martes, 16 de agosto de 2011

El Cuatro y la envidia como acicate creativo

Alguien me ha mostrado (y me trae en chinga con) los eneagramas, una tipología de las personalidades que tiene su origen en la filosofía sufí y que la psicología contemporánea ha retomado para estudiar cómo se conforma el comportamiento de los individuos: sus rasgos fuertes, sus debilidades, sus retos esenciales. Se divide en nueve tipos, es largo de describir, si a alguien le interesa asómese por acá. El "traerme en chinga" ha consistido en querer hacerme consciente de que soy un Cinco, es decir, una persona observadora, analítica, encerrada en sus pensamientos y un tanto insensible, que prefiere la soledad y se siente incómodo en grandes grupos porque su hiperpensadera le vuelve torpe para desplegar rasgos sociales prácticos, como comentar acertadamente sobre política, convencer a un jefe de que soy La Mejor Opción o saber guiñarle el ojo a la muchacha que se alisa con nervios su faldita. Me obviaré la discusión que tuve -rabieta, me dijeron- por negarme a ser algo tan repelente -por lo autista- como un Cinco, ni siquiera la lista de los Grandes Cincos de la historia me conmueve -que si Nietzche, que si Einstein, que si Kafka.... -¡Puro maldito asocial atormentado!, reclamé; -¡Kubrick, we, Kubrick!; -¡Siempre me ha cagado la Frialdad Perfeccionista Inconmovible de Kubrick!, volví a pelear (y de paso siento alivio de soltar un exabrupto tan hereje y honesto, así es, no me hallo mucho con Kubrick y qué y qué y qué). Al cabo de los días me he ido conciliando con el famoso Cinco, más a partir de -vergüenza- dos Cincos más bien pop que sí me gustan para reflejarme. Uno es Sherlock Holmes y el otro, su actualización médica, Gregory House. Apenas me confirmaron que ellos eran Cincos, se me desplegó todo un mundo de personalidad y glamour: jalé mi lupa, mi gorra de cuadros con lengüetas, mi bastón wild on, mis Vicodín y mi sarcasmo socarrón que dicen es hasta sexy. 

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Pero el espejeo con los eneagramas ha continuado, reconocerse como un Ocho, un Tres o un Siete no es fácil, todos tenemos un poco de todos los tipos, y también, los matices en los comportamientos hacen que un Uno pueda confundirse con un Tres, o un Siete con un Dos (ya les dije, quien quiera entrarle al tema vaya acá). De modo que: quien me atormentó con el Cinco de pronto me soltó que muy probablemente podía ser un Seis ¿?, ansioso, escéptico, indeciso, cauteloso; lo cual suena pior que el autista analítico visionario del Cinco.
La lectura del libro El eneagrama. ¿Quién soy? de Andrea Vargas me ha hecho llegar antes al eneatipo Cuatro, "creativo, emotivo, romántico, temperamental". Sonaría tan cliché que casi se elimina de inmediato. Pero sigo leyendo y me cosquillea malsanamente el Cuatro, no por sus virtudes y puntos fuertes, sino por sus defectos y mucho más, su Punto Ciego, el rasgo de personalidad que lo jode esencialmente, que en este caso es La Envidia. 
Como magdalena de Proust, con la palabra de inmediato se me vino encima un inventario vergonzoso de personas, situaciones, pensamientos, que he interpretado desde la envidia. Novias que no tuve, talentos que no exploté, casas que jamás habitaré, ideas que por qué carajos no se me ocurrieron antes, habilidades sociales que caricaturizo porque a mí no me sale ni la mitad de la gran sonrisa embaucadora del pelafustán aquél. De ninguna manera consuela reconocerse como envidioso, es como tirar por la borda una infraestructura de supuesta modestia, generosidad, empatía, comunión con los otros; pero el libro sabe explicar cómo es el proceso de esta envidia. De inicio, hay un convencimiento profundo de que uno es diferente a los demás. Que la ropa excéntrica, las ideas delirante, los libros leídos o los conceptos engullidos, dan un plus con respecto a otras personas menos interesadas en resaltar sus diferencias. Y mientras quede en un convencimiento íntimo no hay lío. El tema es cuando a esas otras personas, las comunes, que en un arranque de soberbia hasta podrían considerarse inferiores, les va mejor que a uno. ¿Por qué mierda ese imbécil de chistes idiotas gana más plata que yo? ¿Por qué ese tipo que lo vi redactar oraciones sin pericia, ahora hace novelas visionarias y hasta se le considera un prospecto de Gran Literato? Y luego había un fulano aburridísimo, sí claro, con toda la plata, pero aburridísimo, que traía de pareja a una rubia divertida, delgada y perfecta, se asoleaba en Tepoztlán en casa de Carlota y la rubia era tan bella que la risa boba del novio agraviaba al universo entero. ¿Por qué no se daba cuenta que mi figura desgarbada, torpe, titubeante pero sagaz cuando menos se espera, podía dejar como incapacitado mental a su badulaque financiero?

