viernes, 31 de diciembre de 2010

No aprendimos nada, o cómo debería ser el 2011 según el pinche Martín

La cena estaba buena con Jorge y Lotte, pero Cinthya me había invitado a su cumpleaños y debí despedirme antes de tiempo.
En la ruta por la Condesa, pasé por la Rosario Castellanos. En la mesa de novedades alcancé a ver, más desaliñada que desgarbada, la espalda de Martín. Dudé en llamarle, ya presentía el resto de la jornada, terminar borrachos a las cuatro de la mañana en algún lugar desangelado, profiriendo sandeces. Pero también suelo hacer caso de los simbolismos, incluyendo los que deben evitarse. Le lancé el grito, le dije del cumpleaños, estaba el plus de encontrarnos con Julián Pensamiento, hacía varios años que no nos encontrábamos los tres juntos para compartir las chelas.
Como estoy en casa de Martín escribiendo este post (y en efecto, ya son más de las cuatro de la mañana) (y traemos varios rones encima), procuraré brevedad y no me distraeré contando que entre finales de los ochenta y casi todos los noventa, Julián, Martín y yo entrenábamos el ocio en casa de alguno de los tres escuchando música, comentando películas y recalibrando el hoy y el ahora que no sé por qué diablos nos resultaba tan importante. Tampoco me extenderé explicando que juntos discutimos a Wenders cuando apenas les enseñaba a volar a sus ángeles de gabardina, que disertamos sobre los impostergables mensajes generacionales que lanzaba U2 desde su
Zooropa, y que Julián contaba mejor la trama de Twin Peaks de lo que se veía en la serie.
Ahora, el aquí y el ahora era El Depósito y el cumpleaños de Cintya, donde estábamos los tres más desubicados que alternativos en reino de indies, dándole a las chelas artesanales -"me gustan pero me cagan que les guste a los hipsters", cató Martín- y alargando la desidia con frases de hace veinte años. Los televisores pasaban videos de Aerosmith, Blondie e Inxs, que veíamos sin mucho interés. Desde hace dos décadas, los mismos videos de siempre. "No hemos aprendido nada", les dije con ganas de hacerme el interesante. Martín y Julián me dijeron que no mamara, con ganas de hacerme ver ridículo. Unos tipos se agarraron a golpes, uno cayó inconsciente y algunas mujeres lloraban. "No hemos aprendido nada", insistí mientras los polis no atendían a los golpeados y yo me hacía el mustio con los cigarros para que no se terminaran.
"Ps los últimos tragos, ¿no?", vino la invitación temible al amanecer. Caímos en casa de Martín hablando de guiones, de lo insufrible que es intentar una trama desde el corsé de su premisa, de que Julián debería acelerarle a algún guión para que pueda presentarlo el concurso de óperas primas del Cuec.
Alguna de las formas más fáciles de detestar al Martín es dejar que él ponga la música y siempre te diga que ahora escucharás lo que es lo de hoy. Prendió su itunes y generosamente se dio a odiar:
-No mamen, escuchen esto, es lo de hoy:



Y concluimos que no habíamos aprendido nada.
Por supuesto que nos explayamos en lo reina que es la vocalista, lo poco reinas que son las chilangas, nos contó de los israelitas que no querían ir a la guerra y se hacían encarcelar como hippies contestatarios, que mientras tanto pinches chilangos, acá siguen en el hoyo porque no faltan los imbéciles que creen en la guerra estúpida del quesque Presi Calderón

-Pero no mamen, escuchen esto, es lo de hoy:



Por supuesto, concluimos que no habíamos aprendido nada.
Como Mano Negra pero sin globalización chaira. Uruguayos, por lo que el tema, por supuesto, fue armar una estrategia para hacer patria enamorando uruguayas, tan espectaculares como las argentinas pero sin esa sobrexposición de tantos charlys garcías y neurosis mesereando la Condesa. Hicimos propósitos de Año Nuevo: avionazo con los charrúas y engatuzar gurisas nomás por el ánimo de renovar la emoción.

Pero entonces se plantó de nuevo, a buscar en su itunes, de nuevo dijo:
-No mamen, oigan esto, es lo de hoy.

