sábado, 26 de diciembre de 2009

Avatar y el autor de feria

Ok, el debate viene de los excesos: la publicidad y las revistas light de cine saludan a Avatar (James Cameron, 09) como lo más más de lo más revolucionario del cine gringo de los últimos años, que deja como pendejos a Clint Eastwood, Gus Van Sant y David Fincher (que con El antioxidante caso de Benjamin Button Fincher sí quedó como pendejo, pero esa es otra historia); en contra, los críticos bien formados y de a de veras no le perdonan ni medio segundo de parque de atracciones al juguetito éste tan IMAX y 3D y GPS y hartos gadgets harto techies, que hacen de Avatar más videojuego que película rial. La pregunta que subyace es dónde situar a la filmografía de Cameron, si reconocerle innovación, originalidad, personalidad; o relegarlo a maquilador de lujo para vender vasos y palomitas. Por su espectacularidad y su rentabilidad, James Cameron parecería el hijo virtuoso de George Lucas y Steven Spielberg, pero no estoy seguro que eso sea un halago.
Si se vale agitar el gallinero, podría sugerirse que Cameron se sitúa en la incómoda bisagra entre el maquilador hiperdotado y el autor menor, y que ambas definiciones deben tomarse con reserva. Sobre el maquilador ni vale la pena hablar, en un goglazo se encuentras listas, estadísticas, porcentajes, que evidencian la enorme rentabilidad del director canadiense, así como su vanguardia en cuanto al uso de los recursos técnicos más acá para la puesta en escena de sus pelis. Desde el primer Terminator hasta los mafufos musguitos de Avatar (pasando, por mentar lo más memorable, por Terminator 2, Aliens y ese betún tan romanticoso y tan fin du siècle que fue Titanic), parte imprescindible del cine de Cameron es revisar sus making offs, que a veces pueden resultar más interesante que el mismo filme.
Pero al autor Cameron no hay que tomarlo tan a la ligera, y ahí la incomodidad. De un plumazo podría burlarme de lo ramplón de sus escenas, de su distingo acartonado entre el bien y el mal, de sus giros de tuerca predecibles, y de su persuasivo regaño-moralino final, que parecería contradecir a su mismo cine (al rato regreso con esta paradoja); pero basta darse una vuelta por las memorabilias, las pasiones, las defensas furibundas de los espectadores, para presentir que en Cameron hay más que un realizador soso con juguetes demasiado nuevos. Lo más interesante: lo que se va filtrando de él no es su enorme despliegue tecnológico, sino las pequeñas escenas cotidianas y de intimidad.

Los Terminators impresionan por sus correteadas, sus explosiones y sus esqueletos de cyborg fundido, pero la gente se ha quedado con el rudo amor filial de Sarah y John Connor; Aliens no es nada sin su impresionante andamiaje techie-lóbrego, pero es mucho menos sin la bravura de Ellen Ripley; y lo que se ha choteado hasta el exceso no es el majestuoso naufragio del Titanic, sino el romance oceánico de Jack y Rose, ambos situados en la proa del transantlántico, brazos extendidos al infinito, él declarándose The King Of The World, y al lado la indescriptible cancioncita de Celine Dione que el buen Albertos supo renombrar como "Mi amor se hundirá contigo".
Sarah, John, Ellen, Jack, Rose; aunque la primera imagen del cine de Cameron es de ráfagas, inmensidades y excesos, en la memoria se han logrado arraigar personajes anodinos que crecen hasta lo épico, mucho más complejos que los (esos sí) estereotipos de las películas de Emmerich (por mencionar otro hacedor de catástrofes); aun desde su argumento predecible, Cameron logra relieves y tejidos finos en sus atormentados protagonistas, quienes aprenden el heroísmo a fuerza de sudar contra robots-mala-onda, bichos extraterrestres o naufragios hiperbólicos.

