como un teenager más explosivo que el inteligente pero abúlico Mark Zuckerberg; el arbitrario distingo revela un diagnóstico poco halagüeño para los Y: generación hiperinformada pero trastabillante cuando se trata de ser conscientes de sí mismos; hiperdotados en su potencial para erigir emporios, discapacitados en la mirada interna que les permita preguntarse cuándo y cómo carajos se va adquiriendo la madurez.
Como un Rosebud diluido, al final de la película Mark Zuckerberg da refresh repetidamente a la solicitud de amistad que le hace a la imposible Erica Albright. Entonces la película se revela como el cuento de cómo se erige un emporio entre postadolescentes que siguen sin entender de qué se trata el mundo 1.0. Y que como los gladiadores de El club de la lucha, deben crear otro mundo, sudoroso, oscuro, con sus propias reglas, para que sea posible habitarlo. Y en el que sin embargo también fracasarán, como suele ocurrirle a los personajes fincherianos.
martes, 30 de noviembre de 2010
Tu rostro mañana y el riesgo de la ética
La supuesta "hibridización" narrativa que con tanta faramalla describen los reseñistas españoles permite especular qué tanta autobiografía y qué tanta ficción se alternan en la novela Tu rostro mañana, que ya se perfila como la obra central de Javier Marías, si bien algunos la tachan de una versión manierista de Todas las almas, su primera novela importante. De pronto hasta parecería infantil recordar que toda ficción maso sustanciosa se deja inocular por lo autobiográfico, sea explícito o reformulado, pero el resalto obedece a la tendencia novelística contemporánea del narrador-ensayista (Kundera, Auster, Rushdie, Roth, Vila-Matas, Piglia, Pitol y seguro que ustedes identifican más), que lejos de difuminarse en la trama, buscan imponer opiniones y asentar este elemento tan bonito y aparatoso que los maestros de literatura llaman: "visión del mundo".
Está complejo y más bien para tesis doctoral especular y atinarle a lo que sería la visión del mundo de Javier Marías, un tímido tanteo permitiría sugerir temas como los secretos de terceros que condicionan a los personajes centrales de sus tramas (Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí), el ámbito académico como bildüngsroman bilingüe (Todas las almas), la digresión como recurso narrativo formal (que cuadra con la traducción de Marías del Tristam Shandy de Laurence Sterne), la reflexión sobre el idioma vía la comparativa de la traducción (Corazón tan blanco otra vez). Mucho más chabacano sería proponer el tema-cliché del sujeto solitario, finalmente de eso se trata gran parte de la novelística del siglo XX, aunque valdría destacarse que el protagonista de Marías suele ser un viajero que, casado, divorciado, soltero, (en alguna parte leí: inmerso en algún paréntesis vital) suele desgastarse en densas reflexiones precisamente porque le sobra tiempo y ocio, y porque su espacio son cuartos de hotel, departamentos cuasi improvisados, bibliotecas, cubículos; espacios tan vacíos que urge poblarlos de ideas, recuerdos, asociaciones libres, merodeos léxicos que ascienden a lo metafísico. Por lo menos, se tratan de sujetos inmersos en una suerte de exilio interior, que necesitan del soliloquio para trascender sus vidas en suspenso.
Tu rostro mañana revisita estos temas, pero también los engloba en un propósito superior. Hay un andamiaje básico -y es el que dejará de lo más contento al lector playero de Marías- que es la novela de espionaje, vía la anécdota principal: el reclutamiento de Jacobo Deza (quien ya había aparecido, más joven y atribulado, de maestro de español en Oxford en la novela Todas las almas) a un grupo de agentes al servicio del M15 británico, quienes dictaminan los comportamientos potenciales de las personas (sus rostros mañana, y de ahí el título de la novela): si en el futuro y ante una situación límite alguien podría ser valiente o cobarde, generoso o mezquino, si es de lealtad a toda prueba o si podría traicionar.
Este ejercicio de presciencia (que dice la RAE que es el conocimiento de las cosas futuras) pretexta las aventuras de Deza, pero también enmarcan el propósito más amplio de la novela. Que lo supongo más o menos así (y para eso serviría tener la novela en sus tres tomos, más que en la nueva edición en uno solo que ya circula por ahí): como buen esquema aristotélico, está concebida en tres actos, que podrían ser (y no) planteamiento, desarrollo y descenlace. Pero también, menos dramático, una hipótesis en el primer tomo, que se desarrolla en el segundo y llega a su conclusión en el tomo final. O inicio y final como extensos prólogo y epílogo, con una acción morosa y concentrada -apenas una noche de desconcertante jaleo- que ocupa todo el segundo tomo. Y el tema lo sugiere, desde su cinismo, el reclutador y jefe de prescienceros Bertram Tupra, y es el “estilo del mundo”.