Aquí me gustaría estar en mi casa para detenerme. Fumar con calma y que no estén chingando este par de borrachos con exclamaciones presuntuosas de condechis de segunda generación. Pero si logro describir algo, quiero decir que con este video de Kanye West volví a tener ese estremecimiento que hubo en 1983, cuando vi por primera vez el Thriller de Michael Jackson. O la sensación de urgencia y movimiento al que obligaba el inicio metálico y caótico del Achtung Baby de U2. El mamón de Martín solía aderezar ese azoro describiendo: "los noventa, baby, los noventa". Y ahora, a 20 minutos de ver esta belleza, lo volvió a decir: "¿Te quedó claro así o cómo carajos entiendes que estamos terminando 2010?". Y es que el video de Kanye West se excede de lo que antes conocíamos como videoclip. Martín dice que es como ópera rock, a mí se me hace semejante al The Wall que alguna vez marcó el desconcierto de finales de los setenta. Que además, el angelito afro se ve increíble:



Debo insistir que por lo regular tolero poco tiempo a Martín, pero que en el breve lapso de tolerancia, con él suelo recuperar el sentido de lo contemporáneo, de vivir este día, de sentirme parte de algo más grande que mi mediocre circunstancia. Hace diez minutos terminamos de ver el video, mientras servía el quinto ron le pedí chance de postear desde su compu (está honrada tu compu, mamón). Nomás quería compartir esto mientras se acaba la década, mientras empieza la década.
Y por supuesto, resolvimos que no habíamos aprendido nada.

En algún momento de la peda no sé por qué apareció Italo Calvino, Martín lo trajo de su recámara, enseñó sus subrayados de marcador fosforescente, se lamentó de que no hubiéramos sabido esto desde 1987, cuando empezó la migraña de la amistad. Encontramos que la primera edición era de 1989, Martín se lamentó: ¿por qué diablos supo de este libro hasta ahora? Y leyó:

Si quisiera escoger un símbolo propicio para asomarnos a un nuevo milenio, optaría por éste: el ágil salto repentino del poeta filósofo que se alza sobre la pesadez del mundo, demostrando que su gravedad contiene el secreto de la levedad (...) suspiros, rayos luminosos, imágenes ópticas, y sobre todo esos impulsos o mensajes inmateriales que él llama espíritus.

Aventó el libro, el azar quiso que no tirara ninguno de los rones. El tamaño de la peda nos ha obligado a decir:

¿Por qué no aprendimos esto desde entonces?

Y el corolario:

NO APRENDIMOS NADA

Perdonarán el deshilacho del post, andamos pedos. Pero presiento que con el video y las cubas, el 2011 me acaba de empezar. Voy por más hielos.

PD: Frases de Martín mientras intento redactar esta madre:

-Sí sí, educa a tus lectores, que dejen de oír a Fernando Delgadillo y esas cosas que les pones cuando estás de pinche cursi.

-Diles a tus lectores que Madonna es una pendeja, que ya no está haciendo música, que es una vieja de ochenta años, una pobre anciana que no tiene nada que ver con nosotros. Que aunque vayan a su gym te vas a ver como se ve ahora Madonna a sus setenta años. Y que Bjork va para allá.

-¿Quieren seguir oyendo mamadas de hace veinte años o les pongo New Disc?

-Algo que te hará mover las entrañas: el Indie Dance.

-No les pongas música de Mike Patton, todavía no lo van a entender.

-Vamos a flipear a tu audiencia cabrón.

Reitero las disculpas. Es la peda.

