Dicen que Juan Carlos Onetti es difícil de leer. No suele desplegar esa prosa embaucadora y carismática de Cortázar, o augusta y sobria de Borges, o musical de lo épica de García Márquez. Suele interrumpirse con oraciones subordinadas, congela a sus personajes para desarrollar una metáfora opaca, sobreentiende información o magnifica escenas nimias para resignificarlas, y en lo que lo hacemos se avizora la jaqueca. Cuando además se conoce la mitología de que escribía sus novelas acostado, acompañado de mucho whisky y sin el supuesto rigor del oficio, es fácil tacharlo de autor descuidado, que va dando tumbos según el ingenio se lo va pidiendo. Este argumento se cae si se piensa en la compleja construcción de sus novelas, la mitología muy cuidadosamente asentada de Santa María, las maliciosas incursiones de Brausen o el doctor Díaz Grey, como para lanzar buscapies de una cosmovisión que, de acuerdo, no siempre es perfecta, pero ahí también va parte de su enigma. Sin embargo, la experiencia inmediata de la lectura es áspera, tembeleca, como si las palabras no estuvieran del todo fijas. Podría sugerir un motivo: contra la escritura firme de otros autores (Borges, García Márquez, de nuevo) que buscan cincelar sus frases para que parezcan dictadas por el Gran Redactor Homérico, y buscan perpetuarse hasta el meritito fin de los tiempos, la redacción de Onetti parecería ocurrir al mismo tiempo que se va leyendo, como si el desarrollo de los personajes se improvisara con la misma inestabilidad de sus conflictos. El ejemplo en concreto: en la novela El astillero, al final del capítulo "El astillero IV". Aquí se describe a Angélica Inés desde el punto de vista del doctor Díaz Grey. Angélica Inés es la hija de Petrus, el dueño del astillero a punto de la quiebra en el que trabaja el exproxeneta Larsen, protagonista de la novela. Díaz Grey, médico taciturno, con tendencias a lo filosófico y que opera como enigmático alter ego de Onetti, recuerda las únicas dos veces que se ha relacionado con ella. Estos encuentros sirven de pretexto para evocar la gloria y la decadencia de la familia Petrus, que tras haber sido los dueños simbólicos de Santa María, se han convertido en una suerte de aristócratas fantasmales. Y el último párrafo del capítulo dice esto:
Alguno contó que la muchacha tenía ataques de risa sin motivo y difíciles de cortar. Pero Díaz Grey nunca la había oído reír. De manera que, todo lo que podía mostrarle o confesarle el pesado cuerpo de la muchacha atravesando reducidos paisajes de la ciudad a remolque de parientes, de alguna rara amiga o de la sirvienta, lo único que atraía su adormecida curiosidad profesional era la marcha lenta, esforzada, falsamente ostentosa.
Y se ha marcado el tema del párrafo, que es definir la forma de caminar de Angélica Inés. Lo que sigue es un intento de descripción, impreciso de tan detallado. Lo minucioso de la imagen hace caricaturesca y ridícula a la hija de Petrus, mecanismo que permite hacer del personaje un eterno femenino patético, y no la doncella abstracta que hubiera dibujado un autor convencional:
Nunca pudo saber con certeza qué recuerdo removía Angélica Inés andando. Los pies avanzaban con prudencia, sin levantarse del suelo antes de haberse afirmado por completo, un poco torcidas sus puntas hacia delante o sólo dando la impresión de que se torcían. El cuerpo estaba siempre erguido, inclinado en dirección a la huella del paso anterior, aumentando así la redondez de los pechos y del vientre. Como si anduviera siempre pisando calles cuesta abajo y acomodara el cuerpo para descender con dignidad, sin carreras, había pensado Díaz Grey en un principio.
Inevitable mover el propio cuerpo casi al ritmo de la descripción. Y aquí es donde me distrae un poco Onetti, al pensarme en este andar tan accidentado y torpe, que de paso me justifica el comportamiento de un personaje tan carente de encanto, pericia mental o simple poeticidad. Pero Onetti quiere elevar al personaje más allá de su aspecto ridículo, y se esfuerza por encontrar la palabra que lo resuma:
Pero no era exactamente esto o había algo más. Hasta que un mediodía descubrió la palabra procesional y creyó que lo acercaba a la verdad.
Quien descubre la palabra "procesional" es Díaz Grey. Y uno, leyendo, truena los dedos y está de acuerdo: por supuesto, Angélica Inés camina como si estuviera en una procesión ¿El escritor la descubrió al mismo tiempo que Díaz Grey y nosotros? Quienes creen en el autor preciso, dueño de todas las palabras, no tendrán duda. Pero a uno que le gusta creer que el genio de la escritura está acompañado de revelaciones súbitas -lo que trasnochadamente se le llama inspiración-, prefiere creer que ir redactando e ir recibiendo las palabras, como revelaciones, es una misma acción. Y que eso podría explicar la fortaleza -la brillantez- con la que concluye el párrafo: haciendo de la "procesión" el motivo que redondea la descripción del personaje, y acaso, el que da su definición más acabada en el total de la novela:
Era un paso procesional o lo fue desde entonces; era como si la muchacha fuese avanzando su apenas mecida pesadez, estorbada doblemente por la impuesta lentitud de un desfile religioso y por los kilos de un símbolo invisible que transportara, cruz, cirio o el asta de un palio.