Deza es reclutado y tiene su puesta a prueba en el primer tomo; reconoce el poder del grupo (y participa de él) en el segundo; practica sus enseñanzas -el veneno inoculado- en el tercero. Pero este esquema, tan parco, no funcionaría si no sirve para indicar que la primera y tercera partes de Tu rostro mañana son las que tienen la mayor sustancia de las preocupaciones de Marías (no en vano los lectores quisquillosos suelen acusar debilidad en la segunda parte (aunque vale decirse: sin esa entrega intermedia las otras dos no cumplen su función cabal)), y que son vertidas desde las charlas que Jacobo Deza mantiene con sus figuras tutelares: su padre Juan Deza y su maestro Toby Rylands, quienes a su vez son recreaciones de Julián Marías y Peter Russell, mentores reales del autor.
Parecería un contrasentido que una novela de espionaje, que se quiere con acción y vértigo a la Ian Fleming (que por cierto, hay homenajes al creador de James Bond en ciertas escenas de la novela) tenga sus mejores momentos en diálogos reposados, demasiado largos para gusto de algunos, del espía Deza con sus mentores. Aunque entonces, una mirada más amplia reconoce en estas charlas el supratema de Marías: la revisión del siglo XX, desde las perspectivas que le son más cercanas: el terror de la Guerra Civil Española, la experencia superlativa de la Segunda Guerra Mundial. Juan Deza es el guía en el conflicto ibérico, mientras Rylands lo lleva por la segunda experiencia. Y estas conversaciones se vuelven, entonces, los ajustes de cuenta de las generaciones que vivieron las guerras hacia sus descendientes, generaciones con más miedo porque conocieron menos los horrores. Lo que sigue es conmovedor: confesiones, reinterpretaciones, culpas mal llevadas, secretos que se han cargado durante décadas como lozas, juicios imposible de enunciarse en aquellos momentos, y que ahora flotan como consideraciones inútiles.
Antes había hablado del “estilo del mundo” que enuncia Tupra, consideraciones prácticas sobre el secreto como forma de poder, el miedo atávico como mecanismo de control, o el paradigma ético que pareciera inoculación de veneno para Jacobo Deza: ¿Por qué no se puede andar por ahí matando? Los contrapesos al cinismo serían las reflexiones de estos ancianos aún atormentados, que en su relato a Jacobo Deza acaso consigan cierto alivio, vía la comprensión (lo que por otro lado confrontaría el inicio de la novela, y alguno de sus temas recurrentes: la inconveniencia de contar). Es aquí donde más me sorprende y extraña la novela de Javier Marías: cuando, en estos tiempos que combinan tan bien con la relatividad posmo y su festiva resolución vía el cinismo, Marías se atreve a reconocer y denunciar la cobardía, la mezquindad, la crueldad, a arriesgar posturas y reafirmarse en apostar por la dignidad humana.
Dicen que de tan dicho, se ha vuelto cada vez más difícil novelar el amor. Pareciera que lo mismo ocurre con el compromiso moral, los “valores” (ese término tan tristemente choteado por la derecha) de los seres humanos. Cuando un novelista sabe darle la vuelta al panfleto moralino para resolverse en ideas, pero también compasión; cuando logra trascender la obligación estética hacia el riesgo ético, es cuando el novelista, el literato, puede aposentarse con solvencia como gran autor. Javier Marías hace esto en Tu rostro mañana. El gran tamaño de esta novela viene sobre todo de esto, de su alto sentido de la ética, que no menoscaba su enorme inventiva.
jueves, 11 de noviembre de 2010
Por ejemplo: Sofía Coppola y Alejandro González Iñarritu
lunes, 25 de octubre de 2010
Thalía y su unplugged y en general por qué me cagan los unpluggeds (excepto el de Charly García)
Convengamos que para toda una generación chochentera-nonagentera, Thalía chapoteó en nuestros sueños húmedos con sus chicheros de peluche y su look de lolita de diseño, cantaba eso de chúpalo arrástralo muérdelo y nos ocurrían cosas que por decoro no describiré con toda su viscosidad. Además era novia del hijo de Gustavo Díaz Ordaz y eso hacía más perverso todo, el cuento enfermo de la nenita buenona y el hijo del poderoso sanguinario y de fondo el 2 de octubre no se olvida; además no tiene dos costillas y por eso se le acentúa la cintura, y sus muslos siempre deben estar en cualquier antología de muslos arañables. Pero también es cierto que su talento musical se agota en medio minuto de canción, como le ocurren a todos los timbirichos y demás niños televisos de aquellos tiempos (y de estos y de los que vendrán). Tras el (quesque) escándalo de sus canciones "Sudor" "Saliva" "Sangre" nadie recuerda nada que le valga la pena, nomás algunos enfermos sexuales revisamos con nostalgia su videíllo equisón del "Amor a la mexicana" porque ahí salía de latin femme fatale más o menos codiciable. Luego se casó con Tommy Mottola, el no-mames-tás-cabrón de la industria discográfica gringa, luego se pelea cada seis meses con Paulina Rubio y luego hace negocios de revistas, perfumes, ropa interior y lentes que, creo, casi siempre fracasan.