lunes, 20 de diciembre de 2010

The Wall: la pasión según Roger Waters

El sentimiento de botepronto es de compasión: porque Roger Waters, pinkfloydiano disidente, terminó quedándose con una porción pequeña del corpus impresionante que es Pink Floyd, y aunque nadie le podrá negar su influencia decisiva en los mejores años de la banda -los que irían del Ummagumma a The Wall-, lo que reconocemos como La Banda es aquello que lidera David Guilmour y que aún merece honores por dos discos -A Momentary Lapse of Reason y The Division Bell- , si no impresionantes, por lo menos meritorios; de tal modo que si en este mismo momento, en una misma ciudad, se presentara un concierto de Pink Floyd y el show Roger Waters The Wall Live, la inmensa mayoría elegiría a la banda; porque mal que nos pese, con todo y que The Wall sea disco emblemático, convocatoria generacional, rito de iniciación, tratado pop de existencialismo, no deja de estar reformulado como un show de nostalgia mediática: si me permiten la impertinencia, del estilo del Mamma Mia y su colección de rolas de Abba, o el Hoy no me quiero levantar que recopila los éxitos de Mecano.
Pero es Roger Waters, pero es
The Wall, y no mames Rufián, ya te han dicho que dejes de estar de quisquilloso y que disfrutes los simples placeres de la vida simple. Si además te acompaña ese prodigio de emoción, gritos y saltos desesperados que es Bellota, pues qué más se puede pedir. Y hay que aceptar: el espectáculo impresiona, los juegos multimedia con títeres colosales y videos con toda la pertinencia dramática; el despliegue de luces, fuegos artificiales y escenas efectistas hacen abrir la boca alelado; ni qué decir de la genialidad del disco, que uno va canturreando fervorosamente, una rola detrás de la otra, es fácil recitar el orden y los momentos en que las guitarras, las baterías, los gustos a balada o los rompimientos al hard rock detonan giros dramáticos y las emociones propias de la angustiante vida de Pinky.
Porque le cuento a Bellota -y me extraña que no lo conozca-: dos años después del disco The Wall de Pink Floyd (1980) apareció la película (1982), dirigida por un joven Alan Parker, con muchas ganas de provocar. Lo que el álbum The Wall tenía de autobiográfico (nunca se dejó de ocultar que contenía muchos elementos de la vida del mismo Waters) se resolvió en el filme con la creación del personaje Pinky, interpretado por un Bob Geldof que después se habrá espantado tanto, que por eso se habrá dedicado a armar conciertos filantrópicos. El hecho es que para muchos, la película Pink Floyd's The Wall y el disco The Wall son un ente indisoluble, la historia de Pinky encarna en las rolas de Waters; describir alguna de las canciones muchas veces significa describir una secuencia de la película. Muestra de esta alianza es que en el espectáculo de Roger Waters la gran mayoría de las escenas son tomadas del filme de Parker, e incluso las animaciones de Gerald Scarfe siguen siendo la base de la puesta en escena de 2010. Es decir, ver el espectáculo Roger Waters The Wall Live es remitirse al disco de Pink Floyd que se escuchó por primera vez hace treinta años y a la película que se mira desde hace 28.
La pregunta sería por qué sigue siendo efectivo este combo disco-película que ahora se recicla en espectáculo. La clave llega cuando Waters canta "Goodbye Cruel World", mientras se termina de construir el enorme muro que separará al protagonista del mundo y los aplausos llegan a su punto más alto, pues todos reconocemos el dramatismo del momento: quienes ahí escuchábamos el final del lado B del primer LP, quienes ahí cambiaban el segundo CD, los que veían este momento en la película y sabían que se acercaban al momento más escalofriante de la historia. Todos conocemos la historia de Pinky: los sarcasmos vulgares del maestro, la sobreprotección asfixiante de la madre, lo desesperante de la novia que se maravilla de las guitarras de Pinky, la televisión que el protagonista rompe porque se encuentra en uno de sus malos días.
La historia de The Wall podemos contarlar y recontarla desde hace treinta años a la fecha, ha dejado de ser un argumento que sorprenda por sus giro imprevisibles y más bien se contempla con ese carácter irreversible de los mitos. Podría incluso decirse que con The Wall estamos ante uno de los grandes mitos pop de los últimos tiempos. Y como buen mito, con su carga simbólica y la riqueza de sus interpretaciones. Pero también: con su carácter fatalista por lo irremediable de la trama.
Si en el Viacrucis católico tenemos perfectamente diferenciadas las tres caídas de Cristo, la pecadora que le limpia el sudor a Jesús, el hombre compasivo que le ayuda a cargar la cruz durante un tramo, y aún así nunca se podrá evitar la crucifixión, la muerte y la resurrección en tres días, en esta caso también reconocemos la historia del niño incomprendido que se convierte en rockstar alienado hasta que, harto de su vida, construye un muro para aislarse de las amenazas del mundo. Y podemos seguir recitando: la enajenación del encierro, los recuerdos de la guerra, los lloriqueos frente a la tele, la droga y su cómodo aturdimiento, la experiencia neonazi para esconder los sentimientos, el juicio que evidencia la fragilidad del personaje, la condena de tirar la pared y regresar al mundo.
Lo que sorprende de The Wall es la culminación de lo previsto, la constatación de lo irremediable, la revisión de un argumento esperado: la sorpresa de volver a presenciar la pasión de Pinky, alterego de Roger Waters, por lo que asistir a este concierto-espectáculo también significa asistir a una nueva representación de la oscura historia del exlíder de Pink Floyd. Ahí entraría la salvedad: que una historia en su origen pesimista, se ha dulcificado al paso de los años, primero bajo pretexto de darle un contexto político-libertario, cuando se representó con motivo de la caída del Muro de Berlín, después porque las necesidades dramáticas pedirían un final amable, en el que Pinky se redima una vez que salga de la pared, como si fuera fácil resolver los horrores que ha vivido entre las influencias perniciosas de las instituciones y la visita al abismo que significa su reclusión.
Aún y con esa reformulación optimista (el padre de Jacobo Deza, en Tu rostro mañana, fustiga contra esa propensión a hacer versiones blandengues de las historias para no herir susceptibilidades de personas que se espantan fácilmente), The Wall sigue siendo un rito de iniciación, un manual de la desesperación y el ensimismamiento, con el tono adulto, abismal, que Pink Floyd siempre intentó conservar. La versión de Waters, si bien no logra ser fiel a ese espíritu original, por lo menos recuerda la espectacularidad, el azoro de una pasión que se despliega entre rock bravo y baladas reflexivas.