Se me escapa reconocer qué tanta relación hay entre la obra total de Onetti con los temas cristianos o católicos; al menos en este párrafo queda el atisbo del viacrucis, que en consecuencia, hace a Angélica Inés una mártir siempre en ruta hacia su sacrificio, y también la depositaria de las culpas del resto de los personajes -el más obvio, su padre Petrus. Más allá de la anécdota que cuenta el párrafo, lo delicioso es sentir, en su transcurso, este encuentro de todos los involucrados -personaje, autor, lector- con la palabra precisa que define. De los tumbos ambiguos de la descripción, hacia el término preciso que termina alumbrando al personaje. Descripción que antecede al término, el ejercicio de este párrafo es narrativo pero también léxico: para el diccionario poético de un mundo onettiano que no tiene "cosas carentes de nombre, que para mencionarlas hay que señalarlas con la mano" -diría el embaucador de Cien años-, sino de un mundo muy gastado, con palabras agotadas, que necesitan revitalizarse vía el titubeo, la digresión, la violencia sintáctica, hasta terminar brillando, no por su belleza, sino por la necesidad de ser dichas.
Se suele comparar la experiencia amorosa con baladas obsesivas, desplantes de chick flick y consejos de amigas que nunca han amado; la gente preocupada por la salud mental la imaginan aburrida de tan apacible, asambleas de dos que ceden cierto lado de la cama y el turno para lavar trastes, negociaciones que desde las feminazis y los metrosexuales dejaron de funcionar. ¿La mejor descripción del amor? Melibea quejándose con La Celestina, va y le recita una sintomatología angustiante:
Mi mal es de coraçón, la ysquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo. Que no pensé jamás que podía dolor privar el seso, como este haze. Túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querría ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré dezir. Porque ni muerte de deudo ni pérdida de temporales bienes ni sobresalto de visión ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir, que fuesse, salvo la alteración, que tú me causaste con la demanda, que sospeché de parte de aquel caballero Calisto, quando me pediste la oración.
Autores más modernos procuran otros cuadros clínicos para la desgracia. Desde su descuartizamiento estructuralista, Barthes lo recopila de toda la literatura conocida hasta el momento en su Fragmentos de un discurso amoroso; Cristina Peri Rossi lanza al gimoteo erótico al protagonista de Solitario de amor: hace del cuerpo de Aída una droga dura y a su amante un adicto fervoroso; Fromm dice que es arte y Rougemont lo propone como historia mística; más actual y cerebral es Alan Pauls en El pasado, recuento cruel y minucioso del fenómeno amoroso. Pauls sugiere que una relación amorosa importante entre dos personas no termina con la disolución de la pareja, sino que como la materia, no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Contradiciendo a Borges, quien al inicio de "El Aleph" ve que apenas murió Beatriz Viterbo se ha cambiado un anuncio de cigarros y entonces "el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita", Pauls propone lo contrario, que las transformaciones de los individuos y lo que los circunda son mutaciones de la misma experiencia amorosa, y que todo movimiento solamente sirve para confirmar su persistencia.
***
Rímini y Sofía tienen doce años de vivir en pareja, se han vuelto una suerte de monolito sagrado para familiares y amigos, a su alrededor se ha creado un aura de confianza y respeto, porque podrá cambiar todo el mundo, menos ellos. Y sin embargo, y aquí empieza la historia, un buen día toman la decisión de separarse. Tan perfecta como ha sido su historia de amor, así de perfecto es el acuerdo que los separa, y el finiquito es tan ascéptico que Pauls peca de científico y parece haber convertido a sus personajes en ratas de un laboratorio sentimental, aislados de variables tramposas, como para revisar sin alteraciones qué ocurre cuando una pareja perfecta acuerda la disolución perfecta. A partir de esta premisa, la novela de Pauls hace malabares en cuerda floja. Porque una lectura epidérmica encontrará un compilado de humor negro y recursos de vodevil; una lectura más reposada podrá reconocer una radiografía gélida de los amantes separados, del tenso vaivén entre el olvido y la persistencia, del falso alivio de la reconstrucción. Pauls prefiere seguir (¿facilidad autobiográfica?) la vida de Rímini, con sus parejas posteriores a Sofía y su tránsito de la liberación a la euforia al exceso al asentar cabeza a la depresión brutal. Las tres parejas -Vera, la celosa; Carmen, la sensata y Nancy, la ninfomaniaca indiferente- operan como estadios de una misma dispersión, intentos de Rímini por superar a Sofía y reinventarse en las otras. Pero Sofía es el