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Lo que sigue es más penoso de confesar: durante varios años tuve mucha envidia de mi amigo Juan Manuel. No me pondré a contar con detalle porque esto no es ningún diván para despepitar monstruosidades, me quedo con una imagen que de tanto en tanto se me viene a la cabeza, y en la que han de basarse un par de cosas insospechadas: y éramos todos de veintimedios años, y correteábamos por alguna estación del metro, debíamos ir: Rafa con Mireya, Ramsés (neta, así se llamaba), yo con mi nube negra de introspección especuladora, y por supuesto, en primera fila Juan Manuel y la novia en turno, María Luisa. Juan Manuel es un tipo sobresalientemente atractivo, los ojos profundos, la nariz fina, labios sensuales, el copetito le caía a un costado como protoemo que le tomó prestada filosofía de a de veras a Kundera y a otros existencialistas tardíos. Pero no sólo era atractivo, también inteligente y sabía usar su inteligencia como arma de seducción. Lograba embaucar de verdad. Miraba a la muchacha a conquistar con ojos entrecerrados, le preguntaba dos cosas insignificantes, la tercera pregunta era directa e incómoda, la resolvía con una interpretación amable y media sonrisa perfectamente estudiada, para entonces la muchacha ya tenía mojados sus calzoncitos y ya le urgía que Juan se los quitara y los pusiera a secar. Luego él se hacía el atormentado y la muchacha lo compadecía y lo salvaba; luego Juan leía en secreto un libro que "le estaba revelando cosas importantes" y a los tres días la muchacha ya estaba con el libro, en un intento por descifrar los secretos de Juan Manuel. Claro, ahora que escribo voy entendiendo: lo que cautivaba de Juan era el misterio que prometía de sí mismo, las muchachas se enamoraban por su interés en descifrarlo, lo más peligroso es que, en contra del cliché que diría que al mirar al fondo encontraban algo vacío, con Juan Manuel no era así: tenía la suficiente sensibilidad, inteligencia, contradicción poética, para que la muchacha en turno quedara gratificada de sus merodeos. 
Pero pierdo la imagen: la estación del metro, Rafa, Mireya, Ramsés, Juan Manuel, María Luisa, yo y mi nube negra de introspección. Corríamos por el metro Chilpancingo como los personajes de Bande à part de Godard por el Museo de Louvre. Y la escena en concreto se resolvería mejor en cine que en limitada narrativa: Juan dio un brinco ostentoso en los torniquetes del metro, jalaba de la mano a María Luisa, pero ella traía vestido y no había forma de brincar, se quedó trabada, torpemente, entre los tubos. Juan volteó. El copetito poético voló con un viento que no existía, los movimientos para salvar a María Luisa fueron finos, perfectos. Movió el torniquete con delicadeza, logró que María Luisa pasara. Ella, como acto reflejo, apenas se sintió liberada, lo abrazó. Su falda se movió con el mismo viento inexistente, tensó sus pantorrillas cuando se puso en puntillas para alcanzar los labios de él. Porque obvio, junto con el abrazo vino un beso, pequeño, que hasta para ellos debió parecer imperceptible, una imagen que si leyeran Juan y María Luisa les sorprendería que alguien la hubiera recordado. Como escena objetiva no tiene sentido, fue la torpeza de Juan haciéndose el atlético y saltando mientras llevaba como trapo a la otra pobre, después rectificar el error, voltear, gentilmente ayudarla a pasar. Pero atrás iba yo y veía la escena como metáfora de algo extraordinario, el bravo caballero que corre sin saber que deja atrás a su dama, que de pronto lo recuerda y va por ella y la salva, el beso como culminación de una gesta heroica entre la pericia, la salvación, la ternura compartida, e insisto, en colores de Amelie y con personajes así causaría aplausos, júbilo y conmoción. 
Lo que mi nube negra transformó en envidia fue la certeza de que yo nunca podría representar una escena similar. Porque de hecho la he intentado: correr por el metro con la novia hasta donde me permite el tabaquismo, intentar el salto por el torniquete arrojando por la boca mis chiclosos pulmones, dejar a la pobre muchacha atorada, "liberarla" mientras ella protesta, estás loco, qué te pasa, en vez del beso su ceño emputado y la justa mueca por mi desconsideración. 