Y ahí viene el segundo tema en el que Cameron ha insistido: los mundos al borde del cataclismo, justo los que necesitan de este tipo de héroes. El planeta Tierra dominado por Skynet, la colonia extraterrestre LV-426 plagada de aliens, y hasta la sociedad decimonónica que vive sus últimas francachelas a bordo del Titanic, no se limitan a escenarios sombríos para alguna coreografía de violencia gratuita. No tienen sentidos los O'Connors o las Ripleys sin estos mundos al borde del colapso para rescatar, y más aún: la dimensión trágica de los personajes se consigue cuando, incluso con sus mayores esfuerzos, no lograrán del todo que estos mundos desquebrajados sigan avanzando hacia su decrepitud. Si alguna enseñanza quedara de sus épicas desesperadas, es la intuición de que los personajes camerianos, llamados a una aventura que al inicio parece sobrepasar sus capacidades, con su enorme bravura hacen posible seguir habitando mundos desesperanzados. No Fate, acuña el lema Sarah Connor (acaso el personaje más cameriano) y desde ahí sugiere que el heroísmo no es una virtud de iniciados, sino un esfuerzo frustrante e irremediable. Ideología que le quedaba de lo más bien a los ochenta reaganianos en que fueron posibles varias de estas películas; ¿sigue teniendo efecto en el siglo XXI que le toca a Avatar?

En Avatar, el mundo al borde de la extinción se llama Pandora, un planeta de grandes riquezas naturales, que los típicos explotadores malosos querrán dinamitar para extraer unobtainium, mineral de resonancias míticas en la literatura de ciencia ficción. El héroe ahora es el lisiado Jake Sully (Sam Worthington), quien sustituye al hermano muerto en un proyecto científico, que consiste en dirigir mentalmente a un avatar, réplica de los Na'vis, nativos del planeta. Y el método es como de un Matrix mariguano: Jake se encierra en una cámara, y con ayuda de sondas o algo así puede manejar, como marioneta, a su bicho avatar de más de dos metros de altura. Así como en Terminator se requiere de un cyborg de acero y carne para las empresas destructoras de Skynet, aquí se necesita de estos replicantes orgánicos para infiltrarse entre los nativos de Pandora y "civilizarlos", para que se porten blanditos a la hora de mercar con su mineral.
Así como el anodino böer Wikus van de Merwe debe hacer su proceso de mestizaje para reconocer lo "humano" en los extraterrestres confinados al Distrito 9 (Blomkamp, 09), así Sully tiene que servirse de su alterego verdoso para reconocer en los na'vis valores perdidos por el occidentalismo voraz (disculpad la izquierdosada); curioso que dos películas tan recientes insistan en el mestizaje entre el occidental y el extraterrestre para lograr la redención, tema que quizá sólo puede ser posible en tiempos del gobierno mestizo de Obama. Pero se hablaba de Cameron y entonces se debe destacar la constante autorreferencia a su filmografía: el uso de androides mecánicos como emisores del mal; los incipientes grupos revolucionarios -los Na'vis y los rebeldes a Skynet- para enfrentar a los poderosos corporativos; las burbujas románticas -Sarah Connor y Kyle Reese en Terminator, Jake y Rose en Titanic, y aquí Jake y Neytiri- que hacen posible el crecimiento de los héroes; las grandes guerreras -Sarah Connor, Ellen Ripley, más nice pero no menos rabiosa la Rose DeWitt de Titanic, y en Avatar Neytiri, Trudy Chacón o la sacerdotisa Mo'at-, con su función doble de gladiadoras y maestras de las siguientes generaciones. Acaso la referencia más conmovedora sea la presencia de la doctora Grace Augustine: una Sigourney Weaver madura, que de antigua alienbuster deviene aguerrida científica y pasa la estafeta a una nueva generación de héroes camerianos. Si agregamos los recursos tecnológicos para la filmación de la película, el banquete está más que hecho para hacer una cinta más que memorable. ¿Y dónde falla, entonces, Avatar?
En que James Cameron aspira con Avatar a ser auteaur, pero está anclado en las obligaciones del entretenimiento. Y donde apenas se vislumbra alguna premisa ambiciosa, le gana la corrección política (el mensaje ecológico, la crítica al capitalismo irresponsable), la concesión al juego de feria, la complacencia en el virtuosismo tecnológico, el descuido en el bordado de personajes que apenas alcanzan a ser esquemas.
Pero más: la mayor virtud de Cameron también es su principal limitante, y ahí viene la paradoja que mencionaba antes: el gran tecnoartesano del cine gringo ha hecho suyo el tema del desprecio a la tecnología como única posibilidad de rescatar a la humanidad. Lo mismo el cyborg de Terminator, que la arrogancia bélica de Aliens, que la ultramodernidad fastuosa del trasatlántico Titanic, son los antagonistas naturales de sus empeñosos héroes. Mientras que en Avatar, los avatares y los Na'vi son alardes tecnológicos, y el espectador nunca logra superar esta conciencia: Na'vis y Avatares impresionan, pero no conmueven; la indefensión que se sublima en gloria de las Connor y Ripley no tiene equivalencia en los muppets sofisticados de Pandora, más parecidos a monigotes de George Lucas que a héroes trágicos de Cameron; si en sus películas anteriores, Cameron logró crear zonas de identificación entre personajes y espectadores, aquí sólo existe una compasión semejante a la que nos causan las ballenas sacrificadas por los enemigos de Greenpeace. Avatar evidencia más al Cameron ingeniero de ferias que al Cameron autor menor, y desde estas coordenadas deja el efecto justo de las montañas rusas: expectación, miedo, adrenalina, cimas y simas, pero no el asombro del heroísmo memorable.
Es cierto que el cine tiene ambas vertientes: la de expresión artística y la de feria de atracciones. Cameron había logrado acercarse al arte desde la feria. Pero en Avatar ganó la adrenalina salvaje sobre la emoción sutil. Que tampoco es malo, pero sí sitúa al canadiense en su modesta casilla: rentable para la industria, memorable para la trivia, conmovedor y limitado para quien busca en el cine ese pretencioso "algo más". Ese algo más no lo tiene Avatar. Salvo su tecnología, que esa sí está de güevos.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Mejor no abran la cuenta de Yahoo!