fundamento de Rímini, a partir de ella tiene que explicarse su historia y su presente, y muy a pesar de sus intentos por escapar, regresa a su lado, cada vez con mayor fatalidad. De nuevo, la lectura superficial caracterizaría a Sofía como una desquiciada Alex Forrest (Glenn Close hirviendo conejitos en la moralina Atracción fatal, Adrian Lyne, 87) y el libro bien puede pecar de ese exceso, pero se compensa por el morboso juego de deterioro mutuo: Rímini consume cocaína al tiempo que Sofía tiene de un afta en los labios y además debe tolerar a su parasitaria jefa-maestra-chamana, Frida Breitenbac; Rímini padece un "alzheimer" en los idiomas (es traductor de oficio) cuando Sofía muestra su aspecto más deplorable; y la lamentable, por anodina, rehabilitación de Rímini, coincide con la fundación de Sofía de un grupo de autoayuda mediocre, de mujeres que han amado demasiado (como farsa de bestseller de superación), remedo de las enseñanzas de la gurú Frida. Pues lejos de la idea del amor como aprendizaje y sublimación, Pauls lo caracteriza como enfermedad y deterioro. El discurso amoroso según Alan Pauls distorsiona valores románticos hasta hacerlos decadentes. Como si se tratara de una enfermedad crónica, el amor desgasta, amenaza, se conserva en estado latente y reincide cuando se pensaba superado. El único amor perfecto tendría que ser oficio de adolescentes y no un recorrido saludable hacia la madurez; al menos eso parece reclamar la vampiresca Frida cuando, moribunda en una cama de hospital, vuelve a ver juntos a Sofía y Rímini, sin saber que cada uno trae su propia historia (Rímini justamente está a punto de ser padre con Carmen) y les reclama que hayan crecido:
Eran tan hermosos. ¿Cuántos años tenían? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? Me acuerdo de que la primera vez que Sofía te trajo a Vidt pensé: "Son tan hermosos que habría que desfigurarlos" Qué idiota. ¿Por qué no lo hice? Hoy seguirían juntos. Sangrar lo justo en el momento justo: ése es el secreto de la inmortalidad (...) Pero ustedes, criminales, ¿qué hicieron? Decidieron ser... normales. ¡Normales! Decidieron romper la célula, salir a respirar, enamorarse de otros... Mediocres. No tenían derecho. Eran patrimonio del mundo. Si la sociedad fuera justa, o no justa, digamos inteligente, los jóvenes deberían ser todos esclavos, esclavos de los viejos, y vivir sometidos a sus miradas, sus caprichos, incluso su violencia, hasta que los roce el primer síntoma de corrupción. Recién entonces serían libres. "Libres." Si es que alguien que se pudre puede ser libre. (pp. 273-274)
Renglones después, Frida les confiesa que cuando ellos se iban de las reuniones, ella, sola, entre platos sucios y copas de vino a medio vaciar, se masturbaba pensando en su insoportable belleza de pareja adolescente. En este cruel y hermoso monólogo se cifra el tema de El pasado de Alan Pauls, porque no sólo se trata del amor y su final, o su persistencia a pesar del alejamiento de los enamorados, también es la melancolía de la juventud perdida, la imposible reproducción del enamoramiento perfecto, porque éste sólo es posible en la plenitud de la inocencia, cuando el entusiasmo sabe enfrentar el escepticismo y la inercia de quienes han madurado. "Quien no se ha suicidado a los veinticinco años, merece vivir", dice Cioran, y acaso puede adaptarse a la tragedia compartida de Rímini y Sofía: intentar reenamorarse de otros, tras haber vivido El Amor, merece el castigo de un retorno constante a la Arcadia devastada. Por eso no es gratuito uno de los capítulos más extraños de la novela, ése donde se habla del pintor Riltse, el favorito de la pareja, quien ha cultivado una perversa corriente estética denominada Sick-Art, que consiste en provocar y dar testimonio del deterioro del organismo propio como forma de expresión artística. Si el Sick-Art de Riltse consiste en sublimar la enfermedad, pero sin buscar su cura porque esto significaría la trivialización del tema, en El pasado de Alan Pauls el amor opera como un síndrome destructivo, al que sólo pueden sobrevivir los personajes por su necia (¿irremediable?) permanencia. También deben señalarse las debilidades de El pasado: momentos farragosos, excesiva confianza del autor en un estilo que no siempre mantiene su elegancia y cae en la retórica complaciente; soluciones argumentales forzadas -justo esas donde Sofía parece dar el glennclosazo-, un gusto al tremendismo que no siempre se resuelve con fortuna. Pero si seguimos aquello de la novela que gana por puntos y no por KO, El pasado consigue su propósito y sabe ser un título de lo más apreciable. Por demás está agregar: de carácter perturbador.
PD: Hay una adaptación al cine de esta novela, dirigida por Héctor Babenco, con Gael García y Analía Couceyro. NO LA VEAN, NO LA VEAN, NO LA VEAN. Lean el libro. Y así.