En sus intentos -imagino- angustiosos por liberarse del estigma televiso, Thalía ha procurado transformar la imagen sexosa hacia otra, igualmente artificial, de Intensa Enamorada de la Música. Sus entrevistas de los últimos tiempos merodean este cliché: ella vibra cuando siente el ritmo que le hace contonear el cuerpo, no le interesa innovar ni sorprender, solamente sacar todo eso que se desborda de su espíritu, la mercadotecnia es estúpida al lado de su deseo genuino de expresarse, y su expresividad ultragenuina (tan indie, se adivina) parecería excusar los excesos plásticos de sus primeros tiempos. Su música sigue siendo igual de mala y predecible (quizá peor: más simplona) pero tiene el escudo de la autenticidad. Sin vestiditos sinuosos (buuu) ni desplantes espectaculares, Thalía se hace la Eddie Brickell latina, jeans y playerita, y lo simple-hermoso-esencial de su música.
Para este artificio nada mejor que un programa de Unplugged, que desde su desconecte promueve ideas semejantes: la música como lo esencial, los instrumentos sin cables dan testimonio de su verdad verdadera, y la cercanía con un auditorio reducido finge la misma intimidad que podríamos tener una caterva de borrachos cuando nos juntamos con el que sabe tocar la guitarra y berreamos canciones de Ricardo Montaner y Mocedades.
El estilo Unplugged suele parecerme aburrido e hipócrita. Prueba de alto rendimiento para demostrar que el artista sí canta y sí toca la lira; que la banda, desnuda de artificios, tiene la oportunidad de presumir virtuosismo y acoplamiento; que incluso se revela el genio al reformular hits en frases sencillas, vocales y musicales, que desde su simpleza vuelven a manifestar su encanto.
Díganme arcaico y convencional, pero para mí el poder de una gran canción está en el momento en que existe con todos los recursos que le da la grabación en el estudio, es su real prueba de fuego, incluso sus recubrimientos tecnológicos la hacen esa canción y no otra, porque ahí están las intuiciones o las malicias de los músicos que las producen; ahí está el espíritu de su época, sus errores y sus hallazgos. Juan Ramón Jiménez dixit: “así es la rosa “.
Por supuesto que después se valen, y mucho, las variaciones en los conciertos, todos los covers posibles y que incluso algunos mejoren con creces la versión original, pero el despegue, el impacto primero, se ha logrado en ese disco en estudio; al menos es su "presentación estelar" (porque cierto: muchas bandas, sobre todo en sus inicios, graban muchas veces una misma canción, con variaciones que la van perfeccionando, y ahí vienen las discusiones de los fans from hell al cotejar versiones y decidir que la del EP es superior a la del álbum oficial, pero esto, en todo caso, son ejercicios de filología musical, como la que hace el estudioso de un poeta cuando muestra versiones previas al poema definitivo).
La trampa unplugged se encuentra, en todo caso, en un discurso falso del talento vía la simplicidad. Se desmonta la canción y se simplifica para que ilumine desde su esencia, sin considerar que su esencia también son sus recursos adquiridos desde la consola de sonido. Y muchos artistas, además, tienen como parte esencial de su obra el manejo de estos artificios. Habría que ver, por ejemplo, el fracaso de un Kraftwerk desenchufando todo el montaje electrónico que los hace ser ellos.
Pero entonces, obviamente, todo mundo quiere hacer su unplugged, como si en todos los cantantes y músicos, rockeros, cumbiancheros o baladistas, convencionales o de avanzada, fuera necesaria la celebración de sus trayectorias. Porque parte del chiste del unplugged es ése: la consagración de una carrera, la exposición íntima, por supuesto que reflexiva, del artista que parecería hacer un alto en el camino para desplegar quién ha sido y cómo lo ha sido, una suerte de ajuste de cuentas con su auditorio-jurado-sinodal en el que demuestra, desde la simpleza del piano o la guitarra, su frágil pero exaltado espíritu.