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No a todos les toca la suerte de ser Juan Manuel y María Luisa. Podría agregar que a casi nadie le toca la suerte de ser Juan Manuel y María Luisa. Y más allá -y perdonen la soberbia-: ni siquiera ellos mismos supieron que fueron tanto Juan Manuel y María Luisa: fue mi mirada la que los hizo ser tan ellos, la imagen que habrán olvidado y yo a veces pienso, y una lástima que se configure desde la envidia, porque desde una mirada menos perniciosa podría quedarse en la poesía y su inefabilidad. Pero lo que sigue es revelador: si envidié a Juan y María Luisa, es que ellos me representaron una imagen de cierta, al menos, ensoñación; y entonces se va descubriendo que esta envidia malsana ocurre porque también es un ejercicio creativo. No se envidia sin imaginación, no se exagera la maravilla del lugar donde no se ha estado, del éxito que no se ha tenido, de la oportunidad que se ha perdido, sin esa imagen seductora que uno fraguó con detalles morosos, en la cual hay perfección, grandeza, plenitud -y que probablemente, si uno la viviera realmente se le volvería común y hasta pedestre; la envidia es asumir como grandeza lo que en los otros es normalidad. Y ese relato que uno se hace de los otros es un cuento insano pero vívido, de todos los que podría ser, de todo lo que yo podría tener o crecer, si fuera un poco más semejante a los otros.
La envidia entonces se revela como la diversidad de los yos que no soy y quisiera ser yo: el del trabajo gratificante, el de la economía holgada, el de la novia guapa, el de los viajes constantes. No evado la parte horrenda de la envidia, el retortijón angustioso cuando uno se pregunta, por qué no soy esta otra persona, y también queda claro que estas malformaciones de la imaginación se despliegan en cosas horrendas, el resentimiento social, el orgullo, la inflexibilidad, todas primas hermanas de la estupidez. Pero si valiera regodearse en la envidia, ¿no hay en ella, también, un juego sugestivo de creación? ¿Un entrenamiento de imaginar otros mundos, otras realidades, de anhelarlos, desearlos, de fijarnos en una búsqueda, capaz infructuosa, pero que en su camino deja alguna certeza, al menos alguna intuición? Acá es donde viene el terapeuta y me pide que deje de especular tanto y me plante en mi realidad, le haré caso pero que antes me dé chance de acabar el poust. En el que la envidia, consciente, asumida, "autorregulada", puede ser una maliciosa cómplice para armar tramas, escenas; que una envidia domesticada, contenida, podría ser incluso condición necesaria para crear, la delectación morosa que sublimada podría funcionar como acicate para la imaginación. 
De tan poético, a veces hasta podría perderse que el lamento de Pessoa -He soñado más que lo que hizo Napoleón./ He estrechado contra el pecho hipotético más humanidades que Cristo,/ he pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito./ Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla- podría ser una envidia serena, cansada, ontológica de todo lo que existe dentro de mí pero por alguna razón no soy yo.
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Además, ¿cuál envidia?, si soy Cinco. O -dicen- Seis. Sigo investigando.