Ocurre que termino el texto muy tarde; lo mando, no quedo del todo a gusto, me acuerdo de algo parecido que escribí hace siglos, lástima no tenerlo a la mano, pero entonces caigo en la cuenta de que posiblemente esté en algún viejo correo. Gmail malacostumbró, una cuenta sin fondo y quedaron en el olvido -apenas para el spam- las cuentas de hotmail o yahoo. Y aquel texto estaba en uno de los correos de Yahoo. ¿Alguien recuerda aquella Ye púrpura tipo cartoon que en su tiempo le competía fuerte al venerable y persistente hotmail? Lo que yo quisiera recordar son las contraseñas; con el tiempo la memoria se ha vuelto comodina y con la misma palabra secreta (jua, La Palabra Secreta) accedo a las cuentas de ahora. Pero, ¿cómo rayos eran las palabras de aquellos tiempos? Y esos correos, ¿todavía servirán?
Tampoco es que sea tan original. Las contraseñas son los nombres, ligeramente trastocados, de las muchachas que me enamoraban en esos momentos. Y recordarlas en contraseñas también es recordar -juro que muy, muy brevemente- a qué olían y cómo se sentían las temperaturas de sus cuerpos. No más poesía. Bingo, el correo se abre. Y Bingo, los buzones de entrada están atestados de basura varia, que fueron inscripciones de boletines, grupos, foros, servicios de celestinaje y contactos sexosos que en aquellos tiempos tuvieron razón de ser. En algún post diurno, en el que me salgan esos aires de sociólogo de banqueta, podría atreverme a especulaciones ociosas sobre los usos y costumbres del internet hace diez años, contra los de hoy. Ahora, la madrugada es demasiado densa como para fingirme inteligente, apenas logro concentrarme en contemplar esas cuentas que suscribí y después no quise o supe o pude mantener.
Cinco o seis grupos de literatura, el boletín del Cervantes Virtual, otro de cine latinoamericano, el portal donde nunca aceptaron mis cuentos, la terca suscripción a las novedades de todotango.com, ¿una página religiosa?, y novedades musicales que nunca revisé . Más de diez mil correos que conforman al que nunca fui. Porque tampoco intenté ganar el millón de dólares, ni agrandar mi pene de forma fácil y segura, ni conocer impresionantes rusas con ganas de emigrar a mi colchón. Y entre tanto spam y suscripciones inservibles se cuelan dos o tres correos de personas que sí escribieron con un propósito neto, que por cualquier motivo no trascendieron a las cuentas de ahora y que dejaron saludos, invitaciones, chistes, comentarios, desperdigados entre ofertas de trabajos increíbles y catálogos de ligues en mejoramor.com.
Inevitable angustiarse: ¿y si haber contestado alguno de esos correos hubiera significado alguna vida diferente a la de hoy? Inevitable amargarse: porque la triste vida de hoy... pero eso tampoco es del todo cierto, (aquí viene la resignación optimista), bien que mal nunca han faltado las películas, los libros, las calles que se caminan tercamente, las cervezas en grupo y en solitario, los dos o cinco o diez amigos con quienes se vocifera la sandez de moda. Además, en ese millón de vidas posibles, siempre termino llegando a esta noche, revisando correos e imaginando las otras elecciones, incluida la que elegí. Cuánta arrogancia, pensar que todo se ha elegido. Aunque también, cuánta evasión, suponer que todo ha sido producto del azar. Entre uno y otro debe ubicarse esa zona oscura que llega hasta esta madrugada y esta revisión ociosa de los correos que no fui.
El merodeo en retrospectiva termina con los correos más antiguos, los que hacían de esa cuenta un cuaderno reluciente, de primer día en la escuela, cuando se creía que uno aprendería cosas útiles, cuando se mandaba un mensaje al amiguito que te felicitaba por haber empezado tu vida en los internes. Después, la pornografía online lo arruinó todo. Aquí era donde debía entraba aquello de Paz (La memoria es teatro del espíritu / pero afuera ya hay sol: resurrecciones, / En mí me planto, habito mi presente), pero a quién rayos se le antoja abrigarse con consignas a las cinco de la madrugada ---que aparte, y sícierto, las consignas se gastan si se usan sin convicción. Mejor idea, cerrar esas cuentas con el mismo temor primigenio que se tapia a los muertos. Acepto que antes me reenvío a la cuenta actual dos que tres cosas que me frustraría perder. Y tuiteo, como para dejármelo claro (¿el tuiter también es confesionario?): Conservar pocas cosas del pasado. Pero conservarlas bien.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