Entonces, ahí me tienen en la fondita (por fortuna la sopa siempre la sirven caliente), viendo a Thalía de jeans y playerita, relajada y despeinada como secre eficiente de una distribuidora de tuppewares, hartamente fervorosa de sí misma, ama indiscutible de su música y de la intensidad de su interpretación. Por supuesto que la primera idea es morbosa (¿y la faldita? Bu, ¿quién quiere ver a Thalía sin una faldita?), la segunda idea desdeña (y además, ¿la música de Thalía qué? ¿Habrá alguien en todo el planeta Tierra que se sepa una canción completa de la Thalía?) y la tercera escudriña, sin pasión pero no queda de otra, el más bien desangelado recital. Que debe admitirse, la casi-diva afronta con enjundia. Thalía y su música parecerían compenetrados como silicón y teta, y de nuevo los engaños del desconectado: la simpleza de los arreglos, paradójicamente revestidos del fausto de un grupo de viento (debe ser la pesadilla de todo músico, estudiar queriéndose concertista y terminar hueseándole baladitas a una poperita light) o de una bandita cumbianchera, le sacan brillo a las rolitas ramplonas hasta hacerlas parecer joyas de las tradiciones tropicales o poperas o váyase a saberse de qué. Y llega una tristísima idea, que casi hermana con la Ñora de Mottola: que hay tradiciones que se hacen solas, o tradiciones que se fincan a güevo, desde la ruptura (y bien paciano que se hace el comedor del arroz rojo), y otras tradiciones más, esas sí íntimas porque a nadie le interesan, en la que la artista, sabedora de una fanaticada más bien pequeña y gazmoña (porque comparando: Thalía no fue lo que sí fue Gloria Trevi, o Shakira, por pensar en otras poperas de su rodada), se arma la "fiesta musical" para celebrar con sus poquísimos seguidores, que es muy seguro, la mayoría asistieron al concierto porque fue la penúltima de sus opciones -les regalaron boletos, tienen amigos gays con estéticas, se equivocaron de sala y quién le hace el feo a unas guitarras y unos timbales- y celebran el armado de un numerito que dentro de su mediocridad es, al menos, decoroso.
Creo que seguía una gastada idea generacional, porque Thalía es maso de mi edad y eso orilla a la comparación con los coetaneos, la lúgubre idea de que la mayoría estamos así, con los pequeños hits de nuestras vidas, celebrados entre cuatro o cinco gatos claudicados; por suerte entonces llegó la carne de cerdo en chile pasilla con frijolitos bayos y así las penas son menos. Pero Thalía agachada en el escenario, para más cercanía con el público, o Thalía sentada en la periquera, ojos apretadísimos para escuchar con fruición la expresivísima ejecución de su guitarrista, o Thalía palmeando las manos contra sus muslos, como lo hace la gente que vive y disfruta y transpira la música, hace tenerle cierta simpatía, deslavada y endurecida, alguna identificación vergonzosa, como no hubo en los tiempos de sus chicheros de peluche y sus canciones seudoporno: y pues es, que lo seguimos intentando. Y que nadie cree en su música o en su gloria, ni en la valía de su trayectoria, pero al menos se podría creer en su angustia. Porque el unplugged de Thalía, en el fondo, se trataba de la angustia: la angustia de no haber sido Salma Hayek, o Jennifer Lopez, cuantimenos Lady Gaga o Britney Spears, y qué angustia debe sentir cuando ya la amurallan sus nuevas versiones vernáculas, Belinda o Danna Paola, aunque no tendría que preocuparse de ellas: en veinte años harán desconectados semejantes, nostalgias evasivas de quienes quisieron y no supieron ser.
La inesperada simpatía con Thalía me hizo comer el postre lentamente, escuchando con desgano y emoción alguna canción más. Me fui cuando apareció un "invitado", un muchacho bonito con el que mientras cantaban se miraban a los ojos hipnóticamente, como si antes del concierto hubieran cogido con gozo y lasitud.
El único aprendizaje de todo esto es que la doña de la fondita debe arreglar cuanto antes la antena de su tele, los autos de Marco Antonio Regil son mucho menos desolados y quienes se los ganan brincan y se abrazan con una felicidad mucho más confortante.
A quien le gane el morbo, puede ver alguna de las canciones de la tristeza ésta:
Y ya, como sé que se ponen reexigentes y engreídos, les dejo alguno de los que fueron de a de veras:
Porque además, para más desgracia de Thalía, su concierto ni siquiera fue un MTV Unplugged con toda ley. Fue un programa "Primera fila" que capaz se lo inventó su marido Mottola para que ella no lo fastidiara en el desayuno. Así de tristes deben ser los matrimonios, pues.
martes, 31 de agosto de 2010
Senda de gloria
Senda de gloria se grabó en 1987, fue producción de Ernesto Alonso, dirección de Raúl Araiza y Gustavo Hernández, y guiones -imaginen el lujo- de Eduardo Lizalde, Miguel Sabido y Carlos Enrique Taboada.
Su producción se logró en un momento poco comentado en la historia de la televisión mexicana: cuando en los años ochenta, Luis Reyes de la Maza estaba encargado de las telenovelas en Televisa, lo que permitió experimentar de manera inteligente en las producciones, hasta crear una suerte de edad de oro de la telenovela nacional, con historias que iban más allá de la criada enamorada de su patrón y variaciones sobre el cliché. De la misma época son telenovelas como Cuna de lobos, La casa al final de la calle (dirigida por Jorge Fons ¡! ¿?), Padre Gallo, La pasión de Isabela, La gloria y el infierno, El maleficio y algunas más que se olvidan pero tenían una calidad superior a la telenovela convencional. Y esa calidad no solamente estaba en la producción, también tenía que ver con el manejo de las historias, que lo mismo armaban thrillers inquietantes -la Catalina Creel (María Rubio) de Cuna de Lobos sigue siendo el personaje más importante de la telenovela mexicana-, que recreaciones históricas o planteamientos argumentales más complejos que el melodrama habitual.