Veamos, la película trata de los sueños y hasta ahí todo va claro. Resulta que por alguna tecnología que nadie explica -y por otro lado no hace tanta falta- un grupo de granujillas tipo Perros De Reserva se pasean por los sueños de la gente y por una corta lana les roban secretos de todo tipo. Eso le da chance al King of Di Caprio de balacear malosos y demostrar que ya puede poner cara de hombrecito. Quince minutos después inicia la película, cuando hay que inceptionar -¿inocular, sembrar, contagiar? En todo caso, los traductores, que son harto sabios, optaron por originar- una idea en los sueños del hijo de un ultrapotentado -algo así como Carlos Slim Domit y su papá- para que transforme su vida y debilite su emporio y entonces Ken Wanatabe pueda competirle y hacerlo papilla. Entonces Michael Caine, que desde sus últimas quince películas es muy sabio y coherente, advierte de lo peligroso de hurgar en los sueños de otros pero recomienda para la misión a Ellen Page, que como ya no trae su panzota de Juno está ágil y puede ayudar en la aventura. Luego Di Caprio y Page juegan a que yo soy Neo y tú eres Morpheo y se pasean por sueños muy surrealistas. Luego entran al sueño de Carlos Slim Domit con el resto de los gandules, y vienen hartos balazos y explosiones y correteadas pero creo que no importa mucho porque todo ocurre en los sueños. Pero entonces corren el riesgo de quedarse en el limbo, y todos tienen miedo, y por eso hay más corretizas, y encima de todo llega Marion Cotillard a atormentar a DiCaprio con canciones de Edith Piaf, aprovechando que le sobraron algunas de la peli La vie en rose. Luego están en una bodega. Luego se caen de un puente. Luego hacen esquí en un lugar con mucha nieve. Luego el hijo de Carlos Slim se cree el Ciudadano Kane y está a la búsqueda del rosebud perdido. Luego explican todo eso, y debe estar bien claro pero yo nomás no le entendí. Porque resulta que del sueño uno se van al sueño dos y luego al tres y luego corren el peligro de irse a un sueño más profundo, pero para eso deben eliminar a las proyecciones de los subconscientes de los malos y de los buenos que aunque sean buenos también pueden tener proyecciones malas, y además, qué chinga, están los recuerdos, y luego también, qué joda, diez minutos dormidos son quince años de sueños (como los perros), y hay efectos especiales, y elipsis arriesgadas porque lo obvio ps obvio que es obvio, y cuando alguno de todos dijo que si se brincaba del sueño profundo al sueño tres al sueño dos al sueño uno engañando a las proyecciones yo sentí mucha vergüenza porque lo único que se me ocurrió decir fue YA POR FAVOR. Mi impresión es que uno debe tener doctorado en física y psicoparapsicología para entenderle a estas películas y la neta no tengo claro si me interesa estudiarlas. Desde las realidades virtuales de Matrix quedó inceptionada (originada, insistirán los traductores) la idea de que la incoherencia psico-espacio-temporal rulea cabrón para las discusiones geek y hace parecer intrincado y polisémico un recurso narrativo más bien de molde: la acumulación de giros de tuerca que hacen de la sorpresa un recurso previsible, las identidades disueltas que toman sentido en Las Pequeñas Cosas De La Vida (como un trompo o... nonono, no les espoilearé la sorpresa (ja)), el riesgo de la subjetividad porque nuestro principal enemigo siempre está acechando desde nuestra mente. Christopher Nolan había sabido hacer todo esto rebien: la reconstrucción de la memoria de Leonard (Guy Pearce) en Memento (2000) ha sido de los momentos más inquietantes del cine de los últimos años, y si algo ha resucitado a Batman -y con él al Joker, y a Dos Caras, y al Espantapájaros-, es la incómoda bisagra que rechina entre la ética del héroe, sus impulsos violentos, las psicopatologías de los villanos y la imperceptible frontera entre los esquemáticos Bien y Mal. Pero en Inception Nolan quiere consagrarse con una idea propia y logra, ciertamente, lo imprevisible: transformar en convención el asombro rococó, agotar el delirio mental hasta hacerlo impenetrable, gastar su afición por el laberinto hasta que, con todo y embrollo, a nadie le interesa escapar de él porque mejor nos evitamos la fatiga y además, ¿a quién coños le interesa entender la tesis de Nolan? Inception representa la cúspide de este cine de suspenso que parte de los misterios mentales, y es la cúspide porque tras tanto derroche argumental las premisas se vacían y ya no importa, de verdad que no importa, resolver la ecuación del sueño uno y el sueño dos y el sueño tres. Los héroes de la película, tan clichés en su quesquehiperarchirecontranomamesquecabron complejidad, corresponden a este vacío y quedan huérfanos, a la espera de otro delirio psicoloquesea para volver a funcionar. Dicen que Inception es la película de la década. Quizá lo sea. Lo bueno es que ya es 2010 y viene una década nueva. Porque tener otra cinta de aventuras -los morbosos les llamamos chaquetas- mentales, ps como que ya, ya estuvo, ¿no?