lunes, 8 de agosto de 2011

Los tacos de la culpa

Hay de bisteck, chorizo y carne enchilada. Se pone en Av. Cuauhtémoc, frente a la Cineteca, afuera de la entrada a Urgencias del Hospital del Xoco. Están ahí desde las siete de la noche y terminan hacia las seis o siete de la mañana. Su principal clientela son personas que tienen que ver con la parte de urgencias: doctores, practicantes y enfermeros, pero también familiares de los pacientes, camilleros y conductores, periodistas que le dan seguimiento a una nota roja, policías de tránsito, preventivos y uno que otro judicial. Yo no tengo nada que hacer con ellos pero es lo único que hay en la noche, cerca de casa. Y cuando el hambre estruja, qué mejor que saciarlo con un delicatessen de real (por lo miserable) minimalismo.
Tacos de bisteck, chorizo y carne enchilada hay muchos en la ciudad, su éxito radica en su sencillez. No hay gran elaboración, es la carne asada, la salsa espesa y picosa, nopales o papas al gusto, cebolla y jalapeños acitronados que parecerían hacer más salvaje al platillo. Pero donde otras taquerías han convertido en industria la sobriedad, en los tacos del Xoco se preserva desde el puesto, sin interés de agradar, apenas el anafre y una mesa con refrescos, sopas maruchan y café instantáneo para quienes deben permanecer en vela; se sabe que lo esencial es la comida y no el discurso empachador de otra taquería mejor plantada. Y después vienen los tacos, suculentos no por lo fotogénicos como por lo sustanciosos: las tortillas tostadas como por descuido, las salsas y el puré de papas en trozos grandes, a medio elaborar; las tiras de nopal toscas y sin ganas de ser estéticas, y los trozos de carne, ¡oh, carne primigenia!, casi se siente a las vacas mugiendo mientras se arroja la mordida.
Demasiada floritura para decir que los tacos están buenísimos y que lo están no por su elaboración sino por su sencillez, parecerían los tacos que hace una tía apapachadora para agasajarnos después de haber pasado por un día muy agitado. 
Porque la gente come así los tacos, en ese lugar. No existe la urgencia del metronauta que corre a la chamba pero antes se echa el taco que suple una buena comida, tampoco los pedidos excesivos de la gran familia bovina, mucho menos las exigencias de los niños antreros que se creen con derecho a todo porque traen quince chelas encima y corearon hasta el hartazgo el Should I Stay or Should I Go de The Clash. En los tacos del Xoco los comensales comemos pacientes, en silencio, ligeramente cansados. Se entiende que el pariente internado, la pesquisa del ministerio público o el enfrentamiento del practicante con los brazos de amputación urgente no pueden sino derivar en agotamiento y fraternidad. Cuando estamos en los tacos no competimos ni urgimos: la jornada ha sido tan extenuante que al menos en ese lugar se busca el descanso vía la mirada hipnótica de cómo se asan las carnes y cómo las tortillas adquieren su consistencia semiquemada.
Porque hay que resaltar que los tacos están fuera de un hospital de urgencias, no de la clínica del cáncer largo o el parto amorosamente planeado. En el Xoco ocurre lo extraodinario: desde tonterías como los deportistas que se tuercen el tobillo por un mal brinco, hasta el vendedor de seguros que chocó, el niño que bebió esa cosa verde suculenta sin saber que era veneno, el operario que descuidó un movimiento y la máquina le tasajeó la mano, quienes iniciaron una riña y no entendieron cuándo salió la fusca y llegaron al hospital con cortejo intrigoso de familiares, abogados y policías. Cada uno de los que ingresan despertaron en la mañana pensando en la rutina de otro día más y nunca imaginarían que un movimiento en falso o un impulso desmedido los traería aquí, a saldar cuentas con la fragilidad del cuerpo, algunos con la muerte; por extensión, sus parientes comen los tacos con el shock de no asimilar lo que ha ocurrido: se despidieron tan sonrientes, la discusión parecía tan poco importante, esa noche deberían estar en el cine y por eso no se entiende verlos con sueros y monitores, con escayolas o tubos de oxígeno, como extraños porque no usan la ropa de siempre, y como extraños porque no están rodeados de la gente de siempre: médicos, enfermeras, camilleros, caras nuevas, aprender nombres, reconocer al internista buena onda del ojete, y con ello las burocracias admonitorias: se llenan formularios de ingresos, estudios socioeconómicos, solicitudes de medicinas y de sangre como si se expiaran las culpas de los descuidos; los administrativos deben ver a los familiares entre aburridos y severos: quien les manda a no ocultar el enchufe, por qué lo dejó comer esos mariscos si le parecieron tan malos, déjese de lloriqueos, los lloriqueos no valen, debió haber previsto, aconsejado, impedido: usted también es causante de lo que le ocurre a quien está tumbado en aquella cama, llene el formulario rapidito y haga acopio de estoicismo que esta historia todavía va para largo.