En esta buena inercia se realizó Senda de gloria, con un planteamiento sorprendente: era una telenovela histórica sobre la Revolución Mexicana, pero no de sus momentos más conocidos. Ni el movimiento maderista, ni la Decena Trágica y la dictadura de Huerta, ni el movimiento carrancista, que ocurría al mismo tiempo de los levantamientos de Villa y Zapata, ni el encarnizado enfrentamiento entre las distintas facciones revolucionarias hasta llegar a la malograda Convención de Aguascalientes; ni siquiera la promulgación de la Constitución de 1917, que en nuestros libros escolares de primaria "cierran" la etapa revolucionaria con una supuesta reconciliación de las distintas facciones.
Senda de gloria inicia inmediatamente después, cuando promulgada la Constitución, Venustiano Carranza es designado presidente de la República y hace sus primeros intentos por restablecer la paz en el país. Desde este momento, 1918, y hasta la expropiación petrolera de Lázaro Cárdenas, en 1938, todo se vuelve una enorme nebulosa para la gran mayoría de los mexicanos. Y esta novela se encarga de contar ese periodo confuso, que si me pongo esquemático, se resumiría en los gobiernos sonorenses de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, con acontecimientos varios de violencia y consolidación nacional: el asesinato de Carranza, el levantamiento delahuertista, la guerra cristera, la controvertida reelección de Obregón y su homicidio, el Maximato, que permitió a Calles perpetuarse en el poder poniendo presidentes títeres al mando, la presidencia de Cárdenas, que enfrenta a Calles y consolida las instituciones políticas, y la expropiación petrolera como legitimación del poder ejecutivo en México.
Sorprende que Televisa haya asumido el riesgo de contar esta historia y mostrar a los grandes personajes de la época con sus ambiguas decisiones y personalidades: la inflexibilidad de Venustiano Carranza, la enfermiza ambición de poder de Álvaro Obregón, las habilidades para la intriga de Plutarco Elías Calles, el absurdo embelesamiento del poder de Adolfo de la Huerta que lo orillan a su todavía más absurdo levantamiento armado, la prudencia que rayaba en lo pusilánime de Pascual Ortiz Rubio o el cinismo acomodaticio de Abelardo Rodríguez.
Y junto a los gobernantes se agregaban muchos más personajes de la época: Emiliano Zapata en su decadencia y su muerte, Pancho Villa que inhibe desde su colmillo retorcido, hasta que es baleado en su auto; la dignidad de Felipe Ángeles, el impulso sanguíneo de José Vasconcelos, y Juan José Gurrola debe haberse divertido mucho personificando a Diego Rivera. La variedad agrega pequeños momentos con personajes significativos, como Tomás Garrido Canabal, Angelina Beloff, León Trosky y hasta el cuentista Julio Torri.
Hacer un resumen de esta telenovela sería imposible, pueden darse una idea por sus líneas generales: en el centro de la trama hay una familia aburguesada, favorecida por la Revolución, que encabeza el general Eduardo Álvarez (Ignacio López Tarso) y su esposa Fernanda de Álvarez (Blanca Guerra), que tienen cuatro hijos: Andrea (Julieta Rosen), Julieta (Roxana Chávez), Felipe (Javier Herranz) y Antonio (Raúl Araiza). Eduardo Álvarez es general constituyente, muy cercano al gobierno de Carranza (Ramón Menendez), y esto es pivote para que también esté cercano a los siguientes presidentes, así como a la clase política de la época.
No es mucha ciencia lo que sigue: las personalidades contrastantes de los hijos de los Álvarez permite sondear distintas zonas de la sociedad mexicana: mientras Julieta es rebelde, lo que le permite ser vasconcelista y después anarquista, Antonio acaba de ordenarse como cura, lo que lo hace cercano al movimiento cristero; Felipe se dedica al tráfico de armas para que así tengamos una ventana hacia la política norteamericana del periodo, y Andrea nomás sirve para pareja romántica, pero su enamorado, el maquinista que después se convertirá en periodista, Manuel Fortuna (Eduardo Yáñez), es cronista y entrevistador de los distintos políticos y caudillos. Y ahí agréguenle lo que quieran: romances, traiciones, muchachas que se casan con quien no debían y después sufren, adulterios, una sorprendente prostituta avejentada (recuerden: ¡era telenovela y la pasaban a las siete de la tarde!) que interpretaba con gran elegancia de cine de oro Rosita Arenas, y José Alonso seguro que se la pasaba de lo más bien haciéndola de sindicalista y anarquista, y Anabel Ferreira (¿alguien la recuerda?) le agregaba mucha gracia a su papel de sonorense proselitista de Obregón, y Delia Magaña de sirvienta de la casa hacía chistoretes obvios pero que no chocaban con el espíritu de la telenovela.