Envidio la insolencia de los genios: se inventan tres ocurrencias, les resuelven un motivo que las trascienda y las filman con hermosos colores, tipo los comerciales de Kodacolor de los años ochenta. Y Harmony Korine, que desde su morboso guión de Kids (Clark, 95) está convocado irremediablemente a la genialidad, obedece al designio y filma Mr. Lonely, delirio iconoclasta de fotografía y el departamento de arte, que además (¡imaginen la bravuconada!) medio cuenta una historia. Luego, imaginen qué fregona historia: está el imitador de Michael Jackson (Diego Luna) por las calles de Paris, ganándose la vida en lo que puede, cuando conoce a la imitadora de Marilyn Monroe (Samantha Morton), quien lo recluta en una comuna de imitadores, donde convive con los imitadores de Chaplin (Denis Lavant), James Dean (Joseph Morgan), Abraham Lincoln (Richard Strange) y Sammy Davis Jr (Jason Pennycooke) (y hay más pero ni modo de estropear la alucinante sorpresa). Entonces los imitadores de los Tres Chiflados construyen un teatro con todo el mal gusto que sólo los imitadores de los Tres Chiflados pueden tener, para que ahí hagan el "espectáculo más grande del mundo", aunque tristemente sólo lo miran seis aburridas personas, lo que deprime a todos los imitadores, tanto que uno de ellos (pero no les diré cuál para que brinquen estupefactos de la sorpresa) se suicida y el grupo se desintegra pero el imitador de Michael Jackson aprende Cosas Importantes De La Vida. Ah, y paralelamente se cuenta la historia de unas monjas que se avientan de un avión y no se mueren y se vuelven milagrosas. Lo importante es que cuando ocurre todo eso también hay voces en off con reflexiones entre posmodernas y new age sobre la identidad, estar en el mundo, la identidad, tener el tamaño de nuestros sueños y se me olvidaba agregar también la identidad. La epifanía del final deslumbra porque ocurre al mismo tiempo que se celebra el triunfo de la selección francesa y todo es tan carnavalesco que les juro que de inmediato se recupera la esperanza y la ilusión por la vida. Pero este apantallante ejercicio fílmico no sería nada si no estuviera acompañado de una espléndida fotografía que en cada toma se esfuerza por estar en el lugar indicado y de la manera más indicada. Tal pareciera que el Gran Demiurgo (finjamos modestia: en este caso el director Korine) a cada rato detuviera el flujo de las historias para indicarle a sus personajes: ahora ponte a la derecha y ahora tú ponte a la izquierda. Que obvio, todos los directores lo hacen, aunque aquí Korine parece agregar: pero pónganse bonito porque los van a filmar!!! Lo que hace de Mr. Lonely más un ejercicio de foto fija que por estar ejecutado en formato de cine debe tener agregado el movimiento (ni modo), aunque claro que sigue siendo perfectamente bien estudiado en su búsqueda de la trascendencia (la identidad, no lo olviden), resolución hasta fresca y espontánea porque uno se imagina que a cada toma, Korine y su fotógrafo Marcel Zyskind parecen estar diciendo: pero así, que la monjita dé vueltas, porque así se ve bien CAGADA GOEI!!! Mr. Lonely o el esteticismo de lo cagado, esta película tendrá su valor en ser reflejo de su época, de estos filmes que en diez años no servirán más que para ambientar como fue la primera década de 2010, demostrar que no todo era el hiperesteticismo vacuo 3D de Avatar, que los indies también sabían ser vacuos e hiperesteticistas, pero con mensajes trascendentes y arrogantes, para consumo hipster de última generación.
El momento más emotivo de la -hasta ahora- trilogía de Toy Story ocurre cuando se cuenta la historia de la Vaquera Jessie y su dueña Emily, esa historia de amor entre la niña y su juguete que termina cuando la niña crece y la muñeca queda arrumbada bajo la cama. En ese momento ocurre lo que tanto cuidan evitar los pedagogos y creadores infantiles políticamente correctos: que los espectadores -se asume, en mayoría niños- conozcan el dolor. El dolor de la pérdida, del abandono; el crecimiento y la incertidumbre por el paso del tiempo. Ahí está la verdadera clave del éxito de Pixar, en no tener miedo a ser cruel con tal de contar cabalmente una historia. Se me ocurre que ese pequeño cuento, inserto en la segunda película, tiene el equivalente emocional de muchos otros momentos dolorosos para los infantes, como la muerte de la mamá de Bambi, del papá de Simba, o en la televisión teledramones del tipo de Remi (tanto moridero, en retrospectiva, hasta causa risa) o la famosa caída del caballo de Anthony en Candy, Candy. Más que la muerte, lo que congela es la orfandad, no sentirse apoyado por aquella figura de experiencia (figuras paternas, mentores) y atisbar la urgencia de tomar decisiones propias y crecer. No extraña que entonces, el antídoto al dolor de las pérdidas sea la amistad. Por eso importa tanto la declaración de principios entre Buzz y Woody hacia el final de la segunda cinta: si los tiempos cambian, si su dueño Andy crece y ellos dejan de ser necesarios, la única certeza que conforta es saberse unidos para enfrentar el reto. Toy Story 3 parte de esta premisa. Andy crece, los juguetes han sido arrumbados y surge el momento de darles un nuevo destino. Sigue lo que ya se sabe: un poco equívocos y otro poco corretizas, Buzz en tono ridículo y Woody recomponiéndole la plana, la mayoría de los chistes buenísimos y mucho más los que tratan de Barbie y Ken. Se atisba un tema dejado al garete: una sociedad clasista de juguetes, con tendencias gangsteriles, obvios enemigos del grupo protagonista. Y hay un buen momento en la trama, la fuga de los juguetes de la guardería-reclusorio, que podría semejar fragmentos de películas de espías o robos de banco, al estilo Ocean´s Eleven o Misión Imposible. Pero más allá del gran espectáculo visual, esta tercera parte no hace sino alargar el cuento de Jessie y Emily. Por supuesto, los resultados son conmovedores y son varios quienes apresuran el lagrimeo ante esta despedida de dos horas del adolescente Andy. Pero quien se haya abismado con conciencia en la orfandad que causa la historia de la vaquera y su dueña, encuentra diluida esta variación del tema en dos horas. Lo conmovedor de aquello aquí es lacrimógeno, lo revelador del cuentito acá se hace reiterativo, y claro que es efectivo, pero no iluminador. Toy Story 3 es una buena película y colma las expectativas. Pero no es una gran película, como su antecesora. Ojalá hasta ahí quede el gran cuento de Woody y Buzz y Jessie y demás alimañas. Sería triste atestiguar su agotamiento en una cuarta parte.