jueves, 16 de diciembre de 2010

The Social Network

Así termina la torpe e inspiradora peli de culto Pump up the volume (Moyle, 1990): cuando los polis detienen al insidioso-estudiante-promedio-locutor-pirata Mark Hunter (Christian Slater descubriendo al enfant terrible que después ya nunca será) por alebrestar con su programa de radio aficionado a un cándido pueblo gringote de Arizona. Mark hace su última transmisión invitando a la banda high school de la comarca a sublevarse, a no dejarse llevar por el stablishment, a ser ellos mismos, a enamorarse de la autenticidad de su voz. Después vienen los créditos y una panorámica del pueblote muestra cómo se encienden luces en las casas y cómo distintos locutores amateurs van dando testimonios de sí mismos: programas de niñas emo, de geeks y su pasión por los videojuegos, de individuos tristes y sin carisma pero con todo el derecho de expresar su simplonería. Era 1990, vimos la película, imaginamos que el futuro de cualquier fraternidad generacional se fundaría en la atomización: aldeas de intereses compartidos que se regodean en su incapacidad de comunicarse más allá de su propia comarca. Faltaban cinco años para los internez y al menos diez más para que el homo 2.0 se consolidara desde el protagonismo fantoche que le ha conferido las redes sociales.
Veinte años después, así empieza la canalla y ya casi peli de culto The Social Network (Fincher, 2010): cuando un gris y malcayente Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg en enorme papel de contención mediocre) desenamora a su novia Erica Albright (qué bonita es Rooney Mara) con sus más bien vulgares ganas de figurar en los clubes sociales de Harvard. Desde que vomita consideraciones sobre su IQ, su torpeza social, su urgencia de pertenecer y su misoginia simplona hacia la desconcertada Erica, queda claro que Mark es sumamente inteligente y atrozmente imbécil. Después lo cortan y ni la menor idea de cómo superarlo, Despechito Zuckerberg se lanza a proferir insultos en su blog, sigue el despliegue de su genio y, desde el chiste misógino a la visión generacional, va naciendo The Facebook.
Con la creación fílmica de Mark Zuckerberg, Fincher regresa a un tema constante en su filmografía: la marginalidad y la necesidad de pertenencia, que se resuelve mediante la creación de sociedades alternas -criminales, lúdicas, herméticas- que permiten la expresión enfermiza de sus personajes, obsesivos hasta el dostoyevskismo. La teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver) debe raparse y participar de la vida de un monasterio intergaláctico para enfrentar a su viejo amigo el alien (Alien 3, 92), el yuppie Nicholas Van Orton (Michael Douglas) es inscrito a un perverso juego que lo destruye para redimirlo de su ojetez (El juego, 97), ni qué decir del anónimo amigo (Edward Norton) de Tyler Durden (Brad Pitt) y su creación de ese mítico club de la pelea que lo subsana de su mediocridad oficinesca (El club de la pelea, 99), y aunque investigadores y cazadores de serial killers, el detective David Mills (Brad Pitt en Seven) y el periodista Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal en Zodiac) se ven obligados a aceptar dinámicas lúdicas -acertijos, crucigramas, juguetes mentales- por parte de sus presas para desentrañar misterios que terminan competiéndoles directamente.