Pero lo más sabroso de Senda de gloria es la caracterización de los caudillos. Me acuerdo que cuando salió, se presumió mucho la puesta en escena del asesinato de Emiliano Zapata (Manuel Ojeda, y años después hizo a Porfirio Díaz en El vuelo del águila, chéquense la ironía) en Chinameca, o la masacre de Francisco Villa (Guillermo Gil en tono harto socarrón). Pero los mejores personajes fueron los presidentes: Venustiano Carranza (Ramón Menendez), enigmático e imperturbable; o una muy bonita progresión, del entusiasmo beligerante a la depresión ocasionada por la soledad del poder en Álvaro Obregón (Bruno Rey), la indecisión nerviosa de Pascual Ortiz Rubio (Aarón Hernán), y mi favorito: el taimado, mustio, camaleónico Plutarco Elías Calles, que lo hacía un Manuel López Ochoa en absoluto estado de gracia.
Era gozoso mirar a Calles como una suerte de villano bonachón, sobre todo en la parte que deja de ser presidente pero sigue ostentando el poder político en México, y con el muy priísta recurso (después de todo, él es el inventor del partido) de que ya no le interesaba intervenir en la política, entre chiste y chiste marcaba las líneas que debían seguir el resto de los personajes. Menos afortunado, o quizá el personaje no permite tanta chacota irónica, la sobriedad de Lázaro Cárdenas (Arturo Beristáin) se veía opacada por el zorro revolucionario que hacía López Ochoa.
La novela habló de la iglesia, del sindicalismo, insinuó las responsabilidades presidenciales en las muertes de Zapata y Villa, no evadió los claroscuros del gobierno, mostró gobernantes enfermos de poder y espeluznantes al momento de tomar decisiones radicales, y fascinó reproduciendo batallas campales en las cámaras legislativas, con Sergio Jiménez y Jorge del Campo en singular jaloneo como los que ahora se ven en San Lázaro.
De primera instancia sorprendería la liberalidad de Televisa para producir esta telenovela, sobre todo porque muestra a un México muy cercano, en el que muchos de los conflictos (de nuevo: iglesia, partidos políticos, expropiación petrolera) en 1987 seguían (y de hecho, en 2010 siguen) en agrio debate. Ahora que la rechusmeé en un bonito canal de TV online supuse alguna teoría, y es que el general Álvarez, siempre prudente y sensato, solía oponer el diálogo a los levantamientos armados, las disidencias, las críticas frontales al gobierno. Y este diálogo parecía resolverse en la fundación del PRI, el partido que aglomeraría las distintas fuerzas militares y políticas, y haría viable el tránsito pacífico del poder. En 1987, a punto de tener nuevas elecciones políticas, este mensaje de paz y diálogo, vía valorar al PRI (y sugerir su permanencia), debía ser una moraleja importante y necesaria; el verdadero mensaje que escondía la telenovela. Lo curioso fue que a la televisora le salió el tiro por la culata, pues el mensaje de libertad política cazó a la perfección con los intentos democratizadores de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, cuando salieron del PRI y fundaron el Frente Cardenista que después derivó en la fundación del PRD. Ahora recuerdo alguna leyenda de la época, decía que cortaron muchas escenas de Lázaro Cárdenas, justamente para no mostrar las glorias del general ahora que el hijo había adquirido tanto poder político.
Cualquiera que sea el motivo político que hubo detrás de Senda de gloria, a más de veinte años sigue sorprendiendo por lo que revela de esta parte de la historia de México, tan desconocida por el común de la gente. Obviamente, también se le pueden encontrar varios defectos, que irían desde algún detalle de producción, los vicios propios del melodrama lacrimógeno, hasta este mismo discurso propriísta que mencioné antes y que puede sonar sospechoso por su mustia cordialidad. Pero la obra existe y más de dos décadas después puede verse con bastante gusto.
Años después Enrique Alonso y Televisa produjeron El vuelo del águila, biografía de Porfirio Díaz para regocijo de Enrique Krauze y demás nostálgicos panistas, y La antorcha encendida, que trataba el movimiento de Independencia. Los vi poco y no sé si alcanzó los encantos de Senda de gloria; acepto que quizá el recuerdo me traiciona para preferirla. También insistiré que la influencia de Reyes de la Maza en los altos mandos habrá permitido estos experimentos que después se volvieron réplica acartonada. Imaginar a Lizalde y a Taboada escribiendo los guiones de Senda de gloria también podría contar como una importante diferencia en la calidad. ¿Podrá tener Gritos de muerte y libertad el encanto de aquella telenovela? Obviamente influyen los tiempos políticos y seguramente ahora la veremos con el tufo de la violencia, del desencanto por los gobernantes, del sospechosismo por el atole con el dedo en que se ha convertido el festejo Bicentenario. Habrá que estar atento. mientras, pa' que se les antoje (y para que suspiren los chochenteros), vean la bonita entrada de la telenovela de marras:
PD: Senda de gloria puede conseguirse en paquete de DVD; tristemente, está editada para dar realce a los acontecimientos históricos y queda mutilada la historia de la familia Álvarez, que aunque melodramática y lacrimógena, es parte de la obra y de pronto es igualmente emocionante el romance de Andrea con Manuel Fortuna, como los tejesmanejes de Obregón y Calles. La misma versión de DVD puede verse por acá.