Juro que es cierto: para un texto atrasado que me urge entregar (el lunes sin falta, Ary) hace dos horas veía la película Él de Luis Buñuel y mientras atestiguaba la gradual locura de Francisco Galván (genial, el maldito Arturo de Córdova) pensaba, "claro, de un personaje de este tipo habla Monsiváis en Amor perdido". Y acabandito la película me fui por el libro de marras y encontré la crónica del Monsi sobre Genaro Fernández McGregor, funcionario y escritor mediano que se atrevió a redactar sus memorias El río de mi sangre y que las publicó el Fondo de Cultura. Y Monsi, con ese humor socarrón carente de chistes pero insistente en la cábula, hace su crónica con esa prosa abigarrada e incisiva que ya le conocemos, y sorprende que un artículo de los años setenta sea tan contemporáneo para describir a animales semejantes a McGregor:
El retrato del conservador mexicano está casi concluido: pesimismo orgánico, actitud escéptica ante las renovaciones, creencia en un ser nacional eterno, desprecio por las mayorías, resignación complacida ante las dictaduras. Falta un detalle: el idioma elegido. Al conservador, la tradición nunca se le manifiesta como el cadáver de las ideas; es, de modo inalterable, el único presente concebible. De acuerdo a eso, el lenguaje debe ser arcaizante o se estará traicionando la visión del mundo. El manejo de la sintaxis no es una mera técnica: es un ejercicio ideológico, una indispensable lealtad intelectual.
Y leyendo pensaba en el personaje de Buñuel pero también en esa sabiduría atemporal de los panistas, y en libros como Hace falta un muchacho y en comerciales como los de Tienes El Valor O Te Vale, y en los regaños del Papa Pidata del cine y las resoluciones del SCJN, tan irreprochables en su lógica jurídica pero tan frustrantes en el sentido de la justicia. Es decir, que era como platicar con Monsi en el café, decirle que claro que es cierto, que qué punzante escribir ese texto que años atrás no hacía tanto sentido y ahora parece una radiografía impecable de nuestra mediocre actualidad. Y entonces abro el internez, encuentro la nota del fallecimiento del Monsi, y de verdad que no lo tomé por el lado de la elegía (eso déjenselo a los dolientes de Saramago) sino del pragmatismo: No, no es cierto, no estás muerto, si te acabo de leer. Y si además, me quedé envidiando esa tensión de tu prosa, esa aparente exuberancia que obliga a la lectura atenta y entonces va tomando un sentido múltiple, generoso y siempre virulento. Si los chistes del Monsi piden paciencia para irlos descifrando, y también exigen una cultura distinta de la Kultura; un reconocimiento de dichos y sabiduría popular, champurrados de sociología y filtreos con la poesía, buen olfato para lo irónico y un entrenamiento previo de historia mexicana que permita reconocer suspicacias perdidas entre datos certeros. Pero además, yéndome más lejos, pensaba en Monsi como en esos autores que siempre están por ahí, para ensalzarlos o denostarlos. Hay juicios obvios e incontrovertibles: Pedro Páramo, la mejor novela mexicana; García Márquez, qué grande es y qué pasado de moda también, Borges es eterno; Volpi, como escritor, ha resultado un excelente director de Canal 22. Pero Carlos Monsiváis ha logrado esa división de opiniones que me resulta envidiable, porque ahí es donde se distingue la vitalidad del cronista: quienes aseguran que ya se repite y no vale la pena seguirlo leyendo, quienes lo acabaron de ver en la marcha del 2 de octubre y se quejan de sus filiaciones ideológicas, los que lo vieron en la tele y estuvieron de acuerdo o no, pero aceptan que su estilo tan mesurado y chinga-quedito contrapunteaba rebien el protagonismo de sus compañeros de panel; los que ya se fastidiaron de verlo como gurú de la cultura popular y buscan afanosos quien lo reemplace en la crónica de lo contemporáneo nacional. Incluso, lugar común de los grupos de escritores incipientes: se piensa hacer la Típica Revista Literaria Independiente y para que tenga impacto, en el primer número siempre sería bueno tener un artículo de Carlos Monsiváis. Tan es así que cuando empezó a salir la revista La Mosca, el chiste que aparecía en sus portadas era: En esta revista TAMPOCO hay un artículo de Carlos Monsiváis. Porque también ocurre que a Monsi se le ve hasta en la sopa. Se hizo personaje de caricaturas y grabó discos, lo mismo rescató a Chanoc que al Santos, sus artículos aparecieron en la revista erótica Caballero