The Friends Bang Theory



PRIMERA PARTE
Sí, pues, las series de TV son aspiracionales (wanabes, traducen quienes no le hacen al argot mercadishing), pero más complejo: no venden burdamente autos, tallas cero y detergentes, más bien sugieren espacios ideales (yo también quiero que mi depto sea como un plató), tiempos de feliz ocio y acostones de carcajada, clases de educación sentimental cada semana, borradores de proyectos de vida --lo que los retóricos llaman locus amoenus-- en los que de acuerdo, de carambola se venden mejor los autos, las tallas cero y los detergentes. Menos perverso y más persuasivo, no queremos tirarnos a Rachel Aniston Green (bueno, sí); queremos compartir su departamento y que entre gag y gag aparezca una buena friend suya que tenga ganas de participar en nuestra historia.
Describir la identificación de la banda con Friends es ocioso por lo obvio: los seis amigos maso atractivos, harto divertidos, desenfadados hasta donde sus traumas lo permiten, con novias y novios tan guapos como lo necesitan los patrocinadores del programa. Sus aventuras son estúpidas y sensuales (sigue ruleando el dicho de Lilians) y aun en sus peores experiencias consiguen la frase absurda que rompe en carcajada. Vivir como Friends era vivir en el limbo de las medias horas de risas, en la promesa de que la peor historia tenía un epílogo por lo menos surrealista, en la esperanza de que la llegada de un nuevo capítulo reforzaba el impulso vital en forma de humorada. Vivir a la Friends era vivir en un código relajado y distinguido: un café cercano a El Colegio de México se llama Central Perk e imita las tazas y los sillones de la serie. Cuando una amiga se mudó, antes de mostrarme su depto me llevó al bar que estaba a la vuelta: "Aquí podremos juntarnos todos y ser felices como los Friends". La historia real fue menos festiva, pero este post trata de risas grabadas.