PD2: ¿Vale la pena reseñar una telenovela histórica mexicana? Sí, sobre todo para que no nos vengan con el cuento que España inventó la fórmula con aquella cosa bonita que es Cuéntame cómo pasó, y con esta otra novela que ahora causa sensación, Amar en tiempos revueltos, que habla de España desde la guerra civil hasta el presente y que quien quiera chusmearla puede hacerlo por acá. La pregunta que seguiría sería: ¿y cuándo se hace en México otra telenovela así de importante? ¿Sobre el 68? ¿Sobre las crisis de los setenta? ¿Sobre el último año salinista, con EZLN, asesinato de Colosio y crisis económica? Uy-sí-tú-cómo-no.
PD3: Nunca se les olvide Roxana Chávez, que en aquellos tiempos era la gloria. Hasta salió en Playboy. Fíjate-fíjate-fíjate.
jueves, 26 de agosto de 2010
Jueves
También ocurre que los posts que he estado intentando van saliendo pinchitos, tons por qué no leer un bonito poema en vez de tolerar sandeces de verano tardío (y las faldas de las muchachas que de nuevo se van, snif).
Listo, lean. De nada.
a los amigos del jueves
El jueves amanece a la misma hora que todos los días y mucho más abierto.
Es tan generoso conmigo que me entra en la mano caluroso y preciso como una pelota de
esponja.
Discreto, como esas cosas que por fuera son nada, a veces amanece nublado
como si el miércoles no lo anunciara con sus gritos agudos.
Es tan grave, sin duda, que sirve a la sorpresa caminando tranquilo por las noches del
viernes.
Se come a gajos como una mandarina y por las tardes sabe como una manzana.
En todos los jueves está presente el jueves, aun hoy que es martes está presente el jueves.
Se puede caminar los jueves como Cristo en las aguas del lago Tiberiades
e ir sin pisar jamás ni lunes ni domingo derechito hasta el jueves.
Sus mañanas están pobladas de aceras, de calles, de periódicos,
hay gente que las vive miércoles y hay gente que las vive viernes,
yo las vivo jueves como un viaje intensísimo y largo o como un sueño que no quiere
acabar.
Apenas son las doce y ya he conocido mujeres que me han llevado al entusiasmo,
la pelota ha golpeado la pared, me ha llenado de vejez un anciano.
Los jueves el tiempo se detiene, surgen la poesía y los amigos,
es un día de piernas fuertes y de mirada serena en donde por las noches transcurren muchas
vidas.
Abandono el volante y me voy a volar, es jueves en el tiempo del mundo,
es jueves en este acantilado sobre esta playa tenue,
es jueves hoy por la mañana, es jueves en los labios del jueves.
En el viaducto blancas paredes conducen al auto por la noche,
todo tiempo es jueves entre un puente y otro hacia la casa.
El árbol de los jueves es ancho como el tiempo de los jueves,
los pájaros cubren sus elevadas ramas y surcan el espacio:
el cielo de los jueves es un archipiélago de islas alargadas.
Trepar a las primeras ramas de ese árbol es mirar de cerca la distancia, montar en el
asombro,
saber que si un jueves es un tigre, el otro puede ser volcán y parecerse.
De mañana, cuando el patio se abre suspendido en el juego,
cuando se entra por fin a la clase de historia,
cuando las tardes estimulan la fuga y se quedan atrás,
olvidados en el aula, los apuntes de química, entre niños estudiosos y niñas aplicadas
se prepara a lo lejos el partido nocturno.
También los jueves la gente se suicida, pero no es la misma del lunes o del sábado,
los suicidas del jueves son suicidas serenos, irrevocables,
que se hunden en las aguas del jueves para siempre.
martes, 10 de agosto de 2010
Así se descubre una novela mientras se va escribiendo: un ejemplo en El Astillero de Juan Carlos Onetti
Sin embargo, la experiencia inmediata de la lectura es áspera, tembeleca, como si las palabras no estuvieran del todo fijas. Podría sugerir un motivo: contra la escritura firme de otros autores (Borges, García Márquez, de nuevo) que buscan cincelar sus frases para que parezcan dictadas por el Gran Redactor Homérico, y buscan perpetuarse hasta el meritito fin de los tiempos, la redacción de Onetti parecería ocurrir al mismo tiempo que se va leyendo, como si el desarrollo de los personajes se improvisara con la misma inestabilidad de sus conflictos.