o en la muy fufurufa Vuelta; prologó colecciones de fotos, historietas, memorias, correspondencias; era el primero de los abajosfirmantes y opinante obligado de cualquier monserga noticiosa. Discutió con todos hasta el punto de volverse chocante, conocemos a sus gatos y su escritorio atestado de papeles y de figuritas de luchadores; las presentaciones de libros se retardaban porque todavía no llega Monsi, y la decepción venía cuando alguien informaba que dijo Monsi que lo disculparan porque a la hora de la hora no iba a llegar. La figura de Monsi es chabacanamente omnipresente: avala, deslumbra, confirma, fastidia; Monsiváis es el más actual de los escritores mexicanos, no sé si por lo innovador de sus últimas aportaciones, seguro que por su presencia, tan machacona. Monsiváis está en el café y entre las chelas, sus libros adornan las casas de los izquierdosos, la sarcástica documentación del optimismo es un ejercicio que nos ha impuesto siempre que abrimos el periódico, y si anota el Chicharito, o si se incendia una guardería, necesitamos que el Monsi haga un comentario, para suscribirlo, rebatirlo; para saber que Monsi no se podía quedar callado. Lo de la muerte de Monsi es anecdótico; lo real es que pueden conseguir sus libros en Gandhi y en el Fondo y en los puestitos de Balderas y de afuera de la Facultad, y que todos hemos leído tres o cuatro títulos pero también nos falta leer dos o tres. Yo me espero a que pasen tus exequias, Monsi, para conseguir los que no tengo. Leerte no es homenaje (qué flojera hacerte OTRO homenaje), es necesidad de diálogo y de prosa canalla y de ser contemporáneo. Seguro te estoy leyendo pronto. A ver qué dices ahora.
Y EL MONSI NO SE CANSABA DE HACER AGREGADOS COMO ÉSTE: Que ya no sigan buscando La Novela del 68; esa novela es el libro Dias de guardar, que aunque formalmente crónicas, en realidad consigue en su fragmentación redondear toda la experiencia de aquellos aciagos tiempos olímpicos
Y NOMÁS PARA LA REMEMBRANZA: su mejor momento televisivo fue en El Calabozo, cuando el facho de Esteban Arce y el otro patiño le preguntaron qué opinaba del programa. Y Monsi respondió: "es una gran experiencia encontrarme en lo que considero la esencia de la televisión mexicana".
Y PARA DOCUMENTAR EL OPTIMISMO: El Cuau dice que la Selección ora sí está lista para ganar el Mundial Sudáfrica 2010. El Monsi, ¿qué opinará?
El nuevo chisme es que los diputados legislarán para que a los cigarros les aumenten diez pesos. Así dejaremos de fumar quienes fumamos. Nos agarrará un proceso de conscientización económica (ja) bien cabrón y cada vez que tengamos ganas de un cigarro optaremos por comernos una lechuga. Hace días me dieron otra versión más tenebrosa: "los suben porque saben que no dejaremos el vicio y que lo pagaremos. Y seguirán creciendo los bolsillos de los diputados y toda esa gente." Más allá de lo redituables que estamos resultando los contribuyentes para el gobierno (quesque) y las legislaciones (quesque) y demás alimañas con poder, lo que me trae desalentado es ese aire de constante regaño que ha marcado a este sexenio. Vean comerciales, oigan discursos, revisen legislaciones. Los gobiernos en curso, locales o federales (incluyendo la cosa esa que encabeza Calderón), parecerían asumirse como Padres Mayores y Ejemplos A Seguir de una ciudadanía imperfecta y viciosa a la que se le dirige regulando sus deficiencias. Véase si no el bonito esquema de buenas costumbres que estamos aprendiendo: ley de criminalización a los fumadores, después el cierre de los antros a tempranas horas, y luego la cruzada contra los obesos -no discriminación, sí tema de salud-, y el fantástico espectáculo protozombie con tapabocas para evitarnos la influenza el año pasado, y ni hablar del narcotráfico y su cruzada puritana que considera menos onerosas las muertes violentas que las causadas por sobredosis, y por supuesto que el regaño del cinemex por tener papas pidatas, y ya entrados en gastos, los regaños ceñudos de los carlos marines y los ciros gómez leyvas por tanta chacota tuitera. ¿No se sienten ahora más criminales que, digamos, el sexenio pasado? ¿Por fumadores, por trasnochadores, por hedonistas, por tragones, por besucones, por dicharacheros, por el pecado -digo, ya para hablar con los términos adecuados- de haber nacido y ser seres humanos? Y ojo que el lugar común es achacarle toda la culpa a la ideología panista, pero qué frustración reconocer que