La primera gran secuencia de The Social Network -la posterior a la desafortunada cena de Mark y Érica- es fiel a esta premisa: mientras el nerdazo Zuckerberg va intuyendo su poderosa red virtual, a pocos metros de su cuchitril se vive the real life: el acceso al Phoenix, el club más prestigiado de Harvard, la fascinación iniciática y erótica de unos cuantos, el ánimo exclusivo -excluyente- de las tribus glamorosas. Y a partir de entonces no deja de marcarse una oposición que permea gran parte de la película: Zuckerberg y sus aliados como grupo emergente que reinventará la socialización desde las computadoras -el triunfo del nerd que nunca se hubiera imaginado en La venganza de los nerds (Kanew, 84)- frente a una aristocracia universitaria rebasada, que con fascinación aprende en Facebook a hacer vida mundana como si fuera videojuego de Atari.
Dos personajes apuntalan la aventura de Zuckerberg, ambos símbolos del antes y el después de la experiencia Facebook. El amigo universitario, Eduardo Saverin (Andrew Garfield), con métodos convencionales hacia las impensables posibilidades financieras de la red social, y el fáustico creador del Napster, Sean Parker (Justin Timberlake), geekstar de precoz protagonismo, visionario y destructor de su propia trayectoria. La disyuntiva que ambos aliados imponen a Zuckerberg rebasa los códigos de la lealtad o la confianza: crear y hacer crecer a la Red Social también implica reinventarse bajo coordenadas nuevas -el hoy está en las computadoras y no en la aburrida venta de negocios de Saverin-, apenas intuidas por una generación postadolescente tan poderosa como inconsciente de sí misma, que aprenden a situarse en el mundo de los negocios desde la improvisación y el azoro, un poco como ya lo había sugerido otro teenager empoderado, el narrador David Eggers en su excesiva novela Una historia conmovedora, asombrosa y genial (2000)
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The Social Network entonces no puede verse como la clásica película de un juicio, con las triquiñuelas de abogacía que demanda el género; tampoco se trata del biopic triunfal de un geek y negociante genio, pues Fincher y el guionista Aaron Sorkin se cuidan muy bien de presentar a Zuckerberg como un baduleque solitario y sin habilidades sobresalientes; The Social Network mucho menos es la reflexión sobre la amistad o la traición, pues la película conjura el melodrama con sarcasmos light que no revelan pasión ni genio en los personajes; si acaso, The Social Network es la fábula de una empresa creada más allá de los parámetros antes conocidos, y por extensión, la crónica de una generación emergente, tan influyente como limitada: jóvenes emprendedores que erigen imperios desde la ocurrencia, que de una manera precoz aprenden los códigos de los negocios, pero también son incapaces de crecer como individuos al ritmo de sus alegres cuentas bancarias.
Parecería contradictorio que, con menos poder económico o social, el insidioso Mark Hunter de Pump up the volume se revele como un teenager más explosivo que el inteligente pero abúlico Mark Zuckerberg; el arbitrario distingo revela un diagnóstico poco halagüeño para los Y: generación hiperinformada pero trastabillante cuando se trata de ser conscientes de sí mismos; hiperdotados en su potencial para erigir emporios, discapacitados en la mirada interna que les permita preguntarse cuándo y cómo carajos se va adquiriendo la madurez.
Como un Rosebud diluido, al final de la película Mark
Zuckerberg da refresh repetidamente a la solicitud de amistad que le hace a la imposible Erica Albright. Entonces la película se revela como el cuento de cómo se erige un emporio entre postadolescentes que siguen sin entender de qué se trata el mundo 1.0. Y que como los gladiadores de El club de la lucha, deben crear otro mundo, sudoroso, oscuro, con sus propias reglas, para que sea posible habitarlo. Y en el que sin embargo también fracasarán, como suele ocurrirle a los personajes fincherianos.