El ejemplo en concreto: en la novela El astillero, al final del capítulo "El astillero IV". Aquí se describe a Angélica Inés desde el punto de vista del doctor Díaz Grey. Angélica Inés es la hija de Petrus, el dueño del astillero a punto de la quiebra en el que trabaja el exproxeneta Larsen, protagonista de la novela. Díaz Grey, médico taciturno, con tendencias a lo filosófico y que opera como enigmático alter ego de Onetti, recuerda las únicas dos veces que se ha relacionado con ella. Estos encuentros sirven de pretexto para evocar la gloria y la decadencia de la familia Petrus, que tras haber sido los dueños simbólicos de Santa María, se han convertido en una suerte de aristócratas fantasmales. Y el último párrafo del capítulo dice esto:
Alguno contó que la muchacha tenía ataques de risa sin motivo y difíciles de cortar. Pero Díaz Grey nunca la había oído reír. De manera que, todo lo que podía mostrarle o confesarle el pesado cuerpo de la muchacha atravesando reducidos paisajes de la ciudad a remolque de parientes, de alguna rara amiga o de la sirvienta, lo único que atraía su adormecida curiosidad profesional era la marcha lenta, esforzada, falsamente ostentosa.
Y se ha marcado el tema del párrafo, que es definir la forma de caminar de Angélica Inés. Lo que sigue es un intento de descripción, impreciso de tan detallado. Lo minucioso de la imagen hace caricaturesca y ridícula a la hija de Petrus, mecanismo que permite hacer del personaje un eterno femenino patético, y no la doncella abstracta que hubiera dibujado un autor convencional:
Nunca pudo saber con certeza qué recuerdo removía Angélica Inés andando. Los pies avanzaban con prudencia, sin levantarse del suelo antes de haberse afirmado por completo, un poco torcidas sus puntas hacia delante o sólo dando la impresión de que se torcían. El cuerpo estaba siempre erguido, inclinado en dirección a la huella del paso anterior, aumentando así la redondez de los pechos y del vientre. Como si anduviera siempre pisando calles cuesta abajo y acomodara el cuerpo para descender con dignidad, sin carreras, había pensado Díaz Grey en un principio.
Inevitable mover el propio cuerpo casi al ritmo de la descripción. Y aquí es donde me distrae un poco Onetti, al pensarme en este andar tan accidentado y torpe, que de paso me justifica el comportamiento de un personaje tan carente de encanto, pericia mental o simple poeticidad. Pero Onetti quiere elevar al personaje más allá de su aspecto ridículo, y se esfuerza por encontrar la palabra que lo resuma:
Pero no era exactamente esto o había algo más. Hasta que un mediodía descubrió la palabra procesional y creyó que lo acercaba a la verdad.
Quien descubre la palabra "procesional" es Díaz Grey. Y uno, leyendo, truena los dedos y está de acuerdo: por supuesto, Angélica Inés camina como si estuviera en una procesión ¿El escritor la descubrió al mismo tiempo que Díaz Grey y nosotros? Quienes creen en el autor preciso, dueño de todas las palabras, no tendrán duda. Pero a uno que le gusta creer que el genio de la escritura está acompañado de revelaciones súbitas -lo que trasnochadamente se le llama inspiración-, prefiere creer que ir redactando e ir recibiendo las palabras, como revelaciones, es una misma acción. Y que eso podría explicar la fortaleza -la brillantez- con la que concluye el párrafo: haciendo de la "procesión" el motivo que redondea la descripción del personaje, y acaso, el que da su definición más acabada en el total de la novela:
Era un paso procesional o lo fue desde entonces; era como si la muchacha fuese avanzando su apenas mecida pesadez, estorbada doblemente por la impuesta lentitud de un desfile religioso y por los kilos de un símbolo invisible que transportara, cruz, cirio o el asta de un palio.
Se me escapa reconocer qué tanta relación hay entre la obra total de Onetti con los temas cristianos o católicos; al menos en este párrafo queda el atisbo del viacrucis, que en consecuencia, hace a Angélica Inés una mártir siempre en ruta hacia su sacrificio, y también la depositaria de las culpas del resto de los personajes -el más obvio, su padre Petrus. Más allá de la anécdota que cuenta el párrafo, lo delicioso es sentir, en su transcurso, este encuentro de todos los involucrados -personaje, autor, lector- con la palabra precisa que define. De los tumbos ambiguos de la descripción, hacia el término preciso que termina alumbrando al personaje.
Descripción que antecede al término, el ejercicio de este párrafo es narrativo pero también léxico: para el diccionario poético de un mundo onettiano que no tiene "cosas carentes de nombre, que para mencionarlas hay que señalarlas con la mano" -diría el embaucador de Cien años-, sino de un mundo muy gastado, con palabras agotadas, que necesitan revitalizarse vía el titubeo, la digresión, la violencia sintáctica, hasta terminar brillando, no por su belleza, sino por la necesidad de ser dichas.