martes, 18 de octubre de 2011

Tabucchi, Pitol, simios y muchas otras cosas

La semana pasada estuvo movidita, no era buen momento para ponerse a leer una novela. Por eso elegí un libro de cuentos que heredé hace siglos de una novia y nunca le había hecho mucho caso. El juego del revés, de Antonio Tabucchi. Leí tres cuentos, después lo he abandonado por otros asuntos. Pero los tres cuentos que leí eran bastante buenos. El segundo, "Cartas desde Casablanca", tiene un final espectacular, que me recordó las novelas de Sergio Pitol. Recordé que Tabucchi y Pitol son amiguitos de piquete de ombligo, es común encontrar elogios recíprocos en prólogos, ensayos, conferencias. En los cuentos encontré, también, afinidad de temas. El personaje bien portado o pudoroso que las circunstancias lo obligan a manifestar alguna identidad oculta, y entonces salta la cabaretera en el cuento, así como saltan los ritualistas snob-escatológicos del novelista al final de Domar a la divina garza. Pero además, coinciden en la descripción de una alta burguesía en decadencia que se hace la discreta hasta que estallan por cualquier absurdo, dejando de manifiesto la fragilidad de una clase social que quisiera ser aristocracia, que aborrecería reconocerse en la miseria y evaden sus horrores entre migrañas y lamentos afectados. Es el mentado grotesco bajtiniano que le achacan a Pitol, como recurso natural para hablar de ciertos personajes que se revelan desde lo aparente-sublime y la vergüenza de su condición real.
Vino otro recuerdo, cuando hace diez años estaba embobado con El desfile del amor de Pitol y pensaba en una novela que emulara su estructura. Esto es: presentación episódica de personajes a través de una indagación seudodetectivesca, lo que ocurrió con uno se va sumando al testimonio del siguiente, puntos de vista contradictorios, que complementan pero no como lo quisieran los personajes, porque lo más importante, lo "real" de los acontecimientos no está en lo contado, sino en el cómo se cuenta: en las opiniones maldicientes de unos y otros, en los desdenes elegantes, en las justificaciones para las mezquindades propias, en la fragilidad que el personaje nunca quisiera mostrar pero el narrador la desliza con cierta malaleche. Para que pudiera darse este doble nivel de los discursos -que sea tan importante lo que se cuenta y el cómo se cuenta- Pitol eligió el estilo libre indirecto, que permite campechanear opiniones casi textuales de los personajes con algún comentario más "impersonal" o "elegante" del narrador. La maleabilidad de la prosa se hace entonces espléndida, las primeras páginas piden cierto esfuerzo del lector, pero ya entrados en las reglas pitolianas se vuelve de un humor y una versatilidad impresionantes. ¿Quién no quiere experimentar con un recurso así?
Y ahí voy, a las eternas novelas inconclusas, treinta páginas de un grupo de treintones neuróticos abrumados porque acabaron a gritos y sombrerazos su periodo de preparatoria, con cierre de la escuela, sacrificio simbólico de su líder, resquemores acendrados (saludos, loyolos) (abrazo, pero no de priísta, jefe Job) (ok, saludines también al @martiniseco) y un chismerío sabrosón que terminaría cuando esta decena de ridículos saltara al edificio abandonado de la escuela para descubrirse a sí mismos como cadáveres patéticos. El proyecto apenas llegó a su quinta parte, lo que escribí se perdió entre archivos de Word 97, 2000 y XP, y hasta hace poco quise releer alguna parte que según yo, era de los mejores momentos: cuando un tipo rudo, jugador de futbol americano, va eligiendo volverse gay porque piensa que es más divertido el carnaval homosexual que el compromiso arisco y desconfiado de los heterosexuales (pésimo argumento, ya sé, pero déjenme terminar). Hallé el texto, releí, fue una enorme decepción por lo afectado de las frases, el manierismo de los diálogos, la forma prefabricada de ir agregando anécdotas en el relato central. Pensé en treinta y cinco cosas, treinta y cuatro tienen que ver con mi fracaso y la mejor forma de suicidarme, la treinta y cinco es la que importa: que por alguna razón, esta técnica de Pitol, este prodigio de excesos expresivos; muletillas, requiebros pudorosos en las referencias, justificaciones absurdas, elegancia en los insultos, aparente objetividad en el escarnio -joterías, pues- le quedaban bien al mundo narrativo, entre aburguesado y decadente, de Pitol, donde el aprendizaje de los buenos modales y la diplomacia se presta para un habla sinuoso, que pide varias interpretaciones ("escribe esta carta pero con mucha mano izquierda", me pedía Anamari, tan pitoliana como jefa mía en el INBA, cuando debía redactar rechazos o negativas pero con buena-ondita); pero no funcionaba con mis oficinistas de sobacos sudados que se vuelven locos cuando consiguen un descuento 2x1 en un bar rascuache de gomicheladas.