Dos
Es fácil identificarse con Friends, la duda: ¿por qué ahora nos identificamos con los personajes, más alejados de nosotros, de The Big Bang Theory? Porque Rachel de mesera, Joey de aspirante a actor, Chandler con su empleo kafkiano que nunca sabía para qué servía, podían semejarse a los espectadores "comunes". ¿Pasaría lo mismo con unos brillantes físicos, con posgrados, lecturas especializadas y vidas -al menos en teoría- increíblemente aburridas?
Quien no conozca la serie, acá va un resumen: son las aventuras de cuatro amigos científicos (el físico teórico Sheldon, el astrofísico Rad, el ingeniero espacial Howard y el físico experimental Leonard), de costumbres nerds o geeks (que no es lo mismo pero es igual, diría el Silvio) y su vecina rubia Penny, aspirante a actriz que mientras tanto chambea de mesera. Y el formato es semejante (más erudito, de ejecución menos precisa) al de Friends: conflictos cotidianos, un romance latente, la exhibición y confrontación de los defectos, con el agregado de chistes científicos y de una cultura pop más bien ñoña (Star Trek, videojuegos, internet, comics). Contado así a muchos no se les antojará; al ver medio capítulo quedarán enganchados y ni recordarán quién diablos era Gunther. La explicación más simple: son muy graciosos el galancete frustrado de Howard, la timidez patológica de Raj, la inseguridad y el menoscabo de Leonard, y la gran creación, por lo brillante e insufrible, de Sheldon. Penny es el pivote necesario y eficiente, con el gran plus de ser rubia y hermosa (menos apantallante que Rachel Green pero a lo mejor por eso más asequible).
Pero esto no bastaría para explicar el éxito de los tbbt's; más sorprendente sería sugerir que estos científicos de mentes privilegiadas y enorme torpeza mundana, son el equivalente a sus espectadores: geeks hiperinformados pero poco diestros en sus interrelaciones sociales, educados para mantenerse en una niñez perenne, rutinarios y conservadores casi sin darse cuenta, de sexualidad hermética (uso el eufemismo para no especificar: monstruosa), más aptos para encontrar un torrent que el punto G.
Y no es que la generación 00 (¿la Y, le dicen?) esté formada de cerebros extremadamente vigorosos, como los tbbt's, pero la hiperinformación del internet la ha hecho mejor receptora (que no intérprete) de datos a borbotones, en detrimento de su experiencia callejera. La vagancia ahora se hace por internet y se le llama procrastinación. Cierto que estamos lejos del mito noventero del internauta como un ermitaño pestilente y perverso, la maduración de las redes sociales ha revertido el estigma y ahora es de lo más normal -hasta el punto de lo adictivo- transformar amistades virtuales en reales, pero también es cierto que el trato más cotidiano de la tecnología (y quizá, por extensión, la ciencia) recrea perfiles distintos a los del grupo Friends.


III
The Big Bang Theory es el triunfo de los geeks sobre los gandallas; la venganza de los nerds, que sonaba a farsa imposible (de ahí lo graciosa) en la película de Jeff Kanew de 1984, ahora puede proponerse como forma de vida anhelada por los veinteañeros. Si el posmodernismo de los años noventa desdeñaba la ciencia y por eso el paleontólogo Ross es constantemente ridiculizado por sus Friends, el gusto por la tecnología de los 00 hace el efecto contrario, y en TBBT la extraña es la vecina Penny, tan cerca del People y tan lejos del internet.
La Generación X de Friends hizo de la amistad un pacto eunuco que mantenía a sus personajes en una adolescencia constante; por eso la serie decae cuando aparecen los matrimonios y los bufones van asumiendo responsabilidades. La Generación Y de TBBT retrae a sus personajes a una infancia sabihonda, aunque al mismo tiempo impulsadora de la burbuja académica. A fin de cuentas, el locus amoenus aspiracional de The Big Bang Theory queda fijado: la existencia gozosa de los peter panes sabios, y la oda al geek (que ya estaba dado desde el internet y las redes sociales) como estilo de vida. El reflejo de una generación infantil e inteligente que ansía disfrazarse de Spock, darle a la comida tailandesa y tener jueves de comics. Por suerte, en la puerta de enfrente hay una vecina rubia que los reivindica. Y más importante: que es tolerante con ellos.