muchas de estas acometidas también han venido del Gobierno del Distrito Federal, como para convencer al electorado que cuando es necesario pueden ser impopulares, y entonces ya se han puesto más papistas que el Papa (¿o más maoístas que Mao, pa' no andar mezclando catecismos?) El tema no es izquierda o derecha, el tema es de péndulos restrictivos o permisivos, y tal parece que la competencia consiste en mostrar quien ostenta mayor autoridad. Lo que trae (intuyo) un tema en el fondo político: seguimos discutiendo la legitimidad de Calderón. Y como en ese fondo político ni él mismo ni sus mismos correligionarios se lo creen, tal parecería que la forma de reafirmarse consiste en adoptar porte y tono de padrastro regañón: no soy quien debe estar, pero te aguantas y además te cojo con el IETU; ya sé que el elegido era el otro, pero de populismo tan peligroso que ora te chingas con mi sobriedad (en el discurso, otro día hablamos de sus costumbres etílicas) expresiva; en realidad, este sexenio se ha tratado de pagar nuestro error de no creer que el presidente es él. Violencia del narco, impuestos onerosos, restricciones en los hábitos sociales y personales, estigmatización de costumbres poco ejemplares. Bienvenidos a la expiación de nuestros errores electorales. Y al regreso de la edad adolescente de toda la población. Se oye en los discursos, en las campañas de medios, en las nuevas medidas "para vivir mejor": la gente, la ciudadanía, somos pubertos berrinchudos y hay que guiarnos sabiamente. ¿Alguna vez estuvimos cerca de la mayoría de edad? ¿Cuándo sacamos al PRI de Los Pinos? ¿Pero dejamos en entredicho la madurez ciudadana al elegir, en su lugar, a ese chiste con botas que fue Vicente Fox? Lo más cagante del tema es que la misma gente ha hecho suyo ese discurso incriminador y culpígeno. Es común que ante cualquier tema de corrupción o ilegalidad, de inmediato se nos cobra factura a las mismas "personas de a pie" (como nos llaman esos analistas políticos que Conacyt les regaló carro para que puedan hacer ese distingo, tan académico, de nosotros): si hay problemas en la distribución de agua, es que nosotros no le cerramos a la llave; si el tránsito de las ciudades es un desmadre, es que somos conductores o peatones irresponsables y faltos de la más mínima educación civil; si las calles son un asco, es que nosotros tiramos toda la basura en todos los lugares posibles; carajo, hasta si pierden esos ineptos de la selección nacional, es que nosotros no los apoyamos como se debe y cometemos el reprochable ejercicio de ser críticos. Y es cierto que la gente es gente, y como tal no es la mejor gente posible, y por supuesto que siempre somos susceptibles de mejorar en nuestros hábitos, formas de relacionarnos, modos de acoplarnos a los otros o a las leyes o al medio ambiente, pero tan constante regaño, tanta insistencia en recriminar y reformarnos, ¿no tiene esa sospechosa tendencia de hacernos perder el otro foco, y que la estupidez, la ineptitud, la frivolidad, la estrechez de miras de los gobiernos debería ser el verdadero factor a vigilar? Veo con envidia cómo se festejan los otros bicentenarios en Latinoamérica, y no me chupo el dedo, tengo claro que la Sra. Kirchner es una enorme decepción para Argentina, el regreso de la derecha al gobierno chileno desconcierta y aturde, el primer triunfo del candidato uribista a la presidencia de Colombia descoloca.... pero también veo en la gente el ánimo de sentise bien plantados en sus países, de sentirse cómodos para opinar, criticar, tirar mierda, de saberse dueños de derechos y libertades; dueños finalmente, de sus naciones. ¿De qué nos vamos a sentir dueños los serviles mexicanos? ¿De los cuarenta pesos por cajetilla, del estigma de las llantitas, de la docilidad ante la masacre institucionalizada del gobierno -llamémosle de alguna forma- de Calderón? Todo va junto, desde la falta de gol de los ineptos verdes, hasta la autosuficiencia del diputadete del Panal que legisló contra los fumadores. De la falta de legitimidad del señor que vive en Los Pinos, al circo mediático de Tercer Grado y su arrogancia adoctrinadora. Este país ahora no me gusta, me costaría trabajo pensar que alguien le encuentre algún encanto. Quizá, finalmente, sí seamos culpables de algunas elecciones. Y estemos pagando culpas por mestizos, por agachones, por el por favor y el mande, por no haber abandonado el latifundio del Señor Patrón. Viva México, pues.