Me quedé con una intuición incómoda, más porque sería ir en contra de todas las clases de creación literaria que tan bonitamente nos enseñan el arte del buen escribir: es que la elección de una técnica narrativa también procede de una visión del mundo, y que es falso que todo se puede escribir de todas las maneras posibles, siempre y cuando seas "dueño de tus herramientas" (el McGyver narrativo, pues). Hay otra idea más fácil: que Pitol es Pitol y uno, pues malamente es uno, pero con esa idea simplista se terminan las averiguatas sobre el dominio del propio oficio. Compongamos: Pitol tenía más claro qué quería contar y eso lo llevó con cierta naturalidad a crear el artificio que le permitiría hacerlo; yo estaba en la copia de un estilo, y aunque él mismo dice al inicio de El mago de Viena que: "El futuro escritor debía transformarse en un simio con alta capacidad de imitación", más adelante aclara que este mono mimético debe saber cuándo desligarse del estilo elegido para intentar el propio.
Supongo que desligarse de la imitación para hallar la escritura personal implicaría reconocerse en los temas, los espacios, la originalidad, el fraseo, las inflexiones que uno ha tenido desde siempre, pero este cliché tan como de libro de Coehlo suena huequísimo, y suena así porque el "reconocerse" quisiera ser poética de plenitudes cuando, menos resplandeciente, también podría asumirse como inventario de miserias. Lejos de armar leyendas prodigiosas de escrituras, exquisitas cuando son burguesas, desgarradas y salvajes cuando provienen de la insubordinación y el resentimiento social, me reconozco en silencios pasmosos, en el reciclaje de un mundo más bien pueril: más cercano de El libro vacío de Josefina Vicens que de cualquier gesta, impresionante o prescindible, de los novelistas que ahora importan.
Aunque no parezca, el párrafo anterior era optimista, reconocía personajes más chejovianos que de altos vuelos, aunque el medio tono de los universos suele confundirse con una ejecución menor. Ahí es cuando de nuevo se reciclan las angustias: ¿sigue valiendo la pena intentar la historia de un oficinista promedio, bebiendo en un bar de Sanborns, cuando las moditas literarias hablan de "novelas intelectuales" de "científicos atormentados" "alemanes" "que se llaman Klingsor" "por ejemplo"? El taller literario dice que sí porque le gusta reclutar cronopios; yo me pierdo entre temas y estilos porque también avizoro -aunque esto ya se alargó demasiado- que la lectura contemporánea no tiene mucho que ver con una escritura aprehendida aprendida en esa engañosa edad de oro de los noventa, con jornadas semanales y construcciones tardías de hombres nuevos, y que a las nuevas lecturas les urgen subgéneros no importa si parodiados chafamente, polémicas narcopolíticas, ardides cosmopolitas-hipsters, metarreferencias de novelistas que hacen novelas, y entonces me angustia no tener claro en qué espacio de todos esos ubicarme.
Menos azote: este post se trataba de que: leí a Tabucchi, pensé en Pitol, lo recordé como modelo y entendí que ya no me hallo mucho en él. Y que, imagino, eso debe ser una evolucion. Y el inicio de una toma de posturas. Rayos, todo cabía mejor en un tuit. Ese es otro tema: lo breve, lo efímero, lo inmediato, el desencuentro de todo lo que ya no se queda en nosotros. Y lo anquilosado que muchas veces me siento. Ya me enredaré con eso en otro post.