Imagino que cuando estamos en los tacos los parientes ya pasaron por todos los desconciertos, todas las negaciones, todos los dolores en el interior del hospital y sólo les queda asimilar su culpa, de ahí el tono desvaído, como drogado -ojos hinchado de llorar o estar en vela-, de quien ya gastó sus energías y sólo quiere comer algo para recuperar fuerzas -la noche aún será muy larga. Si lo de su pacientito no es tan grave, de pronto se permiten inventar los chistes que contarán durante el resto de sus vidas sobre este día calamitoso y sorprendente. En contraste, los doctores y enfermeros comen con indiferencia: tan desgastante sería compadecerse a todos, que la salud mental -incluso, la buena práctica profesional- les exige distanciamiento. Y le dan al taco sin remilgos y hasta como certificándolos: un doctor pidiendo otro de carne enchilada se vuelve mejor garantía salubre que cualquier  ISO 22000:2005.
Pero los clientes que más me atraen son los policías: barrigones (y sin cliché: las campañas institucionales de dieta poco pueden con sus comilonas callejeras), malencarados hasta que uno les pide el trastecito de los limones y lo pasan con diligencia, siempre contándose una historia encriptada, que el exceso de buena conciencia imaginaría llena de corruptela. La primera reacción ante ellos suele ser de repudio. Tanta tradición de mordidas y arreglos turbios los hacen, al menos, despreciables. Pero ellos no hacen nada por cambiar la imagen: están cansados, la chinga fue dura, comen y eructan, la carne se desborda del taco sin elegancia, miran de soslayo, no sé si con arrogancia de fregar o miedo de ser fregados. Se saben los responsables de todo, a ellos les tocó dar testimonio del atropellado, de los baleados en las riñas, ellos abrieron bruscamente la puerta del suicida y coprotagonizaron la incertidumbre del evento extraordinario. Y en ese tiempo de llamadas al celular, de llantos absurdos y rabias incontenibles, buscaron su sitio para ampararse: lavarse las manos, salir lo menos escaldados posible, hacer variaciones de la declaración ministerial según los tratos previos lo hayan acordado. Seguiría el panfleto progresista que los caracterizaría como los eslabones más frágiles de una gran cadena de impunidad e infamias, seguirá la reconvención: no todos debe ser iguales, y los pobres polis honestos aguantan tan mala vara como los que sí aprovechan las oportunidades. Pero ya habrá otro momento para redactar reclamos y precisiones: acá le dan a los tacos con el mismo cansancio de los otros, pero con la fatalidad acumulada de tanto herido y muerte que tramitan desde su humilde cinismo. Los polis desprecian las tragedias del hospital como se desprecian a sí mismos. "Le hizo chico tajote con la navaja, le desgració todita la vida". "Hasta pendejos para los arrancones. ¿Le viste las piernas rotas? Ese ya va a andar en ruedas para siempre". Entonces se ríen. "Hijo de la chingada", le suelta uno al otro, después consideran comer otro taco y, cosa insólita, el segundo se niega porque tiene el colesterol alto y hay que durarle a los morritos. Hasta eso que son considerados: ven llegar a un pariente de un hospitalizado y guardan silencio, seguro han tenido regaños por imprudentes y eso fastidia, han visto tanto pleito durante el día que lo que menos quieren ahora es pelearse más.
Son discretos pero socarrones. Solamente los he visto adoptar el hermetismo más férreo alguna ocasión que apareció en los tacos un insospechado reportero de TV. Muchacho bien trajeado que con saco de reportero de periódico habría causado más respeto; su micrófono con logo y su celular siempre sonando lo hace digno de toda suspicacia. Lo ven como un roedor sagaz que los husmea y a priori los enjuicia. Ante él se hacen ceños impenetrables. Los polis se saben amenazados, a medio comentario de ser exhibidos: nunca como entonces son ejemplo de impunidad, lacras sociales, servidores corruptos sin la menor moral. Y así nomás no saben los tacos, parecen decirme mientras me piden que les acerque la salsa. Intuyo que los polis saben algo que el reportero, tan camarógrafo y vagoneta al lado, nunca entendería: que ninguna negligencia pudo nunca prevenirse, que el consejo y el regaño son paliativos de una realidad más desolada, que la protesta no dice nada cuando ellos ven a diario asesinatos, rencores que devienen desgracias, la epopeya del ingenuo que no supo resolver su bronca y terminó entubado en una cama de urgencias.
Cuando al otro día aparece la nota, los comentaristas del noticiero están escandalizados, mueven la cabeza conmovidos y se preguntan qué puede hacer la gente, la sociedad en su conjunto, para paliar tanta desgracia. Por supuesto que crean conciencia y por supuesto que uno corre a leer manuales preventivos y también los que enseñan a ser buenos ciudadanos. Pero llega la noche, uno va a los tacos, ve a los parientes, los doctores, los polis, sobre todo a los polis. Se sabe que ellos entienden las cosas de otra manera, más turbia, más entreverada. Comen sus tacos, se limpian los dientes con un palillo, eructan. Uno sabe que ellos saben. Lo saben más triste, pero lo saben mejor.

Agregado uno: la inseguridad de revelar el sitio de los tacos, ya los veo luego llenos de hipsterillos cinetucos que van a la experiencia miserable después de haber visto a Lars Von Trier o Kar Wai Wong 

Agregado dos: que todo este post inútil se parece mucho más a esta rola: larga vida a Cecilia, a su banda de Arpía y al compositor José Elorza.